lunes, 31 de agosto de 2015

El viaje vertical

El viaje vertical. Enrique Vila-Matas.

Anagrama: Barcelona, 1999, 248 pp. 15 euros.


Por J. Teresa Padilla

Ésta es, como su título indica, una novela sobre un viaje; sobre él y sobre el relato de este viaje, o sea, sobre ella misma. Su narrador, que comienza interrumpiéndola ocasionalmente “como una serpiente surge de su piel” para advertirnos que, pese a su conocimiento íntimo de la historia, no debe ser considerado omnisciente (ya se sabe que sólo Dios o los razonables autores que creen en la existencia de una estricta frontera entre el mundo real y el de ficción lo son), termina confesando que no es sino un personaje más de la novela, otro ente tan ficticio (o real) como su protagonista. Desde luego, este movimiento reflexivo que introduce en la novela la propia escritura como tema es un motivo recurrente en la obra de Vila-Matas, pero no me parece que obedezca a una predilección u obsesión puramente personal (entiéndase, caprichosa y contingente). Por lo que voy conociéndole, que ya sé que no es todavía mucho, empiezo a sospechar que no tiene más remedio que hacerlo porque forma parte de su “visión del mundo”, que es, más concretamente, una “visión de la vida” y de la “vida del hombre”. Una visión que, como poco, podemos rastrear, pasando por Unamuno, hasta Calderón y el barroco y que desmiente al sensato autor antes mencionado y niega tajantemente la existencia de una diferencia esencial entre la realidad y la ficción (o el sueño). Y, claro, si la vida es sueño (si su realidad es ficcional), la frontera entre la vida y la literatura se borra. No sólo eso: puede que el movimiento de la narración y el de la vida sean esencialmente idénticos y la vida realmente vivida sea la que se relata a sí misma. Y que esto sea cierto aun en el caso de existencias tan ajenas a la literatura como la del protagonista de esta novela cuando, por fin, se deciden (o ven obligados) a vivirlas.

jueves, 27 de agosto de 2015

Mi "página en blanco"

Por J. Teresa Padilla

Hay rachas. Rachas en las que se te atomontonan temas para escribir, en las que se agolpan en tu cabeza frases e incluso párrafos enteros que te esfuerzas por no olvidar antes de tener ocasión de transcribirlos. Y rachas en las que te repugna hasta la idea de sentarte a escribir nada. En que el silencio aparece como la única opción. Y la mejor, la más honesta.

Recuerdo que Kertész decía que sólo debía comenzarse a escribir una novela cuando hubiéramos intentado con todas nuestras fuerzas resistirnos a la idea de escribirla. Pero yo no escribo novelas. Y aunque alguna vez, en plena euforia, me he preguntado si no debería intentarlo, la tentación no ha tenido nunca la fuerza necesaria para dar lugar a una sola línea. Doy por descontado que no sería capaz de mantener la concentración, el ritmo. Que nada bueno podría resultar de esta ocurrencia repentina. Se supone que debería suceder al revés, que, antes del planteamiento de la mera posibilidad de una novela, tendría que surgir la necesidad de contar algo, algo que, además, precisara esta forma literaria y no otra. Sí, reconozco que ha habido veces en que, después de echar un vistazo a algunas novelas de éxito, me he dicho que yo también podría hacer eso, y la tentación me ha asaltado. Lo que pasa es que eso que me creo, con razón o sin ella, capaz de emular me interesa tan poco que me quito inmediatamente esta peregrina idea de la cabeza. Entiendo que mi modesta contribución a la historia de la literatura reside en abstenerme de producir estos engendros.

Lienzo Blanco sobre blanco (de la obra de teatro Art)
Pero yo no escribo novelas, así que no tengo que seguir la sabia recomendación de Kertész. Escribo otras cosas y por necesidad. No la de contar algo, sino la de escribir, lo que sea, sin más. El silencio no me sienta bien, lo sé por experiencia. Así que, cuando llegan esas rachas en las que siento un asco casi físico ante el hecho de sentarme y teclear cualquier palabra, que me resulta en sí misma ya una gran mentira, me tengo que obligar a hacerlo. Dejar de rumiar agráfamente lo que en cada momento me ha sumido en ese estado, enredándolo y haciéndolo aún más poderoso y dañino, y escribir. Sobre esto o sobre lo que sea. No es tan fácil como parece. Cuesta. En realidad, hasta que no creé este blog, en otro momento de euforia inconsciente, por lo general lograba zafarme de esta obligación. Necesitaba hacerla de alguna manera pública para darle un auténtico peso imperativo.

lunes, 24 de agosto de 2015

Página en blanco

Por José María Ruiz del Álamo

El que describe escribe, ya sea con versal o versalita, mas mucho mejor es en caja baja, a no ser que la regla ortográfica demande la caja alta tras un punto. Así escribe el que describe, que llegado el caso corta con un punto y aparte.

Parágrafo nuevo para dibujar sobre el lienzo blanco la purpurina grácil de la tinta de este bolígrafo sujeto en las manos, siendo vehículo directo de los pensamientos, que lo mismo se aturullan en “ese apacible rincón de Madrid donde mis años de mozo pasé”, que vocalizan “con un clavel grana sangrando en la boca”, ya que así es la estrofa de esta prosa. Pensamiento vano que no llega a su comienzo.

Comienzo esta nueva línea con la esperanza de limpiar los recovecos que agitan la nebulosa cabeza, pues sin saber quiere saber cómo iniciar el texto dándole ya un contexto con esto y lo otro, y así llegar a un final determinado por un porqué.

Mas por qué decir página en blanco cuando escribes sobre un cuaderno tamaño Din A4 arrebatado de cuadritos (a líneas azules). ¿Recuerdas aquellos cuadernos Rubio donde repetías las letras? ¿Recuerdas esos cuadernos a dos rayas? Uno poseía la naturaleza del nacimiento, mientras el otro determinaba la normalidad de la altura.

Altura que hoy pasa a ser cuerpo en las artes gráficas, ¡pues toma cuerpo 36 para el número 36!, claro que llevarlo a cabo distorsiona la interlínea, mas línea a línea se escribe el texto sobre la página en blanco del ordenador. ¿Página en blanco en un ordenador? Plasma brillante a lo sumo. No, que no, que el escribir es sobre papel y después ya le daré a las teclas (¡vaya, una viuda!).

Te creas una historia que viene a denominarse relato, y al rato escribes para conformarla con forma y alma.

Así a la página en blanco la miras y remiras, y en viendo su frágil mesura la acaricias con las letras que devienen en palabras conjugándose en frases, mas su arrobo es tal que pone buena cara cuando dibujo un tachón sobre su faz. Ella es dulce, cuando no amarga; es primavera, cuando no otoño; lluvia, cuando no sol, ya que es y no es porque subyace en volatilidad.

Dad a lo escrito un repaso para peinar estos cabellos sueltos que afean su rostro marfileño (que blanco-blanco no es el papel), pues toda tu “fermosura” ha de arrullar al lector.

Tórrido camino del papel al ordenador para volver al papel tatuado en tóner, y así llegar a hipnotizar las pupilas de esos ojos verdes (o azules, o negros, o…) que están respirando la vida de este relato de principio a fin.

martes, 18 de agosto de 2015

El cuarto de atrás

El cuarto de atrás. Carmen Martín Gaite.

Destino: Barcelona, 2002 (1978), 182 pp.


Por J. Teresa Padilla

Hay quien cree en la existencia de “libros para el verano”. Éstos deberían ser algo así como los equivalentes a las también llamadas “canciones del verano”: facilones, pegadizos y un poco de usar y tirar. Para no volver a recordar nunca o sólo, con mucha suerte, hasta el verano siguiente, o el otro, y únicamente porque han quedado asociados a aquellos días, que tanto nos complace rememorar, en que nos alejamos de la rutina en un lugar extraño al habitual.

Se supone que el verano es un momento para vivir y no para enfrentarse a retos literarios. Ni musicales, ni cinematográficos (también hay “pelis de verano”). Esta suposición es bastante falaz, pues entiende la vida y su disfrute como algo necesariamente superficial que exige evitar cualquier esfuerzo, reflexión o sentimiento que nos distraiga de un goce puramente inmediato y sensual: el del calor del sol sobre nuestra piel, el olor del mar o el sonido de las olas. En verano nuestro cuerpo tiene derecho a unas vacaciones, parece pensarse. Unas vacaciones de nosotros mismos. Para que luego se dude del poder de las ideas, pues en el origen de esta obligación estival de “quedarnos en blanco” y atontarnos deliberadamente no se encuentra otra cosa que el célebre dualismo antropológico de cuerpo y alma. Éste es el polvo del que vienen esos lodos.

Reconozco el engaño, pero también lo difícil que es sustraerse a él. Yo también he sucumbido muchas veces a la tentación de la evasión, pues es esto, y no la vida y su disfrute, lo que de verdad se nos oferta en estas fechas. Evadirse, fugarse, desentenderse. Huir. ¿A dónde? A ninguna parte, no importa. ¿De qué? De todo: de la realidad cotidiana, de sus problemas, de las prisas y obligaciones, pero también de nosotros mismos, de nuestra vida… y de la literatura.

“La literatura es un desafio (…) no un refugio”, dice el misterioso personaje masculino creado por Carmen Martín Gaite en esta obra (no me atrevo a llamarla novela) para que la ayude a aclararse a sí misma, y de paso a nosotros, su peculiar forma de padecer eso que Vila-Matas llamó “el mal de Montano”. Una forma nada peculiar, de hecho, pues reconocemos los síntomas y las motivaciones del mismo. De esto trata esta novela que es, más bien, una reflexión autobiográfica: de lo que nos lleva, por el camino correcto o por peligrosos desvíos, a la literatura y de los temores que nos pueden tentar a alejarnos de ella.

“Posiblemente mis trabajos posteriores de investigación histórica los considere una traición todavía más grave a la ambigüedad; yo misma, al emprenderlos, notaba que me estaba desviando, desertaba de los sueños para pactar con la historia, me esforzaba en ordenar las coas, en entenderlas una por una, por miedo a naufragar”, nos dice haciendo referencia, sobre todo, a su trabajo, por otra parte excelente, sobre los usos amorosos de la posguerra.

Huir o encontrarse, también así se podría entender el dilema que se plantea. Buscar refugio (en la investigación histórica, en sus datos, en la realidad más compartida y menos íntima) o enfrentarse a la soledad y la extrañeza a las que la literatura nos condena (“Pensé angustiosamente que no era yo. Lo mismo que aquel sitio no era aquel sitio. Y tuve una premonición: ‘Esto es la literatura. Me está habitando la literatura’”). A las que nos condena y de las que, a la vez, nos consuela, porque sólo en ellas podemos encontrar todo lo que hemos ido perdiendo y, especialmente, lo más importante entre lo perdido: a nosotros mismos. La literatura nos devuelve al “cuarto de atrás”, nuestro lugar en el mundo: esa “especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas” donde únicamente llegamos a vivir en primera persona.

A medio camino entre el Augusto Pérez de Niebla y el Tongoy de El mal de Montano, el misterioso Alejandro que visita de noche a Carmen Martín Gaite supuestamente para entrevistarla es un personaje que se enfrenta a la autora y la obliga a ponerse en cuestión. Un alter ego (la conoce demasiado bien), como Tongoy, o un personaje de ficción (su nombre coincide con el de un personaje de una fantasía infantil que ideó con su mejor amiga), como Augusto; en cualquier caso, tipos nada respetuosos, sino bastante críticos y respondones.

Su impertinente visita nos permite conocer nosotros también a Carmen, reconocerla en sus personajes (si estamos familiarizados con su obra), comprender por qué escribe y por qué a veces huye de la escritura, y de otras cosas, aunque sea escribiendo también. La conocemos mientras ella se busca a sí misma en el sentido de lo que hace yendo y viniendo del presente, algo onírico, al pasado, casi más real. Al final puede que el dolor sea la clave de todo. Atreverse a vivirlo o huir de él, ignorarlo, esconderlo bajo las alfombras.

“En los himnos de corte falangista (…), el dolor era una cucaracha despreciable y ridícula, bastaba con tener limpios todos los rincones de la casa para que huyera avergonzada de su banal existencia, no había que dignarse mirar los bultos inquietantes ni las sombras de la noche”.

Mirar esos bultos, enfrentarse a las sombras. Rechazar la negación socialmente impuesta. Vencer el miedo a la cucaracha que habita en nuestra propia cocina. Esto es la literatura, su razón de ser.

Fuente foto: Cúmulos y limbos
Hacía mucho tiempo que no leía a Carmen Martín Gaite, una escritora con la que siempre me he entendido tan bien que soy incapaz de tomar respecto a ella la distancia necesaria para valorar, más o menos objetivamente, su calidad literaria, para ubicarla en el lugar que le correspondería dentro de la narrativa castellana contemporánea. Otros lo harán, supongo. A mí no me hace falta. A pesar de que pertenece a la generación de mis padres y no a la mía, de que muchas de sus historias se desarrollan en su ciudad de provincias natal y yo no he vivido en otra que la capital, siento también como mía esa sensación de opresión y aislamiento social de sus personajes. Casi todos mujeres (que son las que más intesamente estaban condenadas a sentirla), aunque resulta imperdonable aquí no recordar al protagonista masculino de la maravillosa Ritmo lento. La literatura de Martín Gaite es aparentemente sencilla, clara, modesta. Pero no os dejéis engañar: está llena de descubrimientos, pequeños y esenciales; de imágenes deslumbrantes en su cotidianidad; de verdad y de humanidad. Es una literatura que no miente y que nos sonríe, como recuerdo hacía ella a los lectores en la Feria del Libro, como preguntándonos: ¿tú también lo sientes así?

En realidad, estos son los auténticos libros para el verano, para mis veranos. Libros, no para evadirse de nada, sino para reencontrarse con amistades antiguas y hace tiempo desatendidas, aunque no olvidadas del todo; para solventar pérdidas y descuidos.

jueves, 13 de agosto de 2015

Un perro que habla

Para Miguel, al que no terminó de gustar este cuento. Para que un día aprenda (o mejor, se atreva) a reconocer la belleza de las pérdidas.


Por Danilo Kiš

“Un perro como yo no tiene ninguna historia emocionante que contar. He tenido una juventud bastante feliz (sin contar, por supuesto, con la separación de mi familia) a pesar de haber vivido en tiempos de guerra. Tal vez precisamente por ello. Se lo explicaré. La guerra se lleva a las personas, les niega la ternura, la guerra les mete el miedo en el cuerpo, les hace desconfiados. En estas condiciones, un perro, un perro fiel como yo, significa mucho. Si no se es un niño y no se es extremadamente sensible, a un perro se le puede querer sin desesperación, sin miedo de volverse loco, de morir de dolor si la guerra se lo lleva; se le puede querer sin hacerse uno ninguna concesión, se le pueden confiar cosas libremente, sin miedo a que desvele nuestros secretos y nuestros deseos escondidos. En tiempos de guerra, un perro sufre sólo hasta que le salen los colmillos. (Por eso perecieron mis hermanas, Dios se apiade de sus almas). Pero para un perro adulto, fuerte, una guerra es un chollo. (…)

lunes, 10 de agosto de 2015

La cuestión es hablar

Vincent van Gogh. Girasoles

Por J.  Teresa Padilla

Hay un artículo titulado “Flor de hablar” en el que Unamuno defiende eso que se llama “hablar por hablar” y asegura que sus mejores escritos son aquellos que empezó sin tener una idea exacta de lo que quería decir en ellos. Porque de la misma forma que hay escritores a la búsqueda de ideas -decía-, también hay ideas (“flotando en el ambiente”) en busca de escritores que las expresen. Claro que, para que estas ideas dejen de flotar por ahí y se posen en uno, no basta con sentarse a esperarlas.

“Si hay escritores que escriben sin pensar, otros que escriben porque han pensado y otros que piensan para escribir, los hay también, y creo contarme entre ellos, que piensan escribiendo”, contaba Unamuno en una carta a Ortega y Gasset.

No sé qué tipo de escritora soy yo (suponiendo que el mero hecho de escribir me autorice a considerarme tal). Reconozco que a veces me permito escribir sin pensar, aunque en mi defensa he de alegar que no es un hábito, sino más bien el resultado de alguna frustración. Escribo sin pensar por las mismas razones por las que también a veces hablo sin pensar. El resultado en ambos casos suele ser el mismo: un desastre del que termino arrepintiéndome. En cambio no recuerdo haber nunca escrito algo pensado previamente de forma precisa y acabada. O, mejor dicho: sí he creído que iba a dar expresión a una idea previa, clara y distinta y, al escribirla, he descubierto que para nada era clara ni distinta. Luego, al final, he terminado repensándola al transcribirla, confirmando aquello, tan unamuniano también, de que la escritura es un monodiálogo. Un diálogo consigo mismo que, como el socrático, te va librando de ideas falsas (por lo menos si es un auténtico diálogo, o sea, si uno no se limita a echarse discursos, sino que de verdad se habla y hasta se interrumpe para discutirse algo; eso sí, por escrito).


Y es que a menudo resulta difícil expresar lo que se piensa. Unas veces porque nos falta destreza lingüística, porque no encontramos las palabras ni la construcción correcta de la frase. Este es el caso menos grave, pues se puede resolver con esfuerzo y paciencia. En realidad, en esto reside la “gracia” de escribir, en dar con la expresión adecuada en cada momento y no conformarse con la primera, normalmente vaga y confusa, que nos viene a la cabeza.

En otras ocasiones, la dificultad proviene de la naturaleza poco inteligible en sí misma de lo que se pretende expresar, que no es en realidad un pensamiento, una idea, sino una sensación, un afecto, un modo de sentirse. El lenguaje, como realidad dada y puesta ahí a nuestra disposición, es un instrumento concebido para comunicar información objetiva. Cualquier otro uso exige convertirlo en un instrumento de creación. De ahí que la expresión escrita de según qué cosas no pueda ser otra que literaria. Superar esta dificultad exige mucho más que destreza o instinto lingüístico. Presupone, por un lado, la profundidad de lo que se quiere expresar (lo que se llama “sensibilidad”) y también ese enigma que denominamos “talento” y que, a lo mejor, no es nada esencialmente diferente a la “sensibilidad”.

Pero también sucede en muchas más ocasiones de las que imaginamos que la dificultad estriba en que no se ha pensado lo suficiente y la idea misma resultante de ese pensamiento defectuoso o incompleto es confusa. Hay ideas que, sencillamente, no resisten el paso a la escritura; que, cuando lo hacen, no pueden evitar dejar al descubierto su estupidez o absurdidad. Esto, desde luego, me pasa muchas, muchas veces.

Gracias a Dios, debería añadir. Porque igual que una golondrina no hace un verano, una o incluso muchas tonterías no hacen un tonto. Tonto no es, como decía Forrest Gump, quien dice (o escribe) tonterías (aviados iríamos), sino el que, una vez las ha dicho, no las reconoce y se queda tan fresco. Y pase que esto ocurra con las volátiles tonterías dichas, que el viento se lleva sin darnos tiempo a escuchárnoslas, pero con las escritas… Las tonterías escritas están ante nuestros ojos, dotadas de la misma realidad que un muro. Y las que uno ha escrito son, en realidad, un muro, un muro que debería impedirnos proseguir nuestro camino y obligarnos a asumir nuestra responsabilidad: su inmediata destrucción.

Hay que escribir, porque escribir nos ayuda y nos obliga a pensar. Pone a prueba nuestras ideas, nos descubre otras que de otra forma quizá nunca se nos hubieran ocurrido y nos empuja a desarrollar esa capacidad que nos hace hombres, la de hablar (o escribir, que en el fondo no es sino hablar por escrito). Pero hay también que saber borrar y arrojar a la basura mucho de lo que escribimos. Tan moral como el de no incrementar el mal en el mundo es el deber de no aumentar la estupidez reinante en él. Ya la filosofía clásica nos advertía que el mal moral tenía mucho que ver con la ignorancia.

Y no es más tonto quien más escritos se ve obligado a descartar. El auténtico tonto es el narcisista, el que coge tanto cariño a sus escritos (por ser obra suya) que no es capaz de renunciar a ellos. De este tipo hay muchos escritores, noveles, sí, pero también más o menos consagrados. Es muy posible que a todos ellos les viniera bien como ejercicio lo de “escribir por escribir”, lo de pensar escribiendo. Sin idea previa, sin nada que les resulte tan querido con anterioridad que luego no puedan desprenderse de él.

Foto: Susanne Nilsson
Así he escrito yo hoy. A saber si alguna idea “flotante” se ha posado aquí. A saber si no es una tontería que mereciera ser arrojada a la basura. Aunque, en realidad, cuando se "escribe por escribir" no se pretende decir nada, se termine o no haciéndolo, y, por eso, poco importa si el eventual mensaje tiene algún valor o es una majadería. La verdadera finalidad de este escribir aparentemente sin objeto es la misma que busca el que lanza un mensaje en una botella al mar: sentir la posibilidad de no estar del todo solo y de llegar a irrumpir en la soledad de otro y aliviarla. Pues lo que se diga en él da, en el fondo, igual. Lo que importa es la esperanza del que lo arroja y la sorpresa del que lo recibe, el milagro de la comunicación.

Un mensaje en una botella o una flor, el símil que prefiere Unamuno en su artículo. En cualquier caso, sólo un regalo, gratuito y sin utilidad, porque lo que se dice, sobre todo entre amigos, como estamos aquí, “es lo que tiene menos importancia; la cuestión es hablar”.

jueves, 6 de agosto de 2015

Normandía

Foto: Robert F. Sargent (6.6.1944)

Por José María Ruiz del Álamo

Dos horas para tomar el tren camino de Normandía, y tu cuerpo respira en mi pecho. Una hora para decirte adiós. Treinta minutos para vestirme. Una vida para amarte.

A este Hitler (que no merece adjetivación) cualquiera le lleva la contraria, más siendo tú la hija de su primo. No cabe desertar, el petate está hecho. Claro que, si tú supieras lo que va a ocurrir en aquella playa, le morderías las narices a ese Adolf.

Me faltan epítetos para agradecerte esta dicha que me ofreces, me faltan manos para abrazarte toda, me falta amor para amarte…, me falta meter una camisa en el petate.

No hay calificativo para describir tus labios, no digamos ya tus ojos, o tu nariz, o tu barbilla, o tu… No digamos.

Secundario y circunstancial resultaría describir la habitación y la secuencia temporal cuando no hay más mundo que Tú. Que “para vivir no quiero islas, palacios, torres”, sí, ¡que no hay nada más que vivir en los pronombres!
La hora ya está aquí, he de vestirme. Tú sigue tumbada, que ya me hago yo un revuelto de coliflor con morcilla. Allá en Normandía el rancho es de lata; allá en Normandía cualquiera sabe qué contienen esas latas.

Huevos para el revuelto, sal para condimentar y aceite, por supuesto. Cinco minutos y medio para comerlo y un beso tuyo para hacer la digestión. Voy a meter la camisa en el petate, no se me vaya a olvidar.

No queda más que la despedida. El petate al hombro, tus brazos a mi cuello, tu llanto, ¡oh, tu llanto!, a mis labios.

--No te vayas todavía, no te vayas por favor –me dices soltando una tos.

--Queda con Dios, Facunda. Parto; mi sino es Normandía.


Berlín (1945)

--Parto; mi sino es Normandía.

Robustiano dejó a Facunda sin adjetivos y sin coliflor. Así que no cabía esperar la llegada del alba, ya que, si él partía, los epítetos demudarían su ser.

Era su pronombre, y por su hombre rompería todas las cadenas con el arrebato de la pasión. El tiempo no se paraba; no cabía llamar a su padre para detener el sino (desatino) de Robustiano. Y sobre nada se puso un sobretodo para bajar las escaleras de tres en tres con unas alpargatas.

Corrió y corrió por las calles. Berlín era una ruina tras los bombardeos, un jardín con ramos de piedras. Una de estas rosas cogió su mano tras divisar en el horizonte a su Robus. A su Robus y un atajo para sorprenderle con la rosa en la cabeza.

Inconsciente devino mientras brotaba la sangre. Le arrastró por los pies hasta el soportal que conducía al refugio. Esperó su despertar.

--Estas cosas solo las haces tú –dijo al abrir los ojos.

--Sí, soy yo. Tu pronombre.

--“No quiero islas, palacios…”, quiero vivir en ti, pero tengo que partir a Normandía.

--Ya es tarde, el tren marchó.

--¡Soy un desertor!

--No, eres mi amor.

--¿Qué dirá tu padre? ¿Qué dirá el primo de tu padre?

--Lo que digan los demás está de más. Lo que importa es el camino –lloraba-. Un camino para amar y no para morir. Hoy quiero amar, mañana quiero amar y pasado solo cabe amar.

--Ese será nuestro paseo, un paseo por el amor.

--Robus, por favor, dime un adjetivo.

--No puede ser.

--Sí, ahora ya sí, porque estamos dialogando.

--Primavera de mis entretelas eres dulce con tu cálida mirada y tus mágicas manos.

--Son tres adjetivos –rió.

--Es lo menos que te mereces.

Un beso descarnado y florido alumbró la gélida mañana berlinesa.

lunes, 3 de agosto de 2015

Nos gusta la rubia

Por J. Teresa Padilla

Las relaciones humanas son complicadas. Eso se dice, por lo menos. Lo decimos todos en general y nadie en particular. Es lo que les pasa a los tópicos. Sin embargo, yo no lo tengo tan claro.

Antes de seguir creo que debo hacer constar, por aquello de que no os hagáis una idea extravagente de mi persona, que no dedico las jornadas estivales a cuestionarme la verdad o la falsedad de este tipo de tópicos. No, no me levanté un día plantéandome cómo son o dejan de ser las relaciones humanas. Más bien me levanté un día pensando qué podía escribir para homenajear a una amiga que cumplía años y con la que mantengo una relación humana muy concreta. Pensaba en esta relación y empecé a escribir justo la frase que da inicio a esta entrada. Sí, la del tópico. Pero, como me suele suceder, fue verla negro sobre blanco asociada a esta relación tan personal y concreta en la que estaba pensando y percibir que, dicho así, en general, esta afirmación era falsa.

Mi relación con Marisa, una relación inequívocamente humana (sobre todo por su parte, ésa es la verdad), no tiene nada de complicada. Entonces, ¿por qué empecé escribiendo el mencionado tópico? Eso mismo me pregunté yo. Mi conclusión: no es que las relaciones humanas sean complicadas. Lo que es complicado es hablar de ellas, describirlas, explicarlas…, de lo puro sencillas que son. Y es que cada vez estoy más convencida de que lo más enigmático de este mundo es justo lo más sencillo, porque lo sencillo, lo simple, es casi siempre algo gratuito, sin causas, sin finalidades. Algo que sucede porque sí. Y, por eso, en cuanto te paras a pensar en ello, te desconcierta.

Es cierto que hay relaciones realmente complicadas. Cada uno sabrá cuáles son las suyas, que no quiero entrar en detalles. Pero sean las que sean, son más fáciles de describir. Justo porque las mantenemos por algún motivo. Salvo excepciones sadomasoquistas, no nos complicamos la vida por gusto. Y expuestas estas razones, queda explicada, por lo menos en parte, la relación.

Pero, si dejamos de lado las relaciones familiares o laborales, que nacen de una necesidad biológica o económica, respectivamente, todas las relaciones humanas, terminen o no complicándose, empiezan igual. De forma muy sencilla…, e inexplicable. Tan inexplicable que no nos sirve ni siquiera hablar de azar, pues el azar nos ha puesto y pone igualmente en contacto con multitud de otras personas con las que no se llega a establecer nunca ninguna relación propiamente dicha.

El azar no explica nada (es más bien un recurso que nos exime de buscar otras razones), pero, además, no hace justicia a la verdad. Porque la verdad es que cuando se establece una relación de amistad en la edad adulta, suele ser gracias a uno de los implicados. Los niños se hacen amigos en cuanto se encuentran, sin más. Por el mero placer de poder así jugar juntos. Que esa amistad se consolide o no ya depende de factores que están fuera de su control. En el caso de los adultos, sin embargo, no suele pasar: somos desconfiados, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos como una tortuga en su caparazón. Necesitamos motivos para asomar la cabeza, para asumir el riesgo a la decepción o el dolor que sabemos pueden traer consigo este tipo de relaciones. Renunciamos al placer inmediato por el miedo a un sufrimiento que anticipamos como una mera posibilidad. O puede que quizás no seamos capaces siquiera de reconocer y vivir ese gozo tan simple y gratificante que reside en el mero hecho de estar acompañados en un momento concreto, de sonreír o hacer sonreír.

Marisa y yo no somos amigas por azar. El azar habrá jugado su papel, pero la responsable última de la existencia de esta relación de amistad es ella. Somos amigas, en realidad, porque nos parecemos como un huevo a una castaña, o sea, en una forma más o menos esférica muy remotamente similar (o, en nuestro caso: en que somos mujeres de la misma edad). Somos amigas porque Marisa es, y espero que lo sea siempre, una niña. Para mí, la amistad es un milagro. Para ella, como para cualquier niña, lo que resulta un enigma indescifrable es que no surja la amistad de forma natural entre dos personas cuando no hay un motivo preciso y claro que lo impida. O que haya quien se permita el lujo de dejarla pasar de largo. Y, claro, como no puedes sino darle la razón, no te deja otra opción que la de ponerte a jugar con ella en lugar de columpiarte aburrida y sola en el parque.

Ella no ha olvidado que la amistad es siempre esa relación tan natural y fácil que se establece entre los niños y, como es la que practica, te obliga a ti también a recordarla, dejándote sin defensas y sin excusas. Cuidadito con confundir esta naturalidad o ingenuidad con alguna forma de simpleza. Al contrario, como no pierde el tiempo especulando sobre el futuro y las siempre posibles decepciones que puede depararnos, puede ver el presente y todo lo que en él pasa mejor que los demás. Observa, a veces pregunta, otras calla, pero nunca interroga (no le hace falta) ni juzga (para qué). Da lo que le sale y coge lo que se le ofrece. Sin más.

Para mi desgracia, Marisa y yo nos parecemos bien poco. Aunque compartimos alguna cosa, nada irrelevante: no somos tontas y nos gusta la cerveza, la rubia. Basta y hasta sobra, así me lo ha demostrado, para cimentar una sólida amistad.

Feliz cumpleaños, colega.