miércoles, 31 de diciembre de 2014

Lo viejo y lo nuevo

Por J. Teresa Padilla

Andaba yo pensando en un tema sobre el que escribiros esta semana. Algo que yo pudiera redactar y vosotros leer antes o después de la celebración de la Nochevieja (o el Año Nuevo, según se mire). Algo pequeño, ligero y que ayudara a empezar el nuevo año con buen sabor de boca.

Tolstói con su nieta Tániechka, 1908
Andaba yo en estas cosas y recordé una foto que encontré en un libro (unos diarios). No he sido capaz de identificar a su autor, al que me hubiera gustado nombrar en señal de reconocimiento. Porque es una foto llena de vida, de alma. Una foto que supo retratar a la persona que vivió bajo el nombre de un enorme escritor y que, además, me daba a pie a reflexionar sobre los finales y los inicios, que viene a ser lo que celebramos estos días.

Normalmente los escritores son fotografiados en su lugar de trabajo, entre un montón de borradores, con su enorme biblioteca detrás. Aquí, sin embargo, aparece retratado el hombre; el hombre que, entre otras muchas cosas que podría haber hecho, escogió (supongamos que se trató de una elección) escribir.

Pero no pretendo hoy reflexionar sobre esto último (aunque no cabe duda de que valdría la pena), porque en la foto no está solo. Aquí están un abuelo y su nieta. Tániechka o Tatiana se llama la niña y Lev el abuelo, aunque sus nombres son lo de menos, porque bien podrían ser cualquier nieta y cualquier abuelo. Una empieza a vivir y otro tiene muy cerca la muerte. Pero, paradójicamente, al contemplarlos no puede pasarse por alto lo próximos que parecen estar uno del otro, su cercanía, su complicidad.

Que hay un misterioso lazo que anuda el principio y el fin de la vida de los hombres, la niñez y la vejez, haciendo de ella casi un círculo, eso lo intuimos todos. Forma parte de la “sabiduría popular”, de lo que se "sabe" aunque no se pueda dar razón de cómo y por qué sucede. Pero también es verdad que, cuando intentamos concretar un poco más de qué se trata, pensamos en la decadencia intelectual que a menudo acompaña a la vejez. Entonces decimos de nuestros mayores que son como niños, y la mayoría de las veces como niños egoístas y caprichosos. Algo de verdad hay en ello, pero no es éste el vínculo íntimo que hay entre los niños y los mayores.

Seguro que a vuestro alrededor abundan los ejemplos, pero yo os propongo éste, el de la foto. Tatiana y Lev se miran y se reconocen. Esto es evidente y debemos agradacer al autor de la fotografía que fuera capaz de mostrárnoslo. Y sabemos que Lev tuvo la suerte de conservar hasta el final de su vida una lucidez que bien quisiera yo tener a la altura en la que me encuentro de la mía. No se trata, pues, de que la decadencia de unos, los ancianos, se encuentre con la falta de crecimiento, de madurez, de los otros, los niños. Puede, incluso, que se trate justo de lo contrario, de que unos y otros están más próximos, aunque de maneras muy distintas, a lo que de verdad es nuestra vida, a lo que somos.

“Quienes más viven una vida verdadera son los niños y los ancianos”. Esto nos dice el abuelo en su diario. Y es verdadera, nos explica, porque, o bien no está sometida aún, o bien está cada vez más liberada de la “ilusión del tiempo”. Una ilusión que nos hace creer a la mayoría de los adultos maduros que nuestra vida se reduce, en realidad, a la sucesión de momentos, de lo que hemos hecho o nos ha sucedido, de lo que haremos o nos sucederá. Es como cuando, por ejemplo, nos vemos obligados a presentarnos ante un grupo de personas y decirles (nada más y nada menos) quiénes somos: cuentas lo que has estudiado, en qué has trabajado y lo que te gustaría o tienes intención de hacer en el futuro. Pero, a poco que lo pienses, nada de esto eres tú ni ésta es tu vida. “Yo, yo, sólo yo existo, y él, Tolstói, es un fantasma, un fantasma asqueroso y ridículo”, esto nos dice de nuevo el abuelo en otro momento del diario. Tu obra, tu nombre, pasados o futuros, fallidos o gloriosos, no son tú.

Tú, yo, el anciano y la niña vivimos, en todo caso, en el presente, en un ahora que no pasa; en uno que hubo un tiempo que no existió y que llegará un día que dejará de ser, que morirá con nosotros, pero que, desde luego, no va entonces a formar parte de la historia, ni de la nuestra ni de ninguna otra, como tampoco lo hacía antes de nuestro nacimiento. Nos sentimos frágiles, solos y suspendidos como funambulistas entre la nada del antes y la del después, pero a la vez llenos de vida, presentes. Como el anciano y la niña de la fotografía. A saber quiénes somos, pero somos; y no nuestro currículo.

Los niños y los ancianos viven mejor que nosotros ese presente en el que se decide cada día todo y vive quien realmente somos. Unos porque aún no viven su tiempo como historia, los otros porque la cercanía de la muerte le ha quitado toda importancia.

“Morir significa volver al lugar de donde uno ha venido. ¿Qué hay allá? Seguramente algo bueno a juzgar por esos seres maravillosos, los niños, que vienen de allí”. No lo sé, aunque es una hermosa forma de verlo, digna, desde luego, de este abuelo. Lo que creo que sé es que lo nuevo y lo viejo se encuentran, como hoy, donde únicamente pueden: en ti, en mí, en nosotros, ahora. Siempre, aunque no por siempre. Tendríamos que celebrarlo (vivirlo) todos los días.

Al final me parece que no he escrito nada ni ligero ni breve. No soy de fiar. Espero al menos que haya sido agradable. Feliz año nuevo a todos.



lunes, 29 de diciembre de 2014

Ya queda menos…

Por J. Teresa Padilla

 Si existe algo capaz de despertar a la bruja que hay en mí (y de lo que pueda hablar abiertamente en este blog) son las vacaciones escolares. No os digo nada si se trata de las navideñas, porque sí, pertenezco a esa muchedumbre de personas (estoy segura de que lo es, aunque, la verdad, no sé dónde se ocultan exactamente), a las que las Navidades, lejos de entusiasmar o, por el contrario, provocar un bajón anímico, incrementan peligrosamente los niveles de… Bueno, de la hormona responsable de la mala leche. Y no es, como les sucede a muchas personas, porque no pueda dejar de añorar las Navidades de mi infancia y viva las presentes como una burda falsificación. No. Las de mi infancia eran tan malas o peores que las de mi vida adulta. Básicamente consistían en que mi madre se pasaba cocinando todo el día, lo que no favorecía que llegara de lo más risueña a la hora de la cena, desplegaba la mesa de forma que ocupaba casi todo el espacio disponible en el salón convirtiendo en una misión imposible salir de allí donde hubieras terminado ubicada, y la llenaba de más platos de los que podía contener, con lo que a duras penas cabían luego tus manos. Además, había tantas cosas para picar que, cuando llegaban los platos principales, apenas se comía. Esto se traducía en que te pasabas luego un tiempo comiendo las sobras recalentadas, lo que, increíblemente, no se traducía en relax materno alguno. Y encima para ver a los que veías todos los días. Aquello era tan incómodo y aburrido que me parece que no era yo la única que deseaba que acabara cuanto antes. Luego se jugaba a algo. Eso no estaba tan mal, aunque se podía haber hecho cualquier otro día, digo yo.

Lo que ya no recuerdo tanto de las Navidades de mi infancia, ni de mis vacaciones escolares en general, es que mis hermanos y yo armáramos un jaleo semejante al de mis hijos. Ni por asomo se me hubiera ocurrido a mí entonces que mis padres tuvieran que prestarme especial y exclusiva atención. Pero, claro, tampoco se me había ocurrido que pudiera denunciarlos si me daban un capón (como me advierten los míos que harán dado el caso) o que detentara la propiedad o cuando menos el usufructo del cuerpo, la mente y el tiempo paternos o/y maternos. Es cosa de la edad, me dicen. Cierto. Dentro de unos cuantos años pasarán al extremo contrario: amenazarte ellos con el capón y exigir una absoluta privacidad y propiedad sobre sus vidas. Es cosa de una mala educación. Pues puede, pero será la mala educación escolar, porque hubo un tiempo de casi tres años en que no estuvieron escolarizados y entonces eran relativamente mucho más independientes, muy capaces de concentrar su atención un buen rato en cualquier cosa medianamente interesante que no fuera la televisión o un videojuego e incluso de entretenerse juntos. Estos idílicos tiempos, sin embargo, pasaron.

Así que, en los pocos instantes que me quedan para la reflexión, no puedo dejar de preguntarme dónde está mi tiempo, dónde está mi espacio. No eran gran cosa, es cierto, pero me costó lo suyo conquistarlos y ahora no los encuentro por ninguna parte. Por aquello de aprender de los errores de los que me precedieron, no me paso ni mucho menos todo el día cocinando. A pesar de que revolotean a mi alrededor amenazando con aniquilarse mutuamente, recordándome cuánto se aburren y mirando por encima de mi hombro, si por milagro logro acceder al teclado del ordenador, lo que estoy haciendo, al final ni siquiera tengo la oportunidad de ejercer de buena madre y hacer algo distinto y más o menos apasionante con ellos, porque siempre se me adelanta algo o alguien menos visto y más entretenido que yo. Eso sí, tengo que permanecer de guardia, disponible ante cualquier eventualidad, so pena de ser acusada de abandono y de indiferencia.

Había conseguido convencerles de que una madre es una entidad autónoma, independiente de ellos, con una vida, unas actividades y unas necesidades propias y personales. Había conseguido convencerles de que no les pertenezco al igual que ellos no me pertenecen. Pero las dichosas Navidades han conseguido dejarlo todo en suspenso. Las Navidades son suyas: la propaganda televisiva y escolar me han hecho, nunca mejor dicho, la pascua. Y en el fondo a ellos, que viven bajo el estrés de elaborar una lista de regalos que no están seguros de desear y de poder contar, cuando vuelvan al colegio, la cantidad de actividades extraordinarias que han realizado.

Y, con todo, ellos son lo mejor de las Navidades. Lo bien que lo podríamos pasar cenando comida basura y bailando hasta las tantas las canciones de la radio. Pero estas benditas fiestas están hechas para pasarlas con los que quieres y te quieren (por lo menos a ellos, que son los “reyes”), es decir, para terminar cenando con tu suegra. He perdido mi espacio, mi tiempo y hasta mi porción de amor. Menos mal que ya falta menos para recuperarlo todo, hasta a mis hijos. ¡Os echo de menos!

viernes, 26 de diciembre de 2014

Vida y destino: la posibilidad de la resistencia

Vida y destino. Vasili Grossman.

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2007. 1120 pp. 26 euros (también en tapa blanda por 18,50 euros).



Por J. Teresa Padilla

No lo mencioné, pero éste fue uno de los libros que os comenté adquirí hace unos días en una librería de segunda mano. Con ésta son tres las veces que se ha cruzado en mi vida, la última coincidiendo casi con la creación de este blog. No soy supersticiosa, ni creo en “señales”, pero he de reconocer que el azar ha tenido un bonito detalle con esta bitácora y justo es agradecérselo. Porque ésta es una novela que exhorta a la resistencia como única forma de supervivencia personal, que no meramente biológica.

Como os decía, éste ha sido el tercer encuentro. El primero tuvo lugar en los años 90, cuando la hallé entre los saldos de unos grandes almacenes. Animada por su precio (que no llegaba a las 300 pesetas, o sea, bastante menos de dos euros), la información de la contraportada y la fiabilidad que me merecía la editorial que la publicaba (Seix Barral), la adquirí y leí. Ni el autor ni el título me sonaban de nada. En esa primera lectura ya me pareció una novela excepcional, capaz de emocionar sin sentimentalismos fáciles y a la vez invitar a la reflexión. Me entristeció que un libro semejante hubiera tenido tal destino comercial, tanto como luego, en 2007, me sorprendió encontrarlo entre los más vendidos en la categoría de ficción.

Quizás existan leyes de mercado capaces de explicar por qué una novela escrita a finales de los 50, y publicada por primera vez en España en 1985, pasa completamente inadvertida para, veinte años después, terminar siendo un éxito de ventas. Es cierto que lo que se publicó en los 80 era una versión incompleta, traducida a partir de la edición francesa (secuestrado en la URSS, el original íntegro en ruso no se publicó hasta 1988), y que presentaba más erratas de las deseables; pero nada de esto hacía realmente mucho más difícil su comprensión y valoración. Puede, sí, que haya una razón puramente comercial (y si no la hay, sin duda la habrá, como decía la canción). Yo, sin embargo, prefiero ver su éxito como una prueba de la veracidad de la idea que vertebra esta novela: parece que todo está regido por leyes inexorables que no dependen de nosotros (de cada uno de nosotros) y determinan nuestras vidas, pero resulta que, en el fondo, sólo es una apariencia. En cualquier momento puede que un lector y otro y otro (hasta más de cien mil, que fueron los ejemplares vendidos) decidan que es un libro nada reciente, de un autor desconocido, sin premios que lo adornen ni polémicas que lo hayan devuelto a la actualidad lo que quieren leer en lugar de El código Da Vinci de turno.

A estas leyes que supuestamente dictan el tipo de libros que vamos a leer, de productos que vamos a adquirir o de películas que vamos a ver, y que no son sino parte de otro conjunto de leyes más generales que imponen el tipo de sociedad en que tenemos que vivir y el modo en que únicamente podemos sobrevivir en ella; a esta leyes que, al final, pretenden explicar todo lo que sucede y sucederá es a lo que se denomina “destino” en el título de la novela. Sin embargo, el destino (o la “Historia”) es una apariencia, una ilusión que la vida, la de cada uno de nosotros, puede desenmascarar en cualquier momento. Puede porque, en el fondo, lo hace más veces de las que pensamos, aunque no nos demos cuenta. Y la prueba de fuego de que así es, del carácter ilusorio de la ley del destino, es que ésta no puede imponerse sobre la vida, sobre nosotros, sino con la violencia, como tiranía, como mal.

Esta es la tesis de la novela (porque, entre otras muchas cosas, puede considerarse también una “novela de tesis”) y, por eso, resulta casi un homenaje a ella ver en su éxito de ventas una pequeña, pero significativa, victoria de los individuos sobre la tiranía de la mercadotecnia, que, aunque menos sangrienta que las que aparecen en la obra, no deja por ello de serlo.

Los personajes de la novela, como todos nosotros, viven casi siempre su destino. Se dejan arrastrar por lo que les dictan sin hacerse preguntas. A veces por simple interés, por egoísmo, por el puro afán de medrar. Pero la mayoría de las veces lo hacen por cobardía. Tienen miedo. Miedo a morir, por supuesto, pero también a otras muchas cosas: al ostracismo, a la soledad, a sentirse diferentes, al fracaso… Se someten al destino y su violencia casi siempre, no siempre, porque estos personajes, como todos nosotros, pueden en cualquier momento resistirse a él, ejercer su libertad (una libertad que nada ni nadie, ni siquiera ellos mismos, pueden aniquilar). Y cuando la ejercen conquistan una auténtica vida, la suya, ajena al destino o la Historia.

Y así vemos en la novela enfrentadas constantemente vidas e historias (más o menos coherentes, más o menos heroicas) con la Historia, así, como la escribe el autor, con mayúscula, aquella que se cree regida por la necesidad más estricta y ante la que se supone que no cabe rebelión posible; la Historia, en suma, que “asume y supera toda posible contradicción” y que, por tanto, relativiza y niega todo lo demás. Sobre todo, al hombre como tal hombre y a lo que en la novela no deja de aparecer constantemente exigiendo de él una respuesta (la resistencia, pues la sumisión es justo la no respuesta): el mal o la violencia intrínseca a la Idea, la Historia, el Destino, el Poder (como prefiramos llamarlo) en su relación con el individuo. Una nueva versión de la lucha entre David (el hombre, su vida, su historia o intrahistoria, el bien –aunque sólo en su posibilidad-) y Goliat (el poder, el destino, la Historia, el mal –esta vez no posible, sino necesario-). Y aunque las victorias de David son casi siempre pírricas, también resulta evidente que las victorias de Goliat nunca podrán ser completas. Porque el hombre, el hombre concreto, es libertad.

La libertad no es algo a lo que pueda renunciar, que pueda perder o de la que pueda ser despojado sin a la vez renunciar o perderse a sí mismo, o sencillamente ser aniquilado. Por eso el totalitarismo (fascista, estalinista o, para aplicarnos el cuento, neoliberal) no podrá renunciar nunca a la violencia que ejerce sobre él y, en consecuencia, se engaña (y nos engaña) cuando la presenta como un simple medio para alcanzar un fin distinto y mejor. En la medida en que el hombre puede en cualquier momento decidirse a vivir como tal, a realizar su libertad (lo que se traduce en acciones concretas que suponen la resistencia moral contra todos esos males que le presentan como necesarios), él es, en su insignificancia, su verdadero e invencible enemigo. Insignificante porque nada puede contra las “fuerzas grandiosas e inhumanas” del destino, la Historia, el Estado. Invencible porque sencillamente no puede dejar de ser lo que es (agente moral, libre, responsable).

¿De verdad el hombre es libertad y no puede dejar de serlo? Libertad que, además, es sinónimo de bondad y amor. El intelectualista resabiado que llevamos dentro sonríe con amargura ante tamaña ingenuidad. Para Grossman, sin embargo, es un hecho. Un hecho que ha superado el más horrendo de los experimentos, el horror que ambienta la novela y que el autor conoció como pocos (es coautor de la compilación de los testimonios de los supervivientes en El libro negro): “si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá”. Resulta difícil imaginar una prueba más radical.

Se trata de una novela monumental que resulta inevitable y tópico comparar con Guerra y paz y que no oculta en absoluto tener en este clásico su modelo, aunque Grossman se cuida mucho de distanciarse de la religiosidad tolstoiana. En ambas, la guerra entre los Estados enmarca, en realidad, la lucha por la supervivencia moral de lo humano, del hombre como tal hombre. La épica está, en ambos casos, supeditada a la ética. Ambientada en la segunda Guerra Mundial, y centrada en el momento de la batalla de Stalingrado, recorre todos sus escenarios: la propia ciudad, la retaguardia, las zonas soviéticas ocupadas por los nazis, los campos de prisioneros, los guetos y hasta los viajes a las cámaras de gas. Como también sucedía en la novela de Tólstoi, aunque es una familia la que sirve de hilo conductor, la lista de personajes es enorme e incluye también las voces de los "otros", en este caso los alemanes. Podemos, incluso, encontrarnos con el propio Stalin. Y es que, en medio de la Historia, las personas y sus vidas son las auténticas protagonistas, incluso cuando estas personas son los verdugos. Vemos a los poderosos inseguros y empequeñecidos porque, en el fondo, saben que su grandeza no les pertenece, que depende de la de sus Estados y ejércitos; vemos a gente sencilla que, se haya o no dejado llevar hasta ese momento, de pronto y sin aspavientos desobedece, se hace preguntas o simplemente actúa con esa bondad cotidiana, impotente, absurda y sin sentido (los adjetivos no son míos, sino del autor), que no es sino el amor natural a la vida y que le lleva a hacer lo que justamente no debería ni podría según las leyes del Destino. Así que si identificamos estas leyes, como la Historia quiere, con las de la razón, no cabe más que concluir que “lo verdaderamente irracional y lo que en verdad no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien”. La cita no es de Grossman, sino de Kertész, que me parece que está pidiendo paso para ser el siguiente “reseñado”.

Lo verdaderamente grande, el misterio, está en lo aparentemente más pequeño. Inadvertido la mayoría de las veces, pero capaz otras de refulgir con luz propia en la noche más cerrada poniendo en cuestión al más intransigente comisario político y recordando a la tiranía donde está su límite. No necesita motivos o razones. No es ninguna idea heroica la que lo mueve, es que no puede hacer otra cosa sin perderse a sí mismo, sin dejar de ser lo que es. El mismo tipo de impulso que probablemente llevó a Grossman a escribir esta novela que no llegó nunca a ver publicada. El impulso que da el descubrimiento de que nada salvo nuestra propia cobardía puede doblegarnos: "¡Yo soy libre!”, dice un personaje, “yo puedo decir: '¡no!'. ¿Qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte? ¡Yo diré 'no'!”.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Tallarines a la carbonara



Ingredientes:

250 gramos de tallarines.

Media cebolla.

150 gramos de bacón (o más, si se se quiere).

1 huevo.

250 mililitros de nata de cocina, preferentemente espesa.

Aceite de oliva, sal y pimienta.


Por José María Ruiz del Álamo

Naturaleza sin par es conseguir una sonrisa, y en la cocina ésta también ha de darse, véase bien el darse a la cocina, véase mejor el darle a la sonrisa. Pues una sonrisa es el primer condimento sabroso para el plato que hemos de degustar, y así, a gusto, gusta dar, aunque sea algo sencillo.

Que sencillo es el plato que nos ocupa hoy, verdad es, y más verdad que convive con divertimiento, que es un juego para el paladar, bien sea infantil o juvenil ese paladar; inclusive los mayores de edad lo han de apreciar, porque no hay edad para subyugarse (por no escribir “imbuirse”) ante unos tallarines condimentados con salsa carbonara. Un juego será cocinarlos. Un juego llevado a cabo en tres fases.

He aquí un plato para abrir boca. Más exactamente para abrir la boca y comérselo, que en el comer perdura el juego. Un juego que comienza con la elección de los abalorios y los condimentos. Véase que para comer tallarines lo primero a considerar son los propios tallarines, los cuales, con su talle justo (ya enteros, ya partidos por la mitad, ya se verá), vendrán a bañarse en una cazuela rellena de agua hirviendo con su pizca de sal.
Véase que el baño propuesto corresponde a 250 gramos de este producto italiano, cantidad de primer plato para cuatro personas, cantidad de plato único para dos personas y demasiada cantidad para una persona sola.

Así nadan los tallarines en el agua de la cazuela, al aire libre, pues no cabe tapar y sí remover con cuchara de palo, que haciendo cosquillas a los tallarines éstos saldrán más alegres, aunque llegados al punto de cocción se acaloren, que si el calor ablanda las ideas lo mismo ocurre con esta pasta italiana, que se subyuga en ternura. Una pasta tierna, una tierna comida. No olvides remover de vez en cuando, cuando lo veas oportuno, pero remueve.

A la par deviene la segunda fase, que en lo que unos se están cociendo, viene el pochar sobre una sartén. Para ello, en el medio dedo de aceite confluirá media cebolla bien picada, bien picadita.
No te pases en el aceite, no te pases con el fuego. Al punto de sal, al punto remueve, que no se puede quemar. Y, en éstas, 150 gramos de bacón lloverán sobre la sartén. Y así, en comunión, se condimentan el aceite, la cebolla, la sal y el bacón.

Finalizado el dos vendrá a unirse con el uno, que el uno ya está cocido y, por supuesto, escurrido. Ahora ya tenemos los tallarines conjuntados con el pochamiento. Y como no hay dos sin tres, más que nada porque lo he reflejado en un principio, llega el tres: la fase tres. A ello vamos. Y en ello estamos batiendo un huevo y 250 ml de nata de cocina en un cuenco, ello con su punto de sal y su punto de pimienta (la pimienta si os place).
Y es en este batir donde nos batimos realmente que el plato llegue a buen fin, pues el fin es conseguir que espese: mayor espesura, mayor ternura.

La conjunción se ha de configurar, y estos tres pasos en uno han de convertirse, luego lo batido ha de verterse sobre los tallarines y el pochamiento, y a fuego lento lentamente se ha de mover y mover, es decir, remover, y al ver que la salsa está cuajada, el fuego se apagará.

Las tres fases han quedado en una.

Es hora de emplatar, es hora de comer, es hora de seguir jugando, es hora de poner punto y final. Buen provecho.


lunes, 22 de diciembre de 2014

Librerías de ocasión



Por J. Teresa Padilla

Cerca de donde vivo hay una pequeña librería. Aunque sus propietarias lo han pasado mal estos últimos años, ahí siguen. Desde luego no gracias a mí, que hace tiempo que no me puedo permitir el lujo de desembolsar veinte euros o más por un libro. No soy, a mi pesar, una clienta asidua, pero sí una presencia bastante habitual ante su escaparate. Especializada en libros de historia (cuenta, de hecho, con una pequeña editorial propia), tiene, no obstante, una escogida y suficientemente amplia oferta de obras de literatura de ficción y ensayo más generales. Su escaparate, que renuevan de forma regular, ofrece novedades y reediciones muy diferentes a las que podemos encontrar en los de las grandes superficies del libro. Es grande y, no sólo está dispuesto con mucho gusto, sino muy bien aprovechado. Conclusión: resulta imposible no encontrar en él libros que te encantaría leer (y poseer, que no se me olvide explicaros esto). Así que, allí suelo estar, relamiéndome de gusto como si del escaparate de una pastelería se tratara y aguantándome las ganas como si estuviera a dieta. De la magnitud de mi sufrimiento os podéis hacer idea si tenéis en cuenta que saco a pasear a mi perra tres veces al día justo por delante y que me pilla de camino al súper y al colegio de los niños.

Quizás os preguntéis por qué no pongo fin a la tortura pasándome al libro electrónico. Os mentiría si os dijera que tras una detenida reflexión he concluido que no, que no me vale. No, no me valen los libros electrónicos (esto es verdad), aunque las razones de tal negativa no han sido objeto, hasta este mismo momento en que escribo, de ninguna reflexión. Pero, aunque no detenidamente meditadas, no dejan de ser razones. Primera razón: para lo que son realmente, me parecen muy, muy caros. Porque real, realmente, son poca cosa; de hecho, no son “cosas”: son datos, información o como queráis llamarlo. Pero un libro es una cosa, luego un e-book es, en todo caso (vaya con las cosas y los casos), un cosa (libro) virtual. Una pura contradicción. Unos me dirán que lo que se paga es la “obra”. Sí, pero la obra es el alma del libro, no el libro entero. Otros me dirán que se puede leer en una pantalla igual que se puede escribir en un ordenador. Pues a unos y otros respondo con la segunda y la tercera de mis razones. Tercera razón (que empiezo contestando la última de las objecciones): yo no puedo (entiéndase leer una novela, ensayo o cuento suficientemente largo en una pantalla). Es mi problema, pensaréis. Sí, mi problema y mi razón. Una de ellas. Segunda razón (al hilo de la necesaria distinción entre contenido y continente): soy demasiado “física” para contentarme con el espíritu o alma del libro (la obra) y renunciar a su cuerpo. Para mí esto sería, en realidad, como mantener una relación con alguien exclusivamente a través de Skype: tarde o temprano necesito abrazarlo, verlo de verdad o tomarme unas cañas con él. Necesito la cercanía, la proximidad física. Si no, la relación termina siendo frustrante. Un texto en pdf o e-pub puede atraer mi interés, conseguir, incluso, que lo que llegue a leer en él despierte mi deseo de seguir hasta el final, pero para satisfacer este deseo necesito el libro de verdad, el no virtual. A esto me refería cuando comentaba que lo que ansiaba ante el escaparate de la librería no era sólo leer, sino también poseer el libro. Poseer no significa aquí ser propietaria. Es una forma de posesión que dura única y exclusivamente lo que dura el acto de lectura y que se identifica con él. Igual sirve el libro de un amigo que el de una biblioteca.

Escribo esto y me percato de que existe una “erótica del libro”. Me apunto mentalmente el tema, que promete. Porque lo que quería contaros es la forma alternativa de saciar mi apetito lector que descubrí hace unos días. Alternativa a la compra que no puedo permitirme y al préstamo, que hemos concluido que el e-book no es una auténtica alternativa, al menos para mí.

Soy consciente de que probablemente descubrí el Mediterráneo cuando entré por primera vez en aquella librería de segunda mano. Pero mi experiencia se limitaba hasta entonces a la Cuesta de Moyano o la Feria del libro antiguo, en las que encontrar algo interesante a buen precio requiere una importante inversión de tiempo, esfuerzo y paciencia. Eso por no hablar de las incómodas aglomeraciones.

He pasado por delante de este tipo de librerías en otras ocasiones. Normalmente tienen pequeños escaparates donde se muestran, bien lo que parecen auténticas antigüedades, bien pequeños y maltrechos libros adquiribles a partir de un euro. Las primeras imponen un respeto reverencial; las segundas no infunden ninguna esperanza de encontrar nada que valga más que el papel en el que está impresa. Ni en unas ni en otras se suele ver desde fuera lo que se esconde dentro. Ninguna invita, aunque por diferentes razones, a entrar.

La semana pasada un amigo me llevó a una de estas librerías. Una de las de “a partir de un euro”. Como conozco su gusto por la denominada “literatura popular” de otras épocas, no esperaba más que pasar un rato agradable escandalizándome, una vez más, de los auténticos bodrios que es capaz de leer. Nada más entrar había pilas y más pilas de libros sobre sacos de tela que, a todas luces, contenían todavía más que esperaban ser puestos a la venta. Como presuponía y temía, en estas columnas verticales los libros se apilaban sin orden ni concierto, pero me sorprendió comprobar cómo había muchas cosas interesantes y en un estado en ocasiones mejor que el de muchos libros nuevos que en las grandes librerías están ennegrecidos y con claros signos de haber sido manoseados sin excesiva pulcritud. Había cosas de Julián Marías por cuatro euros, de Gómez de la Serna por un precio similar, y hasta una excelente edición de la Biblia de Jerusalén impecable que no llegaba a los veinte euros. Sin embargo, el auténtico descubrimiento me esperaba a continuación de la mesa que sirve de caja. Allí se levantaban varias hileras de estanterías, como las que encontramos en las bibliotecas, repletas de libros perfectamente ordenados por temáticas. Todo tipo de temas (ensayo histórico, filosófico, legal, literatura clásica, bestsellers, literatura contemporánea española, extranjera, latinoamericana, infantil y juvenil, diccionarios, idiomas…). Encontré la edición de un libro que hacía tiempo quería tener, una obra desconocida de un autor con el que di en la biblioteca un poco por casualidad y del que todo lo que he leído me ha parecido excelente, un clásico que me da vergüenza reconocer que nunca he terminado, porque la edición que poseo del mismo siempre me ha resultado muy incómoda, y, por último, un título que pienso regalar estas navidades. Todos en perfecto estado. Y tuve que ofrecer una dura resistencia ante otras muchas tentaciones. Me gasté veinte euros (me descontaron uno para redondear) y volví a casa más contenta que unas pascuas. He empezado con la lectura del clásico, que ya era hora. Y sí, con esta edición tengo química: me gusta su tacto, su papel y avanzo sin esfuerzo disfrutando como nunca había sido capaz de la joya que contiene. Es el Quijote.

La librería se llama Ábaco. Yo estuve en la de la calle General Álvarez de Castro número 3 (hay otra en Raimundo Fernández de Villaverde). Os animo a visitarla. Seguro que encontráis tentaciones a las que sí os podéis dar el gusto de sucumbir.

martes, 16 de diciembre de 2014

En marcha

Por J. Teresa Padilla

 Sí, por fin me he decidido. Me había comprometido con algunos amigos y conmigo misma y, aunque esperaba el momento propicio, aquel en que la vida se digna darte un respiro, he empezado a sospechar que éste no va a terminar de llegar. Y no, a mis años no estoy ya para esperas. También me había propuesto no abrir esta bitácora hasta no tener una cierta cantidad de textos dispuestos para su publicación escalonada (con el tipo de programaciones con las que trabajan, al parecer, los blogueros profesionales), pero está claro que yo soy más de las que hacen el camino andando. Así que, eso, que comienzo a andar.

La historia de este blog tiene su origen en un curso de redacción y corrección para desempleados. Me resulta difícil imaginar qué tenía en la cabeza el burócrata al que se le ocurrió que semejante formación podía ayudar a la reinserción laboral de nadie, que la sociedad, en fin, estuviera pidiendo a gritos redactores y correctores. Conociendo el percal, lo más probable es que en su cabeza no hubiera nada de nada. El caso es que, en el vestíbulo desangelado donde debíamos esperar que nos asignaran el lugar que teníamos destinado en aquella academia, había unas veinte personas. Resulta curioso recordar ahora cómo se pasa de la extrañeza a la familiaridad. Algunas de ellas son hoy, y no ha pasado tanto tiempo, seres sinceramente queridos, pero, en aquel momento, eran miradas con las que evitaba cruzarme. Como si esperara un golpe inminente y de origen impredecible. O quizás se trataba más bien de que sentía vergüenza por estar allí y no quería que los demás lo notaran o, lo que todavía era peor, verla en ellos también. Porque, en realidad, temía que lo que les hubiera conducido hasta allí se pareciera al fracaso que, en diferentes formas, podía resumir mi vida. Fracaso, cuando menos, de puertas afuera (los otros no vienen ahora al caso). Ese tipo de fracaso, en suma, que impide redactar un currículum medianamente atractivo para cualquier responsable de recursos humanos. Sólo esto parecía dar sentido al hecho de que veinte personas de una edad que se podía calificar sin vacilar de adulta, y que seguramente tenían cosas más útiles y urgentes que hacer, hubieran acudido a tan extravagante convocatoria llenos de ilusión y, en apariencia, felices de al menos haber sido aceptados en aquel lugar. Supongo que, como para mí, también para ellos hacía mucho tiempo que ser aceptado donde fuera no era una experiencia habitual.

La verdad es que pocas veces el dinero público ha estado tan bien aprovechado, porque, como ha dicho en alguna ocasión Marisa, mi antigua compañera de pupitre, ahora amiga y futura (espero) coautora en este blog (aún estoy intentando convercerla), aprender vaya si aprendimos. Lo que no me queda claro es si el contenido de este aprendizaje se ajustaba al programa que el burócrata en cuestión tenía en su cabeza (perdón, habíamos concluido que ahí no había nada). ¿Qué aprendimos? Pues, por lo menos yo descubrí que los presuntos “fracasados” estaban llenos de talento. De diferentes y numerosos talentos (literarios, audiovisuales, reivindicativos y hasta culinarios) sobre los que destacaba y destaca la heroicidad de haber conseguido seguir siendo ellos mismos. Y eso que, desde la celebérrima quiebra de Lehman Brothers (que quién iba a pensar que tuviera algo que ver con nosotros), todo nos invitaba a negarnos, perdernos... Su hazaña no ha sido la supervivencia, que se puede seguir viviendo de muchas formas, hasta quemado, y no todas valen la pena. Su proeza, lo que me han enseñado, es que la resistencia es posible. Resistir a todas esas voces que, procedentes no sólo del ámbito laboral, sino también del social y hasta del familiar, no hemos parado de oír desde que perdimos nuestros respectivos, buenos o malos, empleos, y que nos decían (y dicen) algo que, en su versión corta, podemos resumir como “nene (o nena), no vales nada”.

¿Cómo se opone resistencia a esto? Pues de muchas formas que, probablemente, cada uno debe descubrir por y en sí mismo, pero para cuyo descubrimiento necesita que otro le recuerde quién es: que otro te mire y te vea, te vea y te sonría. Nosotros nos hemos mirado, visto, sonreído. Hemos compartido todo eso que nos apasiona, que mantiene viva nuestra curiosidad; sueños que lo más seguro no se cumplirán nunca, pero a los que hemos descubierto que nunca hemos dejado de aferrarnos, aún sin darnos cuenta; éstas y otras muchas cosas que ni sabíamos de nosotros mismos. Estas formas de resistencia son las que quiero compartir aquí. Útiles de resistencia que toman su eficacia, eso sí, de la capacidad de reírse de prácticamente todo y, en primerísimo lugar, de uno mismo. Así que no esperéis encontrar lamentaciones o letanías de motivos para quejarse y llorar. Estas cosas no hay que buscarlas: ellas solas nos encuentran por mucho que nos escondamos. Y, aunque me reservo el derecho a alguna que otra pataleta (que una tiene sus cambios de humor), lo que espero que halléis en este blog son reseñas literarias, ocurrencias de elaboración propia, invitaciones al cine, recetas de cocina… Todo envuelto en sonrisas y escrito a nuestras respectivas maneras. Porque no sé qué somos, salvo que somos muy nuestros, y porque no estaría nada mal que consiguiéramos aplicarnos un día la letra (la he buscado y encontrado subtitulada para todos aquellos de vosotros que, como yo, tienen un nivel medio-alto de inglés) de este pedazo de canción (y cantante).


Como véis, estoy a la última, quien avisa no es traidor. Hasta pronto.