jueves, 31 de mayo de 2018

Mejor que nunca

Por Marisa Díez


Aún falta casi un mes para que comience de manera oficial el verano y, sin embargo, yo tengo más calor que nunca. En plena noche o a la luz del día, sin aviso previo, me ataca el sofoco. Entonces me pongo a buscar como una loca cualquier chisme que sirva para abanicarme. Bueno, confieso que esto sólo lo hago cuando estoy en casa o en un lugar en el que no me observe nadie que no sea de mi absoluta confianza. Pero si me ocurre, por ejemplo, mientras disfruto de una cervecita en una terraza o en un bareto del barrio, disimulo como puedo, miro hacia otro lado y salgo disparada hacia la calle o el cuarto de baño. Cualquier cosa menos manifestar en público que estoy en esa edad en la que mi temperatura corporal va por libre y el calor que yo siento es independiente de los grados centígrados que marque el termómetro. A mí me ha dado la sofoquina en plena noche helada del mes de enero. Es lo que hay. Ya me he acostumbrado. Con todo, esto no es lo peor.

También lloro a todas horas, y también, por supuesto, cuando nadie me ve. Puede ocurrir un instante después de un ataque de risa. Tampoco es raro que la lágrima se me escape sin control ante cualquier estupidez que contemple en la tele o si alguien me lleva la contraria sin demasiados argumentos. Soy capaz de alterarme o gritar como una posesa ante un suceso imprevisto al que no encuentro explicación. Luego se me pasa y me arrepiento de no haber contado hasta diez, pero ni se me ocurre pedir perdón. Bastante tengo con lo mío.

Además, me duelen los huesos. Me levanto del sofá como mi madre, casi a rastras, y si he pasado demasiado tiempo sentada necesito engrasar mis articulaciones. Entonces echo en falta esa especie de tres en uno que se aplica a la puerta que chirría o la persiana que se atasca. La presbicia me está respetando más que a la media de mi generación, supongo que gracias a la miopía que he sufrido durante años. Pero tampoco veo bien, eso es evidente. De la boca no hablamos; he decidido posponer indefinidamente mi visita al dentista. Hasta la dentadura postiza, nada de nada.

Por lo demás estoy bien. Es una edad, digamos, diferente. Te pasan cosas que no te han ocurrido nunca. Disfrutas de alergias que antes jamás habías sufrido. Si sales una noche de juerga, necesitas aproximadamente una semana para la recuperación total. Te encuentras con gente a la que hace años que no ves y no los reconoces, porque hay que ver lo mal que se conservan los demás, no como tú, que estás como una rosa. Con achaques, pero como siempre. Bueno, ahora también te tiñes y hasta te tienes que depilar esos pelillos que te salen en la barbilla porque, si te descuidas, ahora, aparte de bigote, también tienes barba.

Pero ya digo, sin contar esas pequeñas cosas, me encuentro bien. Las manchas de la cara parecen expandirse sin control y la piel necesita una dosis extra de crema hidratante para no parecer algo similar a la lija. Son sólo eso, pequeñas cosas. Nada importante.

Así que es cierto, estoy en la menopausia, pero no pienso esconderlo ni silenciarlo como si fuera un tabú. Más bien me parece la edad perfecta para realizar los sueños que desde siempre se nos quedaron en el limbo. Para llamar a las cosas por su nombre y dejar de callarse ante las injusticias. Llegados a este punto nos da lo mismo ocho que ochenta, lo cual es una ventaja, lo mires por donde lo mires. Estás en ese momento de tu vida en el que no aguantas más allá de lo imprescindible a todas aquellas personas que no te aportan nada y desarrollas una capacidad especial para mandar a paseo a quien perturba tu tranquilidad y equilibrio. De acuerdo, convivimos con achaques, pero son únicamente físicos. Nuestra mente está despejada, y abierta a experiencias nuevas que cubran nuestra cuota imprescindible de emoción y sorpresa. Soy mayor depende de para qué, según se mire. Me siento querida, a más de una le gustaría estar en mi lugar y hasta es posible que alguno me haya convertido en su objeto de deseo. Ya sé que esto último puede sonar fatal e incluso algo pretencioso; seguro que sólo es una fantasía, pero, qué más da. Ya os he dicho que estoy en la menopausia y me da igual lo que piensen y lo que hablen, porque yo me quiero más que nunca. Qué le voy a hacer, si estoy estupenda…


jueves, 24 de mayo de 2018

La mancha humana

La mancha humana. Philip Roth.

Alfaguara: Madrid, 2007. 414 pp. (Actualmente sólo disponible de primera mano la edición de Debolsillo, 432 pp., 9,95 euros).


“Nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura”.

Por J. Teresa Padilla

Ya casi he olvidado la trama de historias de esta novela: eso que permite contar a otros lo que pasa en ella. He ido posponiendo su “presentación” (en eso quedé con vosotros que iban a ser mis reseñas) porque me resultaba más fácil o me urgían más otros temas o lecturas. El tiempo ha pasado y con mi memoria de pez ya no recuerdo muchos detalles del argumento. No sé; lo suyo quizá sería omitirla, pero cuesta. O me cuesta. Porque este Philip Roth es muy grande. Descarado, arriesgado. A menudo brutal y sucio, como alegan con desagrado, por ejemplo, el pudoroso de Aramburu y otros varones más próximos a quienes recomendé esta novela que dejaron a medias. Además, lo que pasa es siempre lo de menos. Lo importante es lo que queda, si queda algo, que no será precisamente lo que pasa. Y, en este caso, queda, vaya si queda.

Curiosamente, hombres inmunes a la grosería del porno, encuentran violentas las alusiones explícitas de Roth a los problemas de próstata y todos esos detalles íntimos que convierten la sexualidad masculina en una tragicomedia. Hay un pudor típicamente masculino, no recogido siquiera por el diccionario de María Moliner, que conduce al silencio, a una jactancia ridícula o al humor descarnado (que va desde el chiste verde a la mofa cruel) sobre su intimidad sexual. Roth desafía siempre este pudor. Habla (bueno, escribe) con un lenguaje directo, sin adornos ni disfraces. Ni hedonismo, porque, en realidad, ésta no es una cuestión de placer, o no en el fondo. Es una posible respuesta a la pregunta sobre quiénes somos en realidad, que es la que se plantea, por encima (en mi modesta opinión) de otras cuestiones fascinantes y puede que hasta de abrumadora actualidad, en La mancha humana.
“En cuanto un hombre empieza a hablarte de sexo, te está diciendo algo acerca de él y de ti. En el noventa por ciento de las veces eso no sucede, y probablemente es mejor que así sea, aunque si no alcanzas cierto nivel de franqueza acerca del sexo y prefieres comportarte como si jamás pensaras en eso, la amistad masculina es incompleta”.
Una amistad lo suficientemente completa como para que con ella irrumpiera “toda la malevolencia del mundo” y “el embrollo de la vida” une al protagonista, el exdecano y profesor de lenguas clásicas Coleman Silk, con el alter ego narrativo de Roth, Nathan Zuckermann. A su modo frío y distante y, con todo, compasivo, nos relata, más que la propia historia de Silk, lo que el proyecto de escribirla ha puesto en su conocimiento. Al final, no se sabe bien si se nos ofrece este relato “oral” o es la novela de Zuckerman esporádicamente interrumpida por sus comentarios. Desde luego que todos, autor y personajes, estén en el mismo plano de realidad es, por lo que sé, marca de la casa.

Hasta aquí la introducción. En la contraportada se habla, como asunto a destacar en la novela, de “la fiebre de lo políticamente correcto”, lo que señalo aquí, primero, porque es verdad; segundo, porque es un tema de actualidad y puede animar a acercarse a ella a los lectores sedientos de trending topics, y, en tercer lugar, porque es una pesadez que tengo la intención de pasar completamente por alto. Eso sí, para los que piensen que vivimos un momento de un puritanismo inaudito (provocado por esas chillonas feministas de ahora, porque ya se sabe, desde Eva, quién está en el origen de todos los males), atención a la frase que ubica temporalmente la novela: “Si no habéis vivido en 1998, no sabéis lo que es la gazmoñería. (…) Fue el verano en que el pene de un presidente estuvo en la mente de todo el mundo”. Hoy el pene de Trump, mucho menos de pueblo que el de Clinton y a todas luces más cosmopolita y aventurero, da, como mucho, para un chiste, no un impeachment.

A mí me parece que el tema en cuestión (lo políticamente correcto, el alcance y cobardía de la censura social, etc.) es, como dicen los cinéfilos, un Macguffin, y que la cuestión central es otra, pero a saber si me equivoco: yo siempre leo a este Roth, Philip, a mi manera.

Todo empieza con un equívoco y una omisión. Por no confesar lo que se supone que era y tenía que definirle sobre cualquier otra cosa. Todo comenzó por dejar que pensaran que era blanco, blanco y judío, como su entrenador de boxeo. Bueno, para ser exactos, a esto se añadió el derrumbe de un muro de contención: su padre.
“Debido a que alguien, tardíamente, le había insultado llamándole negrazo a la cara, Coleman reconocía por fin la enorme barrera contra la gran amenaza americana que su padre había sido para él”.
Un padre que le protegió de ese mundo hostil intentando mantenerle en otro distinto, el de sus iguales. Un destino limitado, pero seguro y cómodo. Y falaz, radicalmente ilusorio: ese nosotros ya previamente dado, obvio, es producto del miedo y la negación de la singularidad irrepetible de cada ser humano. Los padres buscan protegernos y a menudo nos encierran, nos privan de horizontes. Casi todos tenemos una historia al respecto. Yo, al menos, sí. Recuerdo que mi padre me disuadió de inscribirme en la asociación de antiguos alumnos del prestigioso, privado y caro centro en que había realizado becada los estudios de COU: ése no era mi mundo, fue el mensaje. Para cuando otra persona con “autoridad” le dijo, a él y a mí, que podría hacer lo que quisiera, ya era tarde. Me faltó el valor de Coleman Silk, “el más grande de los grandes pioneros del yo”, al rebelarse y determinar crearse una personalidad a la medida de su ambición (que no era la de ser blanco ni negro, sino libre):
“De la noche a la mañana el puro yo formó parte de un nosotros [negro, y negro de Howard] con la solidez altanera del nosotros, y Coleman no quería tener nada que ver con eso ni tampoco con el siguiente nosotros opresor que se presentara. (…) No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. (…) El conocimiento de sí mismo: ése era el puñetazo en la boca del estómago. La singularidad. La lucha apasionada por la singularidad. (…) Conocimiento de sí mismo, pero oculto. ¿Qué es más potente que eso?”
Valor y poder para enfrentarse al mundo, a la presión del fuerte y del débil (tan opresor como el primero) que tiene un precio altísimo: negar tus orígenes, renegar de tus padres, asesinar a la mujer de la que sólo así puedes liberarte y guardar siempre como un avaro esta culpa y el secreto sobre uno mismo.
“La estaba matando. No tienes que matar a tu padre, pues el mundo lo hará por ti. Hay muchas fuerzas dispuestas a acabar con tu padre. El mundo se encargará de él, como se encargó del señor Silk. Quien está ahí para que la asesines es la madre, y eso es lo que Coleman vio que le estaba haciendo, el muchacho al que aquella mujer había amado con locura. ¡Asesinarla impulsado por su emocionante idea de la libertad! Habría sido mucho más fácil sin ella, pero sólo mediante esta prueba puede él ser el hombre que ha decidido ser, separado inalterablemente de lo que recibió al nacer, libre para luchar por ser libre”.
El sueño americano del self-made man llevado a su versión más íntima: la creación ex nihilo de sí mismo. Un sueño convertido en una pesadilla de autodestrucción de la que sólo parece ser capaz de salvar a este titán, luchador y rebelde hasta el final, “la niña que no sabe leer”. De ella, en su mutua y franca entrega sexual (entrega de la furia que segregan sus respectivas heridas incurables), aprende que no hay otra manera de estar en el mundo que dejando una mancha, la mancha humana de la impureza, la crueldad y el abuso. Aceptar esta realidad y el posible castigo inminente es la lección por aprender. La que Faunia conoce mejor que nadie, viviendo la pesadilla que es la vida sin aferrarse a ella ni aborrecerla, suspendida en el vacío, mirando los ojos de los pájaros migratorios, preparada siempre para partir.
“Ella suelta su risa fácil. Y baila. ¡Sin el idealismo, sin la idealización, sin la utopía de la dulce juventud, a pesar de cuanto sabe que es la realidad, a pesar de la irreversible futilidad que es su vida, a pesar del caos y la insensibilidad, baila! Y habla como si nunca hubiera hablado antes con un hombre. Las mujeres que joden como ella no tienen que hablar así…, por lo menos eso es lo que les gusta pensar a los hombres que no joden con mujeres como ella. Eso es lo que les gusta pensar incluso a las mujeres que no joden como ella. Eso es lo que le gusta pensar a todo el mundo…, estúpida Faunia. Bueno, que lo piensen. A ella la tiene sin cuidado”.
Esto y mucho más, pero me tienen prohibido extenderme y los días están raros y son dignos de observar, aunque sea desde la ventana. Que pierdo el hilo, mil perdones: Roth en estado de gracia. No apto para todos los públicos. Por suerte.


Post scriptum

Ayer murió Philip Roth. De mis Roth (él, Joseph y Henry), el menos… Iba a decir estimado, pero no es eso. ¿Menos cercano? Dice el tópico que los “amores reñidos son los más queridos”: tampoco es verdad, pero se acerca un poco más a lo que había (hay) entre él y yo. A ninguno de mis otros adorados Roth he mencionado, aunque más de broma que de veras, tantas veces como a Philip, mi patito feo. Murió mientras yo escribía estas notas sobre La mancha humana y su muerte convierte la publicación en algo ridículamente oportunista. Como si este blog viviera de “likes” y no, literalmente, del aire (del que desplazamos con nuestros cuerpos Marisa, Esperanza y yo -últimamente, dado lo hermosa que me estoy poniendo, sobre todo yo-). Hasta el final todo va ser culpa de Roth, Philip Roth.

Para dialogar con un escritor importa poco que viva o haya muerto, pero cuando muere, cuando da ese enigmático e incomprensible paso hacia la oscuridad y el silencio absolutos, se merece, más que nadie, unas palabras, no de despedida, sino de reconocimiento. Justo por no dejarnos a los demás en su silencio y oscuridad. Por haber conseguido burlar al asesino (el Tiempo, la Historia, el silencioso Todo). Las mías serán una versión de las que él mismo escribió para el protagonista de esta novela.

Fue un hombre. Esto es: luchó por ser él mismo, por imponer su destino al que la historia le había preparado. Fracasó porque la historia es una trampa que siempre quiere decir con la muerte la última palabra y cumplir así su objetivo: mostrarnos su omnipotencia sobreviviéndonos y aplastándonos como a estúpidas hormigas. Aun consciente de cuál sería el desenlace, hizo lo único correcto al rebelarse contra ella, pues, como decía Kertész en Diario de la galera, “la victoria, al madurar, se ennoblece y se convierte en derrota”. En sus novelas nos enseñó lo que, desde El Quijote, enseñan todas las buenas novelas, el camino de la única salvación pensable: darnos un nombre propio fracasando.
“Eso era lo que faltaba. Habían quitado todos los frenos. Sonó Mahler.

En fin, uno a veces no puede escuchar a Mahler. Cuando te agarra para zarandearte, no para. Al final de la melodía, todos llorábamos.

En cuanto a mí, creo que nada podría haberme conmovido así excepto escuchar la versión de Steena Palson de El hombre al que quiero, tal como la cantó al pie de la cama de Coleman en la calle Sullivan, en 1948”.
Obviamente no puede ser ésta, pero va por ti, Roth, o Zuckermann, o quien tú quieras que hayas sido.


jueves, 17 de mayo de 2018

Un peripatético en mi vida

 
Foto: Alvaro Trincado (Flickr)


Por Esperanza Goiri

No os dejéis engañar por el título de la entrada. De hablar de filosofía se encarga en este blog mi querida anfitriona, Netucha. Yo me limito a citarla de refilón.

El término peripatético lo he desempolvado de mi memoria, donde estaba guardado desde que estudiaba Filosofía en segundo de BUP. Ahí había quedado durmiendo el sueño de los justos hasta que, hace un par de meses, una estupenda serie de televisión sobre un profesor de filosofía de un instituto barcelonés, llamado Merlí, me ha obligado a rescatarlo y a darme cuenta de que, sin ser consciente hasta ahora, tengo un peripatético en mi vida.

Los asiduos a este blog sabéis de sobra quiénes eran los peripatéticos. Pero para los despistados u olvidadizos, como yo, os lo recuerdo: los discípulos de Aristóteles que recibían las lecciones del maestro e intercambiaban impresiones y pensamientos mientras paseaban.

Busto de Aristóteles (Museo de Historia del Arte de Viena)
Foto: Tûba (Flickr)
El peripatético en cuestión es mi adolescente. Os cuento. Como todo teenager que se precie, el mío permanece largos intervalos de tiempo en el silencio más impenetrable. Es inútil preguntar o presionarle. Entiendo y respeto que no quiera contarme ciertas cosas. De hecho, creo que una madre nunca debería saber algunos aspectos concretos de la vida de su hijo. Aunque ya queda lejos, una también ha sido joven y me hubiera dejado cortar una oreja antes que comentar temas íntimos con mis padres, aun llevándome fenomenal con ellos. Sin embargo, para ejercer una maternidad responsable es necesario saber en qué anda metido tu hijo, qué pasa en su vida, aunque sea a grosso modo.

El caso es que venía observando que cuando estamos de viaje, fuera de nuestro entorno habitual, al igual que los mejillones abren sus conchas al cocinarlos al vapor, mi adolescente florece, se vuelve más comunicativo y permite que hablemos con naturalidad y fluidez de temas que en casa no es tan fácil tratar. Otra peculiaridad es que esas conversaciones siempre se producen mientras paseamos. Entonces, podemos hablar de tonterías y banalidades, de asuntos personales o de los grandes enigmas de la vida. Eso sí, no hay maestra ni alumno. Simplemente, conversamos.

Al principio, estas situaciones fueron surgiendo solas, espontáneamente. Pero he de confesar que disfruto mucho de esos paseos, y ahora con premeditación y alevosía procuro que “surjan” las oportunidades. Claro está que cuanto más exótico y apetecible es el entorno, más placentero e inspirador resulta el intercambio de impresiones. Ante la imposibilidad de viajar continuamente, me las he ingeniado para buscar espacios sugerentes en nuestra ciudad, y hasta ahora no he tenido quejas. En el caso de quedarme sin itinerarios, se me ha pasado por la cabeza una idea muy loca: proponerle disfrazarnos de turistas, subirnos al City Tour de Madrid y callejear entre los guiris como si estuviésemos de viaje de verdad. ¿Creéis que colaría? No hace falta que contestéis, es una pregunta retórica y sé de sobra la respuesta. De momento, ya tengo prevista mi próxima ruta y, si nada se tuerce, mi peripatético y yo disfrutaremos del sol primaveral madrileño en transitoria e itinerante armonía.



jueves, 10 de mayo de 2018

Pudor

Foto: Omeralnahi (Pixabay)
“Después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se me malograse".
“Aunque pusieron silencio a las lenguas, no lo pudieron poner a las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma está encerrado” (M. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Parte I, Cap. XXI y XXIV, respect.)

Por J. Teresa Padilla

Para el diccionario de la RAE, “pudor” viene a significar lo mismo que honestidad, modestia o recato, así que para qué molestarse en dar una definición en condiciones. Será cosa mía, pero cuando busco algo en el diccionario, sobre todo una palabra en principio de uso común como ésta, es porque tengo una idea algo vaga de lo que significa que quiero hacer más exacta. La RAE me ofrece sinónimos que no me ayudan, más bien lo contrario, pues estos tres términos (con seguridad los dos primeros) tienen diversas acepciones que se me ocurren inmediatamente, sin consultar, y que, lejos de concretar el significado de pudor, me lo hacen aún más confuso. Por qué a los jueces de la corrección lingüística les ha parecido útil usar para definir una palabra relativamente unívoca, como es “pudor”, otras mucho más amplias semánticamente es un misterio. Busco “recato”, la que me parece a priori menos ambigua, a ver si doy con la pista definitiva, pero no. Dos acepciones me ofrece la Academia a mí, vulgo ignorante: "cautela, reserva", dice la primera; y me quedo pensativa, sin haber perdido todavía la esperanza ni la paciencia, reflexionando sobre el significado de estos términos y sobre la conveniencia o no de consultarlos a ellos mismos. Pero, ¡atención!, tiene otra: "honestidad, modestia". Sólo le ha faltado al diccionario añadir “pudor” para cerrar un círculo perfecto. ¿Es pudor todo esto que “recato” puede significar? ¿Es una u otra acepción de su supuesto sinónimo? Y esta otra, la segunda, ¿qué es realmente? ¿Debo consultar también los artículos de “honestidad” y “modestia” para buscar el común denominador? ¿O más bien renunciar a su significado intersubjetivo, ponerme en modo “posmo”, y darle yo el sentido que me dé la gana?

Cuando el diccionario entra en estos bucles, lo que a mí me entra es la desesperación o la risa, según mi cambiante humor. Entonces, y a la vieja usanza (pues no está por muy lícitas razones digitalizado), consulto el diccionario de María Moliner, esa mujer recolectora, según ella “perezosa”, de palabras, acepciones e incluso dudas gramaticales frecuentes. Miro a ver qué escribió esta solitaria coleccionista, sin permiso de la autoridad, rechazada por la misma (fue candidata en 1972, pero no fue hasta 1979, dos años antes de su muerte y cuando la enfermedad la había ya privado de lo que tanto amaba, que entró la primera mujer en esta institución, Carmen Conde), cuando llegó a la palabra “pudor”.



Cuatro acepciones, cuatro descripciones emparentadas íntimamente, pero cada una con su matiz, y en cuya definición, con excepción de un caso en el que la autora ha respetado el misterio de la causa del tipo de pudor que define hablando sólo de un “sentimiento”, aparece siempre la misma palabra clave: vergüenza.

El pudor es, en su primera acepción, una determinada clase de vergüenza: la que se siente al quedar nuestro cuerpo desnudo expuesto a la mirada de otros (lúbrica o no), o al saberse objeto de un interés sexual. Esta forma de pudor puede afectar incluso al simple discurso sobre este tema.

También puede ser la vergüenza a que se hagan públicas y notorias nuestras miserias, de la clase que sean (defectos, enfermedades, errores o faltas), o (y qué maravilla la de los matices de esta deslumbrante investigadora) aquélla que aparece al contemplar, o simplemente mencionar, las de los demás.

Luego está el pudor de la modestia, la vergüenza de ser alabado por otro, y, por último, el desconocido “sentimiento” que impide a alguien compartir su intimidad, que le lleva a encerrar y ocultar en sí mismo todo lo que pueda delatarlo.

No hace mucho, aunque se me hace una eternidad el tiempo que transcurre entre cita y cita, que defendía ante mis compañeras de fatigas redactoras la necesidad de renunciar al pudor para escribir textos interesantes. Me refería al miedo a exponerse a la mirada, potencialmente cruel, de los demás. Miedo, más que vergüenza (aunque de todo haya un poco), porque tal me parece que es ese “sentimiento” al que aludía María Moliner y que nos mantiene en silencio sobre nosotros mismos. Argumentaba yo que, si no se vencía este pudor, los textos resultantes sólo podían ser mediocres y falsos, generales e imprecisos, siempre hablando de otros, inventados o reales, de los que corríamos el peligro de distanciarnos con afectada aversión. Textos insinceros, vaya. Sólo quedaría entonces la pura fantasía o el periodismo; no habría otra opción que elegir entre la evasión más irresponsable y caprichosa o la exposición minuciosa y exacta de los hechos (externos, claro).

Para mí la literatura (y en ella quiero buscar un modesto rincón desde el que poder levantar de vez en cuando el dedo como lectora activa y, con suerte, añadir alguna frase) está en otro lugar: el que confunde la realidad con la ficción, el sueño y la vigilia, porque sólo así accede a la raíz de una realidad como la nuestra, la humana, confusa ella misma y muy a menudo cruel como la peor pesadilla. Nada que ver con la distracción o el entretenimiento, pero tampoco con una declaración judicial.

Supongo que me expliqué como suelo, fatal, y entenderían que les pedía relatos biográficos con todo tipo de detalles íntimos y escabrosos, porque todas se manifestaron en completo desacuerdo conmigo y se aferraron al pudor como a una posesión preciosa, una virtud. Pero, ¿puede serlo un sentimiento que, cuando no es vergüenza, se parece mucho al miedo? Ciertamente hay una acepción virtuosa de vergüenza, la de la estimación de la dignidad propia. La que echamos en falta en algunas de nuestras acciones o pensamientos (vergonzosos, por ello, en otro sentido) o en los otros cuando sentimos por ellos la vergüenza que ellos no sienten y llamamos, por eso, ajena.

Pero recapitulemos con la ayuda del diccionario para ver si encontramos el pudor virtuoso. Dejamos de un lado la última acepción, la que claramente identificamos con la modestia y se refiere al rubor que provoca en muchas personas recibir alabanzas de otros. No sé si es una virtud o algo más relacionado con el carácter (la timidez o inseguridad), pero lo contrario, la vanagloria o el orgullo ante las loas ajenas, está entre el vicio y la ridiculez. En cualquier caso, no se trata del pudor que yo quería vencer ni tampoco aquel al que se aferraban mis tertulianas.

Sería muy fácil concluir que unas y otras pensábamos en la más imprecisa de las acepciones de pudor, ésa que nos impide “exhibir cualquier cosa íntima”. Pero, aparte de que ni en la literatura ni en la vida puede considerarse deseable semejante autismo, unas y otras estaríamos ocultando, pudorosamente, el carácter de las intimidades que nos cuesta compartir y, en mi opinión, mintiendo o, al menos, difuminando deliberadamente la verdad.

Si nos centramos, pues, en las dos acepciones que nos quedan, comprobamos que tienen que ver con nuestros cuerpos, por un lado, y, por otro, con nuestros fracasos, errores o pecados, si todavía se puede usar esta palabra sin provocar una sonrisa sarcástica (hace unos días fui objeto de mofa por hablar de “conciencia individual”, así que no descarto esta impropiedad). Nos abochorna mostrar nuestro cuerpo desnudo a otros. Pero no en cualquier circunstancia, y sin que eso suponga impudor alguno: ni la mirada del amante ni la de la persona que cuida, lava o alivia el dolor avergüenzan.

Pubertad (1895). E. Munch

Nuestra desnudez física puede resultarnos impúdica hasta en la intimidad. A veces nuestro cuerpo nos avergüenza a nosotros mismos: cuando cambia y se transforma como por su cuenta (la adolescencia, la vejez…); cuando enferma, nos pesa como una carga, nos enjaula o lo sentimos como un disfraz; o cuando nos han enseñado a despreciarlo, sea por cuestiones religiosas o por la estética imperante. En realidad, en cuanto lo pienso un poco, no puedo evitar que me dé la impresión de que en todo pudor relativo al cuerpo hay esta vergüenza de sí, independiente ya de la mirada de los otros, pero, en muchas ocasiones, provocada por esta mirada: Si no nos avergonzara nuestro cuerpo desnudo, tampoco lo haría mostrárselo a otros, pero puede que en muchos casos sea precisamente el reflejo de nuestro cuerpo en esa mirada ajena, y no él mismo, el que nos avergüence. La no exenta de pudor María Moliner habla entonces de la vergüenza que provoca saberse objeto del interés sexual de otros, reconocerse vista por otro ser humano como medio para la satisfacción de un deseo, nunca como sujeto deseante. La desnudez entonces nos hace vulnerables y atenta contra la dignidad (esa virtud que también se llama vergüenza) porque las cosas, los objetos, no tienen nada parecido. Esas miradas pasan, entonces, a formar parte de un ritual de humillación, de una farsa: la del falso amante. Para conservar la dignidad nos distanciamos de ese cuerpo objetivado, lo negamos como parte de nosotros y nos avergonzamos de él. Pero, a diferencia de aquella otra vergüenza o pudor que nos provoca lo que hacemos mal, aquí descargamos sobre nosotros una ira y un desprecio que deberían dirigirse a otros.

Venciendo esta vergüenza “inocente”, este pudor mal entendido, y con el fin de denunciar, y acompañar en la denuncia a otras mujeres haciendo visible un delito que ese pudor autodestructivo oculta tantas veces, surgió hace nada la iniciativa de contar estas historias en una red social. Historias reales, declaraciones escuetas y fieles a los hechos. Si algún pero tengo que hacer a esta iniciativa, que, fracase o tenga éxito, cuenta con mi aplauso como cualquier iniciativa que nace del amor a una víctima y de la ira contra el mal, es ésta: el apego cuasipolicial a los hechos.

Tampoco era esto lo que yo me exigía al escribir y animaba a buscar a los demás. Se trataba, más bien, de bucear dentro de nosotros y reconstruir (o construir de nuevas) con los materiales de desecho del recuerdo, ya de por sí cuestionables, una historia que pudo ser o no, pero que no nos aleja de la crueldad, el dolor o la fealdad de la realidad (todo eso que por pudor no queremos ver), sino que los transforma de tal modo que nos los hace más fácilmente aceptables. Nos permite vencer ese pudor que nos lleva a evitar, dice María, ver o escudriñar miserias, propias o ajenas; el pudor por el que no queremos ver lo que nos disgusta, entristece, avergüenza.

Me refería, en suma, a la falta de pudor que permitió, por ejemplo, a Henry Roth relatar el modo en que un niño descubre la sexualidad a través de otros (una niña un poco mayor, Annie, en su caso) como un juego perverso, una trampa, una farsa obscena (destinada a escenificarse tras el telón del secreto y el silencio) cuya vileza intuye, por más que no pueda entenderla ni desempeñar en ella papel alguno:
“El mundo entero podía romperse en miles de pequeños fragmentos, todos zumbando, todos gimiendo, sin que nadie los oyera ni nadie los viera, salvo él”.
Quién no ha escuchado de niño, sin comprender del todo, esos chistes y esas frases con dobles y secretos sentidos a los chicos mayores o más precoces. Quién ha tenido quizá la suerte de no sentir, aun en otro contexto completamente diferente, el derrumbamiento, sólo para uno visible, del mundo de la inocencia.

Es la falta de pudor que permite hacer universal lo insignificante y más singular. O la que nos deja describir a un hombre, aún joven, aunque tampoco demasiado, pecoso, rubicundo y de ojos pequeños y claros, o así parecían a través de los cristales de sus gafas de carey. Demasiado elegante, quizá, para ir un día como aquél, en pleno verano, de pie en la plataforma central de aquellos autobuses de antes que no ofrecían otro alivio al calor salvo la ligera brisa que ellos mismos creaban al desplazarse y dejaban entrar por las ventanas abiertas. Quizá ésta era la causa de ese ligero enrojecimiento que presentaba su rostro. Miraba hacia abajo, con una insólita concentración y seriedad, a los ojos de una niña que, a su vez, levantaba tímidamente los suyos hacia él, interrogantes, como intentando comprender o averiguar si, en realidad, no se trataría más bien de una imaginación suya. Mientras, él a duras penas podía disimular el placer que el juego que estaba improvisando le proporcionaba. Como una araña que, con temeridad creciente, teje una tela cada vez mayor, un poco más lejos del centro tupido y seguro, cada vez más ligera y frágil. Así se balanceaba el hombre haciendo cada vez más atrevido y notorio lo que al principio parecía sólo un roce descuidado. Arriesgándose a que, en cualquier momento, la niña despertara del ensueño de su estupor y gritara, llamando a un padre o a una madre, mientras lo señalaba con el dedo. No llegó a pasar. Fue la voz de ese padre o de esa madre, la que despertó a la niña mostrándole la puerta abierta del autobús detenido, sin tiempo ya para otra cosa que escapar a la carrera, dejando atrás un rostro que imaginamos (soñamos) entre decepcionado y triunfante.

Dos mil palabras y temo, de nuevo, no haberme sabido explicar.