jueves, 26 de abril de 2018

Levantar la mano sobre uno mismo

Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria. Jean Améry.

Pre-Textos: Valencia, 2005. 156 pp. 13 euros.



“Pienso, luego existo: se puede dudar del sentido de esta frase. Así lo ha hecho ni más ni menos que Wittgenstein. Muero, luego ya no existiré más: es un hecho incontrovertible, es la base que sustenta nuestra verdad subjetiva que se convierte en objetiva en el mismo momento en que nos quebramos al chocar contra el suelo”.

Por J. Teresa Padilla

Ya he comentado varias veces el aturdimiento que me provocan las cifras, estadísticas y gráficos. Seguro que hay quien piensa que se debe a mi estupidez o a una mala formación, que no se trata sino de hechos, hechos objetivos contra los que no cabe recurso. Ahí están. Lee, escucha y calla. U ofrece otros. Ni se te ocurra sugerir que la realidad en bruto no nos es accesible, que tanto número y diagrama no deja de ser la respuesta a una pregunta, y que más importante que la primera es el camino que ha llevado a la formulación de la segunda y anticipa el único tipo de respuesta que se va a considerar aceptable. Es el viaje y no el destino el que determina el valor de este proceso al que también se denomina coloquialmente “aventura del saber”. Es lo malo de los clichés: por acertados que sean, se dicen o escriben sin pensar, sin conciencia de lo que realmente significan. Y lo que con éste se dice es que, como la vida, el conocimiento en tanto que acción de conocer es un trayecto, y la verdad (el conocimiento, como efecto o resultado de la acción) su objetivo, su finalidad, pero también, como la muerte lo es de la vida, su fin, la que lo detiene y aniquila. Es una paradoja, y hasta quizá un absurdo, con los que sólo se enfrentan algunos temerarios. Desde la literatura, intentando burlar a la verdad con la ficción para, en el movimiento oscilante entre la realidad y la fabulación, la vigilia y el sueño, conseguir mostrarla, aunque sólo sea parcial y fugazmente, evitando a la vez su abrazo mortal. Pienso en Danilo Kiš, porque es a quien ando leyendo estos días, pero son más. Muchos. Los mejores. Unamuno, por ejemplo, aunque él pertenece también al otro frente en esta batalla: el de los ensayistas o pensadores sin escuela ni sistema ni discípulos; los que se permiten el lujo de pensar nada más y nada menos que en primera persona del singular. También se les conoce en los ambientes académicos como intelectuales de segunda fila, ensayistas-literatos o cualquier otro título ninguneante. ¡Ay, esos círculos dispensadores de prestigio o condescendencia, según la dirección en que se gire el grifo! ¡Vaya buenos ratos que nos estáis haciendo pasar últimamente a todos los que os guardamos algún resentimiento!

Jean Améry es uno de esos outsiders filosóficos que reflexionó con algunos medios tomados, en su mayor parte, del existencialismo sartriano, que es lo que más y mejor conocía, pero sólo sobre lo que le interesaba muy personalmente. Y es que hay asuntos que sólo así, entrañándolos como diría Unamuno, pueden salir a la luz. Paradojas.

Célebre, escalofriante, lúcido y refractario a cualquier apelación a la lástima y, por ello, sincero hasta lo implacable es su ensayo descriptivo (fenomenológico) sobre la experiencia de una víctima de la violencia, en su caso del nazismo, aunque, como todo lo verdaderamente singular, es universalizable. La experiencia del superviviente de la violencia, claro, porque el que no lo consigue, que es precisamente (más paradojas) la víctima consumada, más auténtica y verdadera, no puede por razones obvias compartir la que sólo ella ha vivido hasta su límite último: la muerte por la violencia de otro. Más allá de la culpa y la expiación se llama el ensayo, disponible en castellano, y en cuyo prólogo a la reedición de 1976 (la primera fue diez años antes) se puede leer lo que sigue, algo que comprende y supera con mucho lo que he intentado expresar antes sobre la paradoja del saber:

“Iluminación no equivale a clarificación absoluta. No todo me resultaba claro cuando redacté este opúsculo, tampoco hoy me lo parece y espero que jamás me lo parezca. Despejar toda sombra de duda implicaría también liquidar, archivar los hechos para poder incluirlos en las actas de la historia. Precisamente para que esto no ocurra he escrito mi libro. (…) Lo que ha sucedido, ha sucedido. Pero el hecho de que haya sucedido no es fácil de aceptar. Yo me rebelo: contra mi pasado, contra la historia, contra un presente que congela históricamente lo incomprensible y con ello lo falsea del modo más vergonzoso”.

Escribía Philip Roth en La mancha humana que “nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura” y es que la historia es sólo pasado. Tiempo muerto y fosilizado, objetivado, que ni dura ni pasa porque ya pasó (cuando aún era tiempo, cuando aún era, sin más, y pasaba). Améry cita el “todo pasa y al final es como si nada hubiese sucedido” de Karl Kraus, como otra forma de decir lo mismo: que la historia mata y miente y que “Hegel es quizás me­nos grande de lo que se pretende hacernos creer hoy en día con una insistencia casi terrorista”. Quizá me he ido un poco del tema, pero nunca sobra recordar el antihegelianismo de mis héroes literarios.

Os recomiendo este ensayo incluso por encima del que hoy os presento. Presento y no reseño, pues he decidido que mis hasta ahora mal denominadas reseñas son más bien esto: presentaciones, me gustaría imaginarlas, de un amigo a otro.

Al igual que ocurría en Más allá de la culpa y la expiación, también la reflexión de Levantar la mano contra uno mismo tiene un límite infranqueable en la consumación del acto. Por ello no puede hablar por el suicida, sólo, como en su otro ensayo, aproximarse todo lo posible a la que puede ser esta experiencia y, haciendo uso de la empatía y la introspección, intentar aclarar su naturaleza. Lo más próximo al suicida, que ya ha dado el salto y realizado “lo indescriptible”, es la condición “absurda y paradójica” del que está a punto de darlo (el suicidaire), el que tiene un pie en el ser (la vida) y otro en el no-ser (la muerte), el que se dispone a saltar hacia nada (o saltar a la nada; o sea, pasar del “ser” al “no ser”, como si éste pudiera ser algo o la expresión misma tener realmente sentido).

Lo indescriptible y sólo paradójica y metafóricamente accesible. Los límites del lenguaje, que deberían ser, como decía Wittgenstein (citado en este ensayo crítica y laudatoriamente por sus propias y benditas contradicciones), los límites de mi mundo. Lo son y no lo son, porque el mundo es mucho más que esa realidad establecida intersubjetivamente de la que se puede hablar con claridad analítica, de la misma manera que el yo, en absoluto independiente de todas estas circunstancias, que diría Ortega, es irreductible a la colectividad, a la biología o, en general, a la vida y su lógica. Y para mostrarlo, qué mejor ejemplo que esa posibilidad exclusivamente humana de poner fin a la propia existencia. Si Améry tiene un valor filosófico es, para mí, éste: que no elude el matiz ni la contradicción, todo lo contrario, los busca y exacerba aunque el precio a pagar sea la renuncia a una respuesta unívoca. El discurso, al límite siempre de lo que se puede expresar, queda lejos del claro y distinto de la filosofía analítica. No es sino “un discurso desvalido, atacable y que cualquier bobo puede ridiculizar fácilmente. (…) Un discurso circular, repetitivo, que se esfuerza siempre por la precisión, pero sin alcanzarla nunca”.

El objetivo del ensayo es arrojar luz sobre la naturaleza del suicidio o la muerte voluntaria, sobre lo que supone y dice del ser capaz siquiera de planteársela y de su forma de existir o vivir, de ser-en-el-mundo. Pero también encierra una reivindicación de su dignidad frente a las “portadoras institucionalizadas del orden público”, la sociología, la psicología y la psiquiatría, las cuales toman en nuestros tiempos el relevo de la religión y convierten lo que fue el mayor de los pecados en una enfermedad, “sabiendo bien, y estando de acuerdo en ello, que la enfermedad es una vergüenza”. La enfermedad es una vergüenza y la muerte, en general pero especialmente la voluntaria, algo “sucio” que los ritos funerarios están encargados de limpiar. Hay cierta hipérbole, sin duda, en esta visión del duelo, destinada quizá a equilibrar la balanza de la, no tan evidente, mentira social y mostrarla así en toda su crudeza.

Esta reivindicación, y el autor nos lo advierte desde el principio del ensayo, podría malinterpretarse como una apología, pero es importante subrayar que no lo es. Como mucho es una rebelión. Esta vez contra la opresión de las mayorías, la lógica de la vida y esas supuestas ciencias del hombre para las que éste es un objeto y, por ello, se les escapa lo esencial: su subjetividad, yoidad o ipseidad (llamésmola como creamos más oportuno, ni Améry ni ningún otro outsider se va a entretener un instante en las precisiones terminológicas). Una rebelión contra los que se arrogan la autoridad para juzgar y absolver o condenar. No sólo porque el análisis del fenómeno mismo mostrará que, lejos de la “locura” o la enajenación, el hombre experimenta, en esa situación de inminente pérdida de sí, la evidencia de pertenecerse a sí mismo (en una liberación paradójica, como no podía ser de otra manera, de la “mentira” de la vida). No se trata sólo, por tanto, de una cuestión teórica o disciplinal, es que, además, ese juicio y su sentencia constituye una violación, bendecida científica y socialmente, de los derechos de una minoría:

“El depresivo o el melancólico para quien «el pasado es infame, el presente doloroso, el futuro inexistente», tal como describe su estado el profesional, es un enfermo tan poco enfermo como el homosexual. Simple­mente es diferente. La ciencia opina que ha perdido todo sen­tido de la proporción (…) Es la sociedad quien mide las «proporciones». Pero cada uno tiene a mano su propia vara de medir. Mi criterio tiene que ser consi­derado finalmente como válido, siempre y cuando no ponga en duda el conjunto de todas las experiencias. Estoy facultado para decir: el incidente que os parece nimio quizás lo sea pa­ra vosotros, no lo niego, pero para mí representa un acontecimiento vital decisivo, tanto como para que por su causa me dé la muerte. (…) No estoy dispuesto a so­meterme a un veredicto social sobre mi existencia y mis ac­ciones. Determinado, el veredicto, esencialmente por la funcionalidad. El melancólico que realiza su trabajo profesional con desgana y por ello de manera insatisfactoria, hasta que fi­nalmente ya no lo realiza en absoluto y se limita a estar encogido en la cama y dejar que las cosas le sobrevengan, ya no es utilizable por la sociedad, no funciona. La sociedad ha de ocuparse por tanto de que se le «cure», ya sea mediante parloteo psicoterapéutico, mediante electrochoques, o mediante qui­mioterapia, y si todo esto no ayuda, encerrándolo de vez en cuando. (…) No vacilo en decir que aquí la justicia so­cial no sólo comete un error, cosa que aún sería perdonable, sino un delito del cual no puede por menos que ser vagamente consciente. El parloteo, los choques y los preparados sirven en este caso para convertir a alguien que era de por sí diferente en otro que es aún-más-diferente. Un “yo” impuesto a un ser humano (…), producto cuestiona­ble de una intervención externa que le enajena de sus propios intereses”.


Dignidad, naturalidad y hasta una lógica propias. En este análisis no importan las causas, razones o motivos, conceptos con los que la opinión común y la psiquiatría intentan devolver a la normalidad establecida el acto de morir por la propia mano. Es una reflexión descriptiva y no causal que busca el común denominador de la experiencia suicida, lo que comparten los grandes poetas, el analfabeto que sufre un desengaño amoroso, el empresario arruinado o el adolescente suspendido, el enfermo y el sano, los que tienen “buenos” motivos, comprensibles y razonables para la mayoría (acepte o no la decisión misma) y los que, por el contrario, parecen haber perdido sencillamente la cabeza por minucias. No hay, y la conclusión tendría serias implicaciones en los debates sobre la eutanasia (que más que buena muerte, como ya planteé en otra ocasión, puede terminar convertida en una muerte socialmente respetable), suicidios justificados y no justificados, ni muertes, en general, más dignas que otras. La sociedad y la medicina juzgan: para ello tienen una ley, la de la vida. Lo que hace el suicida, en esa terrorífica situación común a todos, la previa al salto, al acto mismo, es negar esa ley: La vida NO es el bien supremo. Es una contradicción, pues no hay otra cosa que la vida. Como es una contradicción librar a un enfermo del sufrimiento procurándole la muerte cuando sólo los vivos pueden ser liberados del dolor. Como vivir para al final morir igualmente puede ser todavía más contradictorio y absurdo. Algunos (muchos más de los que creemos) dicen No a lo que la mayoría dice SÍ, pero tanto la negación como la afirmación resultan igualmente absurdas y paradójicas.

Y mientras Améry intenta pensar descriptivamente, o sea, revivir esa experiencia del que está decidido a morir por su mano, y la recorre de mil formas preguntándose si y en qué sentido es voluntaria o liberadora, o si responde, como la vida, a una ley propia y opuesta a la de ella, aprendemos mucho sobre temas filosóficos capitales. Sobre nuestro cuerpo, “lo propio más extraño”, que no poseemos, sino somos, aunque no del todo. O sobre el otro, a la vez amenaza y referente irrenunciable, pues estamos desesperadamente solos ante la muerte (cualquier clase de muerte), pero hasta en esa soledad miramos en su dirección buscándole. El otro que me juzga, condena y destruye, pero a la vez “es el pecho de la madre y la mano auxiliadora de la enfermera. Más que eso: es el Tú sin el cual yo nunca llegaría a ser un Yo. Lo que hacemos, lo que dejamos de hacer, está siempre referido al Otro, en odio, en pasión, en amistad, incluso en indiferencia. Salimos adelante sin Dios. No lo conseguimos sin el Otro, podemos llamarle sociedad, no es más que una cuestión de terminología convencional. Porque el Otro es nuestro destino, tan bueno o tan malo como nuestro Yo, nos acompaña hasta el final, como el Yo”.

El cuerpo, el otro y el tiempo, la cuestión crucial de cualquier reflexión filosófica que se nutra de la fenomenología y el existencialismo como es ésta. El tiempo sólo ante la inminencia de la muerte se vive auténticamente, es decir, como tiempo originario, vacío de las cosas y hechos que lo llenan y pasan, sí, pero pueden volver a repetirse, como objetos muertos que son, y ocultan su inexorabilidad. El tiempo que se revela, no como esa forma kantiana de la sensibilidad externa, sino como lo que es, “forma en un sentido profundísimo”, la de la conciencia de nosotros mismos, la del yo. Comprimido en un presente absoluto, a punto de ser arrancado de sí mismo y desvanecerse en el no-tiempo, el no ser y la nada de la muerte. Así vive, como en una revelación, el tiempo (un tiempo que siempre ha vivido sin poder percibirlo al constituir su ser mismo) el que está a punto de morir, de dejar de ser: de ser él, de ser tiempo.

Las contradicciones y paradojas no se resuelven. No acudáis a este ensayo en búsqueda de un final luminoso y feliz. No pinta bien para nadie, todos “so­mos dignos de compasión, todos somos conscientes de ello. Lloremos en silencio, con la cabeza gacha y con circunspec­ción a quien nos ha dejado en la libertad”.



jueves, 19 de abril de 2018

Cháchara primaveral

El jardín de Daubigny. Vincent van Gogh (1890)

Por J. Teresa Padilla


La primavera ya está aquí. Me he tenido que contener para no escribir el pareado de rigor: “La primavera ha venido. Nadie sabe cómo ha sido” (¡buah, ya lo he escrito).

La primavera empezó, según las ciencias involucradas, hace casi casi un mes, pero, como de costumbre, los conceptos científicos poco tienen que ver con las realidades cotidianas que identificamos con ellos. El equinoccio de primavera llegaría el 20 de marzo, no digo yo lo contrario, pero la primavera, no. Quién sabe si ha sido así en todo el hemisferio norte. Pongamos que hablo de Madrid.

Algo me pasa, pues todo lo que escribo me suena a frase ya hecha y repetida, en letra o música. Porque lo es, claro. Eso está mal, muy mal. Tanto despotricar en este blog sobre clichés, mantras y demás para nada. Lo único que me salva es que lo veo. Lo veo y me río. Más me salvaría, para ser de verdad sincera, borrarlo todo y empezar de nuevo, pero la primavera (¿por fin?) ha llegado y con ella la astenia se ha agravado. A la prueba me remito para afirmar que no hay mejor época del año que ésta para la mala poesía y los pareados. Y para la prosa despeinada; véase, en caso de duda, lo que sigue.

El tema es que, como diría un amigo, la primavera ha acaecido (¿otro pareado?): no sabes qué ponerte o quitarte, ni si te sofocas con razón o sin ella. Los niños salen con abrigo y vuelven en manga corta. En el patio al que da mi mesa de trabajo (aunque mesa de recreo sería la denominación adecuada a “la cosa misma”), más exactamente en el patio al que doy la espalda cuando me siento a ella, un gorrión macho (¿el mismo de todos los años?) canturrea, fanfarrón, apoyado en la salida de humos de la cocina de mi vecina de abajo, donde, año tras año, él mismo u otro (heredero o ladrón), construye su nido. Ni a su nidada ni a mi vecina parece molestarles tal hecho. Yo, desde luego, no voy a decir nada sobre las pelusillas y ramitas que este año empiezan a colgar fuera y a delatar al okupa. Espero que la gravedad haga su trabajo y esos escombros de la renovación anual del hogar avícola se desprendan antes de que lo vea mi vecina de arriba, a la que no sé cómo podría afectarle la cuestión, aunque seguro que, de enterarse, encontraría la manera de justificar su queja en la próxima reunión de vecinos, reuniones de las que suelo escaquearme precisamente porque temo que ver mi cara le recuerde todo lo que la molesta una, y desde mí, la del penúltimo, hacia abajo. Que no: no estamos aquí para pagar justos por gorriones.

El gorrión no canta muy bien que digamos, pero confía ciegamente en sus posibilidades, y eso es digno de admiración. Tendría mucho que envidiar al mirlo, por ejemplo, al que también oía a veces, aunque más temprano y no sé exactamente desde dónde, cuando todavía sacaba yo a la perra por la mañana temprano, pero no pierde el tiempo en comparaciones ociosas porque los mirlos a las gorrionas, que son las espectadoras que le interesan, como que les dan igual por muy chulos que se pongan con sus gorjeos y picos naranja fosforito.

El patio de mi casa, que es particular, está luminoso y cantarín en primavera. No puedo decir lo mismo de mi calle. Como en cualquier casa privada, el Ayuntamiento también espera la llegada del buen tiempo para hacer sus reformas y, en consecuencia, tengo a un pobre hombre con un martillo neumático abriendo una zanja a lo largo de la acera de enfrente. De nueve de la mañana a cinco y media de la tarde. Me pondría en plan Marías (Javier) para quejarme de la gran obra maestra que tal estruendo está entorpeciendo o de la falta de respeto y previsión de los responsables políticos, que, si mal no recuerdo, ya mandaron abrir la misma zanja hace un año, pero, para mí, el que de verdad tiene derecho a quejarse es el que maneja ese instrumento del demonio. Apenas avanza (se ve que el subsuelo de mi calle está más duro que mi mollera, será por el cemento nuevo con el que lo rellenaron el año pasado), los cascos quizá sirvan de algo a sus tímpanos, pero al resto de su cuerpo, que se ve vibrar con el dichoso martillo, me da que no. Y encima, el buen hombre se detiene cuando ve que se acerca por la acera alguien con un carrito de niño y espera a que se aleje un poco antes de proseguir. Para hacer un descanso, me corregirá algún listo. Pues no: para echar agua al martillo, que al parecer se calienta por la fricción (caprichos de la física). Lo que, tras mi sobresalto ante una inminente electrocución, me ha enseñado algo nuevo, y es que estos artilugios no van, como decía mi abuela, con la luz (“neumático” era, hasta hoy, un significante adjetivo vacío para mí, una especie de nombre propio). También me ha abierto los ojos a todos los detalles que se pierden los Marías (Javieres) de este mundo, los cuales, centrados en su ombligo, no han visto en acción a estos héroes, sin exagerar, de las infraestructuras. Eso sí que hace imposible lo de la obra maestra. Que le echen la culpa a los ladridos de los perros, a los martillos neumáticos o al resto de la humanidad ruidosa que ha tenido la osadía de existir. ¡Atención a los detalles! ¡Ése es el problema! ¡Que se supone que habéis leído a Proust! (o de eso presumís, ¡fantasmas!).

Acabo. En mi defensa y la de este texto tengo dos hechos que alegar. El primero, aunque menos importante: que de las tres interacciones sociales que he tenido esta semana, al margen, claro está (o no, pero lo aclaro), de aquéllas con quienes convivo y la pobre de mi madre, que, por diferentes motivos, no cuentan, dos me han acusado de no parar de hablar, llegándome a aconsejar una de ellas que lo practicara más en el día a día para reducir luego la acumulación de cháchara inexpresada. Dos de tres, y porque lo que la tercera me contaba era de lo que sólo admite un beso o un abrazo por respuesta. Un porcentaje demoledor. Aunque para darle la murga a mi perra, el único ser con tiempo y buena voluntad que tengo a mano, la escribo y, de paso, practico con vista a la obra maestra y tal.

El segundo hecho es una foto: la de un niño en una maleta. Con la cabeza asomando, viajando como en los transportes públicos los perrillos en sus bolsos. La habréis visto en los periódicos o en las redes. No puedo, por muchas razones, reproducirla aquí. La imagen, dolorosa, me recordó una historia que mi padre me contaba. Una historia nada triste o penosa, todo lo contrario, sobre mí y una maleta. Al parecer, yo también fui una niña en una maleta, pero en un contexto tan distinto que hace de ese “también” una completa aberración. Fui una niña a la que mi padre, primerizo, dio miedo acostar a mi llegada a casa recién nacida en la cuna que tenía preparada, la cual le pareció enorme y fría. Tenía previsto que usara el capazo del coche de paseo que había encargado para mí en El Corte Inglés, pero aún no lo habían recibido, así que improvisó y me preparó una camita dentro de una maleta de esas rígidas de entonces. Había pensado escribir sobre ello (La niña de la maleta, se iba a titular), pero de pronto me sentí culpable o avergonzada por que la tragedia de un niño me hubiera servido para rememorar esta anécdota feliz. En el fondo puede que también yo sea ese personaje gruñón y narcisista del que me he mofado un poco hoy. O peor aún: a diferencia de él, me doy cuenta y lo disimulo. Menos mal que acabo de leer a Jean Améry que nadie puede amarse u odiarse a sí mismo, que no tiene de sí la distancia precisa, que, cuando cree hacerlo, lo “hace siempre de manera indirecta, interiorizando, transitoria y revo­cablemente, la mirada de los otros, percibida a través del len­guaje”. Pues eso. No os he dicho nada, ¿eh?



jueves, 12 de abril de 2018

Contra toda esperanza

Contra toda esperanza. Memorias. Nadiezhda Mandelstam.

Acantilado: Barcelona, 2017. 656 pp. 29 euros.


“Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
gozas de la grandeza de las llanuras,
de la niebla, del frío y de la nevada.

Vive tranquilo y consolado
en la pobreza opulenta, en la miseria poderosa.
Son benditos los días y las noches
y es inocente la fatiga dulce y sonora.

Infeliz aquel que, como su sombra,
teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
pide limosna a su propia sombra".

(Ósip Mandelstam, Cuadernos de Voroneth, 15-16 de enero de 1937).


Por J. Teresa Padilla

“De sus ochenta y un años de vida, Nadiezhda Mandelstam pasó diecinueve como la esposa del poeta ruso más grande de su siglo, Ósip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. El resto fue niñez y juventud. En los círculos cultos, y en especial entre la clase ilustrada, ser la viuda de un gran hombre bastaba para conferir una identidad. Esto sucedía especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen creaba viudas de escritores con una eficiencia tal que a mediados de los años sesenta había un número suficiente como para haber organizado un sindicato”.
Así comienza el obituario que Joseph Brodsky, originalmente Josif Brodski u Ossia el joven (como se le llama en este libro), escribió para ella en 1980 y se incluye como prólogo en esta edición de Contra toda esperanza, que también recoge la traducción de otra grandísima mujer, Lydia Kúper, autora, a una edad provecta (como la de Nadiezhda cuando escribió estas memorias), de la probablemente mejor traducción de la monumental Guerra y paz.

Nadiezdha Mandelstam no fue simplemente la viuda de Ósip Mandelstam. Fue su memoria, la del poeta y la de sus versos, inseparables dada la carga ética, la responsabilidad que ambos atribuyeron a la literatura: “Los poetas no pueden ser indiferentes ante el bien y el mal, y jamás dicen que todo lo existente es racional” (frente a Hegel, ¿cuántas veces van ya en mis textos?, y toda su nefasta progenie). Sin Nadiezdha, lo que Mandelstam fue, lo que escribió, habría terminado, como su propia vida, succionado por la oscura lejanía del gulag.

Foto: tygodnikprzeglad.pl

Resulta complicado decir quién debe a quién ser el que ha terminado siendo. Lo más seguro es que se lo deban mutuamente. Lo que a mí me importa dejar claro es que éstas no son las memorias de una viuda ilustre (apenas habla de sí misma o de su vida previa a la que compartió con el poeta), ni siquiera una recopilación de recuerdos sobre el "gran hombre" y su vida en común. Es una reflexión sobre los orígenes del terror y el totalitarismo, sobre la génesis del poema y la extraña y mágica condición del poeta, sobre la belleza de algunos seres humanos y la mezquindad de otros. Sobre lo fácil que es claudicar y traicionar, entre otros, a uno mismo. Es también un lúcido ejercicio de introspección y empatía. De un amor alejado de cualquier cliché, que nunca se menciona directamente pero sobrevuela todo el texto imponiéndose sobre cualquier otra cosa, como la denuncia de la miseria material y moral de la tiranía soviética o el ajuste de cuentas con personajes concretos. El "gran hombre" está muy lejos de ser un dios o un enviado por los dioses, en este caso de la Palabra, para mediar entre ellos y los hombres. O puede que no, si consideramos posible, como en la historia de Cristo, que esos seres tocados por la divinidad de una u otra forma estén condenados al escarnio, la tortura y la muerte. Lo que es indudable es que Mandelstam aparece como “el hombre al que se le caían los pantalones y que carecía de toda entonación teatral, aquel mismo hombre que era llevado bajo custodia a cualquier hora del día y de la noche” y que “no dudaba, pese a todo, de su derecho a escribir libremente”. Un hombre que enloquecía de terror, pero al que nunca se le olvidó, sobre todo con la poeta Anna Ajmátova (la otra coprotagonista de estas memorias), reír. “Los dos eran difícilmente educables”, dice con orgullo Nadiezdha. Ella, también.

Pero prefiero que leáis a esta mujer increíble que, contra todo pronóstico, consiguió salvar todo un mundo al borde de la desaparición; un mundo cuyo despeñamiento logra contener con la única fuerza de la fragilidad de una edad avanzada, una portentosa lucidez y memoria, y una vida de dolor y privaciones. “El poeta”, dice Nadiezhda, “al tiempo que escribe sus versos, va comprendiendo la realidad, porque en ellos existe un elemento de anticipación del futuro”: no ve bien de cerca, “el presente, pero sí el futuro”. Es el adivino, sí, el bendecido por la gracia de la palabra. El médium entre la lengua y nosotros. El poseído. El enajenado. La prosa viene, como dice Brodsky, tras ella, la poesía. También la de Nadiezhda. Pero viene a salvarla, a conservarla, a ser su conciencia, a volverla en sí, a honrarla, a devolvérsela a los hombres, a cuidarla. El cuidado, esa labor reservada tradicionalmente a la mujer y que está en el origen mismo de la palabra cultura. La supervivencia del testigo y su testimonio es, a fin de cuentas, la prueba del triunfo de la civilización sobre la barbarie, “la mejor demostración de que la victoria definitiva pertenece siempre al bien y no al mal”. Finalmente, Nadiezdha, pese a lo “engañosa e ilusoria” que la considera tantas veces, hace honor a su propio nombre: Esperanza.


Apéndices nada accesorios.

I) Cosas de Nadiezdha sobre:

La poesía y el poeta.
“En 1930 comprendí por primera vez cómo nacen los versos. Antes sólo sabía que se había producido un milagro: había surgido algo que anteriormente no exisitía”.
“Los labios son el arma de producción de un poeta, ya que trabaja con su voz. El murmullo de los labios que trabajan asemeja al flautista y al poeta. (…) El murmullo de los labios «que recuerdan». (…) En el proceso de la creación poética hay como una evocación de algo que jamás había sido dicho aún. (…) Los versos viven su auténtica vida tan sólo en la voz del poeta y la voz del poeta continúa viviendo en ellos para siempre” (extraído del capítulo “Murmullos y susurros”, una maravilla de principio a fin).
“Me gustaría contar lo que significaba la palabra para él, pero hacerlo es superior a mis fuerzas. Pienso, tan sólo, que él sabía cómo era la «forma interna de la palabra» y la diferencia entre la palabra como signo y como símbolo”.

El totalitarismo y el terror:
“Un buen día tuvimos miedo del caos y todos anhelamos de pronto un poder fuerte, una mano poderosa que encauzara los revueltos torrentes humanos. Tal vez el temor sea el más estable de nuestros sentimientos (…) Queríamos rectificar el curso de la historia, acabar con los baches en el camino para que no hubiera nada imprevisto y todo se desarrollase de forma suave y uniforme. Y ese anhelo preparó psicológicamente la aparición de sabios capaces de señalarnos el camino a seguir. Y como había sabios, no nos atrevimos a obrar por nosotros mismos sin directivas y esperamos indicaciones precisas y recetas exactas. Y puesto que ni tú, ni yo, ni él somos capaces de confeccionar una mejor lista de recetas, tenemos que dar las gracias por la que nos suministran desde arriba. (…) Ciegos como éramos, fuimos nosotros mismos los que defendimos la unanimidad de criterios, ya en cada divergencia, en cada opinión particular, veíamos aparecer de nuevo la anarquía y el indescriptible caos. (…) Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad. (…) Éramos, en efecto, seres inferiores y no se nos pueden exigir responsabilidades. Y sólo nos salvan los milagros”.
“Escogimos todos el camino más fácil: callábamos en la confianza de que no nos matarían a nosotros, sino al vecino. No sabíamos siquiera quién entre nosotros mataba y quién se salvaba, simplemente, gracias a su silencio”.
“Cada ejecución se justificaba diciendo que estaba construyendo un mundo donde no habría violencia y todos los sacrificios eran pocos para esa «nueva sociedad» sin precedentes. Nadie se percató de que el fin comenzaba a justificar los medios y luego, como siempre ocurre en estos casos, había desaparecido gradualmente”.
“Es imprescindible comprender el significado de todo lo ocurrido. El humanismo del siglo XIX sufrió una dura crisis, se derrumbaron todos sus valores éticos porque se basaban únicamente en las necesidades y deseos del ser humano o, simplemente, por su anhelo de ser feliz. El siglo XX, por el contrario, nos demostró con meridiana claridad que el mal posee una inmensa fuerza de autodestrucción. En su devenir aboca irremisiblemente al absurdo y al suicidio. También comprendimos, por desgracia, que el mal al autodestruirse puede acabar con toda la vida en la tierra y eso no lo deberíamos olvidar. Sin embargo, por mucho que la gente proclame a voz en grito verdades tan simples, las oírán solamente aquellos que no quieran el mal. Además, todo eso ya existió y caducó, y volvió a empezar, pero siempre con mayor fuerza y amplitud. Afortunadamente yo no veré ya lo que nos depara el futuro”.

La muerte:
“La muerte del artista no es una casualidad, sino el último acto creador que como un haz de rayos ilumina toda su vida. (…) El final y la muerte son elementos de la estructura de la vida, potentísimos, a los que se subordina todo lo demás. (…) Mandelstam condujo su vida de modo autoritario hacia el final que le acechaba, a la forma de muerte más extendida en nuestro país, «en tropel y en manada»”.
“Nadie lo vio muerto. Nadie lavó su cuerpo. Nadie lo colocó en un ataúd. En su febril delirio los mártires de los campos no saben distinguir el tiempo, no diferencian la realidad de la ficción. (…) Sólo sé una cosa: Mandelstam dejó de sufrir; su vida de mártir acabó en alguna parte. Así termina toda vida. Antes de morir, yacía sobre una tarima y en torno suyo pululaban otros condenados. Probablemente esperaba un paquete. No se lo entregaron o no llegó a tiempo. El paquete fue devuelto. Para nosotros fue la prueba y notificación de su muerte. Para él, que esperaba el paquete, su ausencia significaba la muerte de todos nosotros. (…) El paquete volvió a mis manos y yo, que rezaba para que terminasen sus padecimientos, me tambaleé ante la ventanilla cuando la empleada de correos me comunicó esta última e inevitable buena nueva.

Y después de su muerte -¿no sería antes de ella?- vivió en las leyendas de los campos como un viejo demente de setenta años con una escudilla para comer gachas, que en tiempos había escrito poemas y que por ello se apodaba «el poeta». Y otro viejo -¿no sería el auténtico Mandelstam?- vivía en el campo «Vtoráya Rechka» y estaba incluido en la expedición a Kolyma y muchos consideraban que era Ósip Mandelstam, y yo no sé quién era él”.

II) Hasta aquí una pequeña muestra de la sabiduría y hasta poesía de la prosa de Nadiezdha Mandelstam. Sólo me queda añadir, para cerrar el círculo y esta entrada, otra de lo que gracias a ella sobrevivió. Tan suya, probablemente, como del hombre que amó.

“I

Hacia la tierra vacía, cojeando sin querer,
con desigual y dulce paso
ella camina, adelantándose apenas
a su rápida amiga y al joven que le lleva un año.
La arrastra la libertad oprimida
del defecto que la anima.
Y parece que una clara sospecha
no quiere detenerse a su paso.
Esta temprana primavera
es para nosotros madre
de un cuerpo muerto.
Y todo va a comenzar eternamente.

II

Hay mujeres que nacieron en una húmeda tierra.
Cada uno de sus pasos es un sollozo sonoro,
y su vocación, acompañar a los muertos
y ser las primeras en saludar a los que resucitan.
Pedirles caricias es un crimen
y separarse de ellas, imposible.
Hoy ángel, mañana gusano en la tumba
y pasado mañana sólo un difuso contorno.
Lo que fue un paso se hace inaccesible.
Las flores son inmortales. El cielo, denso,
y el futuro sólo una promesa”.

(Ósip Mandelstam. Cuadernos de Voroneth. 4 de mayo de 1937).

jueves, 5 de abril de 2018

Siluetas

Cueva de El Castillo (Puente Viesgo)

Por J. Teresa Padilla


Pintar manos es, por lo que parece, un auténtico clásico de la especie humana. Nos lo muestran los paleontólogos y no los recuerdan los juegos y travesuras de los niños, que al fin y al cabo son la memoria viva de la especie, algo así como cromañones resucitados.

Los niños pintan con sus dedos, su primer instrumento, todo aquello que les deslumbra y atemoriza. O lo que desean y aman. En papel o, para nuestro espanto, en las paredes. Al principio, sobre todo, lo que a los adultos nos parecen garabatos al azar. Nos equivocamos como siempre, claro, porque en ellos sus ojos creadores reconocen luces, pasiones, sombras y silencios. Gritos o musicales susurros. Lo suave y lo áspero. La dulzura y el amargor. Resulta injusto poner límites a esta primera forma de representación de la realidad, previa a la palabra, tan sensorial, tan física ella misma, tan primitiva y auténtica. Inmediata. Una recreación de su mundo llamada, como la del pintor neolítico, a trascender y sobrevivir incluso a lo recreado. Es algo así como la versión eterna de una realidad fugaz y perecedera. Paradójicamente mucho más verdadera que el original, aunque sólo sea por esta posibilidad real de subsistir a la desaparición de lo representado. Da igual quién o qué creara el mundo y los seres que habitan la tierra, el agua o los cielos: dejó una naturaleza viva, sí, pero perecedera. Puede que no escape tampoco a esta condición la recreación del cromañón, el niño o el artista adulto. Es muy posible, casi irremediable, que, al final, su obra sucumba también, pero muy probablemente lo hará tras haber mostrado una mayor vivacidad que la de la creación original. Y eso, a poco que se piense en ello, es mágico.

Sin embargo, hay que madurar, ser racionales, autónomos, y renunciar a la magia, a los mitos creacionistas, a los relatos de misteriosa y sagrada autoría. Todo indica que nos pasamos de frenada y, lejos de esa razón anhelada, toda ella luz, saber, libertad y hasta bondad, simplemente pasamos a adorar a otro ídolo: los datos, cifras, ciencias con resultados empírica y técnicamente verificables. Para sus “adoradores”, este mal llamado por mí “ídolo” es justo lo contrario a las deidades propias del animismo primitivo o de cualquier otra fe. Ni se crea ni se cree (dos verbos íntimamente emparentados) porque con él se trata sólo de objetos, hechos constatados y analizados. Con instrumentos y métodos de nuestra creación (humana, subjetiva, potencialmente tergiversadora), que sin embargo se declaran (sin rastro de la justificación de la que presumen) inocuos. Sí, lo reconocen, sus resultados tiene un origen humano, no son manzanas caídas de un árbol, pero han sabido hacerlo irrelevante, desaparecer, como científicos, en su obra.

Todo resulta así muy razonable (me niego a reducir a esto lo racional), ordenado y discreto. Circunspecto. Nada que ver con niños y mujeres primitivas que invocan los espíritus de animales, plantas, estrellas y soles, lo invisible que da vida y sentido a lo que los rodea. El mundo que nos venden cada vez se parece más a un internado inglés y lo que podemos decir de él a los buenos modales, ésos que servían a los victorianos para llegar lejos en la vida y hasta fundar, como su reina, un imperio. Ésta es su cara A. Como no hay inglés siquiera a la altura de semejante ideal, existe una cara B bastante más oscura. La de la histeria irracional, desordenada y vocinglera. Como corresponde al único engendro bifronte que en el fondo es, estas dos caras no pueden sino ignorarse mutuamente.

Europa ha vivido históricamente plagas que nada tienen que envidiar a las bíblicas; desastres naturales, como el terremoto de Lisboa, que hicieron tambalearse los cimientos del racionalismo ilustrado; hambrunas ancestrales y otras que no han cumplido ni un siglo; guerras largas y brutales, mundiales y civiles, la última no hace ni veinte años; proyectos de aniquilación de grupos humanos enteros, por supuesta pureza racial, como las fábricas de muerte nazis, o nacional, como el genocidio armenio, o ideológica, como los gulags. A pesar de todo esto, y mientras a nuestro alrededor mueren engullidos por el mar o la indiferencia miles de personas cada año intentando alcanzar nuestra, al parecer de algunos, ilusoria prosperidad, seguridad y protección, resulta que no, que nosotros, los aparentemente privilegiados, libres a día de hoy de plagas, epidemias, grandes cataclismos y guerras, vivimos de hecho una de esas distopías, clásicas en la literatura, en las que estamos sometidos a un gran hermano que todo lo ve y sabe de nosotros, al poder que esta información da a los siniestros consorcios que la gestionan. Manipulados de esta manera sibilina, aún los hay, sin embargo, capaces de ver la luz por todos los demás, necios y ciegos, y darse cuenta de tamaña farsa para proclamar, por un lado, que carecemos como sociedad de verdadera libertad, a la vez que reclaman como individuos, o grupos señalados de tales, la libertad sin límites ni censuras que acaban de negar a todos los demás.

Alguien más inteligente o menos perezosa que yo se enfrentaría a esta contradicción para desentrañarla y desarmarla. Es un trabajo solitario y para mí, ahora, un tanto inútil si se carece de interlocutor, justo lo característico de esta Weltsanschauung despersonalizada. Nadie concreto, en primera persona, defiende esa postura. Todo se reduce a algo que “se sabe”, “se dice”, y al final se repite, como un eco, de forma individual, que no personal. De ahí la insensibilidad ante las incoherencias de su emisor final y lo frustrante del esfuerzo por mostrárselas.

Por esto, es ahora cuando doy un volantazo y giro para intentar recobrar el sentido de este texto, que no espero encontrar en estos ridículos temas candentes que arden por un momento con el único resultado de generar un humo en el que confundirse, banalizándolos, con los verdaderamente serios y graves. Ni tampoco en la cara A de este mundo, la que tan fácil nos hace las cosas, promete salvarnos un día de cualquier enfermedad o desvelarnos los misterios del universo. La utopía cientificista y la distopía tecnológica son las dos caras de lo mismo: de ese mundo sin autor (e inhabitable para esos supersticiosos que llamamos creadores) que sólo pueden poblar individuos, esos seres sólo numéricamente discernibles entre sí destinados a engrosar estadísticas y hacer posibles complejos estudios de mercado.

Altamira
Con este fin vuelvo al pintor primitivo, el que se sirve de sus dedos para, reproduciendo su mundo, crear otro nuevo, más bello, mejor. Pero hace algo más. Algo de lo que los meros individuos no son capaces. Algo que los constituye en sujetos, en creadores, en seres que vuelven sobre sí mismos, reflexionan de la misma forma plástica y expresiva, nada intelectual, con la que han trazado sus figuras en la roca, para dejar constancia de sí mismos, para firmar. Es entonces cuando sumergen en los tintes sus manos y dejan sus huellas cromáticas en lo más profundo de las cuevas, casas y templos a la vez. O, ya en el colmo de la genialidad, espurreando la pintura o soplándola, usando como molde sus manos, para dar expresión a su ausencia, hacer visible su invisibilidad, invocar a su propio espíritu.

Eso es lo que somos, desde el principio de la especie a la que pertenecemos y de nuestra vida, ese vacío delineado por chorros de pintura. Llámesele espíritu, persona, sujeto, alma. Ni siquiera puedo hacer (como pretendía cuando tenía la idea de este texto sólo en la cabeza) la analogía entre estas manchas y todos esos datos tan nuestros que supuestamente están al alcance del leviatán digital y amenazan en realidad sólo a quien crea que su ser se reduce a ellos. Para decir quiénes somos, para perfilar nuestra silueta, no tienen ni siquiera el valor de la saliva del cromañón, o del niño, que sopló sobre parte de sí mismo y se dio así, como en el mito se narra, vida. Otra nueva, quizás eterna.

No sé si me he liado y he escrito un galimatías incomprensible. Quería contar otra cosa y al escribirla he descubierto que estaba equivocada, que no era eso lo que veía en esas manos que me han dado pie, después de un tiempo de sequía, a volver a escribir. En realidad, sólo quería tener un texto que justificara esa foto y una canción. A lo mejor sobraba todo los demás.


En mi vida secreta,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta.

Te vi esta mañana.
¡Te movías tan rápido!
Parece que no puedo dominar
el pasado.
¡Y te echo tanto de menos!
No hay nadie a la vista,
y seguimos haciendo el amor
en mi vida secreta,
en mi vida secreta.

Sonrío cuando me enfado.
Engaño y miento.
Hago lo que tengo que hacer
para arreglármelas.
Pero sé lo que está mal,
y lo que está bien,
y moriría por la verdad
en mi vida secreta,
en mi vida secreta. 

Resiste, resiste, hermano mío.
Hermana mía, agárrate fuerte.
Al final recibí mis órdenes:
marcharé toda la mañana,
marcharé toda la noche,
cruzando las fronteras
de mi vida secreta.

Ojeé el periódico.
Te dan ganas de llorar.
A nadie le importa si la gente
vive o muere.
Y el proveedor quiere que pienses
que es o negro o blanco.
Gracias a Dios que no es así de sencillo
en mi vida secreta.

Me muerdo el labio,
y compro lo que me dicen:
desde el último éxito
a la sabiduría de toda la vida.
Pero siempre estoy solo,
y mi corazón es como el hielo,
y está agarrotado y frío,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta...