jueves, 22 de marzo de 2018

La mirilla

Foto: Mónica (Flickr)
Por Esperanza Goiri

La casa de mi abuela materna, en Bilbao, era un piso antiguo y enorme. Me gustaba todo de ella. El asiento de terciopelo del ascensor, la amplia cocina con vistoso suelo de damero, el farolillo que colgaba encima del teléfono de baquelita, la chaise longue que logré heredar tras un trueque con uno de mis hermanos… Hasta el nombre de la portera me parecía exótico y misterioso: Apolonia. Pero si había algo que me fascinaba era la mirilla de latón que, como un ojo dorado, adornaba la maciza puerta de entrada. Emitía un metálico sonido al accionarse y el perfecto círculo se dividía en cuatro porciones exactas que dejaban ver el descansillo de la escalera. No me cansaba de manipularla y mirar por sus orificios. Lamentablemente, como necesitaba ayuda para acceder a ella, tras dos o tres aperturas, la diversión se acababa.

La puerta de mi domicilio actual también dispone de una mirilla, pero es de esas telescópicas que solo te dejan ver por un ojo y proporcionan una visión limitada y deformada de lo que hay al otro lado. No tiene ningún encanto y tampoco mucha utilidad. El portero automático y su pantalla se supone que permiten controlar el acceso al edificio y, por ende, a tu hogar.

Por una de esas extrañas asociaciones de ideas, que a veces surgen, no pude dejar de relacionar la visión que nos proporcionan las mirillas con lo que explicaba un artículo que leí hace un tiempo sobre cómo funcionan los algoritmos empleados por los buscadores de Internet. Según sea tu perfil y el historial de búsquedas, van seleccionando y limitando las noticias, informaciones, anuncios y contenidos que te llegan. Un menú a la carta elaborado para tu personal visión del mundo. Saben los gustos, ideología, nivel económico, estado civil y de salud del usuario. Van acotando una parcela, una franja en la que tú crees, ilusa, que te mueves con libertad y por propia iniciativa. Adquieres una visión sesgada, parcial y deformada de la realidad. Llegas a tener la convicción de estar en posesión de la verdad: ya se encargan ellos, los algoritmos, de no llevarte la contraria. Es como si vivieras detrás de una mirilla y solo vieras la imagen desfigurada y limitada de lo que te rodea. Mirando a través del visor nos sentimos seguros y reafirmados. No somos conscientes de que basta con que, desde fuera, alguien cubra con un dedo esa pequeña lente para quedarnos a oscuras.

Foto: Tania (Flickr)
Sé que es una ingenuidad por mi parte, pero trato de jugar al despiste con el algoritmo de marras. Alterno mis lecturas de prensa digital, toco todos los palos e incluso, si se tercia, revistas frívolas. Escucho podcast de diversas emisoras y he de reconocer que resulta hasta divertido comprobar lo diferente que puede ser la misma noticia según quién la emita. Me he vuelto asidua a la navegación privada cuando quiero información de algún producto o actividad y he declarado la guerra a las cookies y a los “geolocalizadores”.

No sé si mis esfuerzos valdrán para algo. Me consta que el algoritmo (la sola palabra me produce escalofríos) es un rival fuerte y, al percibir mi comportamiento errático e incoherente, es posible que ponga en duda mi cordura y tome medidas al respecto. De hecho, no descarto que cualquier día cuando suene el timbre de mi puerta y me asome por la mirilla, descubra a dos enfermeros de blanco que intentan ocultar sin éxito una camisa de fuerza mientras una risa lejana y siniestra se escucha en off.

jueves, 15 de marzo de 2018

Ciencias y letras



Fachada del actual CEPA Tetuán

Por Marisa Díez

Tuve un profesor de matemáticas bastante peculiar en tercero de BUP. Se llamaba César y le recordé de repente hace unos días, mientras  paseaba por el barrio y me planté frente a mi antiguo instituto, el Tetuán-Valdeacederas. Mi memoria me trasladó a los primeros ochenta, cuando recorría el mismo trayecto cada tarde. El camino terminaba en una empinada cuesta, que se embarraba los días de lluvia, con varios tramos de escaleras al final. Ahora la calle ha variado su fisonomía y se encuentra perfectamente asfaltada y delimitada por estrechas aceras. Nada es igual; incluso la fachada de mi instituto está pintada de un color indefinido, próximo al naranja, que ha borrado de un plumazo ese tono rojo que lo caracterizó desde su inauguración, allá por 1980.

Sin apenas esfuerzo me vi transitando por aquellos pasillos y por sus aulas. Entonces me acordé de él y pude vislumbrar sus rasgos con singular nitidez. César era más bien rechoncho, lucía un espeso bigote y un rostro casi siempre enrojecido. Le precedía una fama de profesor duro y exigente, extremo que pude corroborar durante el curso en el que fue titular de la asignatura maldita. En cada evaluación, los suspensos superaban ampliamente a los aprobados y, de éstos, muy pocos conseguían una puntuación superior al casi inalcanzable “suficiente”. No es necesario explicar que yo no me contaba en este grupo de privilegiados. A duras penas conseguí aprobar la primera evaluación; de las siguientes mejor ni hablamos. Al final del curso apareció una tarde en clase y, con una extraña sonrisa, fue desgranando uno a uno los nombres y apellidos de todos nosotros, seguidos de su nota final: sobresaliente, notable, bien, suficiente, suficiente, suficiente… Había decidido dar un aprobado general a sus alumnos porque ese mismo año abandonaba el instituto y quería premiar así nuestra paciencia con su eterno gesto torcido y su cara de pocos amigos. Ni qué decir tiene que el alborozo fue general y, desde ese mismo momento, pasamos a adorar sin condiciones al mismo que hasta entonces había sido el causante de gran parte de nuestras desdichas.

En un aparte, César me aconsejó que ni se me ocurriera al curso siguiente elegir como optativa las matemáticas: “Lo tuyo son claramente las letras y ni por asomo pienses que vas a aprobar esta asignatura como te toque dar clase con Aurora”. No le hice caso; me declaré en rebeldía contra el latín, que debería haber escogido en contrapartida, y así me fue… Efectivamente, la tal Aurora en ningún momento mostró la más mínima compasión y me dejó tirada en COU con un único suspenso, lo cual me hizo perder un año entero de mi vida académica dedicado a intentar resolver derivadas e integrales, y retrasar un año mi acceso a la Universidad.

Antiguo instituto Tetuán-Valdeacederas. (A.Ortiz.2012)

Pensaba en toda esta historia mientras caminaba por la calle que ocupa mi antiguo instituto y empecé a divagar sobre las consecuencias de haber obviado el sabio consejo de mi profesor de matemáticas. Llegué a la conclusión de que en mi vida, como en la de tanta gente, supongo, se han sucedido una cantidad demasiado relevante de elecciones equivocadas. Pensé que si existiera la posibilidad de volver atrás, haría tantos cambios que nada tendría que ver con lo que al final ha resultado. Ya sé que es una utopía y que no queda más remedio que apechugar con la frustración que nos provoca el no haber sabido escoger lo que de verdad nos convenía. Pero toda elección conlleva un riesgo que es necesario asumir. Me consolé pensando que nadie nace enseñado y que es preciso caer una y otra vez para poder seguir levantándose. Y que nunca es demasiado tarde para intentar enderezar el rumbo.

Retomé mi paseo por la calle de mi antiguo instituto. Comprobé con pesar que donde antes estaba la panadería ahora se levanta un bazar chino; que de la churrería no queda ni rastro, ni tampoco de la tienda de gallinejas. El antiguo estanco, en la actualidad mucho más moderno, se ha trasladado unos metros más arriba. Y el Marysalvi, el bar de mis primeras cañas con los compañeros de clase, está a punto de ser traspasado. Todo era distinto y, sin embargo, algo en el ambiente me hizo sentir protegida. Así que eché por última vez la vista atrás, esta vez únicamente para coger impulso. Y me entretuve cavilando de cuánto tiempo dispondría, según el cálculo de probabilidades, antes de cometer mi siguiente error. Por más vueltas que le di, no fui capaz de encontrar la solución. Y es que ya me lo dijo César hace más de treinta años. Qué le voy a hacer. Yo soy de letras.



jueves, 8 de marzo de 2018

Manifiesto: Todas somos Preciosa



Estamos en huelga. A pesar de todo, de las diferencias, objeciones y matices que podríamos plantear a este o aquel manifiesto (y que no planteamos para no dar facilidades a la paranoia, “la más fecunda y potente fábrica de esencias y de realismos de los universales” -C. Amorós-, esa enfermedad que, se refiera al sexo, a la raza o la nación, aspira a mantener la diferencia y la supremacía, en este caso de los que, ofreciéndose con su sabiduría y lucidez a salvarnos de nosotras mismas, vaticinan diversos apocalipsis causados por esta “radicalidad” y este “ruido” irracional, acientífico y politizado de no sé qué número de ola feminista). Con lo monas que estamos calladas, aplaudiendo sus excelsas reflexiones, o lo elegantes y femeninas que resultamos riéndoles las gracias y mofándonos con ellos de las otras, las que no tienen su favor. Eva y María, "madre sólo hay una y a ti, ¿p.?, te encontré en la calle" y, ahora, las malas y las buenas feministas. Lo que vosotros digáis. En este sitio hemos decidido aparcar nuestras diferencias y declararnos en huelga, nos mezcle con quien nos mezcle, mientras no sea con vosotros. En huelga, pero no mudas, porque “el silencio es un verdadero crimen contra el género humano”, escribía Nadiezhda Mandelstam, y, digan lo que digan por ahí los nuevos y viejos expertos, “apostamos por la unidad de la especie humana (…) y pensamos que la lucha feminista tiene un papel fundamental en la construcción de esta rara y compleja especie. (…) La verdadera diferencia es la de los individuos, no la de los géneros”, por eso, lo importante, “lo verdaderamente importante es que ser mujer no sea un problema para ser plenamente individuo sin tener que pagar precios de mercado negro” (no te acordarás ya de mí, maestra, pero te sigo citando).

Pues eso. Por la abolición de roles ligados a esencias o naturalezas atemporales, de la división sexual del trabajo, en resumen, de la discriminación por razón de sexo. Por el derecho a hablar, a aullar si es necesario, a errar y rectificar (o no), a ser mejores que ellos (o no), por el derecho al mal (A. Valcárcel), a responder con el insulto o la grosería al insulto o la grosería; a mofarnos del que se mofa; a ser jóvenes, irresponsables y locas; a ser viejas, irresponsables y locas; a ser lúcidas (jóvenes o viejas); a evolucionar o seguir cada cual en sus trece; a respetarnos a nosotras mismas y entre nosotras; a exigir respeto en cualquier caso. ¿Qué más? Por el derecho a ser cobardes o valientes, guapas o feas, gordas o delgadas, insaciables o inapetentes sexualmente, madres o no… Porque todas somos preciosas y Preciosa*. Resumiendo: salvo para quien tema la libertad del otro y que no haya nadie a quien poder someter, un mundo mejor. Éste es nuestro manifiesto.


Argentina, 2016
*Preciosa y el aire

(A Dámaso Alonso)


Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene,
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde el mar bate y canta
su noche llena de peces.
Foto: EFE
En los picos de la sierra
los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses.
Y los gitanos del agua
levantan por distraerse,
glorietas de caracolas
y ramas de pino verde.
Washington, 2017

Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene.
Al verla se ha levantado
el viento que nunca duerme.
San Cristobalón desnudo,
lleno de lenguas celestes,
mira la niña tocando
una dulce gaita ausente.

Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
Huelga camiseras, 1909
la rosa azul de tu vientre.

Preciosa tira el pandero
y corre sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue
con una espada caliente.

Frunce su rumor el mar.
Los olivos palidecen.
Cantan las flautas de umbría
Washington, 2017
y el liso gong de la nieve.
¡Preciosa, corre, Preciosa,
que te coge el viento verde!
¡Preciosa, corre, Preciosa!
¡Míralo por dónde viene!
Sátiro de estrellas bajas
con sus lenguas relucientes.

Preciosa, llena de miedo,
Nueva York, 1970
entra en la casa que tiene,
más arriba de los pinos,
el cónsul de los ingleses.

Asustados por los gritos
tres carabineros vienen,
sus negras capas ceñidas
y los gorros en las sienes.

El inglés da a la gitana
un vaso de tibia leche,
y una copa de ginebra
Foto: John Moore
que Preciosa no se bebe.

Y mientras cuenta, llorando,
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento, furioso, muerde.

(Federico García Lorca, Romancero Gitano)



jueves, 1 de marzo de 2018

Historia de una escalera

Paul Klee. Stairs and Ladder (1928)

Por J. Teresa Padilla

A este ritmo, no me pongo al día. Tres son tres los libros que esperan su comentario. El de Roth, casi terminado, aunque esté por volverlo del revés (yo me entiendo); el de las memorias de Nadiezhda sólo cuenta con un párrafo y se merece tiempo y una atención que ahora no puedo darles; y, por último, la ligereza e ironía de Penelope Fitzgerald en La librería, tan británica ella, para la que no estoy precisamente de humor. El invierno, tan blanco a veces, otras gris, pero siempre pesado como una manta de lana antigua y poco de fiar, me ha caído encima cual culo gordo y desconsiderado en la forma de un sopor del que difícil y brevemente despierto, para volver inmediatamente a sumergirme en él y en ensoñaciones de bebidas calientes que, traídas al mundo de los hechos, resultan una completa y amarga decepción. Apática y preocupada, repito en mi cabeza las palabras que, seguramente, dispongan la semana que viene en mi contra al hombre a quien supuestamente debo sumisión y agradecimiento en calidad de paciente superviviente, aunque sea sólo de momento y tampoco haya mediado ninguna otra decisión más heroica o ingeniosa por su parte que seguir el protocolo que, además, otro inició. Palabras aparentemente tan simples como: “Si es tan amable a partir de ahora necesito un informe por escrito de cada consulta”. No quiero prejuzgar, pero por menos se ha sentido ofendidísimo por mi falta de confianza en él y sus escuetas e indeterminadas palabras. En fin, entre esto, el invierno y las infinitas reclamaciones para que Movistar me devuelva dos míseros euros (más IVA) y me dé de baja de una vez el contestador, sólo puedo ofreceros este texto antiguo. Empezamos mal marzo, me temo. Spoiler: Al final se ha instalado el ascensor.


Mi barrio era una de esas llamadas ciudades-dormitorio que se construyeron a toda prisa en los sesenta para acoger al enorme número de emigrantes que abandonaron sus lugares de origen (los pueblos andaluces, extremeños, gallegos, pero también castellanos) para intentar labrarse en Madrid un futuro mejor. Lo de ciudad-dormitorio era más que una metáfora: los días laborables sus calles estaban a determinadas horas prácticamente desiertas, apenas transitadas por algún ama de casa de camino o de vuelta del mercado (la “galería”, lo llamaban). Aunque desde que tengo memoria todas aquellas calles tenían sus nombres y las placas que lo acreditaban (eso sí, con una numeración casi imposible de rastrear debido a lo caótico de su trazado), nuestros mayores seguían orientándose por el barrio utilizando la nomenclatura original que lo dividía en polígonos. “Eso está por el A o en el F…”, decían siempre.

Había edificios más altos y con pisos más grandes, pero los primigenios, como en el que yo vivía, tenían cuatro plantas (por supuesto sin ascensor) en cada una de las cuales había otros tantos pisos de tres dormitorios que no llegaban a los 60 metros cuadrados. Eso sí, muy bien distribuidos, como le gustaba decir a mi padre. Debían de estarlo, porque en ellos vivíamos una media de cinco personas.

Como en cualquier barrio de nueva creación, sus moradores originales fueron matrimonios jóvenes, y la consecuencia obvia fue que el vecindario se llenó pronto de niños de edades muy similares. Niños que subían y bajaban ruidosamente las escaleras, que correteaban y saltaban en sus casas haciendo retumbar el techo del piso de abajo, que provocaban con sus gritos y golpes que el vecino de al lado aporreara la pared compartida pidiendo un poco de silencio, por lo menos a la hora de la siesta… Aunque sin rencores: entre la coincidencia generacional y la ausencia de cualquier tipo de aislamiento acústico en aquellas baratas construcciones, el portal terminó convirtiéndose en una ampliación del núcleo familiar, de personas que sabías te darían de merendar o desinfectarían las constantemente desolladas rodillas, pero que también se consideraban con todo el derecho a regañarte sin arriesgarse a un enfrentamiento con tus progenitores.

La escalera, el patio y, cuando el tiempo era benigno, el pequeño solar que había bajo las terrazas eran el espacio común de aquella familia extensa que te protegía y acogía, pero en la que se carecía, como en la propia, de cualquier intimidad y, por tanto, se ampliaba más allá de los límites de tu vivienda el detestado control parental. Y si sumabas a tu portal los inmediatamente adyacentes, no hay más remedio que reconocer que en aquel microcosmos se intentaba perpetuar la forma de vida típica de aquellos pueblos que sus vecinos habían abandonado no hacía tanto. En consecuencia, los niños varones podían, a una determinada edad, corretear libres y salvajes por sus aceras sin especial control, mientras que no estaba tan bien visto que lo hicieran las niñas, que no sólo debían realizar pequeños recados y ayudar a sus madres en las tareas domésticas, sino también circunscribir su área de juego callejera a espacios bien visibles desde las ventanas de las casas: a pesar de todo, aquello no era ya el pueblo, sólo una isla en la ciudad, y existía una arraigada desconfianza ante los extraños, potencialmente peligrosos, que la rodeaban.

En verano, la mayoría de las puertas de la escalera permanecían entreabiertas para conseguir algo de corriente que refrescara las casas, mientras los niños solíamos preferir permanecer sentados en el tramo final a la espera de que el sol empezara a bajar y nos permitiera salir. Impacientes, nos lanzábamos tímidamente la pelota con cuidado de no hacer ruido o jugábamos a las cocinitas, teniendo que dejar paso ocasionalmente a los adultos que subían o bajaban refunfuñando por tener que sortear tanto cachivache.

La escalera podía también convertirse en un cuartel general cuando algún niño no aparecía y los vecinos tenían, por un lado, que organizarse en batidas de búsqueda y, por otro, en grupos de apoyo y consuelo para la desesperada madre. Y, desde luego, era el centro neurálgico en el que convergían todas las informaciones y noticias que se recogían fuera.

Si subías la escalera hasta el final se llegaba al cuarto de contadores. Cada vez que saltaban los plomos (lo que era bastante habitual) había que entrar en él superando el miedo al tic-tac que se oía desde fuera y a rozar algo que no debieras mientras buscabas el interruptor de la luz. También abajo del todo había un cuartito similar, pero a ése los niños no podíamos entrar. Quienes habían podido ver su interior de reojo cuando algún adulto lo había abierto, aseguraban que albergaba a su misma entrada una especie de misterioso pozo que no invitaba a ninguna travesura.

Cuando volvías a una hora poco habitual del colegio y nadie te abría la puerta, la escalera también era el refugio donde esperabas, sintiéndote a salvo de las desiertas calles, la vuelta de tu madre. En la escalera podías encontrarte también con aquella vecina que vivía sola, de la que tantos chismes se contaban y que parecía odiar a todo el mundo, especialmente a nosotros. O con un niño de otro portal que buscaba familia para algún cachorro de perro o gato. O con hombres que subían objetos que apenas cabían (cómo olvidar aquel ataúd). O con un corazón en una de sus paredes con tu nombre dentro que nunca supiste quién dibujó.

En aquella escalera todavía se acuerdan de mí y me llaman como sólo lo hacían en casa. Me preguntan por todo y por todos. Y a veces me recuerdan lo que preferiría olvidar. Que quieren poner un ascensor, me cuentan ahora, que ya están muy mayores para tanta escalera. Puede que tengan razón, pero me da tanta pena…

(Publicado originalmente el 29 de enero de 2016 en La vida en su tinta).