jueves, 1 de febrero de 2018

La planta



Foto: Bkrmadtyakarki (PIxabay)

Por Esperanza Goiri

Tenía nueve años cuando le regalé a mi madre una planta para festejar el primer domingo de mayo. Para mí fue una compra importante. Hasta ese momento los obsequios, en tan señalada fecha (Día de la Madre), se habían limitado a las típicas manualidades que hacía en el colegio. Siempre me parecían una birria a pesar del entusiasmo con que eran recibidas. Así que me propuse ahorrar para poder adquirir lo que mi mente infantil consideraba un regalo de verdad.

En aquella época, de vez en cuando, por las tardes, al regresar mi padre del trabajo, le acompañaba a Aurrerá, un comercio de origen mexicano en el que vendían un poco de todo y algunos productos de importación difíciles de encontrar en otros sitios. En la España de los años 70 constituía toda una novedad. Además, disponían de una cafetería de estilo americano donde servían unos batidos y helados estupendos. Me encantaban aquellas escapadas porque disfrutaba de mi padre en exclusiva y siempre caía algún caprichito.

Cuando llegó la fecha oportuna, después de vaciar mi hucha, metí las 12 pesetas, a lo que ascendía todo mi capital, en un monedero blanco y rojo, dispuesta a comprar el regalo materno en Aurrerá. Tras volver loco a mi padre y dar mil vueltas entre las estanterías, me decidí por una planta. Me pareció carísima (diez pesetas), pero pudo más el deseo de impresionar a mi madre. La envolvieron en un papel de celofán y la transporté por la calle como si llevara en mis manos el tesoro de Moctezuma.

Como podéis suponer, a mi madre le hizo una ilusión tremenda. La colocó en un macetero muy bonito y desde ese momento pasó a formar parte del reino vegetal de nuestra casa. La planta no era especialmente vistosa, ni exótica, ni delicada. Rara es el calificativo que mejor le cuadraba. Rara, y duradera. Porque, sí, todavía existe.

Mi madre tenía buena mano con las plantas. Es cierto que la que yo le regalé tuvo una grave crisis durante un verano, y se quedó sin hojas. Como la cogió mucho cariño, le dio pena tirarla y redobló sus esfuerzos y mimos con ella. Total, que resurgió de sus cenizas exuberante y lozana.

La protagonista de la entrada  (Foto: Esperanza Goiri)

Los años pasaron y la planta ahí seguía, como un elemento decorativo más. De esos en los que apenas te fijas pero que forman parte indisoluble de tu memoria. Cuando mi madre enfermó, Graciela, la persona que nos ayudó a cuidarla en su etapa final, se encargó de las plantas. La mía, en concreto, experimentó un desarrollo espectacular e, incluso, antinatural. Se cernía amenazante sobre las otras con las que compartía espacio, como si las quisiera devorar. Estando ya mi madre muy mal, floreció por primera y única vez. Fue una floración singular, unas piñas verdes y blancas, bulbosas. Graciela lo achacó a su truco de añadir al agua un chorrito de leche. Yo más bien lo interpreté como una rebelión ante lo que le estaba sucediendo a su dueña. Cuanto peor estaba mi madre más pletórica se ponía ella.

Mi madre nos dejó y cerramos su piso definitivamente, sólo nos faltaban por llevar los recuerdos y las plantas. Lo único vivo que quedaba ya en esa casa. Ha sido más fácil acomodar las plantas que los recuerdos.

Desde hace cinco años la planta luce en mi salón. Está bonita y frondosa. No le dedico especial atención, la trato como al resto. Pero me preocupo cuando se le cae alguna hoja y celebro sus brotes tiernos, de un verde más claro. No ha vuelto a dar flores y ha perdido ese aire inquietante que tanto me intranquilizaba durante la dolencia de mi madre. Quiero creer que significa que las dos están en paz.

Llamadme tonta y sentimental, pero a veces me siento como el personaje de “La Bestia” observando la rosa dentro del fanal. Intuyo que, si algún día la planta llega a marchitarse, se romperá un lazo intangible e íntimo que solo yo soy capaz de apreciar.



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