jueves, 25 de enero de 2018

El síndrome de la resignación

Foto: Matic Zorman - Reuters
“No creer nunca. No jugar nunca. No creer nunca. Ni nada. Todo se movía. Todo cambiaba. Hasta las palabras. Las palabras, decías. Quiero, decías. Yo quiero. Sí, yo quiero. ¿Qué? Ya sabes qué. ¡Eran otra cosa, algo horrible! No confíes en nada. Ni en las aceras, ni en las calles, las casas. Las mirabas y daban vueltas. De aquella forma. Lentas, astutas. No confíes” (Henry Roth, Llámalo sueño).

“Nadie puede explicarme exactamente qué ocurre dentro de nosotros cuando se abren de golpe las puertas tras las que se esconden los terrores de la infancia” (W. G. Sebald, Austerlitz).

Por J. Teresa Padilla 

Dice el diccionario que síndrome es un conjunto de síntomas característicos de un mal, por lo general, pero no necesariamente, una enfermedad. Con este nombre, síndrome de la resignación, han bautizado un tipo de trastorno que se da entre ciertos niños de familias solicitantes de asilo en Suecia, aunque no se descarta algún caso aislado en otros países (Reino Unido) e incluso épocas (los campos de concentración nazis). No son muchos los afectados (169 en 2015 y 2016) o quizá sí. Los números no explican nada por sí solos: necesitan de más y más números que los contextualicen. Un mundo entero de cifras en diversas relaciones que les dote de algún sentido. De cualquier forma, muchos o pocos, hay al menos uno. Y otro, y otro más seguramente. Pero a mí, que no lo estudio médicamente, que no pretendo, como decía Siggi en Lección de alemán, atravesarlo con la aguja de ninguna ciencia, con uno me basta. Me basta porque no aspiro a otra cosa que seguir aprendiendo algo más sobre lo que es, al menos para mí, uno de los más fascinantes enigmas de la existencia: la infancia.

El denominado síndrome de la resignación consiste en la aparición y el aumento gradual de una radical pasividad. Los afectados dejan, por supuesto, de comer (esta parte la conozco). De andar, de hablar, de controlar sus esfínteres. No abren los ojos ni responden a estímulos exteriores, ni siquiera a los dolorosos. Esto último, junto a la duración de su letargo, hace inverosímil la hipótesis del fingimiento, una de las primeras explicaciones que se propusieron a la vista de que los síntomas aparecían a menudo con la denegación del asilo a las familias y de la mejoría progresiva que estos niños iban experimentando cuando se concedía el mencionado derecho. Ante la falta de pruebas también se descartó un posible envenenamiento por parte de los desesperados padres. Es un misterio que sólo se dé entre niños procedentes de Europa del este o de yazidíes, y, salvo excepciones, en territorio sueco. Pero no pienso elucubrar sobre esto, pues, como ya dije, a mí me basta con uno, y con un solo caso ni siquiera puede plantearse este interrogante que acabo de soslayar.

Uno de los artículos que he manejado para documentarme mínimamente me facilita un ejemplo concreto, el de Sophie, una niña de nueve años que lleva casi dos "ausente". Sophie fue la testigo ignorada de muchas e inquietantes palabras y hechos. Vio cómo se humillaba, amenazaba o incluso golpeaba a sus padres, que decidían, temerosos, huir. Probablemente vería morir a familiares, vecinos o amigos a manos de otros adultos hasta entonces no muy diferentes a los que ahora se creían con derecho a matar. Atraviesan paisajes, fronteras y pueblos para hallar un refugio, pero no encuentran salvo más miseria, más humillación. Los pobres del lugar temen que ellos agraven su escasez; los ricos, perder su bienestar. El mundo es un lugar inhóspito, egoísta y cruel en el que Sophie no puede esperar que nadie, menos aún esos padres caídos de golpe de su altar natural de dioses, la proteja. Es una extranjera en el mundo, una apátrida; en el fondo, una huérfana. La base sobre la que se sustenta la infancia, la confianza en el mundo y los demás seres humanos, empezando por los que la cuidan, se ha roto. Pero esto, que nos pasa a casi todos conforme entramos en la edad adulta, que incluso constituye el peaje que pagamos por alcanzarla, tiene una edad; justo la que antecede a la madurez, la última parte de la adolescencia. Aún entonces, a muchos nos costó enfrentarnos a esta pérdida de la fe en la bondad del mundo y la vida, una lección que no estoy segura de que aprendiéramos del todo bien. Resulta aterrador imaginar a una niña de siete años haciendo frente a esta debacle.

¿Qué puede hacer una niña ante esto? Tal vez madurar de repente y seguramente mal, porque el dolor no nos hace más sabios ni mejores. El dolor duele. Es una perogrullada, pero es lo que hace, nada más. Habrá quien lo supere convirtiéndose en una persona más empática y generosa que antes, y habrá también quien aprenda a defenderse o atacar con la misma crueldad que sufrió. Pero tal vez intente aferrarse con fuerza a lo que todavía es, a su niñez. Entonces hará muy probablemente lo que hacen los niños cuando tienen miedo, cuando no se sienten seguros: esconderse, cerrar los ojos y tapar sus oídos. Para ocultarse del “monstruo”. Para no verlo ni oírlo. Porque lo que no se percibe, no está (“cucú, ¡tras!”). Claro que a veces es imposible no sentirlo merodeando. Entonces, cuando no hay dónde esconderse, no queda más salida que encerrarse en uno mismo, aislarse en un mundo propio y mágico, pero solitario. Un mundo ajeno al que, a diferencia de ella, siguen habitando los otros (sus padres, hermanos), pero en el que se ha instalado también lo terrorífico.

Desaparecer, esfumarse. Muchos niños, entre los que me cuento, lo hemos deseado algunas veces. Incluso lo intentábamos de forma consciente o inconsciente durante un tiempo. Porque el mundo puede ser espeluznante sin necesidad de vivir tragedias como las de Sophie. Pero ella las ha vivido (aún las vive), y supongo que hay un límite para el horror del que caben esas dos huidas posibles que acabo de mencionar. Dependerá, me imagino, de umbrales subjetivos, pero cuando se alcanza ese grado de dolor, sea cual sea, pocas opciones quedan ya salvo la de dejar de vivir. Si puede ser sin morir. Como Sophie. Si no,…

El síndrome de la resignación, lo han llamado. ¿Qué resignación? Me parece que quien así lo designa mira a estos niños con los ojos de un adulto que imagina ascetas. “Un asceta plenamente resignado deja de vivir porque ha dejado de querer en absoluto”, decía Schopenhauer. Pero el niño es, hasta que deja de serlo, un inevitable sí a todo lo que el asceta dice no, al querer, a la vida: “La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida” (Umbral, Mortal y rosa).

Más que resignación, a mí me parece lo contrario: un intento de fuga de un mundo suicida, una rebelión contra él. Un síndrome en el que el cuerpo se apiada del niño y le permite dormir, ¿soñar?, hasta que todo pase o hasta que pueda asumir lo necesario, soportar el dolor. Un síndrome, en suma, que intenta, retirando al niño de la vida, salvarlo de la muerte, el definitivo e irreversible dejar de vivir, que también, aunque cueste admitirlo, un niño podría causarse a sí mismo. Sí, es un escándalo, pero los niños sufren, mueren y, apenas sin darse cuenta, matan; se matan. Mejor dejar de vivir lo justo para no morir.

jueves, 18 de enero de 2018

La inevitabilidad del caos

Mariano Cegna. Caos sobre gris sobre caos (2011)
"Antes del mar, y de la tierra, y del cielo que todo lo cubre, en toda la extensión del orbe era uno sólo el aspecto que ofrecía la naturaleza. Se le llamó Caos; era una masa confusa y desordenada, no más que un peso inerte y un amontonamiento de gérmenes mal unidos y discordantes" (Ovidio, Metamorfosis, trad. Antonio Ruiz de Elvira).

Por J. Teresa Padilla

Hace cinco o seis años que me mudé. Puede que más, me da pereza hacer la cuenta exacta. Ha pasado justo el periodo necesario para que la casa necesite una nueva mano de pintura, que de momento tendrá que esperar.

En todo este tiempo, una bombilla desnuda ha alumbrado mi habitación y el lavabo del baño pequeño ha carecido de espejo que ocultara, al menos, los cables destinados a una fuente de luz inexistente y, en realidad, innecesaria. Las habitaciones de los niños siguen amuebladas a retazos, con sus camas de siempre y las estanterías de bricolaje que sacaban provecho al largo pasillo de nuestro hogar anterior y ahora aparecen repletas, como el resto del espacio, de objetos de los que son incapaces de desprenderse, entre los que se incluyen libros que se les han quedado pequeños, por supuesto, pero también juguetes, manualidades escolares, apuntes y ejercicios de todos sus cursos, anuarios, cromos, piedras graníticas traídas del pueblo como recuerdo, pelotas (de baloncesto, ping-pong, fútbol y tenis), dos guitarras (que nadie sabe todavía tocar), figuritas mil, incluidas las que regalan en los roscones de Reyes (aunque a éstas, pese a las protestas, las hago clandestinamente desaparecer sin piedad) y hasta catálogos de Ikea, entre otras cosas que no puedo mencionar por pudor y que aparecen cuando limpio u ordeno un poco más a fondo, sólo un poco. Por su parte, el salón y hasta parte de la cocina están invadidos por plantas que se han ido reproduciendo sin un control responsable, alguna de las cuales ya roza el techo, libros (míos sobre todo) y papeles (casi todos ajenos).

Desde el sábado, por fin, una lamparita, aunque de segunda mano, cuelga del techo sobre mi cama y en un par de semanas me llegará un espejo barato pero original que acabo de pedir por internet. Es algo un poco extravagante y por lo que en el fondo creo que ha valido la pena esperar, pues no me lo hubieran dejado adquirir en otras circunstancias menos propicias a contentarme (el minimalismo gusta mucho por aquí, aunque en teoría, sólo en teoría, pues qué minimalista que se precie puede acumular tal cantidad de papeles sin orden ni concierto). Eufórica por haber superado lo que parecían dos obstáculos infranqueables, ordené los armarios de mis hijos mientras les voy emplazando a dejarse de sentimentalismos e ir librándose de sus dichosos “recuerdos” (muñecas rapadas y pintarrajeadas, balones de fútbol zarrapastrosos, pedruscos que son armas potencialmente letales, etc.) si alguna vez quieren tener una habitación a su gusto. Resignada a no caber nunca más en la práctica totalidad de mi ropa, también mi parte del armario ha quedado bastante expedita. No así la otra mitad, que sigue hecha una leonera y en la que no estoy autorizada a tirar ni una camiseta llena de agujeros, por lo que, de momento, y aunque me está costando reprimirme, me niego por principio a adecentarla ni un poco. Lo que no he podido evitar a pesar de dicho principio ha sido hacer algo con los papeles (me estaban literalmente volviendo loca, y en concreto los del dormitorio provocándome insomnio). Como tampoco me atrevo a tirar nada (algo en apariencia completamente inútil puede tener un enorme valor sentimental –sí, vivo rodeada de Diógenes-), lo he clasificado por bloques temáticos para que resulten más fácilmente apilables y agradables a la vista mientras, de paso, facilitan la tarea de desbrozo a su legítimo propietario, si es que alguna vez tuviera a bien encararla, lo que no ha sido nunca el caso. Me queda aplicarme el cuento y revisar mi biblioteca. Deshacerme de la morralla, que la hay y no tengo claro ni de dónde ha salido. Poner esas baldas adicionales de una vez, porque por mucho libro malo del que me desprenda, me será imposible librarme de la inmensa mayoría, ni siquiera de esos libros de filosofía en idiomas extranjeros que hace mucho que ya no necesito.

Es un esfuerzo agotador que explica en parte la banalidad de esta entrada. Un esfuerzo por conseguir una tregua en la lucha diaria contra el peso de lo que se va acumulando, de esos objetos que proceden algunos de un pasado lejano y que se ríen en tu cara por el ahogo que llegan a provocarte cuando se rebelan contra el orden que tratas de imponerles y te recuerdan que, con todo el polvo que te han hecho imposible limpiar a base de enredarse entre ellos, seguirán aquí cuando te vayas, como esos libros antiguos que heredó primero mi padre y luego yo; libros que no leemos por el temor de estropear cuando los verdaderamente frágiles somos los humanos que los hemos ido atesorando. De ellos, como de las sábanas y manteles que bordó una abuela o bisabuela, convertidos todos en reliquias de las que no somos dueños, sino sólo custodios, no me puedo librar, aunque tampoco pueda exigir a nadie detrás de mí que los conserve. Del mismo modo que no puedo renunciar al trajecito de bebé o a esos zapatitos diminutos que decidí guardar como testimonios de un momento fugaz. Ni a esa ropa que no me entra ya ni lo volverá a hacer nunca, pero que me cosió mi madre. Al final, casi todo tiene algún valor, por eso sigue ahí, sobreviviendo a las purgas de mis furias de limpieza y exterminación.

No sé, creo que con todo esto sólo quería decir que se trata de una batalla perdida. Logras con esfuerzo y culpabilidad hacer más habitables, bellos y ordenados algunos espacios. Consigues incluso dejar algo de hueco para lo nuevo. Pero es un espejismo. Ni cuando parece que avanzas (limpias y ordenas), progresas en modo alguno. A tus espaldas el polvo se acumulará de nuevo en un tiempo brevísimo y el caos se impondrá también porque, al parecer, él impera allí donde haya vida y movimiento. Pero no me rendiré. Intentaré de nuevo poner orden. Volveré a dejar sitio para el tiempo por venir y sus frutos. Celebraré un instante, como ahora, mi precaria victoria para reconocer inmediatamente, como también ahora, que estoy a punto de fracasar. Que ya he fracasado, pero que, en realidad, no me importa.

lunes, 8 de enero de 2018

Días sin hambre

Días sin hambre. Delphine de Vigan.

Anagrama: Barcelona, 2013. 168 pp. 14,90 euros (edición de bolsillo, 7,90 euros).


“Es la historia de un guijarro triste. Es duro estar triste cuando uno es un guijarro y no tiene ni manos para enjugarse las lágrimas. (…) Es la historia de un pez sin escamas, de una tortuga sin caparazón, de una princesa de pacotilla que no podía renunciar a su dolor.

La habitación de Laure está poblada de historias caídas del bolsillo del doctor Brunel. Historias sin hambre, que surgen de debajo de la cama, cuando la habitación está a oscuras”.

Por J. Teresa Padilla

La contraportada nos informa de que éste es un texto autobiográfico que su autora, Delphine de Viran, publicó en 2001 bajo pseudónimo. También dice que está narrado en una “intensa e inquietante primera persona” cuando, de hecho, sólo el breve epílogo de diez líneas lo está. En el resto de esta nouvelle es un narrador omnisciente el que usa la tercera para contar el proceso de recuperación de Laure, enferma de anorexia nerviosa. Y sin embargo no es, como en principio parece, un error del autor de la contraportada, sino que quizá esta duplicidad constituya la sutil manera elegida por la autora para narrar la historia de una enfermedad que se nutre y manifiesta precisamente en la enajenación.

Así, podemos identificar a la anónima tercera persona que asume el grueso del relato con la “intensa e inquietante primera” del epílogo. Ésta no nos dice su nombre, pero reconocemos en ella, en sus breves pero significativas palabras, a Laure. No, desde luego, a la que protagoniza el relato, sino a la de muchos años después. Y claro, si ella es Laure, también lo es la narradora que por primera vez se atreve a hablar de sí en esas líneas finales.

Se puede justificar entonces desde el propio texto el carácter autobiográfico de esta descripción del ascenso y la caída de una casi adolescente a la que se ha decidido llamar Laure. Tanto es así que la voz narradora sólo puede comenzar su relato en el momento preciso en que esta ascensión y caída empiezan a ser perceptibles para la propia protagonista, esto es, cuando ella ingresa voluntariamente en un hospital y emprende así, sin darse al principio cuenta, el camino que conduce a la recuperación.

El proceso que lleva a la curación de un trastorno mental es muy diferente al de las patologías físicas. En estos casos hay un enemigo claro, y todas las fuerzas, tanto las del paciente como las de los médicos, apuntan en la misma dirección contra un idéntico objetivo. En el caso de la anorexia, y puede que también de otros trastornos mentales, el enemigo tiene muchos rostros (la familia, los médicos…), aunque uno destaque entre todos y resulte ser el enfermo mismo. Luchar contra la enfermedad mental es, en realidad, luchar contra parte de lo que uno es. Por ello Laure se tiene que desdoblar en Lanor, distanciarla de sí para poder enfrentarse a ella, de la misma manera que la narradora, Delphine, lo hace de la propia Laure para contarnos esta parte de su historia.

Dan un poco de vértigo las coincidencias entre la vida de Delphine de Viran y la mía. Ambas nacimos el mismo año, 1966, y padecimos de anorexia nerviosa más o menos a la misma edad, de los 17 a los 19 años. Ambas, casi simultáneamente, nos rebelábamos y gozábamos de esa borrachera de poder y autocontrol que es la anorexia: la “ebriedad del ayuno” la llama ella en su novela. Ambas tocamos fondo y fuimos ingresadas. Ambas sobrevivimos y concebimos hijos en el mismo cuerpo que casi logramos un día hacer desaparecer. Tantas son las similitudes que resultaría fácil identificarse con Laure y protestar contra la infidelidad a mi recuerdo de la narración. Confundir, en suma, su escrito autobiográfico con una parte de mi biografía y juzgarlo crítica e injustamente. Pero, a pesar de todas esas vivencias compartidas que en su lectura casi me lo hacen olvidar, ésta no es mi historia, sino la suya, la de Delphine, Laure y Lanor. Aunque un poco también la de las demás compañeras de reclusión (en sentido literal y figurado): la de Fatia, Anaïs o Corinne. Quizás por eso, también la mía y la de todas aquellas con las que yo misma coincidí en hospitales y terapias. Tan parecidas todas; tan diferentes. Tan locas. Porque hasta las supervivientes, ese 50% que al parecer se recupera sin recidivas ni secuelas físicas permanentes al que pertenecemos Delphine y yo, seguimos acogiendo dentro de nosotras a nuestras respectivas “Lanores”, esas maestras del hambre que se niegan a claudicar, a rendirse a la cordura de la madurez.

Por todo esto me temo que no soy la mejor lectora para esta novela. En lugar de dejarme llevar por ella, de cumplir mi parte del pacto literario, interpongo a cada paso mis propios recuerdos, el relato que podría o quizá debería hacer yo. Entiendo demasiado bien lo que se me cuenta y, a pesar del aparente éxito de esta novela en Francia, tengo la sensación de que la narradora se distancia demasiado de sí, de Laure, y se contiene emocionalmente tanto que no sé si consigue transmitir también a quien no lo haya padecido en carne propia la euforia, por ejemplo, de los comienzos, en que la sensación de control y poder absolutos sobre una misma (su cuerpo, sus deseos, sus necesidades materiales) aún no se perciben como la adicción destructiva que resultan ser en realidad. Al principio, y durante un tiempo más o menos largo, se es un espíritu puro, una semidiosa que ha logrado escapar de toda vulnerabilidad, tanto la física (puedes forzar tu cuerpo hasta llevarlo al límite de su propia desaparición sin que ose defenderse ni sucumbir), como la psíquica (ese cuerpo sometido hace patente un dolor y una rebelión que acusa y asusta a los demás, los aleja y hace callar). Más allá de la persona que los demás pueden ver, de ese cuerpo completamente enajenado que los escandaliza y avergüenza, estás a salvo, inaccesible a tus enemigos: la familia, la escuela, esas otras chicas tan guapas, “desbordantes de salud y certezas”, que quizá una querría ser (querría, añadiría yo a lo dicho por la autora, si no supiera que es imposible, que ya nunca podrá, si es que lo pudo alguna vez, ser como ellas).

Lo siento, no soy capaz de ponerme en el lugar de esas personas, “desbordantes de salud y certezas”, y adivinar lo que entienden o piensan al leer un texto como el de Viran. Y como desconfío de su capacidad de comprensión, critico lo que quizá es, en realidad, un mérito de la novela: el celo por evitar decirlo todo y describir en sus cruentos detalles lo que no deja de ser una batalla feroz. Sí conozco de primera mano la reacción de alguna de esas jóvenes saludables. En un ingenuo arranque de sinceridad, una vez le confesé a una de ellas la infame razón, ésa que descubrí casi al final, de mi enfermedad. Apenas pudo disimular entonces el desprecio que sentía por mí, ese recién descubierto monstruo vengativo. Su rictus, de una mezcla de repulsión y superioridad moral, fue exactamente el mismo con el que ella, periodista novel, me habló en otra ocasión del pésimo estado al que un conocido cantante que acaba de entrevistar se había dejado llevar por su adicción a la heroína. Ambos éramos enfermos por voluntad propia, en mi caso incluso por pura maldad; indignos, por tanto, de una compasión que no sentíamos por aquellos a los que debíamos antes que a nadie amor y respeto. A saber si no tenía algo de razón, porque lo cierto es que el justo castigo no se hacía esperar mucho.

Tarde o temprano, al Ícaro incorpóreo en que la anoréxica pretende haberse convertido se le derriten las alas y cae. Es este momento el que elige Delphine de Viran para comenzar su historia, el de las treguas:
“Ha transigido por unos kilos, para conjurar el peligro, para poder aguantar, sobre todo para sobrevivir. Pero no ha renunciado. No quiere perder el control”; al fin y al cabo, “no quería morirse, sólo desaparecer. Esfumarse. Disolverse”.
Pero esta etapa es una ilusión que no suele durar mucho. Pronto la contradicción que esta mentira encierra estalla, y el relato pasa a ser el de la angustia de la indecisión:
“Le da miedo salir de eso y no salir. (…) Cuanto más engorda, más miedo le da haber caído en la trampa, no saber ya luchar. Pero ¿luchar contra qué?”).
A la indecisión sigue el grito aterrado de esa “loca” (Lanor) que hasta hace nada era omnipotente, era una misma, y ahora llora su derrota y la deslealtad de esa cobarde que consiente en su aniquilación a cambio de la paz con el mundo y la promesa de una vida:
“Lanor, la anoréxica, el esqueleto tambaleante colgado de sus faldones, que le susurra de nuevo al oído su repulsión y se alegra de sus vagabundeos. Lanor, que la abrasa por dentro. Escribe a trocitos ese grito infinito que ha permanecido mudo hasta entonces. Ese grito que ellos no han sabido oír. La vacuidad de su esqueleto al desnudo, todo eso para nada”.
En algunas, incapaces de superar este desafio, éste es el punto final. Otras, más afortunadas, luchan, tras el enfrentamiento, por la reconciliación:
“Laure estrecha a Lanor en sus brazos. Sabe hacerlo. Estrecha demasiado fuerte a ese monstruo interno que se niega a engordar, a ese monstruo ciego, a esa niña también, culpable de no querer crecer más”.
Foto: AFP

Ésta viene a ser la historia que nos narra Vigan. Para mí (no sé si también para ella –leedla, por favor, y contadme-), la de un fracaso inevitable, se consiga o no vencer (menuda ironía expresiva) la enfermedad. Bien porque se sucumba:
“Al parecer muere de ello un diez por ciento. Por descuido, tal vez. Sin darse cuenta. De soledad, seguramente”.
Bien porque se cronifique:
“Fatia sabe que volverá, lo que le cueste perder todos esos kilos que le han plantado en el cuerpo”.
O, por último y en el mejor de los casos, porque se haya pagado el precio de la salvación. Y es que, a pesar de las décadas transcurridas desde aquellos dos años delirantes, sigo sintiendo que sobreviví a costa de traicionarme; que fui, soy y seré siempre culpable, no sólo, como aquella confidente sin piedad pensaba, de la enfermedad, sino también de su superación:
“Quería hacerles daño, herirlos en lo más hondo, tal vez destruirlos. A su padre y a su madre. (…) No quería crecer, ¿acaso se puede crecer con tamañas heridas dentro de una? Quería colmar con el vacío aquella carencia que habían abierto en ella, hacerles pagar ese asco que sentía hacia sí misma, esa culpabilidad que seguía ligándola a ellos”. “Al haber engordado diez kilos, al haber aceptado que le metan un tubo en la nariz, tiene la sensación de haber traicionado una causa oscura e imperiosa”.
Adelgazar era la prueba objetiva, visible para todos, de un dolor que intentaba mitigar la droga del poder ayunar hasta la muerte si era preciso. También, a la vez, un grito y una victoria (pírrica, pero eso todavía no lo sospechabas siquiera). Engordar, por el contrario, suponía ceder a la gravedad de la tierra y volver al silencio, a la repugnante mentira del todo vuelve a estar bien cuando nunca nada ha estado bien.
“Si recobra una apariencia normal, se volverá translúcida, como un charquito de grasa derretida en el fondo de una sartén. Si se cura, se esfumará a los ojos de la gente, se perderá entre los demás. Ahogará en sí misma, tras una redondez tranquilizadora, ese ronco grito surgido de la infancia. Si se cura, pasará a ser una joven de formas imperceptibles, una adulta, oíd lo fea, lo brutal que es esa palabra”.
Éste es el temor, aunque quizá equivocado. A lo mejor la única forma de conservar esta infancia, con todo su dolor, sea precisamente esconderla y confundirse en la multitud anónima. Nadie puede ayudarla. Algunos amarán a esa niña a pesar de todo, pero la mayoría aumentará su dolor si se muestra, de modo que habrá que ocultarla y decirse, como Davy hacía en el mágico Llámalo sueño: “¡Ah! ¡Au! ¡No dejes que lo vean! ¡No dejes que lo sepan! ¡Au!”.

jueves, 4 de enero de 2018

Zapatos

Foto: Pixabay


Hace tiempo me propuse ir subiendo poco a poco a estos Diarios los textos que más me gustaban entre los que había publicado en La vida en su tinta, el otro blog con el que colaboré de forma regular hasta que decidí centrarme en éste, que siempre ha sido un proyecto más personal o, mejor dicho en vista de su pluripersonalidad, más desinteresado, libre y abierto. Aquí se dice lo que a cada cual le da la gana y el único requisito es el respeto mutuo y a la lengua castellana. Un acuerdo de mínimos con el que nos va bien. Me lo tomo con calma porque casi siempre tenemos algo nuevo que expresar cualquiera de nosotras, pero en fechas tan enloquecedoras viene muy bien contar con este colchón de posibles reposiciones.

Esta semana he hecho muchas cosas de provecho, pero ninguna ha sido escribir (o corregir un texto que tengo ahí pendiente). Me traje a mi suegra a cenar por Nochebuena y a mi madre a comer en Navidad sin contratiempos dignos de mención, aunque pasar tiempo con mi madre suele dejarme unos días en un estado de opresión sentimental en el que apenas puedo emitir palabra (oral o escrita) sin prorrumpir en el llanto más extemporáneo. También me decidí por fin a visitar la óptica y, en palabras de la simpática optometrista, cuando descubra cómo se ve el mundo con las gafas que me ha graduado, no querré quitármelas jamás. Me llenó de esperanza. Quién sabe si cambiará mi cada vez más schopenhaueriana Weltanschauung. De momento (mañana las recojo), sólo puedo aseguraros que la montura me da un aspecto de competencia y sabiduría con el que quién sabe si lograré engañar a los demás.

Entre todas estas cosas de provecho (hábilmente, y anticipándome a la imagen de mí misma que pronto daré con mis nuevas gafas, obvio mencionar todas los desastres que he provocado o en los que me he visto involucrada esta semana), leí un estupendo artículo de Manuel Vicent en El país sobre zapatos. Se titula Los zapatos de la muerte caminan solos y describe el efecto que causa la presencia de este género de objetos usados entre la práctica totalidad de los visitantes a la exposición sobre Auschwitz que se encuentra actualmente en Madrid. Por despistados y poco concernidos, afectivamente cuando menos, que parezcan por el tema de la muestra, la visión de la montaña de zapatos que dejaron tras de sí las víctimas es lo que más parece sobrecoger a casi todos. "Las personas que los calzaron murieron en la cámara de gas, pero esos zapatos siguen caminando por sí solos sin el muerto a lo largo de la historia para hacernos saber que en este mundo todos somos ya unos supervivientes". Así finaliza espléndidamente este artículo Vicent.

Mi texto sobre los zapatos, que reedito a continuación, nada tiene que ver con esta tragedia nunca lo suficientemente recordada ni bien entendida. Recogía sólo recuerdos infantiles relacionados con este complemento indumentario. Divertidos, unos; triviales, otros; triste, alguno. Pero es que los zapatos son lo que primero perdemos y dejamos atrás cuando nos invade el pánico y tratamos de huir. Solemos morir sin ellos, tanto si se trata de una plácida muerte en una cama como si es el fruto de una violencia accidental o premeditada. Son los que quedan atrás, esos objetos, testigos a la vez mudos y elocuentes de tantos momentos críticos, por los que ni siquiera los supervivientes vuelven la cabeza.

Algo tienen los zapatos. Algo que aterra, pero también es capaz de albergar esperanza y dulzura: las de la niña que juega a ser una mujer deslumbrante encaramada a los zapatos de tacón de su madre; la de los caramelos con que los Magos nos los llenan (llenaban) los 6 de enero. Felices y muy dulces Reyes.


Zapatos, zapatillas y pies. Recuerdos de infancia, III 

(Publicado originalmente el 26.5.2017 en La vida en su tinta).

 Por J. Teresa Padilla


Cuando era niña, en el parque de El Retiro, había un pequeño túnel levantado sobre un canalillo de agua nada profundo que desembocaba, creo recordar, en el estanque del Palacio de Cristal. Estaba diseñado para recorrerlo a pie, y con este fin se habían dispuesto a lo ancho unos tablones de poco más de un palmo, no completamente fijos ni inmóviles, entre los que se había dejado un espacio suficiente para que se colara, al menos, un pie infantil. Aquellos tablones se balanceaban ligeramente al pisarlos, y ni tan siquiera podías confiarlo todo a tu pericia, pues había más paseantes que, transitando en una u otra dirección, también los hacían moverse cuando menos te lo esperabas. Mis hermanos corrían sobre ellos pasándoselo en grande y acrecentando mi pánico, más que a introducir el pie en aquella miaja de agua, a la bronca de mi madre por haber mojado, y quién sabe si estropeado, los zapatos bonitos, los de los domingos.

Creemos que el tiempo es como el espacio, un continuo, pero quizá no haya dimensiones más diferentes entre sí que éstas. En realidad, ni siquiera lo creemos. Lo damos por supuesto, no lo hemos pensado ni sentido en serio. Por eso cuando leemos buenas novelas en que se narran vidas (y la vida es tiempo y nada más) jugando con los recuerdos y la quietud pétrea de los espacios, familiares o extraños, entramos en otra dimensión. La de los sueños y la ficción, es cierto, pero también la de una auténtica conciencia del tiempo que es nuestra propia existencia. Y entonces percibimos el pasado como lo que es, y no esa historia cronológicamente ordenada y llena de acontecimientos, unos recordados y otros olvidados, pero registrados en su lugar (una metáfora espacial, cómo no) y, en teoría, recuperables con la debida investigación y papeleo. El pasado no es un archivo. Es más bien un pasadizo oscuro en el que flotan, aquí y allá, esos tablones, más inestables que los de mi Retiro infantil, que son los recuerdos. Sin darte cuenta pisas uno de ellos, y parte de ti y de lo que viste o sentiste hace un millón de años te viene a la cabeza. Entonces puedes esforzarte por encontrar un hilo que lo vincule con otros momentos conservados en tu memoria y forme ese collar de perlas, más perfectas cuanto menos auténticas, que acaba en el presente y, no se sabe bien por qué, te gustaría que fuese tu pasado, tu vida. Puedes engañarte y convertir así tu existencia en una serie de nacaradas cuentas con unas coordenadas espacio-temporales claras, o puedes reconocer la brillantez de esas piedras de río sueltas y aisladas que encuentras mientras mantienes el equilibrio sobre tablones resbaladizos. Cuando comencé a escribir aquí mis recuerdos de infancia, opté por lo último: puede que no sea tan espectacular como un collar de perlas cultivadas, pero estas verdades dispersas, esos cantos pulidos anárquicos en su forma y color, siempre son, por mal que coticen en los mercados de piedras preciosas, más bellos. A mí me lo parecen. Y aunque nunca se escribe sólo para uno mismo, se escribe siempre también para uno mismo.

Empecé recordando a una niña de un curso superior al mío entrando en mi clase con unos zapatos escolares en la mano, y este recuerdo, nítido y doloroso, despertó el más amable de los paseos por el Retiro con los zapatos de los domingos; el de aquel túnel que me atraía tanto como repelía; el de la decepción en que sumía a mi madre mi supuesto maltrato a este complemento y su venganza: comprarme para el colegio una especie de “tanques” indestructibles que me hacían sentir como un militar de maniobras entre esas monadas de mocasines castellanos que lucían las demás. También el recuerdo de mi hermano en zapatillas de estar por casa cuando nos disponíamos a entrar en el taxi que nos llevaría a la parroquia donde hice la primera comunión; de las burlas de mis vecinos por no llevar las deportivas de marca conocida y respetable; de las rozaduras provocadas por aquellos zapatos baratos de “Los Guerrilleros”; de lo feos que me han parecido siempre los pies de hombre y los míos propios, con esos dedos largos que no quedan bien con ninguna sandalia; de la alegría de encontrar en la edad adulta a alguien que compartía conmigo ese miedo y horror por los pies desnudos. Ahora me arrepiento de no haberle enseñado nunca mis pies, a ver qué opinaba. Lo mismo estoy a tiempo, que no será difícil de localizar, pero quizá no se acuerde de aquello, del miedo que le daban los pies, y pocas cosas duelen como descubrir que lo que tú crees un recuerdo compartido no lo sea ya. Te sientes olvidada y sola, así que prefiero no contrastarlos nunca.

Todo este flujo de recuerdos ha terminado manando a partir de uno de esos cantos pulidos que te permiten un punto de apoyo desde el que adentrarte en el túnel del pasado: los zapatos de Sara. Sara era una niña nueva en el colegio, de pelo rizado y muy rubio, casi albino. Nos hicimos amigas. Ella era mi amiga. No tenía otra más cercana. Éramos pequeñas. ¿Siete u ocho años? Como mucho. Un día faltó a clase. A media mañana su hermana, varios años mayor pero igual de rubia y pálida que ella, entró en nuestra clase con todas sus cosas y se dirigió hacia la profesora para justificar la ausencia. Mi recuerdo, aquello de lo que en aquel momento no pude quitar los ojos, fueron los zapatos de Sara, que su hermana llevaba en la mano. ¿Dónde podía ir o estar alguien sin zapatos? Y descubrí el horror de la pérdida. No importó que la profesora explicara luego que había sufrido un atropello, pero que estaba bien. Ni la serenidad de su hermana, que corroboraba la levedad del accidente. Yo perdí a Sara ese día como si hubiera muerto porque una mañana no llegó ella a clase, sino sólo sus zapatos. La perdí para siempre. Estaba de paso. Supongo que para cuando se recuperó había cambiado de colegio. O puede que volviera durante un tiempo, hasta el fin de aquel curso, y yo, obsesionada con el descubrimiento de la hondura y rotundidad de la pérdida que me provocaron sus zapatos, fuera incapaz de verla como antes. Aún hoy he de reconocer que he olvidado su rostro, que sólo vislumbro a través del de su hermana, tan parecido al suyo.

Un recuerdo insignificante para todos excepto para mí. Tan vulgar como esos cantos pulidos que me gusta guardar y por los que jamás nadie pagaría. Pero determinante. Y es que no puedo ver un zapato sin dueño sin pensar en aquello, en el misterio terrible de la desaparición de quien lo calzó.