miércoles, 20 de diciembre de 2017

"Diegotown"

Foto: Beglib (Morguefile)

Por Esperanza Goiri

El título es un “palabro” que me he sacado de la manga para describir el “territorio” en que vive mi adolescente favorito. “Diegotown” está ocupado en su totalidad por un fortín lleno de troneras y torres que se comunica con el resto del mundo por un pesado e imponente puente levadizo. Lo rodea, como a todo castillo que se precie, un foso que su propietario se ha asegurado de poblar con temibles especies acuáticas para disuadir a los visitantes no deseados. Una tarde se me ocurrió meter un dedo en sus aguas y algo con dientes por poco me lo arranca de cuajo.

Normalmente el puente se encuentra izado. Pero de vez en cuando, sólo de vez en cuando, desciende con un metálico sonido y su entrada queda accesible. En esas ocasiones, antes de que vuelva a subir, me apresuro a cruzarlo con alegre trotecillo y el ánimo expectante, preparada para cualquier eventualidad. Lo habitual es que me toque dar largos paseos alrededor de la alcazaba, como quien no quiere la cosa, mientras finjo ejecutar las más diversas tareas, atenta a cualquier señal que pueda vislumbrar. Pendiente, sin atosigar, de los seres numerosos y bulliciosos que frecuentan el castillo y absorben en progresión imparable más y más tiempo de su morador. No estoy segura, no me hagáis mucho caso, porque en la distancia los sonidos se confunden con facilidad, pero creo haber oído alguna que otra risa femenina.

He aprendido a manejarme con soltura en el dialecto que se habla en “Diegotown”. Sé interpretar, casi en traducción simultánea, toda una gama de sonidos guturales y gruñidos que manifiestan aprobación, disgusto, hartazgo, indiferencia… Mi oído se ha adaptado a la vertiginosa rapidez con que se emiten ciertos mensajes en momentos de “subidón” y efervescencia. También puedo completar, con un porcentaje bastante elevado de aciertos, las frases inconexas e imprecisas que glosan ese peculiar idioma.

Foto: Warren Wong (Morguefile)

Hay días que suenan clarines y trompetas y me invitan formalmente a visitar el recinto. Aprovecho para intentar enterarme de qué se cuece en sus cocinas, pero sin traspasar los límites; no vaya a ser que no me vuelvan a recibir. Es inevitable que nos toque, de tanto en tanto, batirnos en duelo en el patio de armas. Nunca a muerte, como mucho a primera sangre. Después cada uno se retira a lamerse las heridas. Una ofrenda de paz, en forma de pizza margherita o tarta de limón, suele reanudar las relaciones diplomáticas.

Me consta que el señor de este singular castillo, aunque se oculte tras las almenas o a la sombra de algún torreón, observa con atención el poblado adyacente y a sus habitantes. Es decir, a mi costilla y una servidora. Le tranquiliza constatar (eso sí, antes de reconocerlo se sometería a cualquier tipo de tortura) que ahí está su campamento base para lo que haga falta. Como también sabe, y si lo ignoraba le quedará claro al leer estas líneas, que existe un ariete macizo y potente, listo para ser utilizado y tumbar la puerta de su fortaleza, sin contemplaciones, al menor indicio de alarma.

Llegará un día que el alcázar será abandonado y su dueño partirá en busca de nuevos horizontes. Se procurará que vaya bien pertrechado y se le dejará marchar. Es de esperar que quiera seguir frecuentando el campamento base.

Probablemente, en una de esas futuras estadías contemplará con cierta nostalgia los restos de esa ciudadela que un día le sirvió de refugio. Ese refugio que, como él, todos hemos ocupado en esa turbulenta etapa de la vida que luego añoramos, conscientes de que nunca regresará. Woodsworth  lo supo expresar magistralmente: "Aunque ya nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo".






No hay comentarios:

Publicar un comentario