jueves, 16 de noviembre de 2017

El cristal con que se mira



Por J. Teresa Padilla


No veo un pimiento. Así, de lejos, todavía me apaño sin gafas, aunque a mucha gente la reconozco ya más por sus andares que por su rostro. Pero de cerca, y por más que alargue el brazo, es imposible. En un alto porcentaje de ocasiones, la respuesta a las solicitudes filiales de ayuda, atención, socorro y similares es: “Espera que me ponga las gafas” o variaciones del tipo: “Sabes que sin gafas no veo nada” o “¿alguien ha visto mis gafas?

De momento tiro con unas de oferta, metálicas y horrorosamente similares a las que mis padres en tiempos remotos plantaron en mi cara adolescente (total, para nada, pues me las quitaba en cuanto cruzaba la puerta). Tiro, pero por simple pereza y tacañería. Hace año y medio se me cayeron mis bienamadas gafas de pasta y la montura se partió exactamente por la mitad. Avergonzada fui a la óptica donde cada quince días o así tenía que pedirles que me atornillaran alguna de las patillas. Explicación (tanto de la vergüenza como de que las gafas se cayeran): que no me cobren absolutamente nada por algo, el tornillito y los segundos de mano de obra en este caso, me resulta incómodo, me hace sentir en deuda y me crea mala conciencia si me planteo cambiar de óptica. Resumiendo: un chantaje emocional en toda regla. Era por ello que, a pesar de que se me hubiera caído una patilla, siguiera haciendo equilibrios con las gafas sobre la nariz, manteniéndome bien recta y estirando el cuello (lo que físicamente me favorecía mucho, la verdad), pero sin olvidar que no podía bajar la cabeza sin sujetarlas. Depilarse las piernas, cortarse las uñas de los pies, comprobar la etiqueta de la ropa en venta o el precio de cualquier otro producto que estuviera expuesto a menos de un metro sesenta del suelo se convirtieron en procesos complejos que a menudo acababan con las gafas en el suelo. Eran buenas, las jodidas: resistieron heroicamente a la ruptura hasta que, en una caída como tantas otras, la resistencia del material dijo basta.

Llevé el cuerpo moribundo a la mencionada óptica, no sin haber elucubrado antes con la posibilidad de volver a unir sus partes con un esparadrapo, opción que mi entorno unánimemente declaró cómica y vergonzosa, a la vez que se me advirtió de la negación por su parte de cualquier tipo de relación genética o social conmigo en el caso de que insistiera en llevar adelante semejante cutrez.

Como esperaba, las declararon siniestro total. Había que hacerse otras y, dado el tiempo pasado, revisar la graduación, la cual, para mayor desgracia, ya no podría ser, como hasta entonces, sólo para cerca. La amenaza económica de las progresivas agudizó mi ingenio y aduje que no era el momento para semejante revolución visual porque estaba con un tratamiento médico que podía afectar a mis ojos y modificar en breve cualquier estimación sobre su agudeza, de manera que tenía que apañarme con lo que fuera mientras no lo acabara y se comprobara el alcance de los efectos oftalmológicos secundarios. Eso es lo que dije, aunque lo que pensaba de verdad era que para lo que muy probablemente me quedaba en el convento no compensaba el gasto. Así que elegí una montura barata en la que cupieran mis antiguos cristales et voilá: tuve unas gafas presentables por 40 euritos. Al menos un mes. A partir de ese momento los tornillos empezaron a tomar holgura (¡otra vez!) y terminó saliéndose cada dos por tres el cristal izquierdo, ese que aparece ahora sujeto a su armazón con papel celo, el mismo que, aparte de desbordar con su grosor cualquier montura razonable, no sirve para nada porque supuestamente asiste a un ojo cerebralmente vago, o sea, con el que mi cerebro ya no sabe ver. Como me dijo una oftalmóloga, eres virtualmente tuerta. Exageraba, aunque lo cierto es que, salvo para no cerrar a la luz y las formas, aun difusas, la zona izquierda de mi campo visual y permitirme probablemente esquivar algún golpe proveniente de dicha zona (funcionalidad en absoluto desdeñable), mi ojo izquierdo no me sirve de gran cosa, lo que puedo comprobar cuando paseando en las tardes de verano se me mete algún bichito en el ojo bueno: el momento de pánico es notable.

Hace ya tiempo que dejé por su total ineficacia el tratamiento en cuestión, pero no me decidía a pedir cita con el oftalmólogo. Por hartazgo de médicos. Por miedo: la profesión médica ha pasado en un tiempo récord de no encontrarme nunca nada y recomendarme la visita al psiquiatra a sólo descubrirme trastornos espeluznantes. Y, cómo no, por tacañería: en el mejor de los casos no me libro de dar el sablazo a mis menguantes ahorros para sufragar las nuevas gafas.

Pero es que no puedo seguir así, viendo grosso modo lo que está lejos, decidiendo si saludar o no a esa persona que viene, decidida, en mi dirección. El espacio lejano pierde sus contornos, aunque lo grave es que el tiempo futuro también, y creo firmemente que se debe a esa falta de nitidez visual. Negaré haber dicho o escrito esto ante cualquier tribunal médico o judicial, porque, como se atreva alguien a volverme a derivar a un psiquiatra, no respondo de mis actos. Veo sin la definición de antaño lo lejano, y me invade el pesimismo ante un futuro tan oscuro e impredecible. Y lo cercano… Por la gracia de estos cristales reutilizados, mil veces arrastrados por mesas y suelos, imposibles de limpiar con firmeza sin sacarlos de sus goznes, todo lo que podría aún ver con detalle, lo que leo o escribo, esas minucias tan bellas que nos salvan cotidianamente de la desesperación (ese lunar en el cuello de un niño o los increíbles cambios de color del iris) aparecen veladas por estas lentes sobrexplotadas. De modo que, sí, cuesten lo que cuesten, y a falta de un poeta que vea por mí*, necesito otras gafas.




*Veré por ti

«Me desconozco», dices; mas mira, ten por cierto
que a conocerse empieza el hombre cuando clama
«me desconozco», y llora;
entonces a sus ojos el corazón abierto
descubre de su vida la verdadera trama;
entonces es su aurora.

No, nadie se conoce, hasta que no le toca
la luz de un alma hermana que de lo eterno llega
y el fondo le ilumina;
tus íntimos sentires florecen en mi boca,
tu vista está en mis ojos, mira por mí, mi ciega,
mira por mí y camina.

«Estoy ciega», me dices; apóyate en mi brazo
y alumbra con tus ojos nuestra escabrosa senda
perdida en lo futuro;
veré por ti, confía; tu vista es este lazo
que a ti me ató, mis ojos son para ti la prenda
de un caminar seguro.

¿Qué importa que los tuyos no vean el camino,
si dan luz a los míos y me lo alumbran todo
con su tranquila lumbre?
Apóyate en mis hombros, confíate al Destino,
veré por ti, mi ciega, te apartaré del lodo,
te llevaré a la cumbre.

Y allí, en la luz envuelta, se te abrirán los ojos,
verás cómo esta senda tras de nosotros lejos,
se pierde en lontananza
y en ella de esta vida los míseros despojos,
y abrírsenos radiante del cielo a los reflejos
lo que es hoy esperanza.

Miguel de Unamuno, "Incidentes afectivos" (1906).

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