miércoles, 29 de noviembre de 2017

Agustín


Foto: Pixabay

"Pero la vida es corta: viviendo, todo falta; muriendo, todo sobra" (Lope de Vega).


Por Esperanza Goiri

Hace unos días fue noticia el descubrimiento del cadáver momificado de un hombre en su domicilio. Habían pasado cuatro años desde el fallecimiento. En ese periodo de tiempo nadie se percató ni le echó de menos. Un ser invisible, excepto para las compañías del agua, la luz y el teléfono, que ya habían procedido a cortar sus respectivos suministros ante el impago de los correspondientes recibos. El banco también había tomado nota de que Agustín, así se llamaba el finado, no pagaba las letras de la hipoteca y no atendía a sus apremiantes requerimientos para subsanar tal descuido. Paradojas de la vida, gracias a la orden de desahucio cursada por la entidad bancaria fueron hallados sus restos mortales.

No es la primera vez y me temo, por desgracia, que tampoco la última, que se producen hechos como éste. Normalmente, suele tratarse de ancianos que viven solos, ya sin familiares ni amigos vivos. Los vecinos son los que dan la voz de alarma cuando el hedor empieza a resultar molesto y ya no se puede achacar, por ejemplo, a la del tercero, que siempre baja la basura a deshora. No, no estoy tratando de hacer humor negro. Es la cruel realidad.

Pero Agustín tenía solo 56 años, estaba prejubilado por enfermedad, separado y con una hija. Los vecinos alegaron que pensaban que había muerto en el hospital, ya que la última vez que lo vieron fue en la ambulancia que se lo llevó para ingresarlo.

Foto: Pixabay
No ha trascendido nada sobre su personalidad. Si su soledad era elegida o impuesta. Si era amable y cariñoso o un déspota intratable. En qué circunstancias pasó a ser un muerto en vida. Nunca sabremos cómo fueron sus últimas horas. Si estaba convencido de que alguien le echaría de menos y esperó infructuosamente esa ayuda o, por el contrario, fue consciente de que su final sería solitario y casi le resultó un alivio. No hay testigos.

El primer sorprendido de que su muerte pudiera ser noticia sería el propio Agustín, teniendo en cuenta que mientras estuvo vivo pasó desapercibido para todo el mundo. Cuatro años, pueden ser muchos o pocos, según se mire. Personalmente, se me hacen una eternidad si estamos hablando de no echar en falta a los que quiero. Incluso a los que ya no están los añoro todos los días.

Me gustaría pensar que el caso de Agustín es una singularidad desafortunada, una desgracia inusual. No lo digo, evidentemente, por la muerte en sí, que nos va a llegar a todos, sino por la terrible constatación de que a nadie le importe si vives o mueres.

Ignoramos cuándo y en qué circunstancias vamos a cruzar el umbral hacia el más allá. Nos gustaría que fuese de una manera plácida y rodeados de nuestros seres queridos. Eso sería lo ideal. Pero si no puede ser así, al menos que a nadie le falte en ese último momento un poco de calor humano, una mano que reconforte y acompañe. Agustín no la tuvo. Por eso le he dedicado estas líneas en un intento, infructuoso y a destiempo, de ayudarle a partir.


jueves, 23 de noviembre de 2017

Apariencias

Foto: AP

Por J. Teresa Padilla
 
El otro día un contacto mío de Facebook subía esta foto de las “chicas Manson”. Lo hacía con motivo de la muerte natural del propio Manson, a una edad en que lo lógico es morirse y en un lugar al que casi todos, como los elefantes a sus cementerios, solemos ir para morir. Creo que aprendí en Canetti que la muerte nunca, ni cuando alcanza a los peores, es motivo de celebración porque es ella, sin discusión, la mayor asesina, pero que eso no significaba tampoco que tuviéramos que lamentarlas todas o empatizar con cada una de sus víctimas. Menos aún si éstas han tenido una muerte más amable que la que se atrevieron a dar a otros.

Comentaba él, al hilo de la foto, lo terrorífico que resultaba, aparte del horror propio de sus crímenes, el hecho de que sus autoras tuvieran semejante aspecto. En la foto aparecen unas mujeres jóvenes, atractivas y sonrientes, que parecen a punto de darse las manos o de acabar de soltárselas, y a las que el uniforme carcelario sienta como un babi escolar. Sí, parecen alumnas de un colegio de monjas trotando hacia la capilla para cantar ante la imagen de la Virgen el “Venid y vamos todos con flores a María”. Tan ingenuas e infantiles que resultaba estremecedor imaginar a estos seres angelicales apuñalando hasta la muerte a inocentes. Lo comentaba el autor de la publicación y lo corroboraban prácticamente todos los demás hombres que dieron su opinión personal sobre el tema.

Muchos (no diré todos para no ofender a nadie), hombres y mujeres, nos dejamos llevar por las apariencias y juzgamos, mejor dicho, prejuzgamos a los demás, independientemente de su sexo, basándonos en ellas. Ni mucho menos son sólo los varones los que juzgan a las mujeres por su apariencia, pero puede que sí sean sólo ellos los que inevitablemente parecen dejarse engañar por las mismas. Y no por una diabólica astucia connatural a nuestro sexo (quien tenga ese poder, por Dios, que lo comparta). Se dejan engañar porque, aunque no lo puedan decir con claridad, ni siquiera a sí mismos, las reducen a su apariencia. Si no, no se explica que sabiendo lo que ya saben de ellas (que fueron unas asesinas despiadadas), todavía les parezcan ángeles de luz de los que quién en su sano juicio va a esperar maldad alguna. Porque eso somos: ángeles o demonios, vírgenes o putas, santas o pecadoras irredentas. Sin términos medios. Y según nuestras pintas.

Lo que en el caso de otros hombres no es más que una primera impresión que sin dificultad puede modificarse una vez se haya profundizado en su conocimiento, en el caso de las mujeres es un retrato casi definitivo. Un retrato no muy personal, eso sí: puro estereotipo. Un rostro femenino serio y poco agraciado, por ejemplo, da muy mala espina: no es bello, luego no es bueno ni de fiar. Por el contrario, un rostro masculino serio y poco agraciado puede ocultar a un gran filósofo (célebre era la fealdad de Sócrates y algo menos, pero evidente, la de Hegel, por ejemplo). Una mujer entrada en años con los pelos de punta y que saca la lengua a la cámara sólo puede ser una demente. El hombre, sin embargo, puede ser un genio de la física. O un loco también. Hasta un asesino. Casi cualquier cosa. La mujer lo más que llega a alcanzar es la categoría de excéntrica si, a pesar de comportarse como una loca, es brillante intelectual o artísticamente; pero genio, no. No me consta, al menos, semejante caso. Resumiendo la infraestructura ideológica del asunto: el ser de la mujer reside en su parecer mientras que, en el caso del hombre, es el parecer el que se debe a su ser. O dicho en román paladino: en el caso del varón es muy posible que las apariencias engañen; en el de la mujer, una excepción estadística.

Es por eso que las “chicas Manson”, aparte de un supuesto enigma terrorífico, sean únicamente las “chicas Manson”, mientras el ya difunto Manson, ese Rasputín psicodélico que al parecer no cogió un cuchillo ni se manchó de sangre, sea el Lucifer que lo desencadenó todo: el autor intelectual, la cabeza pensante (cualquiera lo diría cuando lo ve en los vídeos mover los ojos a lo Marujita Díaz). El hombre, vaya. Con nombre propio. Y no como “sus chicas”, que al parecer no lo merecen porque eran simples marionetas en su poder por más que fueran condenadas, muy justamente, como autoras responsables. La ley siempre nos ha reconocido esa responsabilidad que la sociedad y los medios de comunicación nos niegan más a menudo de lo que ellos creen. Hubo un tiempo en que las mujeres no podían votar, pero sí ser ejecutadas. Será que la ley, al menos la penal, siempre ha sido ciega y no entendía de apariencias. O eso dice.

Pero lo cierto es que todas tenemos un nombre propio y somos dueñas de nuestras vidas, en lo bueno y lo malo, como víctimas y como verdugos. Tan distintas entre nosotras e impredecibles como ellos. Quizá si todos los hombres tuvieran esto claro, se evitaría mucho dolor. De izquierda a derecha: Susan Atkins, Patricia Krenwinkle y Leslie von Houten. Así se llaman las asesinas de la foto (otro día habrá que recoger aquí los nombres de esas mujeres geniales que no se enseñan en las escuelas). ¿No lo parecen? Pero, ¿a quién se tienen que parecer? ¿A la bruja mala del cuento? Creced, chicos, creced.

jueves, 16 de noviembre de 2017

El cristal con que se mira



Por J. Teresa Padilla


No veo un pimiento. Así, de lejos, todavía me apaño sin gafas, aunque a mucha gente la reconozco ya más por sus andares que por su rostro. Pero de cerca, y por más que alargue el brazo, es imposible. En un alto porcentaje de ocasiones, la respuesta a las solicitudes filiales de ayuda, atención, socorro y similares es: “Espera que me ponga las gafas” o variaciones del tipo: “Sabes que sin gafas no veo nada” o “¿alguien ha visto mis gafas?

De momento tiro con unas de oferta, metálicas y horrorosamente similares a las que mis padres en tiempos remotos plantaron en mi cara adolescente (total, para nada, pues me las quitaba en cuanto cruzaba la puerta). Tiro, pero por simple pereza y tacañería. Hace año y medio se me cayeron mis bienamadas gafas de pasta y la montura se partió exactamente por la mitad. Avergonzada fui a la óptica donde cada quince días o así tenía que pedirles que me atornillaran alguna de las patillas. Explicación (tanto de la vergüenza como de que las gafas se cayeran): que no me cobren absolutamente nada por algo, el tornillito y los segundos de mano de obra en este caso, me resulta incómodo, me hace sentir en deuda y me crea mala conciencia si me planteo cambiar de óptica. Resumiendo: un chantaje emocional en toda regla. Era por ello que, a pesar de que se me hubiera caído una patilla, siguiera haciendo equilibrios con las gafas sobre la nariz, manteniéndome bien recta y estirando el cuello (lo que físicamente me favorecía mucho, la verdad), pero sin olvidar que no podía bajar la cabeza sin sujetarlas. Depilarse las piernas, cortarse las uñas de los pies, comprobar la etiqueta de la ropa en venta o el precio de cualquier otro producto que estuviera expuesto a menos de un metro sesenta del suelo se convirtieron en procesos complejos que a menudo acababan con las gafas en el suelo. Eran buenas, las jodidas: resistieron heroicamente a la ruptura hasta que, en una caída como tantas otras, la resistencia del material dijo basta.

Llevé el cuerpo moribundo a la mencionada óptica, no sin haber elucubrado antes con la posibilidad de volver a unir sus partes con un esparadrapo, opción que mi entorno unánimemente declaró cómica y vergonzosa, a la vez que se me advirtió de la negación por su parte de cualquier tipo de relación genética o social conmigo en el caso de que insistiera en llevar adelante semejante cutrez.

Como esperaba, las declararon siniestro total. Había que hacerse otras y, dado el tiempo pasado, revisar la graduación, la cual, para mayor desgracia, ya no podría ser, como hasta entonces, sólo para cerca. La amenaza económica de las progresivas agudizó mi ingenio y aduje que no era el momento para semejante revolución visual porque estaba con un tratamiento médico que podía afectar a mis ojos y modificar en breve cualquier estimación sobre su agudeza, de manera que tenía que apañarme con lo que fuera mientras no lo acabara y se comprobara el alcance de los efectos oftalmológicos secundarios. Eso es lo que dije, aunque lo que pensaba de verdad era que para lo que muy probablemente me quedaba en el convento no compensaba el gasto. Así que elegí una montura barata en la que cupieran mis antiguos cristales et voilá: tuve unas gafas presentables por 40 euritos. Al menos un mes. A partir de ese momento los tornillos empezaron a tomar holgura (¡otra vez!) y terminó saliéndose cada dos por tres el cristal izquierdo, ese que aparece ahora sujeto a su armazón con papel celo, el mismo que, aparte de desbordar con su grosor cualquier montura razonable, no sirve para nada porque supuestamente asiste a un ojo cerebralmente vago, o sea, con el que mi cerebro ya no sabe ver. Como me dijo una oftalmóloga, eres virtualmente tuerta. Exageraba, aunque lo cierto es que, salvo para no cerrar a la luz y las formas, aun difusas, la zona izquierda de mi campo visual y permitirme probablemente esquivar algún golpe proveniente de dicha zona (funcionalidad en absoluto desdeñable), mi ojo izquierdo no me sirve de gran cosa, lo que puedo comprobar cuando paseando en las tardes de verano se me mete algún bichito en el ojo bueno: el momento de pánico es notable.

Hace ya tiempo que dejé por su total ineficacia el tratamiento en cuestión, pero no me decidía a pedir cita con el oftalmólogo. Por hartazgo de médicos. Por miedo: la profesión médica ha pasado en un tiempo récord de no encontrarme nunca nada y recomendarme la visita al psiquiatra a sólo descubrirme trastornos espeluznantes. Y, cómo no, por tacañería: en el mejor de los casos no me libro de dar el sablazo a mis menguantes ahorros para sufragar las nuevas gafas.

Pero es que no puedo seguir así, viendo grosso modo lo que está lejos, decidiendo si saludar o no a esa persona que viene, decidida, en mi dirección. El espacio lejano pierde sus contornos, aunque lo grave es que el tiempo futuro también, y creo firmemente que se debe a esa falta de nitidez visual. Negaré haber dicho o escrito esto ante cualquier tribunal médico o judicial, porque, como se atreva alguien a volverme a derivar a un psiquiatra, no respondo de mis actos. Veo sin la definición de antaño lo lejano, y me invade el pesimismo ante un futuro tan oscuro e impredecible. Y lo cercano… Por la gracia de estos cristales reutilizados, mil veces arrastrados por mesas y suelos, imposibles de limpiar con firmeza sin sacarlos de sus goznes, todo lo que podría aún ver con detalle, lo que leo o escribo, esas minucias tan bellas que nos salvan cotidianamente de la desesperación (ese lunar en el cuello de un niño o los increíbles cambios de color del iris) aparecen veladas por estas lentes sobrexplotadas. De modo que, sí, cuesten lo que cuesten, y a falta de un poeta que vea por mí*, necesito otras gafas.




*Veré por ti

«Me desconozco», dices; mas mira, ten por cierto
que a conocerse empieza el hombre cuando clama
«me desconozco», y llora;
entonces a sus ojos el corazón abierto
descubre de su vida la verdadera trama;
entonces es su aurora.

No, nadie se conoce, hasta que no le toca
la luz de un alma hermana que de lo eterno llega
y el fondo le ilumina;
tus íntimos sentires florecen en mi boca,
tu vista está en mis ojos, mira por mí, mi ciega,
mira por mí y camina.

«Estoy ciega», me dices; apóyate en mi brazo
y alumbra con tus ojos nuestra escabrosa senda
perdida en lo futuro;
veré por ti, confía; tu vista es este lazo
que a ti me ató, mis ojos son para ti la prenda
de un caminar seguro.

¿Qué importa que los tuyos no vean el camino,
si dan luz a los míos y me lo alumbran todo
con su tranquila lumbre?
Apóyate en mis hombros, confíate al Destino,
veré por ti, mi ciega, te apartaré del lodo,
te llevaré a la cumbre.

Y allí, en la luz envuelta, se te abrirán los ojos,
verás cómo esta senda tras de nosotros lejos,
se pierde en lontananza
y en ella de esta vida los míseros despojos,
y abrírsenos radiante del cielo a los reflejos
lo que es hoy esperanza.

Miguel de Unamuno, "Incidentes afectivos" (1906).

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Lección de alemán

Lección de alemán. Siegfried Lenz.

Impedimenta: Madrid, 2016. 496 pp. 24,95 euros.


“Marginado por mi gente, cercado por los recuerdos, borracho de acontecimientos provenientes de mi lugar de origen, consciente de que el tiempo no cura nada, pero nada en absoluto, sé ya lo que tengo que hacer, y lo haré mañana temprano. ¿Fracasar por culpa de Rugbüll? Quizá pueda llamarse así”.

Por J. Teresa Padilla

Tras Lección de anatomía, le toca ahora al alemán: dos lecciones sobre la arrogancia de las ideologías que se creen poseedoras de todas las respuestas, sobre la ignorancia y la estrechez de miras. Nada que ver más allá de esto entre sí. Nada menos.

Lección de alemán es el resultado de un castigo. Nuestro narrador, un joven que llega a su mayoría de edad a mediados de los cincuenta en un reformatorio ubicado en una isla del río Esla, es confinado en su habitación-celda hasta que cumpla con la tarea que su profesor de alemán le ha impuesto y él no ha sido capaz de entregar “en tiempo y forma”: una redacción sobre “Las alegrías del deber”. Sin embargo, el castigo se convierte en un refugio y quién sabe si en la única esperanza de sanación. O puede que en una trampa, en una tarea imposible: la de lograr revivir el pasado, volver a ser aquel niño de diez u once años y animarle a buscar en su entorno las respuestas que necesita y no fue entonces capaz de encontrar o, sencillamente, olvidó.

Volver al pasado literalmente. Sumergirse en él. A pesar de que es un pozo lleno del fango del miedo y la miseria espiritual. Encarnarse de nuevo en el niño de once años y dejar que sea él quien nos cuente lo que pasó. Al fin y al cabo, de saberlo alguien, es él, el testigo infiltrado a cuya mirada nada escapa. Él, mejor que el más avezado crítico de arte, era capaz de ver en la realidad, en los jardines, a la mesa, en los camastros, a aquellos personajes misteriosos y mágicos de los lienzos de su vecino, el pintor Max Ludwig Nansen. Los veía porque reconocía en ellos a sus modelos, ésos que el artista trasladaba al cuadro para transformarlos, convertirlos en otra cosa o, más bien, destilar lo que encerraban en su interior, invisible más que oculto; lo que vivía en ellos, lo esencial.

A Siggi Jepsen (o Witt-Witt como le llama cariñosamente el pintor, personaje claramente inspirado en Emil Nolde, cuyo apellido real era Hansen) escribir sobre el deber le exige volver a principios de los años cuarenta y al puesto de policía de Rugbüll, donde se crió. Le obliga a acercarse a su padre, policía del puesto, y buscar en ese hombre silencioso y débil, a cuya vida únicamente daba sentido el sometimiento propio y ajeno a las órdenes, el cumplimiento de un deber dictado por otro, esas "alegrías" sobre las que su profesor de alemán le pide escribir. Para Siggi es vital identificarlas, pues es por ellas que su padre lo sacrificó todo: amigos, hijos... hasta a sí mismo, reducido a mero ejecutor de lo que debe ser hecho. Porque así está escrito en la orden. Sin preguntas. Resulta escalofriante y esclarecedor leer como el pequeño Jepsen se refiere casi siempre a su padre como el "jefe de policía de Rugbüll". Eso es, en el fondo, lo que de verdad es.

Máscaras. Naturaleza muerta, III. Emil Nolde (1911)
Atrapado entre el deber, convertido cada vez más claramente en obsesión destructora, del jefe de policía de Rugbüll y el también ineludible impulso creador del artista, que le fuerza a desafiar abiertamente la prohibición aun con lienzos invisibles, Siggi lucha por impedir la destrucción de lo que ama, de esa belleza de la verdad recreada con las formas y los colores, sobre todo los colores, por el pintor. Reconstruye, acapara y esconde. Contra la voluntad del pintor y, por supuesto, de su padre. Ambos están dispuestos a asumir las pérdidas. A aceptar que el deber, junto a las supuestas alegrías, tiene sus víctimas, de las que nadie habla. Siggi, no. Sabe que nada está a salvo, pero ¡hay tanto que merece salvarse! Los niños, esos Diógenes que no buscan apropiarse de lo que atesoran con avaricia, sino preservarlo del tiempo y de la caducidad que éste impone a todo lo que vive. Una crueldad, la del tiempo, que sienten con tan dolorosa nitidez que crecer, madurar, termina significando para algunos lo mismo que olvidarlo o someterse. Sólo para algunos. Para otros crecer supone exclusivamente aceptar el fracaso y rebelarse contra él, sin rendirse.
“Un día descubrirás que lo que hemos creado y conservado juntos no desaparece tan rápido del mundo. Nuestras huellas durarán más de lo que pensamos. (…) Para que algo permanezca uno debe perderlo de vista (…). Has de acostumbrarte a que a veces también se produzcan pérdidas, Witt-Witt. Tal vez sea mejor así… Uno no puede permanecer siempre de pie contemplando todo lo que tiene. Hay que volver al comienzo una y otra vez. Si lo hacemos así, siempre se esperarán nuevas cosas de nosotros. Nunca me he sentido satisfecho, Siggi. Y te aconsejo también a ti: si es posible, nunca te des por satisfecho”.
Tropensonne (1914). Emil Nolde
Lección de alemán es una obra narrada a dos manos por el Siggi de veinte años y el de diez. Un relato en el que se describe de una manera fascinante el mecanismo del recuerdo, que es el que conduce de un narrador al otro y permite al joven recluso recuperarse a sí mismo en el niño, abandonar trabajosamente un presente sombrío y deliberadamente ignorante para retornar a los orígenes de su desgracia y apurar toda la hez de aquel pasado al que resulta imposible dejar atrás.

Que siento una íntima predilección por la literatura que es capaz de devolvernos la mirada de la infancia, lo sabéis quienes me conocéis. Esta novela lo consigue y sólo por eso, por permitirme a mí también ver esos paisajes a orillas del mar del Norte, fríos, húmedos y ventosos, a través de los ojos del niño que nos los describe, tanto cuando los recorre como cuando los contempla en las pinceladas de Max Nansen, tengo que recomendarla con entusiasmo. A pesar de lo que a mí me han parecido explicaciones innecesarias conforme se acercaba el final (las transcripciones de la tesina que Mackenroth está escribiendo sobre Siggi y le da a leer, por ejemplo). A pesar de la decepción por que una edición tan cuidada por fuera como la de Impedimenta no haya puesto el mismo mimo en evitar las erratas.
“¿Sabes qué es mirar? Mirar es ampliar, acrecentar. Mirar es penetrar y expandir. O también inventar. Para parecerte a ti mismo, debes inventarte, una y otra vez, con cada mirada. Lo que se inventa se hace posible y real. (…) Ver no es sólo levantar acta. Uno debe estar preparado para la réplica. Te marchas y cuando regresas algo se ha transformado. (…) La forma debe oscilar, todo debe oscilar y dudar, la luz no es tan mansa… (…) Mirar es algo así como un trueque recíproco. Lo que surge de ahí supone una transformación recíproca. Atrapa el canal, atrapa el horizonte, el foso de agua, la espuela del caballero. Tan pronto como hayas conseguido captarlos y atraparlos, ellos te habrán atrapado también a ti. Os reconocéis mutuamente. Ver significa también salir al encuentro del otro, acortar una distancia. (…) Balthasar (…) insiste en que ver y mirar son también revelar y desenmascarar. Algo se descubre y se destapa de tal modo que a nadie en el mundo le pillará desprevenido. No sé… Tengo algo contra el juego de las revelaciones. Si le quitamos todas las capas a la cebolla, no queda nada. Te lo explicaré: uno empieza a ver cuando deja de jugar a ser el observador. Sólo así se inventa lo que se necesita o lo que se busca. Ese árbol, esa ola, esa playa”.
Pero Siggi ya lo sabe. Los juegos de los niños son siempre algo muy serio: no son meros entretenimientos, sino la puesta en marcha de una realidad alternativa. Y él nunca "juega a observar", es siempre el protagonista de su vida, el observador discreto y minucioso que encuentra los hilos con los que tejer la historia, el héroe enfrentado a la destrucción, la víctima de un mundo que es pura "brujería fantasmagórica".

La mirada del artista busca ser la del niño, no la del científico y su relato lineal que atraviesa los hechos con “la aguja de su ciencia” disecándolo todo, matándolo. Los niños ven donde los adultos no sabemos. No sabemos, porque simplemente lo hemos olvidado. Por ello, aprender a mirar es en gran parte recordar cómo mirábamos entonces, cuando veíamos todo por primera vez y lo recreábamos haciendo indistinguibles la realidad de la invención. No sé, pero puede que hubiera algo tan sencillo y emocional, una evidencia tan familiar como injustificable, detrás de la teoría platónica de la reminiscencia, y que el filósofo, lejos del científico, no sea sino la autoconciencia del artista (y del niño).
“Ya no tengo más que decir. Sólo me quedan preguntas que nadie me responde”.