lunes, 16 de octubre de 2017

Las reglas del juego

Foto: Roberto Villagraz / Interviú

Por J. Teresa Padilla


Debo a Esperanza una historia, y esa historia que le debo, se la voy a contar.

Todos tenemos un pasado; yo, también. Corría el año ochenta y tantos y medio mundo andaba cabreado con Felipe González. Por muchas y algunas hasta buenas razones que casi se han olvidado. En la universidad también protestábamos, en concreto por otra de esas leyes de reforma universitaria que, como todas las leyes de educación, y aunque parezca imposible, son siempre peores que aquellas que pretenden derogar. Igual que los que salimos de ella (la universidad, no la ley), que cada vez, por inverosímil que resulte, somos más ignorantes que los que nos precedieron pero más sabios que la mayoría de los que nos suceden. Hablo de las facultades de letras y admito muy meritorias excepciones a la regla, excepciones en las que no incluyo… ¡Para qué nombrarlos!

Hubo huelgas y manifestaciones, a las que se unió el Cojo Manteca, que en paz descanse, por puro amor al arte de destrozar con su muleta el mobiliario urbano, pues a él las LRU como que no le afectaban mucho, pero consiguiendo, eso no se le puede negar, una visibilidad (como se dice ahora) para la protesta que no hubiéramos soñado sin él. En una de estas “manis” andaba yo con algunos compañeros de facultad. A nadie se nos ocurrió llevar niños, perros o abuelas; así de siesos éramos entonces con la familia.


Foto: Interviú
Desde las terrazas había vecinos que nos jaleaban. Era emocionante, la verdad: te sentías en la vanguardia de una batalla importante. En un momento dado supusimos que la cabecera había llegado a destino porque la marcha dejó de avanzar. Cuando una multitud de este tipo se detiene, lo único que se puede hacer es dedicar toda esa energía ahorrada a gritar consignas. Lo que pasa es que ya llevábamos haciéndolo desde Moncloa y empezábamos a aburrirnos. Mis compañeros y yo, brillantes alumnos de filosofía, aunque inexpertos en esto de las revoluciones, ubicados hacia la mitad tirando al fondo de la masa humana e indecisos sobre si podía irse uno ya o había que esperar, nos pusimos a hacer lo que solíamos: discutir sobre la postmodernidad, que la mayoría de mis colegas abrazaba y a la que yo (ignorante, según ellos, de la muerte de la metafísica y sus consecuencias) me oponía ferozmente. Pero, claro, no todos en la manifestación eran de filosofía ni tan civilizados y razonantes como nosotros, así que recurrieron a la tradición y empezaron a insultar a la policía que siempre acompaña este tipo de actos. Esto nos dio al grupo un nuevo tema de conversación, que vino bien pues ya estaba cansada una de tanto Foucault, Deleuze y compañía. Mientras mis amigos postmodernos disfrutaban de lo lindo (coherencia contrarracional obliga) y andaba yo intentando defender, citando la Critica de la razón práctica en mi apoyo, que insultar a los uniformados, los cuales no estaban haciendo otra cosa que su trabajo, no era correcto porque a ver qué tenían ellos que ver con el motivo de la protesta, se declaró, tácita pero enérgicamente, el fin de la manifestación. A saber qué estarían haciendo el Manteca y toda su corte en la cabecera, pero ya no se iba a avanzar más, con las ganas que teníamos nosotros de llegar al Ministerio de Educación.

Nadie lo anunció por megafonía ni nada parecido, pero sucedió aquello para lo que los insultadores (mis compañeros y yo, no tanto) se habían estado preparando: la policía cargó para disolverla y ésa fue la señal para salir por patas en cualquier otra dirección que no fuera por donde ellos vinieran. Se ve que el nacionalismo no lo tiene claro, pero es de primero de EGB: si la policía se dirige hacia ti, corriendo o no, porra alzada en mano, no es momento ni de charlas filosóficas, ni de levantar las manos con el DNI entre los dientes, ni de coplas o claveles. Es momento de correr. Hasta mis colegas y yo, concentrados casi siempre en el excelso mundo de las Ideas, lo tuvimos claro y nos dispersamos en diferentes direcciones. Yo de la mano de una compañera que había expresado su miedo poco antes y elegido mi “protección” en lugar de la de algún varón barbado del grupo. A ver, yo tampoco lo habría hecho: por principios (igualdad entre varones y mujeres) y porque los conocía y eran unos capullos nada fiables. Ella tenía, además, otras motivaciones (hasta la pánfila que era y sigo siendo lo sabía), pero le prometí no dejarla sola y soy una mujer de palabra, no como esos postmodernos de pacotilla a los que, sin embargo, recuerdo con aprecio. Así que salí corriendo con el lastre de aquella muchacha nerviosa y de piernas más cortas que yo hasta que topamos con un callejón sin salida. En concreto, como otros delante y detrás de nosotras, con un quiosco de prensa. El policía que nos perseguía repartió unos porrazos por aquí y por allá de los cuales me llevé la mayor parte porque era de las más altas y la presión no me permitía agacharme. Una vez decidió que nos había convencido de que iba en serio y había dejado claro el mensaje de dispersión, nos dejó salir de la ratonera y seguir huyendo, en nuestro caso hacia el metro.

Dejé a salvo a mi compañera en su línea (lo de ser el “caballero” de la relación es cansado) y me fui a casa. No fue hasta llegar a ella que me di cuenta de que tenía empapado de sangre el pañuelo que llevaba al cuello. Una vez localizada la herida en la zona occipital de la cabeza, mi padre concluyó lo evidente, que necesitaba puntos. Y para allá que fuimos los dos, a nuestro hospital de referencia. Aburridos teníamos a los médicos de urgencias, saturados por tanto universitario antisistema, aunque no sólo. Allí, en la correspondiente sala de espera del Gregorio Marañón, estábamos sentados, unos junto a otros, todos los necesitados de antitetánicas y suturas: otros manifestantes como yo, pero también varios policías, todos disimulando, como si no nos conociésemos de nada, evitando cómicamente que nuestras miradas se cruzaran. Sabíamos que la vida es puro teatro (representación y nada más que representación –me susurra en la oreja Schopenhauer-) y qué papeles habíamos desempeñado en la función. Pero también que había acabado. Fuera un juego o un episodio de la vida real (¡no!, ¡un sueño, un sueño!, me chiva ahora Calderón) tenía sus reglas. Reglas que a menudo obedecemos como marionetas, pero que, independientemente de nuestra inconsciencia juvenil, debemos aceptar si queremos que nos respeten como adultos, porque siempre son los individuos (yo, mis colegas, aquella niña enamorada, el Cojo Manteca…), los que dan o no el paso para participar en la farsa y deciden lo que hacer en ella. La vida no es justa, y a veces pagan justos por pecadores (pero, bueno, esto ya es de primero de párvulos). Marionetas, puede; libres, también. Y por eso, porque fui y soy libre, ni era una víctima inocente ni a mi lado se sentaba en el hospital un represor. Las verdaderas tragedias, y sus verdugos y víctimas reales, estaban, y están, en otros escenarios, en otros sueños: pesadillas, mejor dicho, de indefensión y esclavitud. ¿Hacen falta ejemplos?

Foto: Agencia AP (Somalia, ayer)

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