lunes, 30 de octubre de 2017

Sonata de otoño


 Imagen de Petrard (Unsplash)

Por Esperanza Goiri

Todos los que me conocen saben que el verano no es mi estación favorita. Por eso, cuando arranco del calendario la hoja del mes de agosto, empiezo a ver la luz al final del túnel. Pero el ansiado otoño, como un amante esquivo, se ha hecho esperar. Mandaba alguna tibia señal, en forma de leve lluvia o de ligera brisa, para desaparecer sin dar más noticias. Mientras tanto yo, fiel a su recuerdo a pesar de sus desaires, me contentaba en recorrer con ojos “golosones” las bolsas y fundas que guardan los gorros, jerseys, bufandas y otras prendas de abrigo. Miraba con nostalgia en la despensa las legumbres, el cacao y las botellas de Rioja haciéndome guiños de complicidad. Ignoraba en el súper, por puro aburrimiento, los melones, sandías y demás frutos del estío.

Al acostarme,cual remilgada señorita del ayer que añora a su amor destinado en ultramar, me reconfortaba pensar que tal vez a la mañana siguiente volvería a ver a mi querido otoño. Al igual que en los folletines baratos, se ha hecho esperar, pero hay final feliz. Sí, nos disponemos a disfrutar juntos de los próximos meses.

Un fruto otoñal: la castaña

Ha sido llegar él y me he esponjado como una novia orgullosa. Me recreo pensando en los largos paseos que voy a dar con Vito entre hojas crujientes y doradas. No veo el momento de resguardarme debajo de la manta del sofá acompañada de un libro. Experimentar, por la noche, la inigualable sensación de bienestar que se siente en la calidez de la cama al oír en la ventana el repiqueteo de la lluvia. Recibir, feliz, todos los abrazos que me quieran dar, sin pensar: ¡Qué agobio, qué calor! Respirar con deleite el olor de las castañas y los boniatos asados de los puestos callejeros. Meter la cuchara en platos sabrosos y humeantes. Perderme en los mil y un matices del gris del cielo. Podría rellenar varios folios más con las excelencias de la temporada, pero no os quiero aburrir.

Es verdad que este otoño se presenta caldeado, meteorológica y metafóricamente, que el mundo está patas arriba, como dice mi amiga Netucha,  y el futuro se vislumbra incierto (esto último, lo afirmo yo). Sin embargo, esta mañana de finales de octubre, sentada con una aromática taza de té en mi mano y Vito dormitando en mi regazo, mientras echo un ojo al puchero con el primer cocido de la temporada, llamarme frívola o insensata pero me permito proclamar con solemnidad: “De mi cocina, al cielo”.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Preguntas en la noche

Por Marisa Díez


Cada noche, antes de acostarse, dedica unos minutos a contemplar desde su ventana ese cielo vacío de estrellas que cubre Madrid. Acostumbra a realizar así una especie de balance de cada jornada, intentando dejar la mente en blanco para no pensar que, de forma habitual, sus días transcurren sin un ápice de emoción y con bastantes dosis de rutina. Tampoco es que se sienta en este punto demasiado diferente al resto de los mortales que pululan a su alrededor, cada uno sobrellevando como puede sus peculiares e intransferibles historias. Después se esfuerza en buscar la estrella que brilla sobre las demás, la misma que unas noches se empeña en esconderse y otras, inexplicablemente, luce con un destello especial. Y entonces supone que tras de ella se esconden personas diferentes con las que conversa, según y cómo le haya ido el día, más o menos resignada, más o menos satisfecha, más o menos feliz. Le gusta pensar que le escuchan aquellos que ya no están y desde ese hipotético lugar donde se encuentran le ofrecen las respuestas que a ella siempre se le escapan. Sí, piensa en los que se han marchado pero también en los que están lejos y a los que no puede tocar ni abrazar. Cada vez necesita más abrazos y menos palabras huecas. En un abrazo, suele pensar, lo intuyes todo. Nadie te puede engañar con un abrazo sincero. Y te da tanta fuerza o, por el contrario, te proporciona tal desazón…

A menudo divaga pensando si en algún momento la vida le regalará un giro sorprendente, inesperado, para sacarla de ese agujero en el que se encuentra perdida. Ha escuchado historias, conoce casos concretos y puede asegurar que a veces ocurre. Un día te levantas y ya nada es igual que ayer. Y sin embargo, cuando tuvo la extraña sensación de que algo estaba a punto de estallar, se encogió y sintió miedo. Un miedo irracional a lo desconocido que no está segura de saber enfrentar. Como si el mundo fuera a desaparecer bajo sus pies y después no quedara nada más que un inmenso vacío. Se vio perdida, caminando de un sitio a otro sin llegar a ningún lugar concreto. No podría asegurar si fue un sueño o si realmente una especie de cataclismo estaba a punto de poner patas arriba los cimientos en los que sustentaba su existencia. Se vio sola, alejada de sus seres más queridos, abandonada a su suerte y enfrentada a un mundo que le resultaba hostil y desconocido. No estaba segura de estar soñando cuando descubrió que debía empezar de cero e inventarse una nueva vida en la que no cabían todas las personas que habían sido indispensables para ella hasta ese momento. Tuvo ganas de gritar pero sólo acertó a permanecer callada. Ningún sonido salió de su garganta y sólo cuando la angustia estaba a punto de ahogarla, despertó.

Se levantó inquieta. No recordaba el momento en el que se había ido a la cama. Hubiera jurado que seguía contemplando esa estrella que brilla sobre las demás. La noche anterior había sido especialmente despejada en Madrid y la conversación resultó más larga de lo habitual. Pero, como casi siempre, no había encontrado respuestas. Desde el mundo en el que están instalados aquellos con los que habla, las cosas no se ven de la misma manera. Lo difícil se vuelve sencillo o, al contrario, todo lo que a priori parece imposible, se llega a convertir en realidad. Cuando esa mañana abrió los ojos, lo que vio a su alrededor le resultó extraño. Se descubrió de repente instalada en una vida que no le pertenecía. Su pequeño castillo de naipes se estaba desmoronando al retirar la última carta que lo mantenía en pie. Desde aquel día anda buscando la salida y se afana en descubrir el momento exacto en el que sintió esa especie de chasquido que tiró por tierra su frágil equilibrio.

La luna llena tiñó de una luz blanquecina el turbio firmamento de Madrid y esa noche le fue imposible divisar su estrella más brillante. Quizá mañana tenga más suerte, se dijo como para sí misma, mientras le rondaba por la cabeza una de esas frases del maestro Benedetti que había leído en su ordenador aquella misma mañana: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas”.



lunes, 16 de octubre de 2017

Las reglas del juego

Foto: Roberto Villagraz / Interviú

Por J. Teresa Padilla


Debo a Esperanza una historia, y esa historia que le debo, se la voy a contar.

Todos tenemos un pasado; yo, también. Corría el año ochenta y tantos y medio mundo andaba cabreado con Felipe González. Por muchas y algunas hasta buenas razones que casi se han olvidado. En la universidad también protestábamos, en concreto por otra de esas leyes de reforma universitaria que, como todas las leyes de educación, y aunque parezca imposible, son siempre peores que aquellas que pretenden derogar. Igual que los que salimos de ella (la universidad, no la ley), que cada vez, por inverosímil que resulte, somos más ignorantes que los que nos precedieron pero más sabios que la mayoría de los que nos suceden. Hablo de las facultades de letras y admito muy meritorias excepciones a la regla, excepciones en las que no incluyo… ¡Para qué nombrarlos!

Hubo huelgas y manifestaciones, a las que se unió el Cojo Manteca, que en paz descanse, por puro amor al arte de destrozar con su muleta el mobiliario urbano, pues a él las LRU como que no le afectaban mucho, pero consiguiendo, eso no se le puede negar, una visibilidad (como se dice ahora) para la protesta que no hubiéramos soñado sin él. En una de estas “manis” andaba yo con algunos compañeros de facultad. A nadie se nos ocurrió llevar niños, perros o abuelas; así de siesos éramos entonces con la familia.


Foto: Interviú
Desde las terrazas había vecinos que nos jaleaban. Era emocionante, la verdad: te sentías en la vanguardia de una batalla importante. En un momento dado supusimos que la cabecera había llegado a destino porque la marcha dejó de avanzar. Cuando una multitud de este tipo se detiene, lo único que se puede hacer es dedicar toda esa energía ahorrada a gritar consignas. Lo que pasa es que ya llevábamos haciéndolo desde Moncloa y empezábamos a aburrirnos. Mis compañeros y yo, brillantes alumnos de filosofía, aunque inexpertos en esto de las revoluciones, ubicados hacia la mitad tirando al fondo de la masa humana e indecisos sobre si podía irse uno ya o había que esperar, nos pusimos a hacer lo que solíamos: discutir sobre la postmodernidad, que la mayoría de mis colegas abrazaba y a la que yo (ignorante, según ellos, de la muerte de la metafísica y sus consecuencias) me oponía ferozmente. Pero, claro, no todos en la manifestación eran de filosofía ni tan civilizados y razonantes como nosotros, así que recurrieron a la tradición y empezaron a insultar a la policía que siempre acompaña este tipo de actos. Esto nos dio al grupo un nuevo tema de conversación, que vino bien pues ya estaba cansada una de tanto Foucault, Deleuze y compañía. Mientras mis amigos postmodernos disfrutaban de lo lindo (coherencia contrarracional obliga) y andaba yo intentando defender, citando la Critica de la razón práctica en mi apoyo, que insultar a los uniformados, los cuales no estaban haciendo otra cosa que su trabajo, no era correcto porque a ver qué tenían ellos que ver con el motivo de la protesta, se declaró, tácita pero enérgicamente, el fin de la manifestación. A saber qué estarían haciendo el Manteca y toda su corte en la cabecera, pero ya no se iba a avanzar más, con las ganas que teníamos nosotros de llegar al Ministerio de Educación.

Nadie lo anunció por megafonía ni nada parecido, pero sucedió aquello para lo que los insultadores (mis compañeros y yo, no tanto) se habían estado preparando: la policía cargó para disolverla y ésa fue la señal para salir por patas en cualquier otra dirección que no fuera por donde ellos vinieran. Se ve que el nacionalismo no lo tiene claro, pero es de primero de EGB: si la policía se dirige hacia ti, corriendo o no, porra alzada en mano, no es momento ni de charlas filosóficas, ni de levantar las manos con el DNI entre los dientes, ni de coplas o claveles. Es momento de correr. Hasta mis colegas y yo, concentrados casi siempre en el excelso mundo de las Ideas, lo tuvimos claro y nos dispersamos en diferentes direcciones. Yo de la mano de una compañera que había expresado su miedo poco antes y elegido mi “protección” en lugar de la de algún varón barbado del grupo. A ver, yo tampoco lo habría hecho: por principios (igualdad entre varones y mujeres) y porque los conocía y eran unos capullos nada fiables. Ella tenía, además, otras motivaciones (hasta la pánfila que era y sigo siendo lo sabía), pero le prometí no dejarla sola y soy una mujer de palabra, no como esos postmodernos de pacotilla a los que, sin embargo, recuerdo con aprecio. Así que salí corriendo con el lastre de aquella muchacha nerviosa y de piernas más cortas que yo hasta que topamos con un callejón sin salida. En concreto, como otros delante y detrás de nosotras, con un quiosco de prensa. El policía que nos perseguía repartió unos porrazos por aquí y por allá de los cuales me llevé la mayor parte porque era de las más altas y la presión no me permitía agacharme. Una vez decidió que nos había convencido de que iba en serio y había dejado claro el mensaje de dispersión, nos dejó salir de la ratonera y seguir huyendo, en nuestro caso hacia el metro.

Dejé a salvo a mi compañera en su línea (lo de ser el “caballero” de la relación es cansado) y me fui a casa. No fue hasta llegar a ella que me di cuenta de que tenía empapado de sangre el pañuelo que llevaba al cuello. Una vez localizada la herida en la zona occipital de la cabeza, mi padre concluyó lo evidente, que necesitaba puntos. Y para allá que fuimos los dos, a nuestro hospital de referencia. Aburridos teníamos a los médicos de urgencias, saturados por tanto universitario antisistema, aunque no sólo. Allí, en la correspondiente sala de espera del Gregorio Marañón, estábamos sentados, unos junto a otros, todos los necesitados de antitetánicas y suturas: otros manifestantes como yo, pero también varios policías, todos disimulando, como si no nos conociésemos de nada, evitando cómicamente que nuestras miradas se cruzaran. Sabíamos que la vida es puro teatro (representación y nada más que representación –me susurra en la oreja Schopenhauer-) y qué papeles habíamos desempeñado en la función. Pero también que había acabado. Fuera un juego o un episodio de la vida real (¡no!, ¡un sueño, un sueño!, me chiva ahora Calderón) tenía sus reglas. Reglas que a menudo obedecemos como marionetas, pero que, independientemente de nuestra inconsciencia juvenil, debemos aceptar si queremos que nos respeten como adultos, porque siempre son los individuos (yo, mis colegas, aquella niña enamorada, el Cojo Manteca…), los que dan o no el paso para participar en la farsa y deciden lo que hacer en ella. La vida no es justa, y a veces pagan justos por pecadores (pero, bueno, esto ya es de primero de párvulos). Marionetas, puede; libres, también. Y por eso, porque fui y soy libre, ni era una víctima inocente ni a mi lado se sentaba en el hospital un represor. Las verdaderas tragedias, y sus verdugos y víctimas reales, estaban, y están, en otros escenarios, en otros sueños: pesadillas, mejor dicho, de indefensión y esclavitud. ¿Hacen falta ejemplos?

Foto: Agencia AP (Somalia, ayer)

jueves, 5 de octubre de 2017

Fuera

Dulle Griet (La loca Meg). P. Brueghel el Viejo (1562)

Por J. Teresa Padilla

“Jamás me lo habría imaginado, cuando en 1966 apareció la primera edición de mi libro y sólo tenía como adversarios a aquellos que son mis enemigos naturales: los nazis viejos y nuevos, los irracionalistas y los fascistas, la ralea reaccionaria que en 1939 había conducido al mundo a la muerte. Que hoy [1976] tenga que enfrentarme a mis amigos naturales, a las muchachas y muchachos de izquierda, es un hecho que supera la ya gastada “dialéctica”. Es una de aquellas pésimas farsas de la historia universal que nos hacen dudar y en última instancia desesperar del sentido de los acontecimientos históricos. Las viejas bestias procedentes del cubil de la inextirpable reacción convierten a Speer en un autor de bestseller, los jóvenes exaltados hacen caso omiso del acervo que desde los enciclopedistas pasando por los economistas ingleses hasta los intelectuales de izquierda alemanes de la época de entreguerra han puesto a su disposición como herencia ilustrada.
Ilustración. He ahí nuestro santo y seña” (Jean Améry. Más allá de la culpa y la expiación. Pre-Textos, p. 45).

Desde el domingo no veo las noticias. Más concretamente desde que oí a mujeres aparentemente adultas y razonables describir la exaltación que sentían al hacer cola para meter un papel en un tupper por el gusto de meterlo, porque no había más que un resultado posible y ya había sido anunciado. Aguantándose las lágrimas referían que ése era “el momento más emocionante de sus vidas” (ni bodas, ni partos, ni polvos, ni nada). Luego, éste sin aguantarse las lágrimas, una figura de enorme ascendiente intelectual (un futbolista) habló confusamente (o eso me pareció a mí, nada dispuesta a atenderle) de las víctimas de la represión, que no eran los muertos de Las Vegas, ni los más cercanos de las Ramblas, sino los heridos en aquella jornada heroica por defender los tuppers y el derecho de la gente (de su gente más bien, porque los madrileños, por ejemplo, no estábamos invitados aunque alguno se colara con increíble éxito) a llenarlos de papeles (y tantas veces como quisieran). Héroes que se llevaban al niño en hombros y hasta al perro de paseo a una concentración no autorizada porque en qué cabeza cabe privar a niños (y perros) de presenciar semejante hito histórico y menos aún que la policía reparta porrazos en tales ocasiones. El llanto se desbordó cuando confesó su necesidad de sentirse querido para seguir amando, como ha amado siempre, a la selección del país que le roba y reprime tan salvajemente. No sé si Dios, pero está claro que la Razón nos ha abandonado. O eso o yo la he perdido, pero alguien ha enloquecido aquí.

No quiero pensar cómo acabará esto. Leo con pena a muchos que, a diferencia de mí, sufren directamente esta sinrazón día tras día y llevan años intentando argumentar frente a sentimientos tan exacerbados como contradictorios. Me entristece la evidencia de que no parece haber salida, como en tantas otras cosas de la vida, y que la barbarie del nacionalismo se impondrá sobre tantas razones que a nadie importan porque son incapaces de enardecer a las masas aparentemente hastiadas de la vida que llevan y necesitadas de “acontecimientos” que hagan latir sus enfermos corazones de emoción.

Casi escribo hoy una broma sobre mi oscuro pasado de víctima de la represión policial, para no parecer tan “facha” y, sobre todo, con el fin de que mi experiencia sirviera para que nunca más a esta u otra pobre gente le pillara desprevenida la porra de un antidisturbios mientras alcanzaba el éxtasis en una concentración de personas ilegal e incluso, llegados a un punto, hasta legal. Pero no tengo ganas de contar la absurda historia de cómo terminé con una brecha en la cabeza causada por una porra junto a un policía, a la espera, como yo, de sutura, en la sala de urgencias del Gregorio Marañón. Aunque quizá debería, porque nadie va a quedar indemne.

Ya lo contaré otro día. Cuando esto pase, que pasará, como todo. Si es que pasa sin llevarnos por delante, claro está. En prevención de esta posibilidad, haré una de las cosas que mejor se me dan: me esconderé en este rincón del mundo en que todavía me siento segura, rodeada de los libros que nunca alcanzaré a leer y de las personas que nunca me cansaré de mirar, porque no sé cómo enfrentarme a esta irracionalidad e injusticia sin convertirme en algo tan infame como lo que denuncio. Y eso, no.

Llevo tiempo pensando cada mañana qué pasaría si, como Juan Carlos Onetti, decidiera un día no levantarme más de la cama. Es la forma de rebelión que se me ocurre. A lo mejor deberíamos hacerlo todos, un solo día. Rebelarnos contra el mundo, contra las masas uniformes, las palabras vacías, las mentiras. Lo que nos callamos por educación, por comodidad, por miedo. Quedarnos a solas, medio desnudos, dormitando, mirando el techo, leyendo algo, levantándonos sólo para mear o picar algo. Y mientras, fuera, los necios seguirían gritando e insultando, ensuciando todo a su paso, ganando batallas. Pero fuera. La clave es que se queden fuera, hablando solos, como los orates que son.

"Aún queda espacio
para un poema.
Aún es el poema
espacio
donde una puede respirar".
("Raum II". Noch ist Raum (1976). Rose Ausländer).