jueves, 28 de septiembre de 2017

El grito silencioso

El grito (versión de 1895). E. Munch




"Hay del alma en el fondo oscura sima
y en ella hay un fatídico recodo
que es nefando franquear; allá en la cima
brilla el sol que hace polvo al sucio lodo;
alza los ojos y tu pecho anima;
conócete, mortal, mas no del todo" (Soneto XI -fragmento-, Rosario de sonetos líricos. Miguel de Unamuno).

Por J. Teresa Padilla


Sufrir es inevitable. Pero el dolor se puede padecer con dignidad o sin ella. Así me lo enseñaron en la escuela. Como morir: también se diferencia la muerte digna de la no digna e incluso se hacen leyes en algunos lugares en que se establecen sus requisitos y procedimientos. Aunque en la escuela no me lo enseñaran así, con morir dignamente casi todos nos referimos hoy a morir sin dolor: sin el dolor de la agonía o sin el dolor de la vida. Pero ¿qué hay de indigno en el dolor, sea el que precede a la muerte o el que puede condenar en vida, que se contagia a esta muerte o esta vida y justifica que cada vez más se considere un derecho fundamental (que la sociedad, por tanto, ha de salvaguardar) el referente a una muerte indolora y rápida, o sea, digna. El derecho sería en realidad a una vida digna (léase sin dolor), pero las leyes y la sociedad sólo puede satisfacer este derecho precisamente permitiendo y facilitando la muerte. Menuda ironía, ¿no?

Todo esto me vino a la cabeza cuando no hace mucho leí en el periódico una noticia sobre la ley de eutanasia en Holanda. Había algo en ella que me resultaba frío y cruel. Tan estremecedor como el recuerdo infantil de aquellas lecciones escolares. Las “superestructuras ideológicas”, como las llamaría el marxismo, tanto de la ley holandesa como de lo que se me enseñó en aquel horrible colegio que secuestró gran parte de mi infancia son del todo opuestas, pero coinciden en algo, algo que fue capaz de estremecerme entonces y ahora. Algo que ambas coinciden en considerar obsceno, indigno, indeseable. Si escribo hoy es para intentar vislumbrar esa realidad silenciada.

El colegio concertado en el que mis padres se enorgullecían de haber conseguido inscribirme, poniéndome así a salvo de los supuestos golfos de la pública (mis vecinitos, por otro lado) y de sus toscos maestros, era un centro dirigido, como era habitual entonces, por una organización religiosa; católica, por supuesto. Sobre los golfos de mis vecinitos y mis propios hermanos, perdidos en la vorágine masificada del colegio público, yo tuve el privilegio de recibir mayores dosis de formación moral, una moral religiosa que emanaba más de los catecismos y otras normativas que de la Biblia o los escritos teológicos. Como siempre ocurre cuando se pretende adoctrinar y no instruir, la enseñanza no era teórica, no apelaba a nuestros cerebros, sino que consistía básicamente en despertar sentimientos, mayormente de miedo o de admiración por personajes ejemplares: santos, vírgenes, miembros fundadores de la organización… Con completa indiferencia por la intimidad de las alumnas, a veces hasta nos señalaban como modelo a alguna de nuestras compañeras: aquella con padres invidentes que tanto y tan pronto había tenido que madurar para atenderlos o la huérfana de madre obligada a asumir su papel en la familia. Lo cierto es que, sobre todo si habías tratado con alguna alumna ejemplar, más que a ésta, a quien reconocías en la descripción aleccionadora era a un personaje de cuento. Hay una edad en la que se puede creer en la realidad de los cuentos y sus fábulas de cenicientas y príncipes, pero pasa pronto y con ella todo lo que te podían haber hecho sentir y creer. O debería pasar, aunque bien es cierto que muchos creen para siempre estas historias maniqueas o las sustituyen por otras del mismo género.

Hubo, sin embargo, otro caso ejemplar que me fue imposible confundir con un cuento y dejó una cicatriz en mi corazón. No sólo por la dureza de su realidad, sino por la perversión de quien nos la ofrecía como ejemplo. Se trataba de una alumna, algo mayor que nosotras, a la que habían amputado una pierna por un cáncer de hueso y que, con sus muletas y su sonrisa inexplicable, siguió asistiendo a sus clases hasta que murió. Ni su enfermedad ni su muerte debían ser motivo de tristeza para nadie, porque, según nuestras educadoras, aquella sonrisa suya significaba que no temía al dolor ni a la muerte, que los había aceptado como partes de un plan superior diseñado para ella por la Providencia y se había así liberado de su poder amedrentador. Gracias a su confianza, a su fe, había sabido mostrar un valor ejemplar para vivir su enfermedad y morir dignamente. Dignamente significaba aquí sin desesperar, sin llorar, sin gritar, sin armar escándalo, sin ruido. Camuflando su propio dolor y haciendo así lo más indolora posible para los demás, ojalá también para ella, su muerte.

Pero ¡cómo podían hablar así, con una medio sonrisa de satisfacción y orgullo, de algo tan incomprensible! Yo la había visto charlar en el patio con sus amigas, varias veces se cruzaron nuestras miradas en los pasillos, en la entrada; no era gran cosa, pero todo esto resultaba a partir de entonces imposible. Un agujero se había abierto en el mundo engulléndola, y los adultos designados como mis maestros ignoraban por completo este abismo tan terrorífico y escandaloso que se había abierto a nuestros pies para contarme una epopeya sobre el valor de los que caen en él con la dignidad de aquella compañera: como si se tratara de una batalla donde lo más normal fuera la muerte de un soldado, como si nada excepcional hubiera pasado en realidad. Verdadera o falsa, esa historia no hacía sino ocultar lo esencial de aquella desaparición.

Es esta inclinación a hacer invisible lo que de escandaloso e incomprensible tiene la muerte y a tener por obsceno el dolor como tal o, en el caso del catolicismo, sólo su expresión abierta o las manifestaciones de desesperación ante él, lo que ha asociado en mi mente aquel recuerdo infantil con esta noticia reciente. En ella se esboza a grandes rasgos la ley de eutanasia holandesesa aprovechando el cierto revuelo causado por un caso concreto. Era el de un hombre joven, enfermo psíquico (ansiedad, depresión y alcoholismo) pero considerado intelectualmente capaz, que solicitó a su médico de cabecera (que es a quien corresponde pedírselo según la ley) su eutanasia por considerarse un enfermo irrecuperable. Tras los trámites correspondientes y con el beneplácito de la familia y, por supuesto, del propio paciente, la eutanasia se realizó. Ya es horrible que uno mismo, su familia y los médicos consideren irrecuperable a alguien tan joven, que coincidan en que su vida no vale la pena ni la valdrá nunca, que el mundo estará mejor sin él. Pero quizás todavía más terrorífico era que alguien, físicamente capaz, que no soporta vivir, que quiere morir, en lugar de quitarse él mismo la vida, se lo pida a otros, a la ley. No creo que sea por cobardía; a mí me parece que hace falta el mismo valor para ambas cosas. Es que el suicidio es chapucero, sucio, escandaloso como los gritos de dolor, traumático para las familias, vergonzoso, "indigno". Es con mucho la primera causa de muerte no natural, aunque estemos convencidos de que son los accidentes de tráfico porque a nadie se le ha muerto alguien cercano así y, sin embargo, en España fueron, al menos, 3602 personas en 2015.

Ni suicidarse ni morir en una agonía larga y por lo general dolorosa. Estas muertes no son dignas, nos avergüenzan. De ellas no se habla. Como tampoco es digno gritar y llorar de dolor. Hasta Cristo en la cruz se rebeló ante el abandono de su Padre, pero resulta que ni el catolicismo ni la sociedad laica y moderna ven correcto, civilizado o elegante gritar de dolor o maldecir a la vida o a la muerte. Hay que sufrir y morir con una sonrisa, discretamente, sin molestar demasiado. Y ahora recuerdo la sonrisa incomprensible de aquella a la que se tragó el tiempo. En aquel momento no la entendía. Ahora creo saber que escondía otras cosas: dolor, miedo y muchas lágrimas. Muchas y muy dignas. Quizá también esa fe capaz de consolarla (eso espero). Era, en el fondo, una sonrisa que mentía, aunque lo hiciera por los demás o incluso por ella misma, para que no tuviéramos miedo, para no tener miedo. Una sonrisa digna, sí, que pretendía ahogar un común, y muy digno también, grito de horror.

2 comentarios:

  1. Con lo que nosotras nos reímos, Teresita. No tienes ni idea de la fuerza que me das. Si no existieras, habría que inventarte.

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