jueves, 10 de agosto de 2017

Velocidad de los jardines

Velocidad de los jardines. Eloy Tizón.

Páginas de Espuma: Madrid, 2017. 152 pp. 15 euros.


“Estaos quietos, por favor, estaos quietos, no hay nada, nadie, todo ha sido mentira, los pasajes de primera, inminencia o conflicto ya nada importa, la casa de mi infancia y sus pasillos, es necesario que las personas descansemos, no es nada, no es nada, no debéis preocuparos, moriremos todos, nada, nadie, yo he leído que los protagonistas jamás mueren, yo he leído” ("Los viajes de Anatalia").


Por J. Teresa Padilla

Hace unos días murió Sam Shepard y descubrí (una de las ventajas, o desventajas, de morirse es que por un rato, más o menos largo de acuerdo con tu importancia, te conviertes en el centro de atención) que Javier Marías no es el único escritor que se resistía a dar el salto a los procesadores de texto y seguía escribiendo a máquina. Mostraron unas imágenes del fallecido autor y actor (vamos, casi como nuestro Marías) en las que, tras introducir en el carro el folio en blanco y dar dos ligeras pero decididamente norteamericanas sacudidas a la palanca de retorno, comenzaba a teclear sin rastro de indecisión, como si todo, lo que quería decir y las palabras y expresiones necesarias para hacerlo, estuviera ya en su cabeza hacía tiempo esperando pacientemente a que los dedos se decidieran a transcribirlo. Desde luego eso es ser un profesional y un virtuoso. Como los ajedrecistas que antes de mover una pieza ya tienen previstas todas las posibles respuestas y sus alternativas. Los admiro, éstas son cosas que superan por completo mis capacidades, y a la vez no. Me explico.

Recuerdo que Kertész contaba en La última posada sus desventuras informáticas con el primer portátil, su inicial incapacidad para escribir de otra manera que no fuera a mano y su preocupación por que la máquina en cuestión, con sus nuevas rutinas, modificara su forma de escribir, su estilo. O sea, que le cambiara. Al final, con su sinceridad y falta de tremendismo características, simplemente tuvo que reconocer que tras un breve, aunque incómodo, periodo de adaptación, su portátil, lejos de haberle poseído, le había hecho simplemente más fácil su labor.

Casi todos tendemos a ponernos supersticiosos cuando, voluntaria o forzosamente, dejamos de hacer las cosas como siempre las hemos hecho (sobre todo si hay potenciales Terminators de por medio). O donde siempre las hemos hecho. A mí me cambiaron mi mesa de un lado del salón al contrario, y tras una semana recibiendo los rayos del sol en una dirección diferente y topando con la vista durante los aconsejables movimientos cervicales de desentumecimiento con unas plantas convertidas casi en compañeras de pupitre, tuve que renunciar a mi preciosa mesa, cederla, y trasladarme con todos mis bártulos a otra diminuta y sin la menor clase en la esquina de una habitación diferente. Porque lo malo, siéndolo a veces, no es cambiar, sino cogerle manía al cambio impuesto. Yo se la cogí a las plantas que me aislaban del resto del salón como una selva y otros se la cogen, al parecer, a los ordenadores. En ambos casos, nos resultan tan exasperantes que no podemos más que pensar en ellos (planta u ordenador) y así no hay quien haga nada de provecho. Con todo este rollo quiero decir que no puedo admirar a quien se aferra a la Olivetti (o la que sea), porque, en realidad, no lo hace, como a él le gustaría, por ser un genio excéntrico sobrado de dominio sobre sí y sus escritos, sino porque está tan desquiciado como yo con la dichosa planta. Lo mismo teme empezar a dudar de sí mismo cuando tenga la oportunidad de borrar con tanta facilidad párrafos y páginas enteras sin que el resto del texto parezca resentirse. Desde mi experiencia le digo que no tema la pérdida de ninguna frase genial: más fácil aún que borrar es añadir texto y más texto… Claro que también es posible que lo que le preocupe sea terminar escribiendo otras cosas, con otro ritmo. Quizás, pero ¿quién dice que eso sea malo? Al final uno es libre de aferrarse a sus manías, que nos hacen bastante entrañables aunque sólo sea ante nosotros mismos. Lo peligroso de verdad es hacer lo mismo siempre. En la vida en general y en la escritura muy en particular.


Y esto qué tiene que ver con la Velocidad de los jardines, os preguntaréis. Con ella, casi nada, conmigo más, porque vuelvo a escribir una reseña y no quiero escribir la reseña de siempre. En realidad pretendía escribir una medio reseña, medio ejercicio libre de redacción, que es a lo que me dedico últimamente. Excusas: la verdad es que la reseña tenía que ver muy de refilón con Marías, él y su máquina de escribir me vinieron a la mente al ver las imágenes de Sam Shepard escribiendo en la susodicha, y todo ello junto me sugirió lo del miedo a los cambios. Y los cambios sí que tienen relación con Velocidad en los jardines más íntimamente que Marías, pura coincidencia que paso inmediatamente a aclarar.

Este año se cumplían 25 de dos éxitos editoriales muy diferentes, pero que han coincidido en celebrarse con la reedición. Corazón tan blanco, de Javier Marías, vendió una barbaridad y su autor se hinchó a firmar en la Feria del Libro de aquel año (y doy fe porque lo vi, aunque no despertó mi entusiasmo contemplar esas colas casi íntegramente formadas por mujeres. Me avergüenza decirlo, aunque sólo un poco, pero desconfío bastante del gusto de mi sexo cuando da lugar a acontecimientos tan parecidos al “fenómeno fan”, y éste es el motivo primordial y bastante ridículo por el que aún no he leído novela alguna de don Javier). Por otro lado, Velocidad de los jardines, publicada el mismo año, vendió, según confiesa su autor en el prólogo-relato que ha escrito para esta reedición, 898 ejemplares de los que firmó en la Feria la friolera de dos. Nada que celebrar, si no fuera porque en los años siguientes continuó vendiéndose, aunque fuera a cuentagotas, y esto sí que es un éxito en un mercado en que las novedades copan escaparates y desaparecen sin dejar rastro, tanto si triunfan como si fracasan, lo que en algunos casos es justo y necesario.

Corazón tan blanco fue un bombazo que se tradujo a mil idiomas y Velocidad de los jardines se fue convirtiendo a la chita callando en una referencia ineludible cuando se trata de cuentos, porque no lo he dicho, pero es un libro de cuentos (“o lo que sean”, como reconoce su autor). “Un libro sin término medio: se ama o se odia”, y puede que por un mismo lector. O quizá sólo sea mi caso. Me explico (otra vez).

Todo empieza con “Zoótropo”, la biografía del libro y del hombre que lo escribió en la época que lo hizo. No sé qué pensará un lector de 20 o 30 años, pero uno como yo, de la quinta de Eloy Tizón, criado como él en el Madrid de extrarradio y con el sueño de escribir, no puede más que sentir esa nostalgia con la que premonitoriamente, nos cuenta su autor, ya fueron escritos los relatos que lo siguen.

“Todos nosotros éramos, sin ser conscientes de ello, como ese perro de tu novia, el dálmata Flas, chuchos sin bozal que habíamos descubierto de repente cómo llevar una doble vida. Habíamos aprendido a manejar el resorte que nos permitía escapar solos a la calle, a la intemperie, para deambular sin correas, lejos del control de las cámaras de vigilancia, correr sin dueños, bailar alucinados, olfateándolo todo (…), confiando en encontrar por intuición canina el camino de regreso al hogar, como si a estas alturas del siglo regresar al hogar fuese posible o existiese aún un hogar al que regresar”. Todos éramos o queríamos ser como Flas, por más que algunos, como plantas de interior, sólo escapáramos con la imaginación. En fin, “Zoótropo” es un regalo de cumpleaños para el libro y, sobre todo, sus lectores, pasados, presentes y futuros. No hay más remedio que amarlo.

Con el peculiar dolor de la nostalgia (“algos” es dolor en griego) empiezo los relatos escritos hace 25 años, relatos cuyo nexo común es la muerte inadvertida, pequeña, de las pérdidas, los sueños y los cambios. Del tiempo que pasa o sólo lo aparenta. De la fugacidad de todo. Hay algunos que sólo me agradan (demasiado cinematográficos para mi gusto), como “Austin”; otros en que la adjetivación profusa me quita el aire y llega a confundirme con su fuerte aroma hasta dificultarme la comprensión (“Carta a Nabokov”); y otros, sencillamente, maravillosos: “Los viajes de Anatalia” (“Cuando uno se muere, uno ya no puede ver más a los otros y eso quiere decir morirse. (…) Morirse quiere decir estar obligado a entrar y salir de los cuartos todo el tiempo preguntando si saben de alguien que esa noche tiene fiebre”), un interminable viaje en tren narrado por un personaje infantil hacia unos supuestos baños, lugar de descanso y paz, inalcanzables; y “Villa Borghese”, “la historia de un hombre que se enamoró y le crecieron los zapatos”, de una mujer con “mal gusto y un hijo sumergido” y de un libro de Descartes abandonado en un banco. Un relato tan reconocible por los paseantes que se exilian de la realidad en los parques, como yo misma fui un tiempo, que se hace perdonar hasta el ocasional abuso de los gerundios: “Un lustroso mastín pasó corriendo, retrocediendo, transportando al sol en un costado, preguntándose: ¿he mordido un olor?”. Un poco, pero muy poco por debajo de estos dos, mis favoritos, están “En cualquier lugar del atlas”, por supuesto el cuento que da título al libro, y, por último “Cubriré de flores tu palidez”.

Es evidente que sale muy a cuenta leerlos. Lo que no veo tan claro es cómo se puede seguir escribiendo sin traicionarse ni repetirse después de terminar un libro así. Supongo que es el dilema de todos los escritores que “dan con algo” a la primera, como aquí Eloy Tizón. Menos mal que esto tiene fácil arreglo: leer, aunque sea con esta mezcla mía de miedo y curiosidad, lo que ha escrito desde entonces: los libros de relatos (Parpadeos y Técnicas de iluminación) y las novelas (Seda salvaje, Labia y La voz cantante). Más libros para esa lista de deseos que ampliamos sin pensar si tendremos tiempo de leer, porque, como decía Canetti, “creo que es también parte de la rebeldía contra la muerte. Nunca quiero saber cuáles de estos libros se quedarán sin leer. Hasta el final no puede determinarse cuáles van a ser. Tengo libertad de elección, puedo elegir en cualquier momento entre todos los libros a mi alrededor, y por ello tengo en mi mano el curso de la vida”. Amén.

Reseña y larga, ¡menos mal que las jefas están de vacaciones!

No hay comentarios:

Publicar un comentario