jueves, 24 de agosto de 2017

Batallitas



Por J. Teresa Padilla

Ya sé que, cada vez que amenaza con irrumpir de nuevo en la conversación, fingimos de una forma teatralmente exagerada el mayor de los hastíos. Que quienes las cuentan, nuestros mayores por lo general, aunque ni mucho menos sólo ellos, lo hacen en gran medida de manera involuntaria. La frase más insulsa, el detalle más nimio, puede traerles a la memoria, en el momento más insospechado, alguno de esos escogidos episodios de sus vidas que irremediablemente tienen que ser verbalizados y compartidos. A pesar de conocer de sobra la reacción que van a desencadenar en su auditorio. A pesar de saber que terminarán siendo víctimas de todo tipo de mofas, imitaciones y chanzas. A pesar de todo. Cuando el recuerdo que la batallita relata se despierta, no hay fuerza humana o divina que lo contenga en el silencio de la propia memoria.

Esto es así. Es un hecho incontestable avalado por siglos de experiencia coloquial y generaciones de humanos parlantes. Tarea de la psicología será encontrar una explicación convincente a semejante comportamiento a todas luces temerario, gratuito y absurdo. No la he encontrado, aunque seguro que tampoco la he buscado con la aplicación necesaria, pero todo apunta a que el origen conductual o psicológico de las batallitas sigue siendo un enigma.

Sobre todo, porque ni siquiera está muy claro lo que son. La definición que el Diccionario de la Real Academia da de este peculiar diminutivo del término “batalla” es, cuando menos, discutible e inexacta: “Relato de acontecimientos pasados en los que el narrador se atribuye un protagonismo normalmente excesivo”. De acuerdo con esta definición, la batallita es un relato autobiográfico (tal es lo que entendemos por atribución de protagonismo) de hechos pasados concretos, de anécdotas. Lo que ya no se entiende tanto es lo que se quiere decir con “protagonismo normalmente excesivo”. En mi opinión, nunca se pueden protagonizar “excesivamente” los sucesos de la propia vida. De hecho, deberíamos esforzarnos por protagonizarlos con todo el exceso posible. Sólo faltaba que otro personaje pretendiera robarnos plano en el relato de nuestras anécdotas.

Pero no, lo que la Real Academia quiere decir con “protagonismo normalmente excesivo” no es esto. Lo cierto es que los académicos son muy educados y no quieren llamar a las cosas por su nombre, lo cual, dicho sea de paso, no deberían podérselo permitir precisamente ellos. Lo que se insinúa con eso del excesivo protagonismo es que el narrador de las batallitas tiende a exagerar mucho en el relato su papel, a sobreactuar y hasta a MENTIR. Visto así, el origen de la batallita parecería estar en un tan natural como vergonzante e inconfesable narcisismo o egocentrismo. En el puro afán de protagonismo.

Hablemos claro (a diferencia del DRAE): esto es mentira. Una burda y, lo que es peor, malintencionada mentira. La batallita es tan verdadera como cualquier otra anécdota, sólo que ha sido contada, y muchas veces; es decir, que la batallita es literatura oral en estado puro, y ésta tiene sus propias leyes inexorables. Por ejemplo: una historia transmitida oralmente se va enriqueciendo en proporción directa a las veces que es contada. Porque el narrador asiste en directo a la reacción de sus oyentes y, de la misma manera que va suprimiendo aquellos detalles que observa que no interesan, va añadiéndolos en las partes del relato con más éxito público. Vale, sí, estos detalles a veces son reales y otros, quizá, no lo son tanto. Pero tampoco son exactamente mentiras; en todo caso, adornos, trazos gruesos y llamativos (bueno, de acuerdo, exageraciones). De hecho, estos controvertidos añadidos tienen la misma función que los trazos individuales que terminan creando una caricatura. Puede que en sí mismos no se parezcan nada a la realidad que pretenden representar, pero juntos dan, en muchos casos, una imagen de ésta más fiel que una simple fotografía. Y es que de eso se trata: no de mentir sobre nosotros mismos, ni de despertar en el auditorio murmullos inmerecidos de admiración, sino de presentarnos tal y como en el fondo somos, eso sí: en nuestros mejores, desde nuestro propio punto de vista, momentos, los cuales, además, no son necesariamente los más gloriosos. Aquí, y no en ningún egocentrismo, está el verdadero origen de este tipo de relatos.

Ya el propio carácter del acontecimiento que termina dando lugar a la batallita dice mucho de quién somos. Si somos narcisistas, será obviamente uno que nos permita lucirnos con nuestras mejores galas. Pero, en realidad, este tipo de batallas no son las más frecuentes ni, sobre todo, las de mayor éxito. Porque, que lo sepáis, las batallitas pueden sobrevivir a su narrador y pasar de generación en generación convirtiéndose en aunténticas leyendas familiares. Y éstas, como ocurre siempre en literatura, son las buenas, las ejemplares.

El nacimiento de Venus(1484). Sandro Botticelli
Célebres son las batallas de carácter épico, valga la redundancia, que, ya de paso, atestigua el éxito ancestral de este género concreto de batallita. Porque sí, como productos literarios que son, también aquí hay géneros. Desde que la mili dejó de ser obligatoria, la batalla épica entró en franca decadencia y a duras penas sobrevive mezclada con la cómica. Ésta siempre es un valor seguro, asociado o no con la heroicidad épica (que ya nadie se toma muy en serio). Aunque el auditorio intente disimularlo para no darte pie a seguir contando más, y porque forma parte de la escenografía de cualquier batallita que se precie, las historias de todas esas situaciones en que nos hemos puesto o nos han dejado en ridículo, aparte de buenísimas para la salud mental de uno, siempre divierten. Ahora que estoy, espero (lo escribo con antelación), en la playa, me vienen a la cabeza las olas malignas roba-bikinis que te obligan a emerger de las aguas cual Venus de Botticelli. Y eso que, bien mirado y en lo que a mí respecta, deberían haber sido vocalizaciones de admiración y no risas las respuestas más adecuadas a la situación.

Como me sobra ya con las batallitas que tengo, este año me he pasado al bañador. Y negro, que siempre estiliza. ¡A ver quién se ríe ahora!

(Otra publicación rescatada y algo modificada que apareció por primera vez en La vida en su tinta, allá por el 31 de julio del 2015).

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