jueves, 31 de agosto de 2017

Volver a casa

Foto: J. Teresa Padilla

“Nunca he tocado el cielo
como otras muchachas valientes,
pero he llorado mucho y sinceramente,
y dejadme en la torre entrar”.
(Marija Cudina, “Niñas irreales”, extraído de Homo poeticus, p. 129, de Danilo Kis).

Por J. Teresa Padilla

Aunque todavía no me he recuperado del todo y quería escribir sobre otra cosa (siempre es otra cosa, justo la que exige unas plenas capacidades que nunca alcanzo), como siga dejándome llevar por la pereza de las reediciones de escritos antiguos os voy a perder entre bostezos o, lo que es peor, me voy a perder a mí misma en esta muerte en vida de la agrafía.

Independientemente de las circunstancias concretísimas de este breve viaje de una semana a la costa más occidental de Huelva, he de confesar mi natural sedentarismo. Como esos canarios criados en jaulas a los que aterra permanecer fuera de ellas siquiera el momento que se tarda en limpiarlas un poco más a fondo de lo habitual, yo también me resigno a mi destino de un cambio temporal de ubicación aunque en el fondo de mi corazón, y mientras no puedo dejar de apreciar la belleza de lo que contemplo y la exótica sonoridad de los acentos de las gentes cuya tierra visito, no dejo de desear que llegue la hora de poder volver a casa. Sé con certeza cuál es la razón: ambos, el pájaro y yo, nos criamos en cautividad.

Cualquiera diría al leerme que esa casa que añoro desde el momento mismo en que la abandono es o ha sido siempre un espacio de paz y felicidad. No es así, lo cual hace todavía más absurda mi querencia. Supongo que la verdad es que, como al canario, me puede la inseguridad y prefiero, como se suele decir, lo malo conocido a lo bueno por conocer. No obstante, comprendo mejor al pájaro que a mí misma, pues él parece amar ese pequeño mundo y lo celebra con sus gorjeos y trinos, mientras que yo, a poco de volver a él, ya estoy deseando huir. Huir o esconderme dentro, que no sé si son dos formas de lo mismo. Escapar, pero sin dejar atrás lo que me da seguridad, sin dejar mi casa: mis niños, mis perras, mis cosas… Como es un deseo contradictorio, me deja inmóvil allí donde me asalta, y gracias, porque la salida más lógica que se me ofrece en estos trances no es la puerta, sino la ventana. Inmóvil, primero desesperada por no encontrar otra vía de escape, pues huir de casa equivale a evadirme de mi mundo y mi mundo es el mundo, el único, al menos, que siento así. Luego, una vez recuperada la serenidad, reconozco que la huida supone una elección previa por la libertad y, como toda elección, tiene su coste, inasumible para muchos. En este caso la renuncia a la seguridad y al cobijo de tu rincón en el mundo. Entonces se impone la solución más obvia, que es la de recluirte en él procurando la máxima invisibilidad. Y es que el hogar, esa casa a la que casi todos en algún momento y algunos, como yo, siempre anhelamos volver, no es exactamente un lugar físico en el mundo. Está en el espacio, pero en uno en parte interior, a medias real, a medias imaginario. Un espacio en el que habitan cosas (libros, fotos, relojes, joyeros...), pero también seres animados, vivos o muertos, recuerdos, añoranzas, sueños. Cuando vuelves a casa, a la física, la euforia te invade hasta que te das cuenta de que tu hogar no es, por más que contenga cosas que le pertenecen, éste, sino uno que está dentro de ti (el de la infancia o el del futuro que pudo ser y no fue) y en cierta forma, desde el punto de vista de la realidad, perdido para siempre. Por eso, si fuéramos razonables, quizá elegiríamos la libertad y nos desarraigaríamos.

Foto: J. Teresa Padilla

Hace falta valor para elegir la libertad, aunque se sepa que casi siempre se terminará por disponer de un nuevo rincón propio en el mundo con sus propias ataduras y seguridades. Pero entretanto es duro hacer frente a la intemperie de ese gran espacio extraño, amenazador e inabarcable que te espera durante un tiempo más o menos largo. No sé si realmente existen, pero no puedo dejar de ver a los vagabundos vocacionales como héroes que han vencido el miedo, para mí, más elemental y básico: el de encontrarse solo y en la calle, sin otras pertenencias que las que puedas llevar contigo. No poder volver a casa, aun con el espejismo que encierra, o no poder entrar en ella, perderla… Una pesadilla que viven todos los días más personas de las que queremos imaginar. Personas que lloran, por más que les digan que deberían celebrar, por ejemplo, haber sobrevivido a una pérdida que, supongamos, ha sido sólo material. Tienen razón los valientes, los luchadores. En esto como en casi todo. Yo no se la niego. Los que no se rinden merecen nuestra admiración, pero sólo si su valentía no se asienta sobre la ceguera. Y es que los cobardes que sólo sabemos llorar y lamentarnos, aunque distorsionada quizá por las lágrimas, vemos la otra cara de la verdad, la que nos recuerda que todo, antes o después, se perderá, que nadie sobrevivirá. La aceptación de la derrota exige quizá otro tipo de valor, más modesto o menos épico, el de reconocer con franqueza que el dolor y la desgracia son "la vida, que habla en la única lengua que conoce bien”, y que no existe otra salida que la de lanzarse, pese a todo, a ella, como el valiente, o refugiarse en la torre de una libertad sólo interior y hacerse, siempre y cuanto antes, esa casa, ese rincón en el que agazaparnos para protegernos de sus zarpazos mientras disfrutamos de la belleza que, como para engatusarnos, nos ofrece. Vitoreemos, pues, al valiente, al vencedor (aun temporal), si lo es en buena lid, pero no os olvidéis de los otros y de nuestra apagada y temerosa existencia. También saber perder, renunciar a la lucha o, simplemente, rechazar la victoria puede ser digno de alabanza.  Al fin y al cabo, “la vida es un juego con muchas reglas pero sin árbitro. Se aprende a jugar mirando, más que mediante libros, incluida la Biblia. No es de extrañar, pues, que muchos jueguen sucio, que pocos ganen y que muchos pierdan” (Joseph Brodsky). También el banquillo es parte del juego, de la vida.

Os conté que el mar hablaba y, tras mostrarme la belleza de su luz y de su oscuridad, me ha dicho que mi sitio no está en él. Y con él (o ella, como la llaman los que la conocen bien) no se discute.

jueves, 24 de agosto de 2017

Batallitas



Por J. Teresa Padilla

Ya sé que, cada vez que amenaza con irrumpir de nuevo en la conversación, fingimos de una forma teatralmente exagerada el mayor de los hastíos. Que quienes las cuentan, nuestros mayores por lo general, aunque ni mucho menos sólo ellos, lo hacen en gran medida de manera involuntaria. La frase más insulsa, el detalle más nimio, puede traerles a la memoria, en el momento más insospechado, alguno de esos escogidos episodios de sus vidas que irremediablemente tienen que ser verbalizados y compartidos. A pesar de conocer de sobra la reacción que van a desencadenar en su auditorio. A pesar de saber que terminarán siendo víctimas de todo tipo de mofas, imitaciones y chanzas. A pesar de todo. Cuando el recuerdo que la batallita relata se despierta, no hay fuerza humana o divina que lo contenga en el silencio de la propia memoria.

Esto es así. Es un hecho incontestable avalado por siglos de experiencia coloquial y generaciones de humanos parlantes. Tarea de la psicología será encontrar una explicación convincente a semejante comportamiento a todas luces temerario, gratuito y absurdo. No la he encontrado, aunque seguro que tampoco la he buscado con la aplicación necesaria, pero todo apunta a que el origen conductual o psicológico de las batallitas sigue siendo un enigma.

Sobre todo, porque ni siquiera está muy claro lo que son. La definición que el Diccionario de la Real Academia da de este peculiar diminutivo del término “batalla” es, cuando menos, discutible e inexacta: “Relato de acontecimientos pasados en los que el narrador se atribuye un protagonismo normalmente excesivo”. De acuerdo con esta definición, la batallita es un relato autobiográfico (tal es lo que entendemos por atribución de protagonismo) de hechos pasados concretos, de anécdotas. Lo que ya no se entiende tanto es lo que se quiere decir con “protagonismo normalmente excesivo”. En mi opinión, nunca se pueden protagonizar “excesivamente” los sucesos de la propia vida. De hecho, deberíamos esforzarnos por protagonizarlos con todo el exceso posible. Sólo faltaba que otro personaje pretendiera robarnos plano en el relato de nuestras anécdotas.

Pero no, lo que la Real Academia quiere decir con “protagonismo normalmente excesivo” no es esto. Lo cierto es que los académicos son muy educados y no quieren llamar a las cosas por su nombre, lo cual, dicho sea de paso, no deberían podérselo permitir precisamente ellos. Lo que se insinúa con eso del excesivo protagonismo es que el narrador de las batallitas tiende a exagerar mucho en el relato su papel, a sobreactuar y hasta a MENTIR. Visto así, el origen de la batallita parecería estar en un tan natural como vergonzante e inconfesable narcisismo o egocentrismo. En el puro afán de protagonismo.

Hablemos claro (a diferencia del DRAE): esto es mentira. Una burda y, lo que es peor, malintencionada mentira. La batallita es tan verdadera como cualquier otra anécdota, sólo que ha sido contada, y muchas veces; es decir, que la batallita es literatura oral en estado puro, y ésta tiene sus propias leyes inexorables. Por ejemplo: una historia transmitida oralmente se va enriqueciendo en proporción directa a las veces que es contada. Porque el narrador asiste en directo a la reacción de sus oyentes y, de la misma manera que va suprimiendo aquellos detalles que observa que no interesan, va añadiéndolos en las partes del relato con más éxito público. Vale, sí, estos detalles a veces son reales y otros, quizá, no lo son tanto. Pero tampoco son exactamente mentiras; en todo caso, adornos, trazos gruesos y llamativos (bueno, de acuerdo, exageraciones). De hecho, estos controvertidos añadidos tienen la misma función que los trazos individuales que terminan creando una caricatura. Puede que en sí mismos no se parezcan nada a la realidad que pretenden representar, pero juntos dan, en muchos casos, una imagen de ésta más fiel que una simple fotografía. Y es que de eso se trata: no de mentir sobre nosotros mismos, ni de despertar en el auditorio murmullos inmerecidos de admiración, sino de presentarnos tal y como en el fondo somos, eso sí: en nuestros mejores, desde nuestro propio punto de vista, momentos, los cuales, además, no son necesariamente los más gloriosos. Aquí, y no en ningún egocentrismo, está el verdadero origen de este tipo de relatos.

Ya el propio carácter del acontecimiento que termina dando lugar a la batallita dice mucho de quién somos. Si somos narcisistas, será obviamente uno que nos permita lucirnos con nuestras mejores galas. Pero, en realidad, este tipo de batallas no son las más frecuentes ni, sobre todo, las de mayor éxito. Porque, que lo sepáis, las batallitas pueden sobrevivir a su narrador y pasar de generación en generación convirtiéndose en aunténticas leyendas familiares. Y éstas, como ocurre siempre en literatura, son las buenas, las ejemplares.

El nacimiento de Venus(1484). Sandro Botticelli
Célebres son las batallas de carácter épico, valga la redundancia, que, ya de paso, atestigua el éxito ancestral de este género concreto de batallita. Porque sí, como productos literarios que son, también aquí hay géneros. Desde que la mili dejó de ser obligatoria, la batalla épica entró en franca decadencia y a duras penas sobrevive mezclada con la cómica. Ésta siempre es un valor seguro, asociado o no con la heroicidad épica (que ya nadie se toma muy en serio). Aunque el auditorio intente disimularlo para no darte pie a seguir contando más, y porque forma parte de la escenografía de cualquier batallita que se precie, las historias de todas esas situaciones en que nos hemos puesto o nos han dejado en ridículo, aparte de buenísimas para la salud mental de uno, siempre divierten. Ahora que estoy, espero (lo escribo con antelación), en la playa, me vienen a la cabeza las olas malignas roba-bikinis que te obligan a emerger de las aguas cual Venus de Botticelli. Y eso que, bien mirado y en lo que a mí respecta, deberían haber sido vocalizaciones de admiración y no risas las respuestas más adecuadas a la situación.

Como me sobra ya con las batallitas que tengo, este año me he pasado al bañador. Y negro, que siempre estiliza. ¡A ver quién se ríe ahora!

(Otra publicación rescatada y algo modificada que apareció por primera vez en La vida en su tinta, allá por el 31 de julio del 2015).

jueves, 17 de agosto de 2017

Diarios

Paul Delvaux. Le miroir, 1936
"Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía…
¡Ahora no te escaparás!
Apenas lo hubo cogido,
el niño se despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!
Quedose el niño muy serio
pensando que no es verdad
un caballito soñado.
Y ya no volvió a soñar.
Pero el niño se hizo mozo
y el mozo tuvo un amor,
y a su amada le decía:
¿Tú eres de verdad o no?
Cuando el mozo se hizo viejo
pensaba: Todo es soñar,
el caballito soñado
y el caballo de verdad.
Y cuando vino la muerte,
el viejo a su corazón
preguntaba: ¿Tú eres sueño?
¡Quién sabe si despertó!" (Antonio Machado, Campos de Castilla).

Por J. Teresa Padilla

Escribir un diario es una práctica habitualmente recomendada como terapia psicológica. Los expertos destacan que el mero hecho de sentarse ante una página en blanco, y expresar en ella las preocupaciones o problemas que en cada momento puedan atormentarnos, nos distancia de ellos lo suficiente como para contextualizarlos, comprenderlos en su auténtica dimensión y poder así encontrarles solución más fácilmente. Lo que es obvio, y no necesitamos que ningún psicólogo nos lo diga, aunque tampoco esté de más que nos lo recuerden, es que escribir sobre nosotros mismos y nuestra vida nos ayuda a conocernos mejor, y este conocimiento de uno mismo es el principio de cualquier otro.

Todo aquel que en algún momento haya realizado el ejercicio de disponerse a redactar alguna idea o pensamiento habrá observado que, muy a menudo, lo que pensaba expresar y lo que al final expresa no son, de hecho, exactamente la misma cosa. Pensar es, en realidad, hablar con uno mismo, y no hay mejor forma de consumar este necesario desdoblamiento (en que un yo habla y otro le corrige o pone objeciones que obligan al primero a precisar mejor o incluso modificar lo que piensa) que escribir. Porque, cuando meramente pensamos o reflexionamos, suponemos muchas cosas que sobrentendemos y hacen para nosotros, pero sólo para nosotros, obvio el sentido o la lógica de nuestros pensamientos.

Cuando escribimos, por el contrario, nos obligamos a dar expresión a todas esas ideas o sentimientos ocultos sin los cuales la frase que intenta transmitir nuestro pensamiento no resulta inteligible. Y, al final, muchas veces se descubre que lo más importante no era ese pensamiento consciente al que queríamos dar una expresión comprensible (comunicable en general, aunque no pensáramos compartirla con nadie más), sino todas esas ideas y sentimientos que hemos necesitado sacar a la luz de la escritura para poderlo expresar.

Uno de los regalos que recibí el día de mi Primera Comunión fue un diario. Era un pequeño libro en blanco, con unas tapas de plástico burdeos que imitaban la piel y en cuya portada aparecía impreso en letras doradas, junto a una filigrana vertical, su título: “Mi diario”. Los secretos destinados a emborronar esas páginas todavía en blanco, cuyos cortes también eran dorados, estaban protegidos por un pequeño candadito. Acostumbrada a vivir en un piso pequeño y superpoblado, bajo la tutela de unos padres sobreprotectores que sospechaban de cualquier cosa que una se afanara en ocultar, aquel candado de juguete supuso para mí que se me reconocía por primera vez el derecho a cierta intimidad. Demasiado pronto llegó a mi vida este diario, en el que apenas escribí. Para cuando estuve preparada, el pequeño librito burdeos con su diminuto candado y llavecita doradas me resultaba ridículo, infantil.

Los diarios son una práctica que frecuentemente se inicia más tarde, en la adolescencia, y no es casual. La pubertad es quizá la transición más importante y brusca que experimentamos en nuestra vida, la que nos lleva desde la infancia a la edad adulta. La súbita transformación de nuestro cuerpo, y con él de nosotros mismos, nos convierte en unos extraños en los que apenas nos reconocemos y tiñe el familiar y seguro (con todas sus luces y sombras) mundo de nuestra infancia de la misma extrañeza. El novelista israelí David Grossman, que tanto ha escrito sobre ella, describe la adolescencia como un túnel, más o menos largo y oscuro, en el que entramos siendo niños y que recorremos siempre solos. Y cuando salimos de él nos enfrentamos a un dilema que marcará nuestra existencia adulta: olvidar lo vivido y sentido en ese túnel o prometernos recordarlo. La primera opción es, obviamente, la más fácil, la que nos augura quizá menores sufrimientos, pero también es la que nos impide llevar una vida verdaderamente propia. Sencillamente, nos hace indistinguibles de los demás, porque es el niño, lo que en el fondo somos y nos hace únicos, el que se ha metamorfoseado en ese túnel y sigue dentro del adulto, obligado a esconderse, agonizante, o protegido por el amor y la memoria.

En el túnel de la adolescencia, cuando aún no hemos tenido que enfrentarnos a esta decisión crucial, se escriben muchos diarios. Y mucha poesía también. Se escriben porque es entonces cuando estamos inmersos en el proceso de entendernos a nosotros mismos y lo que nos rodea. Una comprensión que siempre es necesaria, pero en ese momento resulta imprescindible y urgente. Estos diarios (los de la adolescencia y todos los demás que propiamente merecen ese nombre) no son crónicas objetivas de lo que nos sucede, a nosotros mismos o a nuestro alrededor. El autor es el protagonista absoluto del relato y todo, absolutamente todo, está teñido por su peculiar visión tanto de sí mismo como de los demás. Y aunque al releerlos tenga la sensación de haberse engañado e incluso la tentación de abandonarlos para siempre o destruirlos, no puede dejar de reconocerse a sí mismo tras esa “ficción” o incluso “farsa”, porque cuando la mentira es sincera ilumina a su autor tanto como la verdad. A su autor y su mundo, y por eso el Diario de Anna Frank, esa adolescente valiente y eterna, es una de las mejores obras sobre la Shoah.

Si hay un rasgo inherente a los diarios y que los defina me parece que es éste: la sinceridad. Por esta razón, no todo lo que se autodenomina diario, lo es. Estos Diarios, por ejemplo, no siempre lo han sido, aunque me he propuesto que cada vez lo sean más, porque la adolescencia no es el único túnel que atravesamos en la vida y hace tiempo que me parece atravesar otro. Aunque los haya públicos, los diarios son escritos que deberían olvidar la existencia de ese posible lector, en los que evitemos justificarnos, mostrar nuestra mejor cara o probar de lo que somos capaces. En ellos, dialogamos con nosotros mismos y, como mucho, con ese otro que imaginamos como un amigo comprensivo: discutimos, nos peleamos, nos consolamos, nos intentamos reconciliar, nos creamos. Y con sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus “mentiras”, nos enseñan quiénes somos y nos pueden ayudar a no renunciar a serlo, e incluso, si un día lo deseamos, a mostrarnos en toda nuestra desnudez y autenticidad a otros. O intentarlo. El único requisito es no mentir: cada uno sabe la verdad que es capaz de soportar en cada momento. Nada lo impide, claro, y puede que hasta el autor de la mentira se la termine creyendo, pero debe ser terrible mirarse en un espejo que refleja a un ser que se ha inventado y creerse realmente que se es él. Y pasa tanto…

Yo hoy, 17 de agosto, tengo que anotar algo en mi diario: He soñado que corría, que mientras daba un paso con una pierna, la otra iniciaba ya el suyo y, para mi sorpresa, para sorpresa de mi yo soñado, me mantenía un instante en el aire, ese instante de vuelo rasante que distingue la carrera de la marcha. No quería olvidar esa sensación que no supe apreciar cuando corría tras ese autobús o metro que se me escapaban. Ahora los dejo ir, casi siempre con pena, pero a cambio los sueños me regalan a veces esas sensaciones hasta ahora desconocidas. Sólo era eso. Que he soñado que corría.

(La versión original que ha servido de base a este artículo se publicó  en La vida en su tinta el 3 de julio de 2015).

jueves, 10 de agosto de 2017

Velocidad de los jardines

Velocidad de los jardines. Eloy Tizón.

Páginas de Espuma: Madrid, 2017. 152 pp. 15 euros.


“Estaos quietos, por favor, estaos quietos, no hay nada, nadie, todo ha sido mentira, los pasajes de primera, inminencia o conflicto ya nada importa, la casa de mi infancia y sus pasillos, es necesario que las personas descansemos, no es nada, no es nada, no debéis preocuparos, moriremos todos, nada, nadie, yo he leído que los protagonistas jamás mueren, yo he leído” ("Los viajes de Anatalia").


Por J. Teresa Padilla

Hace unos días murió Sam Shepard y descubrí (una de las ventajas, o desventajas, de morirse es que por un rato, más o menos largo de acuerdo con tu importancia, te conviertes en el centro de atención) que Javier Marías no es el único escritor que se resistía a dar el salto a los procesadores de texto y seguía escribiendo a máquina. Mostraron unas imágenes del fallecido autor y actor (vamos, casi como nuestro Marías) en las que, tras introducir en el carro el folio en blanco y dar dos ligeras pero decididamente norteamericanas sacudidas a la palanca de retorno, comenzaba a teclear sin rastro de indecisión, como si todo, lo que quería decir y las palabras y expresiones necesarias para hacerlo, estuviera ya en su cabeza hacía tiempo esperando pacientemente a que los dedos se decidieran a transcribirlo. Desde luego eso es ser un profesional y un virtuoso. Como los ajedrecistas que antes de mover una pieza ya tienen previstas todas las posibles respuestas y sus alternativas. Los admiro, éstas son cosas que superan por completo mis capacidades, y a la vez no. Me explico.

Recuerdo que Kertész contaba en La última posada sus desventuras informáticas con el primer portátil, su inicial incapacidad para escribir de otra manera que no fuera a mano y su preocupación por que la máquina en cuestión, con sus nuevas rutinas, modificara su forma de escribir, su estilo. O sea, que le cambiara. Al final, con su sinceridad y falta de tremendismo características, simplemente tuvo que reconocer que tras un breve, aunque incómodo, periodo de adaptación, su portátil, lejos de haberle poseído, le había hecho simplemente más fácil su labor.

Casi todos tendemos a ponernos supersticiosos cuando, voluntaria o forzosamente, dejamos de hacer las cosas como siempre las hemos hecho (sobre todo si hay potenciales Terminators de por medio). O donde siempre las hemos hecho. A mí me cambiaron mi mesa de un lado del salón al contrario, y tras una semana recibiendo los rayos del sol en una dirección diferente y topando con la vista durante los aconsejables movimientos cervicales de desentumecimiento con unas plantas convertidas casi en compañeras de pupitre, tuve que renunciar a mi preciosa mesa, cederla, y trasladarme con todos mis bártulos a otra diminuta y sin la menor clase en la esquina de una habitación diferente. Porque lo malo, siéndolo a veces, no es cambiar, sino cogerle manía al cambio impuesto. Yo se la cogí a las plantas que me aislaban del resto del salón como una selva y otros se la cogen, al parecer, a los ordenadores. En ambos casos, nos resultan tan exasperantes que no podemos más que pensar en ellos (planta u ordenador) y así no hay quien haga nada de provecho. Con todo este rollo quiero decir que no puedo admirar a quien se aferra a la Olivetti (o la que sea), porque, en realidad, no lo hace, como a él le gustaría, por ser un genio excéntrico sobrado de dominio sobre sí y sus escritos, sino porque está tan desquiciado como yo con la dichosa planta. Lo mismo teme empezar a dudar de sí mismo cuando tenga la oportunidad de borrar con tanta facilidad párrafos y páginas enteras sin que el resto del texto parezca resentirse. Desde mi experiencia le digo que no tema la pérdida de ninguna frase genial: más fácil aún que borrar es añadir texto y más texto… Claro que también es posible que lo que le preocupe sea terminar escribiendo otras cosas, con otro ritmo. Quizás, pero ¿quién dice que eso sea malo? Al final uno es libre de aferrarse a sus manías, que nos hacen bastante entrañables aunque sólo sea ante nosotros mismos. Lo peligroso de verdad es hacer lo mismo siempre. En la vida en general y en la escritura muy en particular.


Y esto qué tiene que ver con la Velocidad de los jardines, os preguntaréis. Con ella, casi nada, conmigo más, porque vuelvo a escribir una reseña y no quiero escribir la reseña de siempre. En realidad pretendía escribir una medio reseña, medio ejercicio libre de redacción, que es a lo que me dedico últimamente. Excusas: la verdad es que la reseña tenía que ver muy de refilón con Marías, él y su máquina de escribir me vinieron a la mente al ver las imágenes de Sam Shepard escribiendo en la susodicha, y todo ello junto me sugirió lo del miedo a los cambios. Y los cambios sí que tienen relación con Velocidad en los jardines más íntimamente que Marías, pura coincidencia que paso inmediatamente a aclarar.

Este año se cumplían 25 de dos éxitos editoriales muy diferentes, pero que han coincidido en celebrarse con la reedición. Corazón tan blanco, de Javier Marías, vendió una barbaridad y su autor se hinchó a firmar en la Feria del Libro de aquel año (y doy fe porque lo vi, aunque no despertó mi entusiasmo contemplar esas colas casi íntegramente formadas por mujeres. Me avergüenza decirlo, aunque sólo un poco, pero desconfío bastante del gusto de mi sexo cuando da lugar a acontecimientos tan parecidos al “fenómeno fan”, y éste es el motivo primordial y bastante ridículo por el que aún no he leído novela alguna de don Javier). Por otro lado, Velocidad de los jardines, publicada el mismo año, vendió, según confiesa su autor en el prólogo-relato que ha escrito para esta reedición, 898 ejemplares de los que firmó en la Feria la friolera de dos. Nada que celebrar, si no fuera porque en los años siguientes continuó vendiéndose, aunque fuera a cuentagotas, y esto sí que es un éxito en un mercado en que las novedades copan escaparates y desaparecen sin dejar rastro, tanto si triunfan como si fracasan, lo que en algunos casos es justo y necesario.

Corazón tan blanco fue un bombazo que se tradujo a mil idiomas y Velocidad de los jardines se fue convirtiendo a la chita callando en una referencia ineludible cuando se trata de cuentos, porque no lo he dicho, pero es un libro de cuentos (“o lo que sean”, como reconoce su autor). “Un libro sin término medio: se ama o se odia”, y puede que por un mismo lector. O quizá sólo sea mi caso. Me explico (otra vez).

Todo empieza con “Zoótropo”, la biografía del libro y del hombre que lo escribió en la época que lo hizo. No sé qué pensará un lector de 20 o 30 años, pero uno como yo, de la quinta de Eloy Tizón, criado como él en el Madrid de extrarradio y con el sueño de escribir, no puede más que sentir esa nostalgia con la que premonitoriamente, nos cuenta su autor, ya fueron escritos los relatos que lo siguen.

“Todos nosotros éramos, sin ser conscientes de ello, como ese perro de tu novia, el dálmata Flas, chuchos sin bozal que habíamos descubierto de repente cómo llevar una doble vida. Habíamos aprendido a manejar el resorte que nos permitía escapar solos a la calle, a la intemperie, para deambular sin correas, lejos del control de las cámaras de vigilancia, correr sin dueños, bailar alucinados, olfateándolo todo (…), confiando en encontrar por intuición canina el camino de regreso al hogar, como si a estas alturas del siglo regresar al hogar fuese posible o existiese aún un hogar al que regresar”. Todos éramos o queríamos ser como Flas, por más que algunos, como plantas de interior, sólo escapáramos con la imaginación. En fin, “Zoótropo” es un regalo de cumpleaños para el libro y, sobre todo, sus lectores, pasados, presentes y futuros. No hay más remedio que amarlo.

Con el peculiar dolor de la nostalgia (“algos” es dolor en griego) empiezo los relatos escritos hace 25 años, relatos cuyo nexo común es la muerte inadvertida, pequeña, de las pérdidas, los sueños y los cambios. Del tiempo que pasa o sólo lo aparenta. De la fugacidad de todo. Hay algunos que sólo me agradan (demasiado cinematográficos para mi gusto), como “Austin”; otros en que la adjetivación profusa me quita el aire y llega a confundirme con su fuerte aroma hasta dificultarme la comprensión (“Carta a Nabokov”); y otros, sencillamente, maravillosos: “Los viajes de Anatalia” (“Cuando uno se muere, uno ya no puede ver más a los otros y eso quiere decir morirse. (…) Morirse quiere decir estar obligado a entrar y salir de los cuartos todo el tiempo preguntando si saben de alguien que esa noche tiene fiebre”), un interminable viaje en tren narrado por un personaje infantil hacia unos supuestos baños, lugar de descanso y paz, inalcanzables; y “Villa Borghese”, “la historia de un hombre que se enamoró y le crecieron los zapatos”, de una mujer con “mal gusto y un hijo sumergido” y de un libro de Descartes abandonado en un banco. Un relato tan reconocible por los paseantes que se exilian de la realidad en los parques, como yo misma fui un tiempo, que se hace perdonar hasta el ocasional abuso de los gerundios: “Un lustroso mastín pasó corriendo, retrocediendo, transportando al sol en un costado, preguntándose: ¿he mordido un olor?”. Un poco, pero muy poco por debajo de estos dos, mis favoritos, están “En cualquier lugar del atlas”, por supuesto el cuento que da título al libro, y, por último “Cubriré de flores tu palidez”.

Es evidente que sale muy a cuenta leerlos. Lo que no veo tan claro es cómo se puede seguir escribiendo sin traicionarse ni repetirse después de terminar un libro así. Supongo que es el dilema de todos los escritores que “dan con algo” a la primera, como aquí Eloy Tizón. Menos mal que esto tiene fácil arreglo: leer, aunque sea con esta mezcla mía de miedo y curiosidad, lo que ha escrito desde entonces: los libros de relatos (Parpadeos y Técnicas de iluminación) y las novelas (Seda salvaje, Labia y La voz cantante). Más libros para esa lista de deseos que ampliamos sin pensar si tendremos tiempo de leer, porque, como decía Canetti, “creo que es también parte de la rebeldía contra la muerte. Nunca quiero saber cuáles de estos libros se quedarán sin leer. Hasta el final no puede determinarse cuáles van a ser. Tengo libertad de elección, puedo elegir en cualquier momento entre todos los libros a mi alrededor, y por ello tengo en mi mano el curso de la vida”. Amén.

Reseña y larga, ¡menos mal que las jefas están de vacaciones!

jueves, 3 de agosto de 2017

El saltador

La tumba del nadador, Paestum (fragmento)


Por J. Teresa Padilla


Los telediarios suelen cerrar su emisión con vídeos que destacan más por su belleza y espectacularidad que por su actualidad. Después de habernos obligado a contemplar durante tres cuartos de hora, más o menos, la demostración grabada de la estupidez de unos políticos, la perversidad de otros (coincidiendo en ocasiones los unos y los otros en una misma entidad individual), la crueldad de los hombres, de la naturaleza y hasta del maldito azar, el realizador te recompensa, te consuela más bien, con este minuto de imágenes que, si no son mudas, lo parecen por la discreción de su fondo sonoro.

Hace unos días este vídeo de despedida nos mostraba un montaje a cámara lenta con los saltos de trampolín del campeonato de Europa que se celebra o acaba de celebrarse en Budapest. Las imágenes eran mágicas. Un hombre saltaba y realizaba en el aire, suspendido en él durante un instante eterno, sus giros y volteretas, mientras al fondo le servían de decorado los monumentales edificios de la capital de Hungría. Resultaba mágico ver a ese hombre realizando sus acrobáticos movimientos de forma tan engañosamente parsimoniosa, pero de hecho tan rápida que la lentitud impuesta por la cámara que lo graba consigue crearnos la ilusión de que no cae, de que vuela, de que se mantiene en el aire, a la misma altura que los majestuosos edificios ante los que realiza su milagro y que parecen contemplarle con esa despectiva indiferencia con que lo inerte y gigantesco contempla lo vivo y minúsculo.



Me emocionó, y me recordó esa otra imagen, ésta terrible, que detenía en su caída el vuelo mortal de una víctima del atentado contra las Torres Gemelas. También él giraría, aunque por la fuerza y el capricho del aire, como las hojas de papel, más livianas, que le rodeaban y acompañaban sin poder ofrecerle consuelo. Él se deja caer y no puedo imaginar lo que acertaría a sentir o pensar durante esos segundos eternos que le acercan a la muerte, a una completa desintegración. De igual modo que apenas puedo vislumbrar lo que pensó y sintió cuando decidió dar el salto.

Ningún salto admite la marcha atrás, el arrepentimiento, pero hay saltos que son un desafío y otros, una renuncia. En unos se echa un pulso a la naturaleza y a tu propio cuerpo mientras que en los otros simplemente consumas la huida perfecta, la que se rinde y se entrega, casi amorosamente, a su perseguidor. Porque la huida perfecta es la que reconoce la inutilidad de la otra, la huida sin fin que realmente desearías poder realizar y no puedes. No puedes realizarla a pie, saliendo corriendo, porque sabes que antes o después te cansarás, no podrás más, y tendrás que detenerte sin que nada haya cambiado. Y los demonios que te persiguen te alcanzarán, y todo habrá sido inútil. Mientras que dejándote caer… No sé, ¿quizás se ofrece así un instante de consuelo y paz antes del fin?

Los saltadores de trampolín se me aparecieron entonces como unos acróbatas burlones que desafiaban salto tras salto, con su giros y piruetas, a la física y a la muerte. Que, en cierto modo, vengaban a todos aquellos que, demasiado humanos, sencillamente dieron el salto, como ellos, pero no pudieron sino dejarse caer. Y me pareció un homenaje que la belleza hacía a la desesperación, reconociéndola como a una hermana, más pequeña e inexperta. Y recordé otro homenaje de este tipo (al fin y al cabo puede que la literatura o el arte en general no sean sino belleza que rodea con sus brazos, consoladora, a la desesperación), y aquí os lo dejo.

Foto: Richard Drew
Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas:
uno, dos, todavía unos cuantos
más arriba, más abajo.

La fotografía los mantuvo con vida,
y ahora los conserva
sobre la tierra, hacia la tierra.

Todos siguen siendo un todo
con un rostro individual
y con la sangre escondida.

Hay suficiente tiempo
para que revolotee el cabello
y de los bolsillos caigan
llaves, algunas monedas.

Siguen ahí al alcance del aire,
en el marco de espacios
que justo se acaban de abrir.

Solo dos cosas puedo hacer por ellos:
describir ese vuelo
y no decir la última palabra.

(“Fotografía del 11 de septiembre”, de Wisława Szymborska. Trad. De Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia)