jueves, 27 de julio de 2017

El abuelo Manuel

Foto: J. Teresa Padilla


Por J. Teresa Padilla


Para describir algo o a alguien buscamos adjetivos. Si los adjetivos tienen una función clara, ésa es la de calificar nombres. Manuel es todo un nombre. Uno, además, propio. Lo que tienen los nombres propios, eso que los convierte en un auténtico enigma lingüístico, es que, por comunes (léase frecuentes) que sean (y Manuel, qué duda cabe, lo es), nunca terminan siendo nombres comunes. Es decir, que no tienen un significado que nos permita saber algo de lo que nombran. Manuel se llamaba Manuel como podía haberse llamado Juan, y Manuel no nos dice nada de él ni distinto a lo que nos diría Juan (si se hubiera llamado así, claro).

Alguien podría pensar entonces que el nombre propio es, desde el punto de vista semántico, bastante inútil. Se equivocaría. Tiene un significado preciso: el de designar al nombrado como un individuo único e irrepetible que no se puede reducir a un caso ejemplar de una especie cualquiera. Y Manuel, como todos los seres con nombre propio, lo era.

Manuel designa aquí a un hombre que vivió en un pequeño pueblo andaluz en el que precisamente su nombre, que no por ello dejaba de ser propio para ser común, sí era muy frecuente. Bueno, su nombre y el de casi todos. A saber por qué, pero, a pesar de la infinidad de alternativas que ofrece, sin ir más lejos, el santoral, en este pueblo quien no se llamaba Manuel, se llamaba Juan, Francisco o José. Bueno, también había algún Pedro o Antonio. Cualquier otra posibilidad era estadísticamente anecdótica. Dada esta equivocidad resultaba inevitable que casi todos ellos tuvieran un sobrenombre. ¿Por qué usar un sobrenombre si el registro civil nos ofrece con este fin los apellidos? Pues porque el abanico de éstos también era bastante limitado (cada vez más, debido a la creciente endogamia) y, por tanto, incapaz de resolver el equívoco, que tampoco es cuestión de aprenderse dos o tres apellidos de cada cual.

El sobrenombre que Manuel tenía (y que, como era costumbre, pasó a designar a sus descendientes) era “Pajarillo”. Ignoro la razón exacta del mismo, aunque se supone que se debía a que era una persona de natural afable y risueño que canturreaba a menudo. Lo que sí se puede descartar con absoluta certeza es que obedeciera a su frugalidad (es decir, a que comiera como un pajarillo). No, Manuel siempre tuvo un apetito excelente y, si le hubieran preguntado cómo se imaginaba el infierno, probablemente hubiera contestado como un lugar en que se pasa hambre. De hecho, en su familia se ha terminado discriminando quién es más o menos “Pajarillo”, es decir, digno descendiente de Manuel “Pajarillo”, de acuerdo, entre otras cosas, con la importancia que para una vida digna de ser vivida se diera a la comida. Así que, ahora que lo pienso, pudiera ser muy bien que “Pajarillo” fuera un sobrenombre irónico; aunque, no, en realidad no había en aquel pueblo esta “mala baba”.

Irónico o no, y aunque me haya servido, eso sí negativamente, para mostrar un rango distintivo de Manuel, “Pajarillo” es un sobrenombre, nombre al fin y al cabo, y lo que yo buscaba era un adjetivo. Uno capaz de darnos una idea general de cómo era Manuel. Justo eso que no nos puede dar el nombre, ni el común ni el propio.

Los adjetivos son esenciales en cualquier descripción, pero más cuando lo que intentamos es dar a conocer a alguien a través de esos pocos datos que de ellos tenemos. De Manuel tengo, en realidad, un único recuerdo propio, y más allá sólo un par de anécdotas relatadas una y otra vez en las reuniones familiares. En el caso de Manuel podríais pensar, a la vista de lo dicho, que este adjetivo podría ser “glotón” o algún otro de similar significado. Sería un error. Porque sí, la comida era algo que nunca debía faltar, algo importantísimo para él, pero Manuel no era especialmente voraz.

Ni delgado ni grueso, Manuel comía más o menos lo que cualquier otro. Eso sí, lo disfrutaba. Disfrutaba comiendo y disfrutaba, casi más, viendo comer a los demás, especialmente a los que de él dependían, a los suyos. Estos eran, en teoría, sus seis hijos, pero en la práctica eran muchos más. Bastantes más. Sí, si tuviera que elegir un adjetivo para Manuel este sería el de “generoso”, aunque más que por algún tipo de imperativo moral, porque no lo podía remediar. Era su naturaleza. Pensaréis que me toca algo (es cierto) y por eso he elegido para él un calificativo tan honroso. No os dejéis llevar por las apariencias: la generosidad y el egoísmo a veces no se contraponen, sino que van de la mano, como dos caras de la misma moneda. Sí, porque ser generoso es dar a los demás, y lo que se da, muy a menudo, no nos pertenece sólo a nosotros. No se puede negar que la generosidad de Manuel daba mucho trabajo a algunas otras personas. Sí, justo las que imagináis: las mujeres de la casa.

Manuel se casó con Josefa y ambos tuvieron seis hijos, entre finales de los años treinta y mediados de los cincuenta. La generosidad que caracterizaba a Manuel hubiera dado lugar a una prole todavía más numerosa, pero su mujer, afortunadamente para él, para ella y para sus hijos, era todo un carácter y no se dejaba hacer así como así. Todavía la recuerdo diciendo que, si por él hubiera sido, habrían tenido uno cada año, y también rememorando la “vergüenza” de la que sería su última maternidad, a una edad que ella consideraba ya escandalosa (próxima a los cuarenta) y con todos los demás hijos ya criados. A mi abuela la conocí muy bien, pues murió a los pocos días de tener yo a mi primer hijo. Era fuerte y dura, y recuerdo cómo sonreía cuando aquel hijo tardío, al que más terminó queriendo, contaba esta historia y las hierbas que mi abuela había amenazado con tomarse para abortarle. Pero ésta es otra historia. La yaya se merece un relato aparte.

Manuel y Josefa se dedicaban a vender en el pueblo todo tipo de alimentos. Josefa iba y venía de las poblaciones cercanas más grandes desde las que traía, sobre todo, pescado, frutas y hortalizas. También criaban pollos y cerdos, y se encargaban de las matanzas de los que criaban los demás. En su modesto hogar, la verdadera “ama de casa” era, dada la casi constante ausencia de Josefa, su madre, la abuela Juana. El resto del núcleo familiar lo constituían los seis hijos más innumerables sobrinos, sobre todo de Manuel, pero también de Josefa. Jornaleros la mayoría, sus respectivos padres no podían hacerse cargo de ellos y los tenían distribuidos entre sus hermanos con algo más de suerte o, por lo menos, más sedentarios. Algunos pasaron allí estancias más o menos largas; otros, toda su infancia y juventud, hasta que ellos mismos se independizaron. Como ocurría en el pueblo, también la gama de nombres en la familia era muy restringida, así que abundaban las repeticiones y, por tanto, la necesidad de adjetivar los nombres propios de una u otra manera, mayormente con el “chica” o “grande”. Nombre y adjetivo solían, además, formar una única unidad fonética, dando lugar a variantes del nombre graciosas y peculiares del tipo “Juanichica”.

Con todas estas personas a su cargo parecería lógico que la mayor preocupación de Manuel fuera que a ninguno le faltara de comer. Al fin y al cabo para eso se los habían confiado, para que no pasaran hambre. Bueno, sí, es lógico. Lo que ya no lo era tanto era su tendencia a dar de comer también a todo aquel a quien tuviera ocasión de invitar. No había pescadero o frutero procedente de otro pueblo que no terminara en los bancos de su cocina compartiendo la olla de la comida. Nunca se sabía quién se podía presentar en su casa. Lo que sí se sabía es que, si se presentaba, tenía que comer o Manuel se sentiría profundamente desgraciado. Y, cuando así se sentía, lo sufrían los suyos, porque célebre (no ya tanto en el pueblo, aunque sí entre sus hijos) era el mal genio que este hombre, por lo general tranquilo, podía llegar a desplegar.

Todo esto es, sin lugar a dudas, ejemplo de su generosidad. La otra cara, la del egoísmo, la sufría, sobre todo, la abuela Juana. Sensata como su hija y consciente del peso de su carga, sus guisos intentaban limitarse a lo estrictamente necesario y a economizar lo máximo posible. Manuel, que conocía pero parecía no comprender ese afán previsor y ahorrativo de las mujeres de su casa, empleaba gran parte de su tiempo y astucia en conseguir distraer entre las reservas de tocino y embutidos complementos con los que dar mayor sustancia y potencia calórica al guiso. Nadie debía pasar hambre, pasara lo que pasara, y siempre debía haber comida de sobra porque, ¿cómo, si no, iba a poder invitar a compartirla a quien quisiera? ¿Qué iba a hacer si el hambre atacara a deshoras o alguien hambriento se cruzara inesperada e intempestivamente con él? Sí, el día que no sobraba algo era, para él, un día aciago. La perspectiva de no tener con qué alimentar o alimentarse le angustiaba y era pero que muy capaz de despertar el mal genio que, casi siempre dormido, habitaba en él. Mucho tiempo después de su muerte, sus hijos y sobrinos recordaban la desesperación de la abuela Juana cada vez que le veía aparecer por la cocina, en ocasiones varias veces durante la misma mañana, para añadir al cocido un trocito de esto o de aquello, incluso cuando ya no iba a dar tiempo a que se cocinara como debía y fuera a aparecer crudo en el plato. La abuela, con firme delicadeza, le aventaba como a un gato ladrón, y él, que siempre conseguía su propósito, respiraba aliviado y sonreía feliz como un niño travieso.

En realidad, Manuel comprendía muy bien a las mujeres de su casa. Lo que pasaba es que tenía una muy clara y algo curiosa idea de la división sexual del trabajo. La obligación de las mujeres era ser previsoras y algo agarradas, precisamente para que él pudiera gozar de la despreocupación y del placer de la generosidad. Y estoy segura de que el desconcierto más absoluto le hubiera paralizado si en alguna ocasión su mujer y su suegra no se hubieran quejado de su liberalidad. Ellas hacían bien en quejarse, y él en darles motivo de queja. El mundo estaba así en orden y equilibrio.

Con el tiempo se hizo mayor, y el gusto por los alimentos grasos de origen animal le dio graves disgustos de salud que él asumió como el precio justo a pagar por una vida feliz. Obviamente, se los desaconsejaron. Obviamente, él hizo caso omiso. Manuel comprendía muy bien que la obligación de los médicos era amargarle la vida a uno y la de uno desobedecer en lo posible a los médicos. El mundo recobraba así su orden y equilibrio.

Los hijos y sobrinos crecieron, se casaron, se marcharon. No sólo de la casa, sino del pueblo. Corrían los años sesenta y el futuro estaba en la ciudad. Ante la horrenda perspectiva de quedarse solo y sin medios de vida (nunca había cotizado y no tenía derecho a pensión alguna), él y Josefa se marcharon también. El orden de su mundo dictaba que ahora les tocaba a sus hijos cuidar de que no le faltara nunca algo que llevarse a la boca. Se adaptó como pudo a la gran ciudad, cobijándose en la vida más familiar del extrarradio al que había ido a parar. A veces, hasta cogía el metro para ir a visitar a alguno de sus hijos. Y en esos vagones del antiguo metro iluminados por bombillas, ruidosos y traqueteantes, él se sentaba, tranquilamente, y sacaba de una bolsa un trozo de chorizo y un pedazo de pan. Porque, ¡hay que ver lo grande que es Madrid y lo largos que se hacen los viajes!

La salud le siguió dando disgustos y terminó postrándolo en una silla y privándole casi del habla, pero allí, en su mesa camilla, en un barrio de Carabanchel que parecía entonces casi como un pueblo grandote y feo, le iban a visitar de vez en cuando sus hijos con los nietos. Todos sabían que no se podía ir con las manos vacías. Todos sabían, para eso habían tenido en su padre al mejor maestro, qué había que ofrecer a los demás. Así que los niños entrábamos en aquella pequeña sala donde él pasaba ya todo el día con una bandeja, recién comprada en la pastelería, de bocaditos de nata. El paquetito (no demasiado pequeño) se abría y entonces Manuel, que apenas podía ya decir nada, se carcajeaba bajito ocultando gran parte de su rostro tras la garrota que sujetaba con sus dos grandes y ásperas manos. Y los niños le mirábamos, y reíamos con él. Sí, porque también nosotros éramos “Pajarillos”, de los buenos.

(Publicado originalmente en La vida en su tinta el 14 de abril de 2015).

Post scríptum: He decidido, con los permisos pertinentes (¡gracias, chicas e "ilustrao"!), agrupar mis escritos en estos Diarios. No sabía cómo hacerlo, así que lo hago así, por las buenas, aprovechando que nada de lo que he escrito esta semana me ha gustado y que mis niñas están a sus otras muchas cosas. En este texto he modificado alguna cosilla. No sé qué haré en lo sucesivo. Algunos ya lo conoceríais. Espero que la mayoría no, pues éste es, entre otros motivos, el principal para reeditarlos aquí. No puedo poner una foto de mi abuelo Manuel, pues ninguna de las que tengo hace justicia a mi recuerdo de él e incluso lo contradice. Pero esto da para otra entrada.

Id por la sombra, amigos.

miércoles, 19 de julio de 2017

Bailando con la duda

Ginger Rogers y Fred Astaire

Por Esperanza Goiri

El primer baile que recuerdo es el que ejecutaba de niña subida a los pies de mi padre y agarrada a su cintura. Yo simplemente me dejaba llevar, él daba ligeras vueltas y pasos suaves hacia delante y detrás. Siempre acabábamos con un gran y alocado giro final que me encantaba. Cuando fui creciendo, esas sencillas coreografías desaparecieron ante la incapacidad de las sufridas extremidades inferiores de mi progenitor para aguantar mi creciente peso.

Mi siguiente experiencia dancística fue quedarme embobada viendo las evoluciones de los grandes y clásicos bailarines de las películas americanas que se veían en casa: Ginger, Fred, Gene, Cyd… Dotada de una imaginación desbordante, no me costaba nada fantasear y verme protagonista de todos y cada uno de sus bailes, que yo practicaba con maestría y glamour en brazos de esos galanes, algo trasnochados pero llenos de encanto. Curiosamente, aunque también me gustaban sus filmes, no me producían el mismo efecto los coordinados y estudiados movimientos de Shirley Temple. Tal vez porque a mí lo que me gustaba era dejarme llevar, e intuía el tiempo y esfuerzo que la pobre Shirley era obligada a invertir en cada uno de sus números. Astaire y Rogers, Kelly y Charisse fluían, parecía que en ellos era natural moverse armónicamente al son de la música. Ya de jovencita, cómo no, me dejé atrapar por los bailoteos de los protagonistas de Fame, Grease, Footloose, Dirty Dancing y Fiebre del sábado noche.

Siempre me ha fascinado ver bailar bien. Pero bailar bien, de verdad. Creo que cualquiera, a base de ensayar y machacar durante horas unos pasos concretos, puede ejecutarlos técnicamente de una manera correcta, pero carente de emoción y  magia; de la misma manera tengo la certeza de que hay gente que nace con un don, un talento innato para cualquier tipo de danza. Son aquellos a los que no puedes quitar los ojos de encima y de los que sigues sus cadenciosos desplazamientos como en un trance. El milagro puede suceder en una boda: esas parejas maduras que, perfectamente compenetradas, te bailan un pasodoble como Dios manda; en plena calle bonaerense ante unos anónimos y sensuales bailarines de tango; en la Gran Vía madrileña, admirando a un joven africano que se mueve al sonido de sus cascos, ajeno al mundo. Se tiene o no, el arte.

Por eso, y siendo una como es, de naturaleza tímida, siempre me ha costado dejarme llevar por la pista de baile. Digamos que he necesitado alguna “ayudita” para soltarme y entregarlo todo. Eso sí, cuando se ha dado el caso, era un no parar. De ello dan fe unas bailarinas rojas nuevas que, tras una noche de furor y meneo en las fiestas de una población costera, llegaron destrozadas y fueron directas a la basura. Es lo que tenemos los vergonzosos: pasamos de cero a cien, y hasta a mil, para volver otra vez a la casilla de salida sin solución de continuidad.

Foto: Pixabay
El caso es que ahora bailar, lo que se dice bailar, lo hago solo en casa con Vito, mi perro, que le entra a cualquier género con notable entusiasmo y siempre tiene su carnet de baile disponible para mí. Aunque, siendo sincera, he de confesar que también me muevo al son de una compañera de baile tenaz, y a ratos molesta, que me lleva agarrada, a veces con furia y otras con delicadeza, que me enreda y atrapa en sus evoluciones sin darme respiro. Sí, últimamente bailo mucho con la duda. No sabría explicaros la razón. No creo que me haya vuelto más indecisa, puede que sí algo más perezosa. Hay decisiones ingratas de tomar que te esperan congeladas dentro del frigorífico y dudas cómo acometerlas. Tú sabes que están ahí, a la espera de que las saques de una vez a temperatura ambiente y las dejes evaporar. Otras, en cambio, te hacen sentir cierto regodeo ante la deliciosa incertidumbre de elegir entre opciones igualmente satisfactorias. También los años te enseñan a asumir las consecuencias de tus resoluciones para ti y para los demás. Por eso en determinados momentos titubeas y te lo piensas mucho antes de actuar. Esta mañana la duda ha encendido la radio, y mientras resuena por toda la casa la popular canción: “Quizás, quizás, quizás…”, me invita a bailar. Las dos sabemos que no me queda más remedio que aceptar.


jueves, 13 de julio de 2017

Amores que matan

Foto: Pixabay

“A veces pienso que si el tabaco gusta tanto no es por la fuerza de la nicotina, sino porque en este mundo vacío y sin sentido te da con facilidad la impresión de estar haciendo algo que tiene un significado” (Orhan Pamuk. El museo de la inocencia).

Por J. Teresa Padilla

Llega el verano y, como todos los veranos, no sé qué hacer conmigo misma ni con el blog. Cerrarlo por vacaciones sería una opción que otros años seres más decididos que yo eligieron sin que el mundo en general, ni el blog en particular, se viniera abajo. Pero yo dudo. ¿Y si tengo algo que escribir sin dilación, una epifanía bajo el tórrido sol que no pueda dejar de compartir con mis congéneres? Sinceramente, desde que me animaron a explorar mis horizontes más allá de las reseñas, ando algo desatada y si no vomito todo el veneno que se me acumula en un lugar impreciso pero punzante entre la boca del estómago y el corazón (o sea, en el centro-izquierda del tórax), es porque me horripilan este tipo de discursos en los demás y, de haber una máxima que intento obedecer siempre, es la de no hacer a los demás lo que no quiero sufrir de ellos. Al fin y al cabo, hay muchas formas de curar los dolores cardiaco-estomacales más efectivas y menos chabacanas que ponerse histérico, escatológico o tremebundo por escrito. No sé qué es en el fondo la vida (a veces tan deslumbrante, otras tan asquerosa y pestilente), pero seguro que las maldiciones ni la iluminan ni la arreglan.

Así que, mientras encuentro la forma de tomar distancia de las miserias que me tienen cogida esa parte de mi cuerpo a medio camino entre el estómago y el corazón y que no sé a cuál de los dos órganos impide con más fuerza expandirse, pienso en lo que se parece el amor al tabaco.

Si, lo sé, mi cerebro parece normal en los escáneres, pero porque en ellos no se ven las sutiles conexiones neuronales. Tengo que confesar que es la parte de mi cuerpo de la que más me enorgullezco. No por su brillantez (es demasiado lento), sino por su imprevisibilidad: nunca se sabe (ni siquiera yo) por dónde va a salir y sus asociaciones hacen que con mucha frecuencia me dé la risa. Mis hijos me ven reírme sola y preguntan, claro. Cuando se lo explico, me miran raro y sonríen, no por lo que les cuento, que ni de lejos les hace tanta gracia como a mí, sino por la madre loca que les ha tocado. Y es que, si te ocurren desgracias como la de no tener esa madre perfecta que nunca pierde los nervios y lleva los pelos en su sitio, que sea al menos una que se ríe sola. Aunque también llore sola, y a veces hasta por la calle.

Amor y tabaco. Esta es la última idea que se encendió en mis sesos para servir de cortafuegos a otros incendios. Yo soy una exfumadora. No sé por qué no hay (o no salen en las pelis) asociaciones de fumadores anónimos. Si las hubiera, os juro que me levantaría y diría el “Hola, soy Teresa, y soy fumadora”, fumadora en el sentido en que ellos se declaran alcohólicos, aunque ni ellos beban ni yo fume. Porque aunque haga algo más de un año que no lo cato, no hay un solo día en que no me apetezca y a veces sueño que me compro un paquete y me paso toda la noche fumando. El sueño es tan vívido, que me despierto con esa carraspera de cuando era joven, fumadora activísima y trasnochaba. Al parecer, soñar que fumas es una fantasía recurrente de exfumadores irredentos como yo. Los que aún a sabiendas de lo venenoso que es y de lo bien que hicimos en haberlo dejado, de la pasta que nos hemos ahorrado y de todos estos y otros argumentos ciertísimos, miramos con envidia a los fumadores sociales, esos que se fuman un pitillo sin echar de menos ya el siguiente. Vemos el voluptuoso humo azul que asciende desde sus cigarrillos encendidos (hay que ver lo que desaprovechan el tabaco los fumadores sociales) como una invitación lasciva y dudamos si acercarnos a aspirarlo o no. Mejor no, o quién sabe si nos cogerá de nuevo en sus garras, cuyo tacto, sin embargo, anhelamos. Hay exfumadores así, como yo, protagonistas de una historia de amor imposible con el tabaco. Con un poco de suerte conseguiremos resistirnos, pero para nosotros nunca será cierto eso que dicen los manuales de ayuda para dejar de fumar: el día que dejas de fumar has dejado de ser fumador.

Pero también hay otro tipo de fumador: el iluminado. Probablemente son ellos los que escriben los libros de autoayuda. Dejar de fumar ha cambiado sus vidas, les ha librado de una esclavitud y una carga, les ha abierto nuevos horizontes (deportivos, sobre todo). De repente se sienten tan bien (sin toses matutinas ni catarros eternos) que llegan incluso a hacerse adictos a la vida sana y vigilan todo lo que entra por su boca, en la que nunca, jamás, podrá encontrarse ya la lengua besadora de un fumador.

En fin, como en el amor (o el desamor, más bien): hay quienes saltan de felicidad al perder de vista a aquel al que tanto llegaron a amar, y otros, más melancólicos, que nunca olvidan y buscan (normalmente en el frigorífico) algo que llene el vacío que el amante perdido ha dejado. Llorones.

jueves, 6 de julio de 2017

Será por eso

Yayoi Kusama (2009)

Por J. Teresa Padilla

Me he autodiagnosticado SESE (acrónimo de "síndrome de estupidez sobrevenida estival"). Primero he agrupado mis síntomas y creado este trastorno con el fin de que los explicara. Me queda redactar el paper y conseguir que se publique en alguna revistilla anglosajona, que es lo que da prestigio por más que se demuestre una y otra vez que les cuelan de todo. La tramposa circularidad salta a la vista, luego nada se explica aquí por más que resulte tranquilizadora la existencia de un nombre que da “realidad” (normaliza y ordena) a este conjunto mío y rebelde de sensaciones y actividades (o inactividades). Lo peor no es que yo me haga estas trampas para empezar con algo de humor una entrada de estos Diarios. Lo peor es que realmente funcionan así las cosas en muchas disciplinas científicas, sociológicas y psicológicas, mayormente, pero también médicas: cuando no se encuentra alguna de las causas establecidas de lo que te pasa, la enfermedad pasa a apellidarse idiopática (forma culta del “ni puta idea” o, para respetar la etimología, de “lo tuyo es muy tuyo”), a no ser que aparezca asociada a determinados anticuerpos en sangre. Entonces pasa a ser autoinmune (el famoso lupus del Dr. House o algún otro trastorno de imposible comprobación y muy imprevisible respuesta a los tratamientos) y, si coincide temporalmente con un cáncer, paraneoplásico, más que nada porque no va a dar la casualidad de que uno pille (es un decir) un cáncer y una enfermedad autoinmune a la vez. Claro que, igual que hay médicos que no creen en las casualidades, los hay que no creen en las paraneoplasias. Mi, como yo lo llamo, “médico jefe”, no cree. Un año ha esperado para decírmelo mientras yo le contaba como una boba lo que me hacía la internista para tratarme sin éxito mi paraneoplasia particular. Mi “médico jefe” y yo tenemos problemas graves de comunicación. Es de los que opina que los pacientes ya tenemos suficiente con lo nuestro como para que encima nos den explicaciones que irremediablemente (carecemos de la formación necesaria y estamos emocionalmente inestables) vamos a entender mal. Por eso, en lugar de preguntarle los detalles de su escepticismo, compartí mi hallazgo con mi “médico subjefa”, o sea, la internista. Entonces descubrí que hay médicos que efectivamente no creen en lo paraneoplásico igual que ella, por ejemplo, sí cree, aunque no crea, digan lo que digan otros, en la fibromialgia.

Aquí ya me dieron ganas de llorar, porque mi vida está en diversas manos todas ellas pertenecientes a integrantes de un gremio con demasiadas, para mi gusto, creencias e increencias propias, lo que da a los tribunales médicos un parecido aterrador con los kafkianos. Porque si malo es tener una enfermedad idiopática o paraneoplásica, pobres de los diagnosticados con enfermedades psicosomáticas, en las que, con total certeza, habrá médicos que crean y otros que no. A punto estuve yo de ser clasificada en ese grupo y ya tenía cita con el psiquiatra cuando me salvó (bastante irónicamente) la campana. Pensaréis que es mejor estar loca que tener una enfermedad potencialmente mortal, pero no os creáis. Aparte de que la locura también es potencialmente mortal, resulta que hay personas en silla de ruedas por supuestos trastornos psicosomáticos. A mí esto me parece crueldad médica (como no sé lo que te pasa, la culpa la tienes tú) y más teniendo lo idiopático ahí a mano para disimular o reconocer la ignorancia, según. Durante el poco tiempo que fui una enferma psicosomática pude experimentar la indiferencia que causa en tu entorno este sufrimiento que ellos consideran fingido, teatral. Los médicos creerán unos en unas cosas y otros en otras, pero nadie, salvo algún médico, cree en la realidad de las dolencias autoinflingidas mentalmente. No digo que duden de la existencia de locos, pero sospecho que no comprenden su sufrimiento. Hasta parecen no reconocer que realmente sufran, que su dolor sea auténtico. Y es que, a veces, los locos nos hacen reír.

Los dementes, en ocasiones, nos recuerdan a los niños que, a su vez, nos recuerdan a los locos (y aquí saltaría Marisa para tararear el “locos bajitos” de Serrat). La remisión recíproca nos hace sonreír. A nosotros, sí, que no estamos aún locos, pero somos algo idiotas y nos cuesta admitir que los niños puedan sufrir otra cosa que dolores con causas evidentes y, sobre todo, pasajeros. Cuando lo recordamos se cierne sobre nuestra sonrisa una sombra que, o bien la deshace, o bien la convierte en un mero gesto de cortesía dirigido no se sabe si al loco o a los que sonreían con nosotros.

Desgraciadamente hay personas que, además de idiotas, son crueles. Las personas crueles nunca sonríen tontamente. En eso aparentan ser más listos que nosotros, pero es pura apariencia. Simplemente no pueden y disimulan su incapacidad con una carcajada grotesca. Son esos que se mofan de los raros o locos provocando las situaciones irrisorias. Para ellos y para todos los que, cobardes, les ríen sus gracias. También están los que los desprecian. Algunos no llegan a tanto y sólo los evitan, y en este grupo entramos casi todos. Porque los locos nos avergüenzan. Un poco por lo que hacen o dicen, tan fuera de la norma, de los usos y costumbres que regulan nuestra convivencia. Pero a mí, sobre todo, me hacen avergonzarme de mí misma.

Están ahí. Solos. Diciendo o gritando algo que no puedo entender. No me atrevo a acercarme a ellos y probar a hablarles. No me atrevo a tocarlos. Puede que me den un manotazo, me empujen o insulten, aunque tampoco ésta es una violencia lo suficientemente grave para explicar el temor. Yo creo que me avergüenza la impotencia, la seguridad del fracaso. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, todo va a seguir igual. A veces intuyes y otras percibes claramente ese sufrimiento que apenas son capaces de exteriorizar, el de estar encerrados en la cárcel en que se ha convertido su cerebro torturador, pero no sabes cómo sacarlos, aunque sea un instante, de allí. Lo intentas, pero pronto lo dejas, porque no puedes soportar esa mirada que se pierde detrás de ti haciéndote sentir invisible. Porque no encuentras nunca esa palabra que luchan desesperadamente por encontrar y que nunca, nunca, es la que tú les propones. Ni la podrían reconocer si te la oyeran, porque su búsqueda no les permite escucharte.

Y llegará un día en que callen. El frágil hilo que nos mantiene unidos se romperá y ellos, como un globo de helio, se perderán del todo en su laberinto interno. Entonces nos podremos hacer la ilusión de que no sufren, de que ya no se pelean desesperadamente con esas palabras malignamente esquivas. Pero es algo en lo que queremos creer, porque saber, no sabemos una mierda de lo que está pasando. Y pienso en la muerte y en su crueldad infinita y multiforme, en las mil maneras de morir en vida.

El día está gris y bochornoso. Y la lluvia no consigue arrancar ningún olor a la tierra, cubierta por el asfalto. Será por eso.