miércoles, 24 de mayo de 2017

De astenias, un vestido de novia y otros males primaverales

Por Esperanza Goiri

La primavera en su esplendor

Los cambios de estación siempre me han sentado mal, pero de todos ellos el que más acuso es el paso del invierno a la primavera. Sé que ésta es una época muy bien recibida y con buena prensa en general: reverdecen los árboles, las abejas se lo montan con todo tipo de flores entre alegres zumbidos, la sangre de los mamíferos, incluida la humana, se altera. Brotan por las calles niños disfrazados de almirante y mini novias de diez años; los jardines y parques se llenan de gente ansiosa de absorber el más mínimo rayo de sol; las terrazas y chiringuitos reciben la temporada rezumando claras y sangría, y en los supermercados nos incitan tentadoras las primeras sandías y cerezas. ¿Qué hay de malo en todo ello? A priori, nada.

Sin embargo, pertenezco al grupo de seres que sufren la denominada astenia primaveral. La desgana y la apatía unidas a bruscos e imprevisibles cambios de humor nos invaden y cualquier labor, por rutinaria o nimia que sea, nos parece digna de Los trabajos de Hércules. Padecemos alteraciones del sueño que nos hacen vagar por las calles como acelgas lacias a la espera de tiempos mejores (en mi caso el ansiado otoño). Sí, me salto el verano, que merece texto aparte por sus agobiantes y maquiavélicos ritos y hábitos.

El caso es que al cumplir con ese quehacer, odioso por demás, del cambio de ropa por temporada, llené dos bolsas con prendas en buen estado, pero prescindibles, y me encaminé a un establecimiento donde les dan salida y un porcentaje de su venta se destina a fines sociales. Estaba en la tarea de meter los sacos en el contenedor, preparado al efecto para la recogida, cuando lo vi en uno de los escaparates.

Vestido nupcial

Luciendo en solitario, sin ningún tipo de artificio o elemento decorativo, el maniquí, sin rasgos ni tocado, estaba ataviado con un traje de novia. El vestido no era ni bonito ni feo, ni sobrio ni pomposo, ni clásico ni moderno… no sabría como describirlo. Mi astenia y yo, nos quedamos embobadas mirándolo a través del cristal. Supongo que por la sorpresa y el halo de desamparo y tristeza que emanaba de él. Miles de conjeturas y suposiciones pasaron por mi mente a toda velocidad. ¿Quién se habría desprendido de él? ¿Una novia despechada o burlada a pie de altar? ¿Quizá una chica harta de que le hubieran impuesto ese modelo nupcial? Podría tratarse de una mujer que lo habría guardado con mimo durante años, esperando la ocasión para vestirlo que finalmente nunca se presentó. Claro que nada impedía que fuese una donación de esas que hacen los parientes, cuando vacían la vivienda para su venta, de un familiar fallecido. Pero más intrigante era imaginar quién lo compraría. Un vestido de novia es una prenda muy personal e íntima y ese marco en el que se exponía era tan desangelado y poco glamuroso que era difícil suponer que atrajera a posibles compradoras. Tal vez alguien sin posibilidades, resignada a su ajustado presupuesto, dejando de lado romanticismos y tópicos. O algún figurinista para una obra de teatro de aficionados. A lo mejor, simplemente, una chica para quien la boda es un mero trámite y no está dispuesta a invertir tiempo y esfuerzos en buscar el “traje soñado”.

Seguía fabulando pegada al cristal, ajena a todo, cuando advertí la presencia de otra mujer que también miraba el vestido y exclamó para sí misma más que para mí: “Mira qué bien, mañana mismo traigo el mío; no me había atrevido por mis hijas, pero para la vida que me ha dado el “cerdo” con el que lo estrené hace ya treinta años, deseando estoy perderlo de vista”. La señora siguió su camino con decisión. Mi astenia y yo, un poco más mustias si cabe, nos fuimos a la farmacia a comprar melatonina y antihistamínicos. No hay nada mejor para ponerte en tu sitio que un golpe de realidad.



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