miércoles, 31 de mayo de 2017

Patria, I

Patria. Fernando Aramburu.

Tusquets: Barcelona, 2016. 648 pp. 22,90 euros.


 
Por J. Teresa Padilla

Mirad que lo siento. Pero no. Ya me advirtió Marisa que esta novela no era para mí. Ojalá pudiera decir que me ha parecido tan instructiva y emocionante como a gran parte de la crítica y del mundo literario en general. Emocionante, en realidad, puede que sí, pero no sé si las emociones que me ha despertado son las que pretendía su autor. Me ha resultado ajena y claustrofóbica, en lo que respecta al qué se cuenta, y exasperante en lo que se refiere al cómo. Puesto que hay que empezar por algo, que sea por este cómo. Mi reseña será larga (me disculpo, aunque las citas son numerosas y prescindibles), y por eso la he dividido en dos partes. Ésta, dedicada a las cuestiones formales, y la segunda, espero que más breve, a lo que se nos cuenta en ella. Podría haber quedado reducida a un tamaño más habitual si no me hubiera sentido obligada a justificar por qué esta novela, que tantos califican de “imperecedera” y llegan a comparar con “Guerra y Paz”, no me parece más que una muy probablemente digna novela pero de mero consumo masivo, de ésas “fáciles de ingerir y en las que uno no se demora ni loco, porque no hay posibilidad en ellas de saborear nada” (Ben Roth, The Millons). En lo que a mí respecta, una completa decepción.

Para contarnos este “testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista” (551), el autor ha tomado la decisión absolutamente legítima, arriesgada, y en principio muy interesante, de mezclar voces y planos narrativos. Así, tenemos un narrador en tercera persona y que se expresa en pasado al que continuamente, sin previo aviso, a veces en la misma frase y sin más distancia gramatical que una coma, o ni eso, quita la palabra el personaje en cuestión del que se trata en cada momento. Porque en esta novela son los personajes los que hablan, solos (casi siempre) o con los demás. Así cuentan la historia mientras el narrador se limita a darles el pie o a completar el relato con los detalles sólo perceptibles desde la distancia del narrador omnisciente. Chocante al principio, lo cierto es que una se acostumbra rápido.

La idea es buena, pero no sé hasta qué punto está lograda. Da lugar a frases extrañas y nada agradables al oído (por lo menos al mío), en las que, más que usarse un estilo indirecto “libre”, se adopta una posición intermedia entre éste y el directo. El resultado son expresiones como:

“Bittori se olió que estos dos se han puesto de acuerdo a mis espaldas” (32); “Arantxa había decidido no dejarse doblegar, aunque en el fondo yo [Arantxa] sentía una gran inseguridad, en serio” (86); “nadie fue a sentarse en las cercanías de Bittori, de donde ella dedujo que su presencia no había pasado inadvertida; pero me da igual, no me esperaba un recibimiento con aplausos…” (123); “no pudo evitar en dos ocasiones que la fotografiasen rodeada del equipo de fisioterapeutas; pero me da igual porque las fotos nunca las vi” (192); “la niebla que subía del río borraba las casas. Y la verdad es que pasamos frío. Ya clareaba cuando se montaron en un coche” (387); “se aferraba a la convicción de que este hombre se ha llevado un capazo de secretos a la tumba” (152).

A veces es él el que interrumpe al personaje: “Los pies decidieron por mí y Xabier, corazón palpitante, se tomó un coñac doble” (550); y otras son hasta tres las voces en una sola frase: “Arantxa preguntó a los guardias si nos podemos sentar y uno de ellos, encogiéndose de hombros, respondió que le daba por culo si os sentáis o no” (300). Para mí la relación coste/beneficio de esta opción estilística es negativa, aunque se trata de una valoración puramente subjetiva.

La otra cara de esta especie de intrusismo del estilo directo en el indirecto es justo la inversa: el uso de la conjunción propia del estilo indirecto en la reproducción literal del diálogo. Ejemplos: “Miren le replica que:” (27); “preguntó y su amiga le respondió que:” (197). Esos “que” previos a los dos puntos y la raya o guión largo me resultan sorprendentes, y no entiendo sinceramente su sentido. Cuando, como en el siguiente ejemplo, en el que se empieza con el estilo indirecto clásico para introducir luego el mensaje directo, una pregunta en este caso, no es posible usar la conjunción, lo que antecede a los dos puntos es, nada más y nada menos, que el sujeto gramatical de la pregunta transcrita directamente, el cual tendría en ella su lugar natural: “Arantxa le preguntó a su hermano si cuando compartía habitación con Joxe Mari, este: -¿No intentaba…?” (241). Llamadme clásica o antigua, pero no me gusta. Sé que las reglas están para romperlas, pero para mí hace falta una razón que no veo.

Menos aún entiendo la sorprendente afición a no completar las frases y poner tan tranquilamente un punto tras una preposición e incluso conjunción:

“Le causaba recelo la presencia de un tipo solitario en actitud de y con aspecto de.” (133) “Terminó la carrera siete años antes de, participó en aquel congreso de cirugía cardiovascular en Munich nueve años después de.” (296) “Hablaban de, decían que.” (422). “Esta no era como la primera, hosca, de militante peleón, rencoroso y malo y cabezota y.” (542) “Atendería a las necesidades económicas de Amaia en el caso de que.” (592).

Ya sé que el lector sabe casi siempre qué falta y puede completar él mismo la frase en caso de necesidad. Ya sé que los puntos suspensivos están mal vistos en los corrillos literarios. Puede que se pretenda aumentar la carga dramática de la expresión, pero yo veo sólo frases incompletas que no me generan otro sentimiento que la extrañeza y la incomodidad (no sé si tendré algún trastorno obsesivo de la personalidad en relación a esta necesidad de completación).

Luego estaría el uso y, a mi parecer abuso, de la adjetivación por medio del participio presente o de otras formas de crear adjetivos y sustantivos a partir de verbos. No puedo dejar de verlo como una forma de evitar una frase subordinada, más compleja, aun a costa de la belleza acústica del texto (y, lo siento, pero yo creo, como decía Unamuno, que se lee con los oídos, no con lo ojos). O sea, como una abreviatura, un síntoma de pereza. Tanto me ha extrañado que consulté a mi María Moliner y alguna gramática sobre el uso de esta forma verbal impersonal en castellano. No tanto para pillar al autor en un renuncio (libres son los autores de forzar el lenguaje lo que consideren oportuno, otra cosa será que reciban abucheos o aplausos por su intrepidez) como para comprender el efecto tan cacofónico que producen en mí. Antes de seguir, veamos los ejemplos (son muchos, pero necesarios, creo, para que los que no la hayáis leído os podáis hacer una idea de la frecuencia en la utilización de este recurso lingüístico):

“Apretante de dientes” (177); “su mayor deseo era estar sola, fuera del campo visual de aconsejadores, de empujadores de su silla, de alimentadores, protectores…” (195); “tropa bailante” (195); “dijo, masticante, mientras se limpiaba…” (310); “y hablaron, graves, secos, sorbentes de sopa, masticantes de chuletillas de cordero” (333); “te vuelve agresiva, azotante, porque te sabe sin defensas” (362); “la calificó, gritante, agresivo, de porquería” (385); “buscó tranquila, fotografiante, el río” (404).

Aparecen mezclados con otras peculiaridades estilísticas sorprendentes que aún no he mencionado: “Cuerpos extraños/respirantes/descalzos” (398); “levantaban brindadores/simpáticos, bromistas las jarras” (405). Creando pareados (un castigo kármico): “Y tiraron despacio, conversantes, bien avenidos, por la Gran Vía adelante” (410). ¿Más?: “Arantxa se sulfuraba, apretante de dientes, húmeda de ojos” (425); “sola y fregante en la cocina” (436); “se levantó para recibirla besador, elogiante” (486); “en Praga, como en Madrid, callejearon fotografiantes, visitaron interesados [¿no falta el qué?], se acoplaron con fines procreativos” (490); “Miren, apretante de labios, airada de ojos, buscó confirmación” (518); “su padre trató de ayudarla. Ella, hosca, rechazante, le dio a entender que no hacía falta” (519); “se afanó, no aceptante de limitaciones, con más rabia que destreza” (520); “saludadora”, “elogiadora”, “cabeceante” (todo de la página 542); “el escritor tomó la palabra, saludante, agradecedor de la invitación” (551); “caminaban uno al lado del otro, respirantes de la brisa marina” (557); “y hablaban, masticantes, untadores de pan en la salsa, al respecto” (597); “se enfadó mucho, berreante en su soledad habitacional” (600).

Tras mis consultas he averiguado que, aunque no incorrecto, el uso del participio presente (fuera de las formas de él que han sobrevivido), es como poco un arcaísmo. Salvo los que han acabado convertidos en términos independizados por completo de la forma verbal impersonal de la que proceden, que son muchos (amante, mediante, corriente, durante, cantante, alarmante, bastante…), el participio presente apenas se usa por razones evolutivas: ha perdido la capacidad que tenía en latín y todavía tiene en otras lenguas modernas (el alemán, por ejemplo, que tan bien conoce el autor) de llevar complementos directos o indirectos (de ahí esas fórmulas que usa Aramburu tan extrañas: “masticantes de chuletillas”, “aceptante de limitaciones”, “respirantes de la brisa” o “apretante de dientes”), y la ha perdido porque el castellano, en su evolución, siempre ha tendido a lo analítico en detrimento de lo sintético. Es decir, “eligió”, por ejemplo, decir “el que come lentejas” y no el “comiente lentejas” (porque esto, y no “de lentejas” es lo que diríamos si pudiéramos utilizar este participio como en sus orígenes o como aún usamos, por ejemplo, el gerundio, que sí es una forma impersonal en uso del verbo transitivo “comer”). Vamos, que, frente a la eficacia sintética de otras lenguas, a nosotros nos gusta ver y oír lo que estamos queriendo decir aún a riesgo de extendernos más. El uso insistente que hace Aramburu de esta forma verbal es claramente contrario a la que ha sido la lógica natural del castellano y no puede considerarse culta, como he leído en alguna loa. Arcaica o latinizadora, en todo caso, lo que no me parecen rasgos positivos. La lengua debe ser exprimida literariamente, sin duda, para que siga viva y no deje nunca de evolucionar, para que se enriquezca, para que llegue a ser capaz de decir lo todavía no dicho, pero no puede ser forzada hasta el punto de ir en contra de su instinto, y menos para decir cosas que se pueden y se han dicho mil veces antes. La opción de Aramburu es contra natura, absurda y produce esos monstruos tan “cultos” que he citado.

Ahora bien, y enlazando con esa pereza que me parecía vislumbrar en lo sintético de los participios presentes y otros adjetivos de origen verbal, nos encontramos con el uso apabullante de las barras y el misterioso matiz significativo que aportan en contraste con los guiones y las comas, las otras dos formas de yuxtaposición usadas en Patria, aunque con mucha menor frecuencia. Esas barras me han recordado mis tiempos de traductora: cuando no me terminaba de decidir por la expresión castellana más adecuada de un término, escribía todas las alternativas así, separadas por esa misma barra, y seguía adelante, dejando la decisión final por una u otra pendiente para la relectura. La primera vez que di con este “constructo” en la novela pensé sinceramente que era una errata que se le había escapado al autor, en algún momento indeciso entre ambos términos. Pero qué va. Rara es la página en que no aparecen estos artefactos. Para mí no tienen ningún sentido y se me ocurren infinitas maneras de expresar lo mismo, precisamente expresándolo y no yuxtaponiendo con un signo tan “administrativo”. Los ejemplos son inagotables:

“Inquieta/contrariada” (39), “entró/irrumpió” (43), “horror/compasión” (48), “pensando/temiendo” (101), “eran/éramos” (103), y así sin descanso hasta el “monologar/discutir acalorado, fanático, cagüendiosero” de la página 615.

Los hay de dos términos solos, pero también aparecen por parejas: “Triste/atónito, amedrentado/pusilánime” (44), “mezcla de dureza/desconcierto, inquietud/estupor” (222); “lamentaciones, gemidos, rabia/pena, dolor/dolor” (227); o duplicados: “Xabier besó/abrazó a su madre, besó/abrazó a Nerea” (127).

Los hay de tres términos: “mire/toque/agarre” (66), “naturalidad/sonrisa/pelito” (90), “deseo/suplica/exigencia” (137), “masajea/aprieta/besa” (364).

Y hasta de cuatro: “hablar/responder/protestar/pedir” (191).

Luego están los guiones, aunque mucho más raros: “paralizada-paralizada” (73), “serio-serio” (105), “triste-triste” (142), “ojos negros-negros” (465). La diferencia con el dolor/dolor citado antes, o con el “casi casi” sin más de la página 379, la ignoro. Y, por supuesto, están las lógicas y vulgares comas que tanto añoraba aunque mejoren poco el resultado: “Nerea refirió, expuso, detalló” (128), “sin perder tiempo actuó, hizo, organizó” (304).

A continuación encontramos la confusa trascripción del habla de los personajes, que se supone que casi siempre lo hacen en euskera, de modo que esas concordancias verbales cursivadas por incorrectas en castellano podrían no tener demasiado sentido. ¿O intentan reflejar un uso vulgar o incorrecto de su euskera? No sé a qué debo atenerme en este caso. Sobre todo porque me han chocado en muchas ocasiones las combinaciones que de los tiempos verbales hace el propio narrador. Me faltan conocimientos para juzgar su corrección y fuerzas para consultarlo, pero yo, desde luego, no lo hubiera escrito así: “Como se dieran cuenta de que el objetivo, un hombre gordo de unos sesenta años, aparcaba de costumbre el coche en un descampado próximo al taller, pensaron…” (449). “La tapia, si la habrías hecho de cemento, no te pasa esto” (54), dice un compañero de trabajo a Joxian, y aquí supongo que no se ha cursivado el “habrías”, como en otras ocasiones, por error. Pero antes hemos leído: “No es que a Bittori se le hubiera pasado por el pensamiento hacer grabar en la lápida una explicación sobre el fallecimiento de su marido; pero basta que la quieran disuadir de una cosa para que se empeñe en ponerla en práctica” (22). Aunque no podría asegurar si no nos encontramos aquí con ese estilo indirecto libre del que hablábamos al principio y esto lo diga algún personaje, por más que el texto no permita saber quién. Alguien tan cercano a Bittori como para jactarse de conocerla íntimamente y hablar así de ella, con cierta familiaridad socarrona y en el presente de la acción, no en el pasado de la narración.

Y, por último, ciertas incongruencias disculpables dada la magnitud del texto, como la de mirar a los ojos de la persona con la que se está hablando por teléfono (Xabier a su madre en la página 100), o por qué Arantxa tiene que escribirle a mano una carta a Joxe Mari cuando podría imprimir el texto desde su ipad (dos páginas, la 520 y 521, se dedican a buscar una solución a este problema). Descripciones vacuas: “Las dos mujeres, con estas y aquellas características físicas, iban sentadas una al lado de la otra” (33). Y algunas elecciones terminológicas de muy dudoso gusto, y que encima se repiten: “Una mano tibia y suave. La de una mujer que ha conocido decepciones y seguro que sufrimientos; que ha trabajado mucho; que ha cogido, llevado, levantado, y que es, era, un maravilloso instrumento de placer” (297), dice Xabier. Y su hermana, Nerea, insiste: “¿Me escribirá, no me escribirá? Si cumple la promesa es que hay amor; si no, habré sido un simple instrumento para conseguir orgasmos” (323). Y otra vez, de boca de un hombre: “Eres mi Nerea, la only one. Que no te quepa la menor duda. En cambio, las suministradoras de orgasmos con las que me acuesto sin saber dónde viven o cómo se llaman, desde el punto de vista de los sentimientos, no significan nada para mí. Repito: na-da. Son un instrumento de placer” (484). Que un gañán, como éste del “only one”, se refiera a una mujer como “instrumento de placer” (o suministradora de orgasmos) estaría justificado por su propia condición. Que lo diga, y con sincero afecto por la mujer aludida, el culto y discreto Xabier, o una mujer joven y liberada sexualmente como Nerea de sí misma, no tiene justificación. El sexo por puro placer, lúdico, no convierte ni a la mujer ni al varón, ni a ninguna de sus partes (manos, pies, vaginas, penes), en artilugios sexuales o en simples medios para orgasmos ajenos (y menos siempre masculinos). Ni ahora ni en el momento histórico en el que se sitúan los personajes. Esto es cosa del narrador que debería hacerse mirar.

Hay redundancias: “Había en él [el aire del comedor] una tensión como de materia elástica que en cualquier momento se puede romper. Los niños, que a su manera también debían notar el inquietante fenómeno, callaban” (435), y un párrafo después: “Y en el aire, entre las cabezas inclinadas sobre los platos, seguía aquella tensión aéreo-humana, perceptible hasta para los niños, que otras veces solían mostrarse vivarachos, ahora extrañamente silenciosos” (436). Y para finalizar esta primera parte de la reseña, tenemos la página 541, en la que encontramos una “boca torcida de labios”, un silencio “taladrante de oídos” y una “angustiosa angustia”, como un digno colofón. Que me perdone mi arrogancia quien corresponda, pero no, no compro (¡oh, no! ¡Si ya lo compré!).

miércoles, 24 de mayo de 2017

De astenias, un vestido de novia y otros males primaverales

Por Esperanza Goiri

La primavera en su esplendor

Los cambios de estación siempre me han sentado mal, pero de todos ellos el que más acuso es el paso del invierno a la primavera. Sé que ésta es una época muy bien recibida y con buena prensa en general: reverdecen los árboles, las abejas se lo montan con todo tipo de flores entre alegres zumbidos, la sangre de los mamíferos, incluida la humana, se altera. Brotan por las calles niños disfrazados de almirante y mini novias de diez años; los jardines y parques se llenan de gente ansiosa de absorber el más mínimo rayo de sol; las terrazas y chiringuitos reciben la temporada rezumando claras y sangría, y en los supermercados nos incitan tentadoras las primeras sandías y cerezas. ¿Qué hay de malo en todo ello? A priori, nada.

Sin embargo, pertenezco al grupo de seres que sufren la denominada astenia primaveral. La desgana y la apatía unidas a bruscos e imprevisibles cambios de humor nos invaden y cualquier labor, por rutinaria o nimia que sea, nos parece digna de Los trabajos de Hércules. Padecemos alteraciones del sueño que nos hacen vagar por las calles como acelgas lacias a la espera de tiempos mejores (en mi caso el ansiado otoño). Sí, me salto el verano, que merece texto aparte por sus agobiantes y maquiavélicos ritos y hábitos.

El caso es que al cumplir con ese quehacer, odioso por demás, del cambio de ropa por temporada, llené dos bolsas con prendas en buen estado, pero prescindibles, y me encaminé a un establecimiento donde les dan salida y un porcentaje de su venta se destina a fines sociales. Estaba en la tarea de meter los sacos en el contenedor, preparado al efecto para la recogida, cuando lo vi en uno de los escaparates.

Vestido nupcial

Luciendo en solitario, sin ningún tipo de artificio o elemento decorativo, el maniquí, sin rasgos ni tocado, estaba ataviado con un traje de novia. El vestido no era ni bonito ni feo, ni sobrio ni pomposo, ni clásico ni moderno… no sabría como describirlo. Mi astenia y yo, nos quedamos embobadas mirándolo a través del cristal. Supongo que por la sorpresa y el halo de desamparo y tristeza que emanaba de él. Miles de conjeturas y suposiciones pasaron por mi mente a toda velocidad. ¿Quién se habría desprendido de él? ¿Una novia despechada o burlada a pie de altar? ¿Quizá una chica harta de que le hubieran impuesto ese modelo nupcial? Podría tratarse de una mujer que lo habría guardado con mimo durante años, esperando la ocasión para vestirlo que finalmente nunca se presentó. Claro que nada impedía que fuese una donación de esas que hacen los parientes, cuando vacían la vivienda para su venta, de un familiar fallecido. Pero más intrigante era imaginar quién lo compraría. Un vestido de novia es una prenda muy personal e íntima y ese marco en el que se exponía era tan desangelado y poco glamuroso que era difícil suponer que atrajera a posibles compradoras. Tal vez alguien sin posibilidades, resignada a su ajustado presupuesto, dejando de lado romanticismos y tópicos. O algún figurinista para una obra de teatro de aficionados. A lo mejor, simplemente, una chica para quien la boda es un mero trámite y no está dispuesta a invertir tiempo y esfuerzos en buscar el “traje soñado”.

Seguía fabulando pegada al cristal, ajena a todo, cuando advertí la presencia de otra mujer que también miraba el vestido y exclamó para sí misma más que para mí: “Mira qué bien, mañana mismo traigo el mío; no me había atrevido por mis hijas, pero para la vida que me ha dado el “cerdo” con el que lo estrené hace ya treinta años, deseando estoy perderlo de vista”. La señora siguió su camino con decisión. Mi astenia y yo, un poco más mustias si cabe, nos fuimos a la farmacia a comprar melatonina y antihistamínicos. No hay nada mejor para ponerte en tu sitio que un golpe de realidad.



miércoles, 17 de mayo de 2017

Primavera en Madrid

Por Marisa Díez

Quien me conoce un poco sabe de mi desastroso sentido de la orientación. Me viene de familia, pero en mí se ha convertido en una especie de patología para la que no existe un tratamiento adecuado. Me pierdo continuamente. Si me decido a ir andando a un sitio concreto, existe alguna posibilidad de que llegue a mi destino sin sobresaltos importantes, más allá de alguna vuelta extra a la manzana. Pero si, por el contrario, necesito coger el coche, lo único que se me ocurre es encomendarme a todo el santoral en busca de una ayuda extra que me permita alcanzar la meta sin antes morir en el intento. Así que, jamás me desplazo por la ciudad en otro medio que no sea el transporte público. Yo, sin el metro, es que no soy nada.

Dehesa de la Villa
Por eso y porque la mejor manera de conocer Madrid, como cualquier ciudad, es paseando, a menudo me entrego al placer de caminar por sus calles. De esta manera he conseguido hacerme con un puñadito de rincones que considero poco menos que de mi propiedad. Al fin y al cabo, llevo medio siglo luchando por sobrevivir en esta loca urbe, la misma que muchas veces es capaz de dejarme exhausta para, al minuto siguiente, convertirse en un remanso de paz en cualquier recóndita esquina.

Cuando la meteorología me regala los primeros días de primavera en Madrid, me calzo las deportivas y me dirijo sin dudar a la Dehesa de la Villa, el parque de mi infancia. Ya sé que no se trata del más conocido, y que carece del pedigrí y el clasicismo del que disfruta, por ejemplo, el parque del Retiro, pero a mí me gusta infinitamente más. En cuanto puedo me escapo a pasear por cualquiera de sus sendas, ahora señalizadas, y sin ningún esfuerzo me traslado de repente a otra época, unas cuantas décadas atrás, cuando caminaba de la mano de mi padre o soltaba deprisa la de mi madre para subirme en el columpio que, justo en ese momento, se acaba de quedar libre. Cierro los ojos y escucho a la chicharra cantar, me lanzo a recoger piñones y distingo con claridad el olor de los pimientos y la tortilla en la tartera, a la vez que escucho, a lo lejos, una voz inconfundible que grita sin cesar: “¡Hay bombón helado!”.

Plaza de la Villa. Manuelgme
Hacia Moncloa casi podría llegar a juntarse con el Parque del Oeste, el segundo en la lista de mis preferidos. Estoy segura de que debido a mi comentada incapacidad para orientarme, hoy me resultaría imposible encontrar, entre sus recovecos, su conocida Fuente de la Salud sin un buen plano o gps en mi mochila. Recuerdo algo parecido a un pequeño caño, surgido de una roca, del que manaba la mejor agua de Madrid que he probado nunca. Jamás he olvidado ese sabor, que no acertaría a definir, mezcla de manantial o minerales. El agua sabía, no sé, ¿quizás a agua…?

Sí, de niña solía frecuentar los parques, también el de mi barrio, el parque de los Pinos, hoy convertido en un lugar casi desconocido, perfectamente delimitado y dividido por sucesivas reformas que le han dejado desprovisto de ese encanto natural y un poco salvaje que le convertía en un espacio único.

De mi ciudad me gustan muchos lugares, pero detesto otros. Jamás me he sentido cómoda paseando por la Gran Vía y aledaños. La plaza de Callao me ha parecido siempre un horror, y el eje comercial de Preciados y el Carmen, agobiante hasta la extenuación. A la Puerta del Sol, como lugar de encuentro inevitable, le reconozco un cierto sabor provinciano que descoloca al visitante que la pisa por primera vez. Prefiero avanzar unos metros y perderme por el barrio de los Austrias. Me llevé un disgusto cuando Gallardón decidió llevarse la sede del Ayuntamiento a Cibeles, porque la plaza de la Villa tiene para mí un encanto especial, como de cuento. Por la noche, a la luz de las farolas, incluso jurarías haberte tropezado con un caballero envuelto en una capa que se acerca a ti con aspecto inequívoco del siglo XIX. Atravesar la plaza, por la calle del Cordón, dejando a un lado la torre de los Lujanes, hasta desembocar en la calle Segovia, es uno de mis paseos preferidos por el centro de la ciudad.

Plaza del Dos de Mayo
La sede del Ayuntamiento, ahora en Cibeles, resulta espectacular, aunque tiene sus detractores. Para los madrileños, el edificio que lo alberga siempre será “Correos”, aunque ahora lo denominen Palacio de Telecomunicaciones, que suena mucho más fino. Nuestra fuente es emblemática, casi tanto como el oso y el madroño, desde mucho antes de que el Real Madrid se la apropiara para festejar sus éxitos deportivos. Un poco más abajo, en pleno paseo del Prado se levanta la fuente de Neptuno, templo de los atléticos y también espléndida, aunque, a su pesar, nunca llegó a alcanzar la gloria de la diosa.

Otra caminata por el barrio de Las Letras y su calle Huertas, hasta la plaza de Santa Ana, puede resultar de lo más gratificante, a pesar de la marabunta de turistas que cada fin de semana inundan sus terrazas y restaurantes. O, en otro extremo, caminar por el castizo barrio de Chamberí, admirando las fachadas de los antiguos palacetes que se alzaban en su zona más noble y que en la actualidad, perfectamente rehabilitados, se han convertido en la sede de cualquier empresa de renombre.

Pero mi paseo por Madrid nunca terminará sin visitar el barrio de Malasaña. Podría darme una vuelta hacia la calle Bailén, dejar atrás el Palacio Real y desembocar en el Viaducto, para adentrarme después poco a poco en el sin par barrio de la Latina. Pero si me dan a elegir, no cambio mi cervecita bien fría en cualquier terraza de la Plaza del Dos de Mayo, donde el tiempo parece haberse detenido en algún momento de los añorados ochenta, mientras desde algún local cercano, la voz del más famoso cronista musical de la villa me recuerda que la primavera sabe que la espero en Madrid.



miércoles, 10 de mayo de 2017

El libro contra la muerte

El libro contra la muerte. Elías Canetti.

Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2017. 400 pp. 23,50 euros


“Más allá de cualquier moral albergo un sentimiento indeciblemente fuerte, omnipotente, del carácter sagrado de cada vida, sí, de todas y cada una de ellas. (…) No hay en mí ningún otro sentimiento tan intenso e inamovible. No reconozco ninguna muerte. Y, así, los que han muerto siguen vivos para mí, no porque me exijan nada, ni porque les tema, ni porque pudiera pensar que algo de ellos perdura, sino porque no deberían haber muerto”.

Por J. Teresa Padilla

El libro contra la muerte es El libro de los muertos reeditado y completado con otros apuntes de Canetti, la mayoría inéditos, que terminan doblando prácticamente su extensión. Como yo no conocía El libro de los muertos, ni me he planteado si valdría o no la pena esta edición que se pretende definitiva de los escritos de Canetti sobre un tema que él mismo no duda en calificar de obsesión (aunque me da que sí, porque no le sobra una página). Una obsesión que a veces le tortura, pero de la que no se avergüenza jamás salvo cuando está tentado de rendirse. Y para entonces ya nos había advertido que no se lo tuviésemos en cuenta. En esos momentos el autor se revuelve contra sí mismo y se insulta como páginas antes y después escupirá y maldecirá a la Bestia. Porque no nos encontramos ante una serena y sensata meditatio mortis. Esto es una guerra. Literalmente: las armas que se pretende atraviesen como lanzas el corazón de la muerte son las palabras (“tengo que agarrarla donde pueda y clavarle aquí y allá las primeras frases que encuentre a mano”) y la escritura, incesante e inconclusa, la propia lucha (“¿Puedes dejar de escribir por fin? ¿Por ejemplo cuando hayas terminado este libro? / No, no puedo. No podré jamás. / Entonces nunca podrás hacer las paces con la muerte. Nunca”).

Es por ello que el libro como tal no existió ni pudo hacerlo en vida de su autor, quien, aunque a lo largo de sus páginas planea a veces cómo debería o podría ser, se rinde finalmente a la evidencia de que no será otra cosa que lo que tenemos hoy: un conjunto de textos fragmentario y póstumo que comenzó a escribirse en 1942 y al que sólo puso el punto y final la propia muerte de su autor en 1994.
Sepultura de Canetti (cementerio de Fluntem, Zurich). Foto: Lars Haefner

¿La guerra entonces, como era previsible –nos decimos los razonables barberos y bachilleres-, se perdió? Sorprendentemente, no. Lo que decide la derrota o la victoria aquí no es la propia muerte ni mucho menos la muerte propia. Esto era desde el principio una guerra frente a la autoridad, el poder, la naturalidad o la dignidad que atribuimos a la muerte. Todas esas mentiras con la que nos engañan o engañamos para resignarnos y morir o, lo que es peor, para matar.

Apostaría fuerte por que Canetti nunca leyó a Unamuno, y yo, que sí lo he hecho, no puedo dejar de reconocer la superioridad del bilbaíno en su rechazo quijotesco y cristológico de la muerte y en la apuesta (credo quia absurdum) por la inmortalidad. Que no se me alegue en contra la religiosidad de uno frente al ateísmo declarado del otro (“aquel al que más odio, el inventor y custodio de la muerte: Dios”), pues éste mismo declara expresamente que sus convicciones contra la muerte “constituyen propiamente una religión”, “una nueva religión que no reconoce la muerte”, pues “religión es el sentimiento de unión con los muertos”.

Hay, sin embargo, una enseñanza, para mí cuando menos, original y muy poderosa en este libro que, obligado por su objeto de estudio, por la oscuridad que rodea sin solución al enigma que llamamos “muerte”, anda tanteando y busca orientarse a ciegas recogiendo las leyendas y ritos funerarios de otras culturas, indagando en las “soluciones” (o “disoluciones”) religiosas y filosóficas al problema, analizando y confesando la tiranía íntima de nuestros muertos (unas veces) y nuestra cobardía al dejarles morir (otras). Canetti, ensayista ecléctico donde los haya, prueba diferentes ideas y frases en su acecho y caza de la muerte, pues en la guerra vale todo: la reflexión, el razonamiento, pero también la superstición y el mito. Y encuentra algunas muy potentes, pero ninguna que se pueda comparar a la de la injusticia y toxicidad de la muerte:

“Nadie hubiera debido morir jamás. El peor delito no merecía la muerte, y sin el reconocimiento de la muerte nunca hubieran existido los peores delitos”.

El hombre (todo lo vivo, pero sólo el hombre es consciente de ello) está condenado a muerte. La muerte es justo eso, una condena, no algo natural ni digno. Y para colmo una condena impuesta injustamente, porque lo está desde el principio de nuestros días, por un supuesto pecado original de los padres del género humano (de todos los posibles relatos “míticos” que la legitiman, Canetti no puede evitar situarse en el bíblico). Pero en lugar de rebelarse contra esta injusticia (salvo en determinadas formas de duelo), el hombre se entrega a ella. Se resigna. A morir un día, sí, pero sobre todo a que los demás mueran, incluso a sus manos, con tal de retrasar ese día todo lo posible. Rendirse a la muerte supone convertirse en un asesino. La muerte es un veneno que todo lo emponzoña, una “úlcera cancerosa que lo contagia todo”. Aceptar su irremediabilidad es aceptar la posible bondad del asesinato. La injusticia de la muerte legitima nuestra propia injusticia:

“A cada uno de nosotros, incluso los peores, nos queda la disculpa de que nada de lo que hacemos se acerca a la perversidad de esta condena decretada de antemano. Tenemos que ser malos porque sabemos que hemos de morir. Seríamos aún más malos si desde el principio supiéramos cuándo”.

Ésta es la idea que da fuerza y sentido a la aparentemente inútil lucha contra la muerte: luchamos, más que por nuestra vida, por nuestra humanidad, por nuestra posibilidad de bondad y de una vida que merezca ser vivida. Esta idea es la que convierte una obsesión difícilmente explicable en un proyecto moral dotado de esa belleza que tienen las victorias imposibles. Esta idea es la maravillosa aportación al tema de este apasionado e incontinente escritor sefardí.

La guerra contra la muerte se convierte entonces en una lucha religiosa (“No aceptarás morir” es el complemento oculto y necesario del primer mandamiento: “No matarás”). Una lucha por el sentido y el bien, porque la muerte es absurda e injusta. La muerte es el arma del Poder, un poder que siempre, por naturaleza, es violento, porque aspira al Todo y niega (asume y supera, como dice la fenomenología hegeliana de la historia, ese “horror”, afirma Canetti, con el que “no hay nada que hacer, nada de nada”) al individuo único e irrepetible que es siempre el que muere. Porque son ellos, cada uno de ellos, los que mueren incluso cuando “se muere en masa”, expresión inexacta donde las haya. “Un muerto y uno más no son dos muertos”. He aquí otra de esas frases potencialmente letales para la propia muerte en esta guerra interminable.

“Cada ser humano vale por ; por su –no por la- historia. Cada cual es incomparable. A cada cual hay que verlo como si no hubiera habido nunca nadie más en el mundo”.

Elías Canetti (autor y fecha desconocidos)






Otro antihegeliano (ya van unos cuantos en este blog, ¡alabados sean todos y cada uno de estos justos!), que ve claramente que esa Idea hegeliana que todo lo asume y justifica no es la Razón (una razón siempre diferida y que se coloca por encima y más allá de la razón práctica, de la moral o la ética, más allá de todo lo que no sea ella). Despojada de su vestimenta, esa brillante circularidad y rotundidad teóricas, muestra su verdadera faz, que es la de la Nada, el infierno de la nada, el nihilismo, la muerte. Es Hegel quien mató a Dios al identificarlo con ese Absoluto para el que todo, incluido el Mal, está justificado; Nietzsche sólo lo hizo público. Y es este Dios, la peor y más pervertida versión de Yahvé, contra el que Canetti, no sé hasta que punto consciente de ello, blasfema con saña y razón en este libro.

“Sigo sin creerme que tengo que morir, pero lo sé”, y es que saber que se va a morir no es lo mismo que sentirse condenado a muerte. Lo primero supone la aceptación de la muerte como algo natural, dado por supuesto, inevitable. Algo que está ahí, aunque separado de la vida como un mundo aparte, pero mundo al fin y al cabo. Todas esas cosas que dicen los aliados de la muerte, vivos y sanos, esa masa ingente de cobardes que se esconden en la religión o en la ciencia (la religión de los descreídos) y renunciaron a luchar o nunca han sentido la necesidad de hacerlo. Hasta que los soldados de vanguardia en esta guerra (Canetti, Unamuno…) o las enfermedades lentas y mortales nos despiertan. No se trata entonces, no nos confundamos, de luchar por la supervivencia: Darwin es, como Freud, Nietzsche o Heidegger, otro de los que “convierten en sabiduría lo que es capitulación”. La lucha por seguir viviendo muy probablemente nos convierte en cómplices de la muerte. ¿O no hay algo en el fondo perverso en el deseo de pertenecer a ese 15% de los que sobreviven a una enfermedad? ¿No se desea a la vez que sea el otro el que engorde el 85% restante? ¿No sería la victoria que deseamos un triunfo sobre una montaña de inocentes derrotados? "Se empieza contando a los muertos" y se termina no sabiendo cómo desear tu bien sin desear el mal de nadie. Se termina no distinguiendo la vida de la supervivencia.

“Sólo se cumplen los deseos mezquinos, superfluos, desvergonzados. Los grandes, los dignos de un ser humano, no llegan a realizarse. Ninguno volverá, ninguno vuelve nunca; podridos están aquellos a los que odiaste, podridos están aquellos a los que amaste”. Y, sin embargo, hay que albergar deseos grandes, quizás imposibles, porque es lo justo, lo que de verdad queremos y lo que además debemos y nos debemos: el fin de la muerte, el dolor, la enfermedad, la guerra, el asesinato, "legal" (siempre falsamente tal) o no. “Es inútil, no tiene sentido, incluso es despreciable dar por perdida a la humanidad. Hay una sola posibilidad de esperar hasta el último resuello una escapatoria que aún no conocemos. Da lo mismo cómo llamemos a esa esperanza, con tal de que exista” y “esperanza es que también otros se defiendan”.

Muy pocas veces en estas notas se refiere a sí mismo Canetti en primera persona. Lo hace alguna vez en segunda, pero casi siempre en tercera. Se distancia de sí mismo, más que para verse mejor, para encontrar el sentido a una obsesión que nos confiesa ha vertebrado toda su vida y su obra y que bien podría ser para muchos una enfermedad mental. Lo encontró, vaya si lo encontró, y rindió el culto debido a la posibilidad de la inocencia, de la humanidad y del milagro. Pues "¿qué es el asesino más grande y terrible comparado con un hombre que, mediante un conjuro, pueda devolver la vida a un solo muerto?". Lo que los asesinos, los poderosos o anhelantes de poder han sido en el fondo siempre: nada. Absolutamente nada.