jueves, 30 de marzo de 2017

Cambio de planes (o La culpa es de Roth, Philip Roth)


Por J. Teresa Padilla

No me negaréis que el título promete. ¿Qué? Giros vitales, portazos, aventuras, novedades… Frenad. No se trata de estas cosas. Quitároslo de la cabeza si no queréis experimentar una decepción mayor de la que os suelo causar habitualmente. No sólo soy, yo sí, un “ama de casa que escribe”, como se autodenominaba Vila-Matas con la boca chica. Soy un “ama de casa que escribe desde su casa” mientras, por ejemplo, se cuece la coliflor, como ahora mismo, aprovechando lo que queda de mañana después de las faenas de aliño del hogar y antes de que vuelvan los críos del cole. Hay días que cero minutos. Las tardes intento dedicarlas a leer (si no leo, poco escribo o a saber sobre qué se me ocurre escribir, como hoy sin ir más lejos). Sólo lo intento: la voz chillona de mi hija irrumpe periódicamente para que le resuelva dudas sobre temas que conoce mejor que yo o para quejarse de que su hermano la quiere matar y otros dramas trágicos en los que considero más prudente no inmiscuirme; y mi hijo… De momento, sus problemas suelen ser sólo matemáticos y sabe que para eso no puede contar conmigo, lo que no quita que en ocasiones su silencio se haga tan denso que me despierte de la somnolencia o la concentración trabajosa en alguna lectura, obligándome a llamarle a voces para romper el hechizo y asegurarme de que sigue entre nosotros. Suele estarlo, aunque sólo a medias, y normalmente metido en asuntos que no corresponderían, como la lectura de comics. Vaya, que si por las mañanas soy un ama de casa que escribe, por las tardes soy un guardia jurado lector.

Nada que ver con el día a día de mi estimado Trapiello, contado por él mismo, que leí hace nada en algún sitio que no recuerdo: mañanas creativas –de poemas y prosas-, leve siestecita, escritos alimenticios -columnas y eso- y, para finalizar, series malas de televisión en el sofá del salón con su esposa. Lo leí y lo primero que se me pasó por la mente fue quién pasaba la mopa, fregaba los baños y hacía la comida en esa casa. Él está claro que no y su pareja tampoco (no le veo casado con alguien tan vulgar y fracasado como yo, que no he conseguido los ingresos suficientes para delegar estas tareas, indignas de un diario, en otros). Me pareció fatal. No el hecho mismo (bien por él si puede vivir tan ricamente de su trabajo), sino que lo contara con esa ligereza chispeante tan suya que soy incapaz de apreciar. Como si viviera en otro mundo donde no proceden los anuncios de limpiahogares o la ropa sale mágicamente planchada de los armarios. Alguna vez, digo yo, habrá de entrar la empleada del hogar, ignorada en el relato como espero que no igual en la vida, a limpiar su despacho de pelusas. Supongo que la pobre tendrá que aprovechar sus cabezadas de la siesta. O puede que sea tan fino que ni las genere. En fin, así luego le salen las novelas que le salen: de otro planeta, literalmente. También leí que, después de ser candidato por UPyD, ahora apoya la creación de un nuevo partido en la misma línea ideológica. Aunque seguro que no podemos responsabilizarle personalmente de la debacle, no sé quién habrá sido el incauto que se lo ha pedido. El partido en cuestión no tenía mala pinta, pero con semejante publicista…

Pura envidia y resentimiento. Mientras me convierto en lo que siempre he deseado aunque nunca me he atrevido a confesar, una “trapiella”, una burguesa de la literatura como Dios manda que ignora por completo cómo llegan los alimentos a su mesa y las ropas a su armario o por qué los cristales y los muebles resplandecen ni dónde está el aceite de oferta, sigo con mi trepidante horario, tan poco literario, y el pluriempleo. ¿Qué planes he cambiado entonces? Pues cuáles van a ser, almas de cántaro, los de lectura y escritura.

Tampoco vayáis a creer que había un plan muy sofisticado, sólo el de seguir el orden de la pila de libros pendientes, seis para ser exactos: Franzen con Libertad estaba en el último lugar porque es un libro voluminoso que no estoy segura de poder leer con la velocidad adecuada (porque la hay: imposible demorarse gozosamente en la lectura de los libros extensos sin arriesgarse a abandonarlos; lo que procede es marcar los pasajes y gozarlos después). Aunque algo menos voluminoso, le sigue Americana de DeLillo. Desde que los coloqué en la pila uno encima del otro intuía que no estaba bien. Mucho americano desconocido y vehementemente recomendado junto. Un peligro al que me iba a costar enfrentarme. Yo creo que por eso hay un Roth (Philip) encima, para hacerme aún más difícil llegar a ellos, pero, a ver, no sé muy bien cómo se me acumularon los “roths” (todos Philip) y ya dije cuando reseñé el primero de ellos (Némesis) que necesitaba tres lecturas como poco entre uno y otro. Precisamente ahora le había tocado el turno al segundo Roth (La mancha humana), el culpable de que me esté replanteando cambiar el plan. Entre La mancha humana y el tercer y último Roth (La humillación), ése que contiene cual dique a Franzen y DeLillo, estaba un alemán (Sigfried Lenz) por partida doble (Lección de alemán y El teatro de la vida –un regalo de una amiga-) y, atención, Patria, los tres de rigor. Pero este orden dictado por los Roth se ha roto. Y todo por culpa del segundo Roth.

Esperanzada inicié su lectura porque me habían jurado y perjurado que la novela era de las buenas, de las mejores de Roth. Y sí, me enganchó todo lo que me parece que Roth (Philip) puede engancharme. Pero de repente algún niño vendría a interrumpirme y cuando volví al libro mi protagonista había cambiado de raza. Entonces tuve miedo de haber enloquecido y sufrí algo parecido a un ataque de ansiedad. Para ser justos, la ansiedad me la provocaron otros, pero Roth me dio la puntilla y pagó las consecuencias: fue arrojado como una brasa lejos de mi vista. Ahí sigue el pobre esperando que se me pase el disgusto. En su lugar, y gracias en parte a un comentario de un amigo en el “feis”, decidí echar un ojo al Llámalo sueño de Roth (Henry) y hacer la reseña que le debo desde los inicios de este blog. Total, sólo me hacía falta releerlo por encima, lo justo para refrescar el recuerdo (no en vano lo he leído lo menos tres veces). Pues no. Ahí estoy, picando de nuevo y leyéndolo como la primera vez, de principio a fin.

Resignada a abandonarme a este placer y no poder escribir reseña esta semana en el blog, ojeo los periódicos (las secciones de cultura) en busca de inspiración y doy con esto, la presentación de una novedad editorial: El libro contra la muerte de Elías Canetti, en el que al parecer se pueden leer cosas como la que sigue:

"Pascal murió a los 39 años, yo pronto cumpliré los 37. Si mi destino coincidiera con el suyo me quedarían apenas dos años, ¡cuánta prisa! Él nos dejó sus pensamientos desordenados, concebidos para defender el cristianismo. Yo quiero concebir los míos para defender al hombre ante la muerte".

Esto me urge y me interesa. Nada de pensamiento positivo y de aceptación de la desgracia. Rebelión, pura rebelión. Un libro de fragmentos, notas, carnets, como dicen los franceses. Un libro que no llegó a ser y en el que trabajó toda su vida. Un fracaso. Una derrota, literaria y vital, pues la muerte, como estaba previsto, le venció. En fin, una lucha quijotesca que no se puede pasar por alto. Lo siento. Tengo que hacerme con él ya. Así que, cambio de planes: lectura rápida y reseña de ese libro de la infancia al que tanto quiero (Llámalo sueño) y luego a batirse junto a Canetti con ese absurdo que es la muerte. Me temo que la batalla se perderá, pero la vida dedicada a ella promete ser apasionante y con eso de momento me puede bastar. Una lectura que me hará seguro más sabia y que no puedo poner en la lista. Tiene que ser ahora, o puede que ya nunca.


jueves, 23 de marzo de 2017

Ciudad abierta

Ciudad abierta. Teju Cole.

Acantilado: Barcelona, 2012. 296 pp. 22 euros.


Por J. Teresa Padilla

No todos los temas pueden abordarse igual. Cada forma de ser exige una manera de ser mirada y, luego, descrita o contada. De lo contrario resulta invisible en su especificidad, se pierde.

Cualquiera que haya tenido una mínima formación filosófica lo sabe. Los demás puede que no lo sepan, pero lo intuyen, con más o menos claridad de acuerdo con la sensibilidad que este perro mundo les haya permitido conservar. Esta sensibilidad no tiene que ver con cursiladas o sensiblerías. Es esa inteligencia instintiva y “sentiente” que destella ocasionalmente en los niños deslumbrándonos y parece dormida o muerta en nosotros, los adultos, hasta que la despierta o resucita algo. Ese algo normalmente es el dolor. Y sólo mientras no se transforme en ira: la ira ciega (a veces las frases hechas son verdades como puños) y no hay inteligencia que pueda sobrevivirla, mucho menos nacer de ella.

Ya sé que tiendo a la digresión, y que, aunque me incline a ver en ello un rasgo simpático de mi escritura y crea firmemente en el deber para con uno mismo de ser indulgente con este tipo de vicios menores, salvo a los maestros de la misma (Bernhard, Sebald, Walser…) la digresión no suele sentar bien. Sin embargo, aquí no es gratuita. Me creáis o no siempre intento evitar que lo sea, pero en este caso más que nunca, porque Ciudad abierta es justo de lo que estoy hablando: un ejercicio sobre cómo mirar, lograr comprender y describir lo invisible, lo ausente, lo borrado. Es muchas cosas más, todas ellas maravillosas, pero sobre todo es esto.

Foto: tejucole.com
Hace poco yo misma recogía aquí títulos sobre la escasa literatura existente sobre el 11 M. Esta novela nació, según declara su autor en una entrevista que os recomiendo, del 11 S, aunque el lector no se entera de su importancia temática hasta pasadas las primeras cincuenta páginas. Habla del 11 S en su ausencia, señalando los vacíos que ha dejado en la ciudad y los fantasmas que ha generado alrededor de los supervivientes “la limpieza de la línea” creada en torno a él (ese cordón sanitario que tan bien conocemos del “no hay preguntas sin respuesta” o del “pasar página”). Pero no quiero llevar a nadie a engaño: apenas se menciona esta catástrofe, aunque en las idas y venidas del protagonista por Nueva York y Bruselas se entremezcle con otras que emergen de la nebulosa del pasado o se vislumbran “en los espacios de oscuridad entre las estrellas muertas” que también podemos llamar futuro. Algunas de estas fuentes de dolor que tan fácilmente se nos escurren entre las manos son íntimas (la muerte del padre, el silencio helador que marca la relación con la madre, el dolor del que se nos acusa sin que nos podamos hacer responsables de él pero tampoco negar…). Otras, como la Shoáh, son “públicas”, aunque por más intentos que se hagan para reconstruirlas a una escala histórica, siguen teniendo una forma muy íntima de presentarse y hacerse visibles (sensibles): la conmoción. Porque no es verdad, como le dice en Bruselas al protagonista el yihadista en potencia, que la muerte sea sólo muerte, que todas sean iguales y que el sufrimiento que provocan sea siempre el mismo. Porque no es verdad, sencillamente, que entre todos nosotros no haya salvo una diferencia numérica. Eso es lo que dice el terrorista, lo que le permite matar. La historia, la ciencia histórica, se empeñará también por reducir todas estas catástrofes con todas sus diferencias a un concepto común, pero no son los conceptos los que conmocionan o duelen. Casi cualquier cosa es más fácil de manejar que el dolor y el historiador carece de las herramientas para estudiarlo, para aclararlo, para mostrárnoslo. Es ahí donde el escritor intenta aportar su modo único de abordar las cosas con la esperanza de añadir claridad y alguna forma de paz o de consuelo en “un mundo sin santidad”, “azotado por una epidemia de pena”.

Nada de esto es digresión. Ojalá pudiera decir que lo escrito aquí es creación mía. No, es justo de lo que se habla en Ciudad abierta. Una novela escrita como un diario de viaje. De esos modestos viajes que son los paseos sin rumbo en los que el paseante distraído se topa con espacios vacíos que le recuerdan lo evidente, a veces para desecharlo de inmediato. O con exposiciones fotográficas sobre los prolegómenos de un apocalipsis, con la música y su medida del tiempo, con los sonidos y las luces del metro que nos transportan a un pasado que no es el nuestro, con desconocidos que nos reconocen o en los que nos reconocemos... Según su autor es una novela que debe su existencia al 11 S, pero que pretende transmitir la complejidad de su propia trayectoria vital. Sin ser autobiográfica, pues las armas que usa para hacerlo son la experiencia, sí, pero sobre todo la imaginación: la que crea con palabras. Es su vida y una parte importante de la nuestra. Ése es el misterio de la comunicación literaria.

Ciudad abierta porque es, a la vez, ciudad de acogida e invadida, aunque haya consentido en ello. Una ciudad que recibe al extranjero con una estatua de la libertad contra la que, sin embargo, chocan y mueren bandadas enteras de pájaros cuyos cadáveres hay que recoger a diario. En la que el presente teme al futuro y borra el pasado en un intento, en el fondo inútil pero sobre todo cruel y peligroso, de ignorar su propia complejidad, de reconocer la inexistencia de una identidad monolítica, su mestizaje. "Es difícil vivir en un país que ha borrado tu pasado", dice una paciente nativa de Julius, el protagonista, psiquiatra para más señas. "Casi no hay norteamericanos nativos en Nueva York, y muy pocos en todo el nordeste. No está bien que a la gente no le aterrorice esto, porque es algo aterrador que le pasó a una población muy grande. Y no es historia; está aquí, o al menos está conmigo". Porque de esto se trata, de que mientras esté aquí, en nosotros, doliendo y vivo, nada es historia.

La novela tiene dos partes muy dispares en extensión, quizás no del todo necesarias, y con títulos enigmáticos: “La muerte es una perfección del ojo” y “Me he investigado”. La primera hace referencia a la imperfección inherente a la mirada viva (sólo comprendemos del todo lo concluso, lo acabado, lo muerto, lo histórico), ésa que está inmersa en el tiempo. Otro tema tratado con una riqueza insólita en esta novela: el tiempo. Cómo transcurre, se detiene, se rompe en pedazos, vuelve sobre sí. La continuidad en la que creemos vivirlo; su discontinuidad en cuanto nos paramos a mirarlo. El tiempo, hecho de presencias y de ausencias. De las curadas y de las que como fantasmas impiden la curación. El tiempo vivido: no confudir con la historia.

“Me he investigado” y soy sospechoso, añadiría yo al título de la segunda parte. Es, en realidad, la conclusión de una novela que no concluye, porque su protagonista sigue vivo y ha aprendido, entre otras cosas, a no fiarse del todo de sí mismo. Sabe de sus facetas oscuras, opacas. De que en esa oscuridad anida el germen de la locura y la desesperación, pero también la posibilidad de una vida en la verdad. No somos los héroes, los buenos de la película. Asumimos, con temor, que vivimos también en relatos e historias ajenas, que no nos pertenecemos por completo. Salvo quizá en la muerte, cuando todo haya concluido y sea compresible (pero ¿para quién?), o ni siquiera: “De pie allí, sumido en todo tipo de penas, me pareció que estar vivo era ser a la vez original y reflejo, y estar muerto era estar cercenado, ser reflejo y nada más".

Un libro, en suma, bellísimo, del que se aprenden muchas cosas, y en el que se leen, qué se yo, frases tan sencillas y reveladoras como ésta: “Había pensado que si lograba dormirse a lo mejor se moría. Era una idea nueva para él y le había hecho bien. Lo había ayudado a dormir”. Quien no haya sentido alguna vez exactamente esto que levante la mano.

viernes, 17 de marzo de 2017

W. H. Auden

Una tiene sus tácticas de supervivencia. La semana ha sido dura. Lo mejor es que ha pasado. Lo peor, que no todo lo que la ha complicado va a pasar con ella. El remedio: cada uno tendrá el suyo, el mío es éste. Que disfrutéis de ellos tanto como yo lo he hecho, y que la vida nos sea un poco más leve la semana que viene. A todos. Vamos, si puede ser...

Poemas de W. H. Auden



CANCIÓN DE CUNA (1937)

Posa la cabeza dormida, amor mío,
compasiva en mi brazo desleal;
el tiempo y las fiebres consumen
la belleza individual de
los niños considerados, y la tumba
demuestra al niño efímero:
pero en mis brazos hasta el amanecer
deja que descanse la criatura viva,
mortal, culpable, aunque para mí,
totalmente hermosa.

Alma y cuerpo no tienen límites:
los amantes cuando se recuestan sobre
su ladera tolerante y encantada
en su desmayo corriente,
grave la visión que envía Venus
de compasión sobrenatural,
amor y esperanza universales;
mientras una percepción abstracta despierta
entre los glaciares y las rocas
el éxtasis carnal del ermitaño.

Certidumbre, fidelidad
al dar la medianoche pasan
como las vibraciones de una campana
y los locos de moda alzan
su grito pedante y aburrido:
hasta el último penique del precio,
todo lo que predicen las temidas cartas,
será abonado, pero de esta noche
que ni un susurro, ni un pensamiento,
ni un beso o mirada se pierdan.

Belleza, medianoche, muere la visión:
que los vientos del amanecer que soplan
suavemente en torno a tu cabeza ensoñada
muestren tal día de bienvenida
que el ojo y el corazón latiente lo bendigan,
y tengan suficiente con nuestro mundo mortal;
que los mediodías de avidez te encuentren alimentado
por los poderes involuntarios,
las noches de injuria te franqueen el paso
observado por todos los amores humanos.


En Canción de cuna y otros poemas. W. H. Auden. Debolsillo, Barcelona, 2014 (Traducción: Eduardo Iriarte).



EL CIUDADANO DESCONOCIDO (1939)

(A JS/07/M/378, este monumento de mármol ha sido erigido por el Estado)



El Departamento de Estadística descubrió que era
alguien contra quien no existe queja oficial,
y todos los informes sobre su conducta coinciden
en que, en el sentido moderno de una palabra anticuada, era un santo,
pues en todo lo que hizo sirvió a la Gran Comunidad.
Salvo por la Guerra hasta el día de su jubilación
trabajó en una fábrica y nunca fue despedido,
sino que satisfizo a sus patronos, Motores Fudge, S.A.
Y sin embargo no era un esquirol ni tenía opiniones extrañas,
pues su Sindicato informa que cumplió con su deber
(nuestro informe sobre su Sindicato indica que era de fiar)
y nuestros trabajadores de Psicología Social descubrieron
que era estimado entre sus compañeros y le gustaba ir de copas.
La Prensa está convencida de que compraba el periódico todos los días
y sus reacciones a la publicidad eran normales en todos los sentidos.
Las Pólizas hechas a su nombre demuestran que estaba asegurado a todo riesgo,
y su cartilla de Atención Sanitaria indica que ingresó una vez en el hospital pero salió curado.
Tanto Sondeos de Producción como Alto Nivel de Vida declaran
que tenía una actitud sensata ante las ventajas del Pago a Plazos
y que poseía todo lo que necesita el Hombre Moderno,
fonógrafo, radio, coche y frigorífico.
Nuestros investigadores de Opinión Pública están convencidos
de que tenía las opiniones adecuadas según la época del año;
cuando había paz, estaba a favor de la paz; cuando hubo guerra, acudió.
Se casó y aportó a la población cinco hijos,
lo que era el número adecuado para un progenitor de su generación, según nuestro Eugenista,
y nuestros maestros atestiguan que nunca se entrometió en su educación.
¿Era libre? ¿Fue feliz? La pregunta es absurda:
si algo hubiera ido mal, con toda seguridad nos habríamos enterado.

En Canción de cuna y otros poemas. W. H. Auden. Debolsillo, Barcelona, 2014 (Traducción: Eduardo Iriarte).




FUNERAL BLUES



Detengan todos los relojes, corten el teléfono,
Impidan al perro ladrar con un suculento hueso,
Silencien los pianos y con apagado tambor
Saquen el féretro, dejen venir a los dolientes.

Dejen a los aviones circular gimiendo en el aire
Garabateando en el cielo el mensaje Él Muerto Está,
Pongan crespones alrededor de los blancos cuellos de las públicas palomas,
Dejen a los agentes de tránsito portar guantes de negro algodón.

Él fue mi Norte, mi Sur, mi Oriente y Occidente,
Mi semana laboral y mi descanso dominical,
Mi mediodía, mi medianoche, mi charla, mi canción;
Pensé que el amor duraría por siempre: Me equivoqué.

Ahora no se desean las estrellas: apáguenlas todas;
Empaquen la luna y desmantelen el sol;
Vacíen el océano y barran el bosque.
Pues nada ahora puede siquiera llegar a algo bueno.

En Another time. Faber and Faber. Londres, 1940. pp. 91. (Traducción de Ernesto Cisneros Rivera).

sábado, 11 de marzo de 2017

Magerit*

*En la discutida etimología del topónimo Madrid, Magerit se considera su denominación andalusí.



Por Marisa Díez Marín y J. Teresa Padilla

11 de marzo de 2017

Mi querida Marisa:

A veces resulta difícil contar ciertas cosas y no sabemos dar un motivo. Como te pasa a ti estos días: llevo un tiempo animándote a reseñar Patria, el éxito literario de la temporada, y tú… Bueno, llevas casi el mismo dándome largas con excusas vagas. Estoy segura de que hay una buena razón, una verdadera, detrás de toda esa indefinición.

Ya sé que a veces es mejor callar que arriesgarse a hacer daño a otros, y por ahí me parece que pueden ir los tiros (casi siempre van por ahí). A mí, ya sabes como soy, me cuesta callarme. Y tengo mucha fe en las palabras (las de verdad, no ese simulacro de comunicación al que nos acostumbran los medios, las redes, los políticos). Las palabras son peligrosas, pueden llegar a matar, como decía Bernhard, pero son la única esperanza de curación de las heridas, de redimir la soledad en el encuentro con el otro, de conservar la humanidad. Creo en ellas, en su poder (para el bien y para el mal), y no me extraña nada que se identifique a Dios precisamente con ella.

No creo que fuera casual que mientras intentaba sin éxito sonsacarte sobre la incapacidad que sentías para escribir siquiera fuera sobre la propia dificultad de la reseña de Patria, me recordaras que se acercaba el aniversario de los atentados del 11 de marzo. Ni tampoco me parece casual que aceptaras tan inmediatamente mi idea de escribir algo juntas sobre ellos. Existe un evidente vínculo que asocia Patria y el 11-M (el terrorismo), pero también algo que parece hacerte más fácil escribir sobre aquel día en Madrid que sobre Patria o lo que en ella se cuenta. O esa impresión me dio tu reacción. Quizás si, como tú sugeriste que hiciéramos, cuento en una carta a esa extraña que eras entonces para mí cómo viví esos días, consigo explicártelo.

Hace trece años no nos conocíamos, pero sé que nuestras vidas eran muy distintas. Yo no trabajaba. Tenía un niño que no había cumplido los dos años y esperaba ya a la que sería mi hija. Vivía aislada de casi todos, agotada sin necesidad, como suelen estarlo las madres primerizas algo neuróticas, en una casa que no era mía y en la que nunca me sentí a gusto. Había días que sólo hablaba con Fina, la portera de mi edificio, o algún conocido del barrio amante de los perros o de los niños pequeños. Porque ésa era yo, la chica que paseaba mañanas y tardes a un niño rizoso rubio y a una perra rizosa negra. El 11 de marzo de 2004 también.

Di el desayuno al niño, lo cambié y lo vestí. Siempre iba con prisa por las mañanas porque la perra llevaba sin salir desde la noche anterior y me daba pena que tuviera que aguantarse tanto o que la pobre no llegara a la calle. Cuando bajé me encontré, como solía, a Fina. Ella escuchaba la radio continuamente y me contó lo que parecía haber pasado. Siempre le decía algo a Miguel, al que quería como si fuera suyo, pero ese día no. Estaba asustada, hablaba de ETA, sin especial ira. Parecía más bien como si esas siglas dotaran de algo de sentido, de familiaridad, a lo que estaba pasando, aunque bien claro estaba para las dos que no, que no era la misma tediosa, brutal y repugnante sangría a la que ya nos habíamos, por triste que sonara y aún suene, acostumbrado.

Salí a la calle. La perra tiraba de mí. Y conforme nos acercábamos a Conde de Peñalver, el sonido de las ambulancias que se dirigían, una tras otra, al Hospital de La Princesa se hacía más amenazador. Cuando la cercanía con Francisco Silvela hizo que se solaparan con las sirenas de las que bajaban hacía el Gregorio Marañón, el ulular era aterrador. La perra volvía a tirar de mí, pero de vuelta a casa.

Ruido y más ruido. De los noticiarios, los especiales informativos, de los políticos (estaban en la recta final de la campaña electoral), de las protestas por las sospechas de manipulación informativa, de los helicópteros. Y a la vez una cantidad impresionante de ciudadanos en duelo que, al menos en la parte de la manifestación que yo ocupaba con mi carrito y mi niño junto a otros padres con sus carritos y niños, pedían sobre todo silencio. Hasta para hacer callar a los que gritaban contra unos u otros. No, no estábamos allí por ellos, los asesinos habituales, ni por los otros, los nuevos. Estábamos allí porque doscientas personas muy parecidas a nosotros se dieron el madrugón de todos los días para trabajar o estudiar y otras personas decidieron que no debían seguir con sus vidas. Estábamos para demostrar que no nos era indiferente. Y mientras en los informativos los políticos seguían haciendo ruido acusándose mutuamente de mentir, en la cola del supermercado todos esperábamos mudos nuestro turno: nadie parecía impacientarse, ni tener que reclamar un descuento. Sólo se oía el tenue hilo musical y algún tímido buenos días. En Madrid se hizo el silencio y, a la vez, se llenaban de palabras, escritas en papelitos, las estaciones de Atocha, El Pozo, Santa Eugenia, la calle Téllez… Palabras que no rompían el silencio.

Los verdugos resultaron ser otros que los de siempre, aunque igual de humanamente insignificantes. Pero extraños. Tan insignificantes y extraños que apenas sabíamos a quién culpar, contra quién dirigir nuestra ira. ¿Es por esto que te resulta más fácil hablar del 11 M que de Patria? En fin, ya sabes que los ciudadanos fuimos a votar casi como forma de protesta y que nuestros políticos salieron unos a celebrar su victoria con unas sonrisas completamente obscenas y otros a lamentarse con la misma obscenidad por su derrota. A mí, por lo menos, todo aquel espectáculo me resultó obsceno. Y la vida siguió, aunque tardó en recobrar su sonido habitual. Yo no podía evitar pensar que había tenido la niña que alguna víctima no pudo tener. Y algunos familiares, desesperados quizá para siempre por el dolor, siguieron pidiendo más verdad y justicia de la que se les había ofrecido ya muchos años después, en los anocheceres de todos los 11, en la estación de Atocha que yo atravesaba entonces diariamente camino del trabajo. Como si eso fuera posible en este mundo: una verdad y una justicia que pudieran consolarles.

Nos vemos pronto, espero.

Teresa.

Foto: Javier


Querida Teresa:

Como casi siempre, tienes razón. Hay asuntos de los que cuesta tanto hablar… Me sigue recorriendo una sensación de angustia, parecida a un escalofrío, cuando intento escribir acerca de aquel jueves atroz. De hecho, es la primera vez que voy a intentarlo, aunque dudo que consiga relatar unos acontecimientos tan traumáticos con un mínimo de objetividad, o que sea capaz de controlar las emociones que me provoca tan sólo recordarlos.

Mi vida era por entonces muy diferente a la actual. Tenía un empleo estable, con una jornada completa y un salario de lo más digno. A veces me preguntaba si se trataba del puesto de trabajo que había imaginado en mis sueños de grandeza y la respuesta era, la mayoría de las veces, negativa. Pero estaba contenta y me consideraba una persona independiente, lo cual me producía un sentimiento de serenidad del que ahora carezco.

Mi jornada laboral comenzaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las doce de la noche. Así que, aquel nefasto 11 de marzo, no madrugué. Esa mañana se me pegaron las sábanas; es casi seguro que la noche anterior me entretendría leyendo algún libro o cotilleando las Crónicas Marcianas de Javier Sardá y me darían las tantas. Como cada día, al ir a prepararme el desayuno, conecté la radio y, en ese momento, la voz de Iñaki Gabilondo me sobresaltó: explosiones, trenes, Atocha, atentado, la estación del Pozo, el Pozo, el Pozo… Aterrada, me dirigí a encender la televisión y las imágenes de los trenes me dejaron por unos instantes en estado de shock. Atocha, Téllez, Santa Eugenia…, las 07:35, el Pozo, el Pozo, el Pozo…

Intenté asimilar la información, pero me quedé petrificada en el sofá por un tiempo que no puedo precisar. Sólo recuerdo que, cuando conseguí marcar el número de teléfono del hotel donde mi hermana y yo trabajábamos, ella en el turno de mañana, un temblor recorría todo mi cuerpo. Mi primo Sergio, que también atendía la recepción y la centralita, descolgó. “Hola, Marisa. Tu hermana está aquí. Está bien. Te la paso”. Esas fueron literalmente sus palabras. La conversación que mantuvimos después no la recuerdo con exactitud, pero sí que cuando colgué el temblor se había convertido ya en un llanto desenfrenado, en un miedo atroz que me había invadido y no podía controlar.

El turno de mi hermana comenzaba a las ocho de la mañana. Cada día, a la misma hora, hacía el trayecto desde la estación del Pozo a Recoletos en un tren de cercanías igual al que saltó por los aires. A las 07.35- 07:40, su horario habitual. Aquel tren era “su” tren, pero a ella aquel día también se le habían pegado las sábanas y llegaba tarde. Cinco, diez minutos. Tarde. Y ahí estaba. Y seguía viva…

Y después recuerdo nítidamente el silencio. Una capa de silencio envolvía la atmósfera, como si la ciudad se hubiera quedado muda. En el metro, en los autobuses, por la calle; caras de estupefacción, de dolor, rostros de angustia, muecas de incredulidad. Y silencio. Un espeso y aterrador silencio. La ciudad se ralentizó; de repente nadie parecía tener prisa. La gente caminaba cabizbaja por la calle y una ola de solidaridad se esparció por cada esquina. Madrid estaba en duelo y nadie se sentía capaz de alzar la voz.

La manifestación del día siguiente la viví en el hotel, trabajando. Recuerdo a algunos de los clientes que se alojaban aquellos días. Uno de ellos, que se hospedaba habitualmente con nosotros, catalán por más señas, se acercó a la plaza de Colón para hacer parte del recorrido, pero abandonó transcurridos unos minutos. Cuando regresó, abrió la puerta y se sentó en un banco que teníamos frente a la recepción. Con la mirada perdida sólo pudo decirme: “Qué triste, Marisa, qué tristeza en las miradas. No he podido soportarlo. ¿Quién puede ser capaz de ocasionar este horror?”.

De lo que ocurrió los días siguientes, de la utilización abyecta del atentado y de la bajeza moral de algunos de nuestros políticos en aquellas jornadas de dolor, no corresponde aquí escribir ningún relato. Allá ellos con su conciencia. Poco tiempo después, durante unos días de vacaciones en un lugar que no voy a desvelar, alguien se permitió el lujo de contarme una especie de chiste infame acerca de los atentados de Madrid. No le contesté; tan sólo le miré y en mi mirada debió descubrir algo que le hizo agachar la cabeza. Me di la vuelta y me marché. Hacía poco tiempo que había descubierto el verdadero significado del silencio.

Claro que nos veremos. En Madrid, en Magerit.

Marisa.


jueves, 9 de marzo de 2017

Hoy no es el día

El grito. Edvard Munch

Por J. Teresa Padilla

He pasado parte de la mañana buscando literatura sobre el 11 M. El sábado publicaremos algo Marisa y yo juntas en recuerdo de ese día y me pareció buena idea, dado lo inhabitual de hacerlo en fin de semana, subir algo hoy como introducción, aperitivo o más bien anuncio de que esta semana el día “de Diarios" no era hoy, sino el sábado.

Sólo buscaba literatura, no crónicas periodísticas o trabajos de investigación. Ficción, en suma. Algo, la ficción, en cuya capacidad para alumbrar la realidad creo más que en la del periodismo (ahora es cuando Marisa, periodista de formación, me mira mal). Además, la ficción es lo que mejor puede introducir lo que publicaremos el sábado. Mi compañera y yo no nos hemos acercado al tema desde una perspectiva periodística, histórica ni política. Ofrecemos un testimonio absolutamente personal. Subjetivo. No es ficción, por lo menos en cuanto al contenido, pero sí lo más parecido a la ficción literaria de lo que me siento de momento capaz (hablo de mí, que no me atrevo a hablar por Marisa).

Al parecer hay muy poca literatura sobre estos atentados. Algún tonto (y siento hablar así de nadie, pero tonto es el que dice tonterías y, aunque todos las decimos, a éste ya le he oído –leído, más bien- unas cuantas más de las aceptables a su edad) alega que “si no hay novelas sobre el tema es por la manera en la que se cerró aquel caso: tuvimos la sensación de que con la detención de los autores y con la pérdida electoral del PP lo dimos todo por cerrado. No había más preguntas”. Dice esto y le parece bien (no lo dice crítica o irónicamente, como quizá pudiera parecer). Y se supone que es escritor. Para él, el 11 M es un “caso”, un caso cerrado, suponemos que pendiente de archivo. El asesinato en masa e indiscriminado, las vidas segadas en un instante y con premeditación, el dolor de los que sobrevivieron y de los que amaban a los que no sobrevivieron, el horror, la incredulidad y la inmensa tristeza que se cernió, mayormente pero no sólo, sobre los ciudadanos de Madrid (los mismos que estamos de vuelta, por desgracia, de casi todo). Nada de esto genera, al parecer, preguntas a Isaac Rosa. Una vez identificados, muertos o juzgados y encarcelados los culpables, ¿qué más preguntas sin respuesta hay?

Pues muchas; todas; las más importantes. Y no hablo de teorías conspirativas, como insinúa este necio que me ha amargado la mañana con su estupidez. Hablo de entender la maldad, la ausencia, el dolor, la generosidad. Hablo de personas, de sus historias, sus pensamientos, sus miedos. Asuntos de siempre, pero que sucesos como los atentados del 11 M nos ayudan a concretar reflexionando o fabulando en torno a los que los sufrieron. Seguro que hay muchísimas razones por las que no hay demasiada literatura sobre ellos, pero que sea un “caso cerrado” no lo es. Porque ni lo está ni puede estarlo. La herida está y debe seguir abierta para no olvidar a ninguna de esas 193 personas, más las otras dos que murieron en los vientres de sus madres y con ellas, que ese día se esfumaron como si nunca hubieran existido y quién sabe cuántas más que sobrevivieron, pero no pudieron o supieron volver a vivir.

Pero dejémonos de tontos y tonterías, que corremos serio peligro de contagio, y vayamos a las obras que he encontrado. No he leído ninguna, así que lo que digo de ellas no es sino un pálpito o una sospecha nacida de lo que cuentan las fuentes de las que las he obtenido y de alguna que otra lectura transversal de críticas. Las he ordenado cronológicamente, empezando por los que siempre están en la vanguardia de todas las batallas: los poetas (bravo por ellos). 

Madrid, once de marzo: Poemas para el recuerdo. Pre-Textos: Madrid, 2004. 184 pp. 11 euros. Antología realizada a iniciativa de los libreros, a la cabeza la librería Alberti, que al día siguiente del 11 M solicitaron a casi cien poetas textos, en principio para cubrir sus escaparates. Los poemas terminaron reuniéndose en este libro cuyos beneficios se destinaron a la Asociación de Víctimas del Terrorismo.

11 M: Poemas contra el olvido. Bartleby editores: Madrid, 2004. 200 pp. 12 euros. Otra iniciativa, esta vez de la editorial y Manuel Rico, para que los poetas se sumaran al dolor por los atentados con una pieza inédita. Participaron, entre otros, Luis Eduardo Aute, Félix Grande, Manuel Rivas o Benjamín Prado. Como la anterior, también tuvo fin benéfico.

La piedra en el corazón. Luis Mateo Díez. Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2006. 280 pp. 16,50 euros. El dolor de una hija sobre el fondo del dolor del Madrid de marzo de 2004. No parece encontrarse entre lo mejor de este autor, pero seguro que vale la pena comprobarlo de primera mano.

Donde Dios no estuvo. Sonsoles Ónega. Grand Guignol: Barcelona, 2007. 168 pp. Una novela típica de periodista: una crónica “a caballo entre la ficción y la realidad” escrita como un bestseller. No la recomiendo; se me nota, ¿no?



Madrid Blues. Blanca Riestra. Alianza: Madrid, 2008. 240 pp. 23,99 euros. Parece que pasó bastante desapercibida, pero tiene toda la pinta de ser una novela honesta y un intento digno de aproximación. Y el título me gusta mucho.

La vida antes de marzo. Manuel Gutiérrez Aragón. Anagrama: Barcelona, 2009. 288, 18 euros. Ganó el premio Herralde, lo que no sé si es un punto a su favor o en su contra. No parece generar gran entusiasmo, pero tampoco es vista con malos ojos. A mí me echa un poco para atrás que su autor venga del mundo del cine (no me gustan nada las novelas cinematográficas).


El corrector. Ricardo Menéndez Salmón. Seix Barral: Barcelona, 2009. 144 pp. 17,50 euros. El corrector es el último volumen de una trilogía sobre el horror que se inició con La ofensa (2007), que tenía como fondo la II Guerra Mundial, a la que siguió Derrumbe en el 2008. Me da muy buenas vibraciones, la verdad.


El mapa de la vida. Adolfo García Ortega. Seix Barral: Barcelona, 2009. 544 pp. 20 euros. Una historia de amor entre supervivientes, Madrid, mútiples voces, temas e historias. Demasiado quizá para no perderse.


Saliendo de la estación de Atocha. Ben Lerner. Random House: Barcelona, 2013. 208 pp. 16,90 euros. Al parecer en Estados Unidos fue un éxito y tiene buenos padrinos allí, pero me da la sensación de que el 11 M es un mera circunstancia y de que habla sobre todo de un americano y para otros americanos.


11 M: once días de junio. Víctor Llano. Última línea: Málaga, 2015. 236 pp. 16,95 euros. Es una novela de género, un thriller. No debería estar en esta lista, pero ya que está el americano (que a saber qué ha escrito), y la periodista (Sonsoles Ónega) con su "crónica novelada", pues, venga, también él.


Carne rota” es un cuento sobre el 11 M incluido en el volumen El vigilante del fiordo. Fernando Aramburu. Tusquets: Barcelona, 2011. 192 pp. 16 euros. Es el autor de este año y, por amplia mayoría, con merecimiento. Una garantía.

Cosas que brillan cuando están rotas. Nuria Labari. Círculo de tiza: Barcelona, 2016. 275 pp. 22 euros. Es la novela de una periodista que recurre a la ficción para reconstruir desde las vivencias personales de su protagonista (periodista, también) la tragedia y, de paso, su vida. Estoy segura de que es de esas novelas que entusiasman a un determinado tipo de lector, mayoritariamente femenino. Lo mismo es un prejuicio, pero no me tienta nada.

Puede que no sean muchas obras, pero las hay. Y algunas prometen enseñarnos cosas, que es de lo que se trata en literatura: de enseñarnos cosas sobre nosotros y nuestras vidas.

No os olvidéis: nos vemos (leemos) el sábado.

jueves, 2 de marzo de 2017

Bachata en mi face


Por Marisa Díez

A veces me entran ganas de desaparecer por un tiempo de la era digital. Darme de baja en el Facebook, dejar de abrir mi perfil en Twitter o cerrar de una vez el Instagram. Y volver a vivir sin la tiranía de las redes sociales; salir a comprar el periódico por las mañanas o dedicar unas horas a escuchar la radio, ese gran medio de comunicación que cada día tenemos más olvidado. Ya sé que se trata de arranques emocionales que se me pasan en cuanto me lanzo a contestar el primer mensaje de whatsapp que resuena en mi móvil, pero es que, sin desearlo, te ves obligada a leer cada estupidez…

Esta mañana he encontrado en el muro de mi face una de esas imágenes que me sacan de quicio, con un mensaje incorporado tan “profundo” que podría haber sido escrito por un niño de cinco años, si no fuera por la mala baba que desprendía. Una especie de viñeta en la que se representaba a una multitud de inmigrantes y desheredados haciendo cola tras una ventanilla, que lucía un cartel de “ayudas sociales”, frente a otra ventanilla, vacía, donde se buscaban empleados. Tan sesudo pensamiento estaba firmado por un grupo que se autodenomina “orgullo español”, y esta circunstancia fue la que terminó por enervarme. Luego se quejan, pensé, pero es que siempre son los mismos. No suelo entrar al trapo de estas provocaciones, pero qué queréis que os diga, últimamente no soy del todo dueña de mis actos y, dependiendo del desequilibrio hormonal que sufra en ese momento, actúo de una manera o de la contraria. Mi primer impulso fue poner a caldo a la persona que había colgado semejante cutrez en mi muro, pero resulta que no la conocía, porque venía “rebotada” de un comentario anterior de un amigo en común. Y contesté, aunque me contuve bastante; no quiero caer en el mismo error que señalo a menudo a mis amigos, cuando les insisto en que significarse demasiado en las redes sociales sólo puede traerte problemas.

Me agotan esas alimañas que utilizan las redes sociales para hacerse fuertes tras un “me gusta” o un “compartir”. Los que publican repugnantes tweets escondidos tras el anonimato de un nombre ficticio. Los mismos que frente a ti se callan si se sienten en minoría o acorralados en un entorno hostil. Pero se lanzan sin ningún pudor a expresar su alegría por la desgracia ajena en cuanto se encuentran a solas con su smartphone, siempre con un máximo, eso sí, de 140 caracteres. Algunos, incluso, consiguen descansar a pierna suelta la misma noche en que le han reído la gracia a la escoria que, pongamos, acaba de alegrarse por la muerte de Bimba Bosé.

Ya sé que estos comportamientos no son los que de verdad prevalecen, pero cada vez nos estamos acostumbrando más a aceptar esta falta de respeto hacia el ser humano. Por no hablar de lo difícil que resulta, en innumerables ocasiones, llegar siquiera a vislumbrar lo que estos elementos intentan explicarnos, ante su nula capacidad para expresarse guardando las más elementales normas ortográficas o gramaticales.

No dispongo de la varita mágica para encontrar la solución que equilibre ese respeto al prójimo sin menoscabar la libertad de expresión; tampoco es mi cometido. Para eso ya están nuestros políticos o los eruditos en la materia, pero dudo que consigan ponerse mínimamente de acuerdo ocupados como están en resolver sus innumerables corruptelas.

De cualquier forma, intentaré pensar en positivo y aparcaré mis ganas de bajarme en marcha del mundo digital. Esta misma mañana, a continuación del mensaje del que os hablaba, encontré en mi Facebook otro mucho más bonito, aunque no sé si se refería a mí o también había aparecido de rebote en mi muro. Yo me lo apropié y le puse un “me encanta”, con lo que apareció ese corazoncito tan mono. Y como a continuación surgió de repente mi sobrina, guapísima, mientras bailaba bachata en Nueva York, decidí darle otra oportunidad al caralibro. Intentaré contar hasta diez ante la próxima provocación. Claro que, no respondo de mis hormonas…