jueves, 9 de febrero de 2017

Némesis

Némesis. Philip Roth.

Mondadori: Barcelona, 2011. 224 pp. 21,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Me ha costado y me cuesta esta reseña. Philip Roth no es como mis otros Roth: Joseph, el europeo sin hogar capaz de escribir prodigios aun con los ojos nublados por el alcohol, las lágrimas, o ambas cosas a la vez, y Henry, el tránsfuga de la literatura, el fracasado que, a diferencia de Joseph, encontró en la huida, la soledad y la desaparición, primero supongo que sólo un poco de paz y consuelo, y después amor. La razón por la que todavía no existe en este blog una reseña de su Llámalo sueño, ese libro que, durante un tiempo, regalé y presté a todos los que me importaban (hasta que me cansé de sus tibias o inexistentes reacciones) es mi penosa memoria y mi manía de tener lo que comento íntegro en mi cabeza. Queda tanto por leer, tantas maravillas por descubrir, que me resulta casi enfermizo releer por enésima vez esta novela. Sin embargo, lo haré, qué narices, aunque me temo que tendré que controlarme mucho para no terminar escribiendo, cuando llegue el caso, más sobre mí misma, sobre mi infancia, que sobre la que para mí es la gran novela de la infancia.

Durante un tiempo mis libros viajan por mi casa, más allá del movimiento obvio de seguir mis pasos mientras los leo. En cuanto llegan van a la pila. La pila es a veces ridícula por lo escuálida (dos o tres volúmenes), otras no tanto, y entonces pierdo mucho tiempo contemplándola y decidiendo el lugar de los libros en la misma según el probable orden de lectura. Para nada, porque no hago más que cambiarlo, yo creo que más por el placer de andarlos toqueteando que por auténtica indecisión. Además, normalmente, algo pasa en el último momento (que llega otro libro, nuevo o prestado) que relega al primero de la lista, bien sea por la necesidad de leer antes lo que tienes que devolver (pocas cosas peores encuentro en las personas que obligarte a pedirles los libros que les prestaste), bien porque la novedad se te antoje irresistible. El caso es que mi pila actual incluye dos Philip Roth más aparte de Némesis, que ya está leído y la ha abandonado para ocupar la segunda residencia temporal de mis libros (mi “despacho”, a saber: el rincón de la cocina donde escribo estas joyas de la digresión). He ido relegando estos dos a causa precisamente de Némesis. Quería leerla a ella primero por ser la última novela de Philip Roth y empezar así por el final (un placer infantil que me concedo de vez en cuando). La última para siempre, pues con ella declaró que se jubilaba, que lo dejaba, que se acabó. No soy quien para ponerlo en duda, y a un hombre de 83 años no se le puede exigir nada, ni siquiera que siga vivo mucho tiempo, aunque tampoco me imagino a Roth mano sobre mano viendo la tele o contemplando la evolución de las zanjas de su querido Newark. O puede que los ancianos estadounidenses no sean como los nuestros…

Pero, volviendo al tema: al igual que sus hermanos andan atascados en la pila por su culpa (he descubierto que necesito un descanso de dos o tres lecturas distintas entre un Philip Roth y otro), Némesis se quedó atascada más de lo habitual en la segunda base, o sea, mi mesita de la cocina. Por encima de ella habéis visto pasar a Ozick y Brodsky, y hasta podría hacerlo el Judas de Oz, que terminé ayer mismo y sobre el que estoy deseando escribir, si no fuera porque tengo que enfrentarme ya al desafío personal que desde su tapa amarilla chillona (qué libro mas feo) me plantea Némesis. ¿Cuál? La de una novela a la que no puedo reprochar nada, ni en la elección del tema ni en su desarrollo formal, que es impecable. Pero que me ha costado leer, y la culpa no la tiene esta vez el traductor, invisible como debe ser.

Némesis es el nombre de la diosa griega del castigo y la venganza “justos” que debían aplicarse a aquellos que sobrepasaran los límites impuestos por su condición: los hijos que desobedecieran a sus padres o los hombres que desafiaran a los dioses usurpando sus funciones o queriendo ser como ellos. Esta trasgresión es la hibris, lo más parecido que los griegos tenían al concepto de pecado.

Al principio a mí me resultó extraño que un autor judío titulara así una novela en la que se narra cómo, en plena guerra mundial, una epidemia de polio se ceba especialmente en los niños del barrio judío de la ciudad de Newark. Porque resulta una réplica a una diminuta escala doméstica de la plaga que estaba aniquilando a todos los judíos, incluyendo a los niños, en Europa, y muchos lectores, al menos yo, creo que esperaban mientras recorrían su primera parte que la novela optara por desarrollar esta analogía evidente. Sin embargo, a pesar de que a veces casi parece que va a suceder (“aquella era también una guerra de verdad, una guerra de matanza, ruina, desolación y perdición, una guerra con los estragos de la guerra: una guerra contra los niños de Newark”), al final tenemos que reconocer que no, que no se trata, como en La peste de Camus, tanto de las formas posibles de resistencia al mal como de algo mucho más concreto: de la manera en que su protagonista, Bucky Cantor, termina por interpretar la epidemia y su papel en ella.

Bucky es monitor en un campamento municipal de verano. Aunque al principio Bucky parece destinado a ser el héroe que impide que, junto al virus de la polomielitis, se extienda también entre sus niños el de la ira y el miedo (que “castra” y “degrada”), resulta ser sólo “un buen chico”; judío, sí, pero cien por cien norteamericano: seguro de su vida y de su derecho a ella, la suya y la de los demás; un muchacho que, por otra parte, ha asimilado completamente ese ideal tan americano (y protestante) del ciudadano ejemplar, siempre dispuesto al sacrificio heroico en nombre del deber. Por si no resultaba suficientemente vergonzoso que el ejército le hubiera rechazado por su deficiente visión, teniendo así que permanecer en la seguridad del hogar mientras sus amigos de la infancia morían en Europa, cuando se le presenta la oportunidad de luchar en esta otra guerra desatada en su mismo barrio por la enfermedad, decide irreflexivamente aceptar la propuesta de su novia y marcharse a trabajar con ella a un campamento infantil en plena naturaleza, lejos de la epidemia.

Se marcha porque es la opción más apetecible, como el melocotón que se está comiendo en ese momento, la objetivamente más sensata. En realidad no hay ninguna guerra en Newark ni nada especialmente heroico que él pueda hacer. Ésa es la verdad, metáforas aparte. Y él tampoco se va por miedo a la enfermedad, sino, en todo caso, al sufrimiento, por lo absurdo que le parece en ese momento tener que asistir impotente al dolor ajeno y compartirlo. Claro está que este buen chico americano de inteligencia media no se ha planteado nada de esto. Lo hizo, sin más. Y cuando la enfermedad termina alcanzando también aquel supuesto refugio natural, matando a un niño y lisiándole a él mismo, se considera responsable y la culpa le corroe hasta decidir castigarse de por vida.

Lo que parecía iba a ser una reflexión sobre la naturaleza humana y su capacidad para lo mejor y para lo peor en las situaciones críticas, termina siendo la descripción del infantilismo religioso de Bucky, que, incapaz de aceptar la tragedia como lo que es, un sinsentido, tiene que buscar un culpable. Primero Dios y luego él o, mejor dicho, los dos a la vez. “No era más que un estúpido orgullo desmedido”, nos dice el narrador (uno de los primeros niños afectados), el que le llevó a condenarse para siempre a la soledad. He aquí la hibris y su correspondiente némesis. Conceptos paganos, pues lo de Bucky tiene que ver menos con la religión o la fe que con el puro racionalismo de las causas eficientes.

Visto así, es una suerte que no se plantee una analogía entre la epidemia y la shoá. Resultaría escandaloso que se nos invitara a verla, no tanto como lo hace Bucky, sino el razonable y laico narrador: una contingencia inevitable.

Al fin puede ocupar Némesis su lugar más o menos definitivo: en la estantería, en el lugar alfabéticamente destinado a los Roth. Allí, junto a Joseph y Henry, a los que tan poco se parece. Bueno, cada uno es como es. Philip, tan realista, tan sobrio, tan correcto (literariamente hablando) es, de momento, mi particular patito feo. Veremos si me sorprende en los otros dos “Roths”. Veremos.

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