viernes, 24 de febrero de 2017

¡Que vienen los rusos!

Por J. Teresa Padilla

Lo exclamo sin pánico y en un tono que pretendo humorístico, pero no creáis que sin un íntimo, secreto y vergonzante recelo, sospecha e incluso desasosiego.

Al parecer, piratas informáticos rusos hicieron lo que suelen hacer (los piratas internaúticos, no los rusos) y se metieron en las intimidades virtuales de organismos estatales y personalidades de relevancia política de la superpotencia occidental (o sea, EEUU). Al parecer, con el propósito de hacer pública todo tipo de información malintencionada sobre la entonces candidata demócrata a la presidencia estadounidense y favorecer así al inminente nuevo presidente yanqui (el “loco del miércoles”, como hoy mismo acaba de referirse a él la señora que cuida de mi suegra, colombiana ella. El título me ha gustado tanto que estoy por apropiármelo y cambiarle el nombre al blog: Las locas de los miércoles. Si no lo hago es porque lo suyo sería publicar entonces los miércoles y ni mis socias ni yo tenemos edad ya para tanto compromiso).

Pero, bueno, hablaba yo de la piratería de origen ruso. Obama se enfadó, claro (aunque a buenas horas), y expulsó hacia la gélida madre Rusia a un buen grupo de diplomáticos. Putin, tan hierático y bajito como acostumbra, decidió no mover, de momento, ficha: para qué se iba a molestar con un presidente al que le quedaba telediario y medio. Ya hablaría él con el nuevo boss, que, de paso, se erigió en defensa de la presunción de inocencia rusa y sugirió otros posibles culpables, orientales pero no eslavos, o sea, chinos (con todos los que son, raro sería que no hubiera alguno implicado) o norcoreanos (no son tantos pero a siniestros les ganan pocos). En suma, que en medio del escándalo, Putin dejó a Trump liado con el Twitter (qué peligro) y se fue a misa de Pascua. Así, sin más, como si nunca hubiera sido un jefazo de la KGB ideológicamente impecable (o sea, ateo) o necesitara precisamente él ayudas divinas; vamos, como un señor.

Bueno esto era un resumen de lo que pasó a finales del año pasado, por si había algún despistado que no se hubiera enterado en su momento de la noticia. Un resumen a cuento de qué, os preguntaréis (con toda la razón). Pues a cuento de este blog que tenéis la gentileza de visitar en este preciso instante. Ya en enero Diarios de resistencia fue poco menos que invadido por los rusos. No sé, como doscientas visitas en un solo día. Lo mismo los blogs como Dios manda tienen de forma habitual visitas de este orden. Diarios, desgraciadamente, no. Ni cuando escriben Marisa o Esperanza, que suelen, como vulgarmente se diría, dejar mis posts en bragas.

Pantallazo de las fuentes de tráfico del blog
No puedo negar que ver semejante cantidad aumentar el contador de visitas provocó un considerable subidón en mi autoestima. Aunque breve, claro, porque estalló como la burbuja que era cuando empecé a hacerme preguntas tales como: ¿Qué hacen tantos rusos (es que había días que eran tantos que asustaban) pasándose por aquí? ¿Cómo han llegado? ¿Qué están leyendo? ¿Pueden siquiera leer (castellano, digo)? Poca cosa averigué y eso que manejo a nivel usuario el Google Analytics. Sólo sé que estuvieron. Un buen puñado de días. Desde diferentes lugares de Rusia. Y que leyeron (supuestamente) un poco de todo, preferentemente entradas antiguas.

Tan abruptamente como llegaron, se fueron (no fidelicé ni a uno, mierda). Se fueron hasta hace unos días, en que de repente entraron de nuevo en tromba (trescientos y pico de una vez). Esta vez no he hecho mayores indagaciones. Para qué. Fue sólo un día. Pero me tienen perpleja. Supongo que serán “robots” que reaccionan a alguna palabra del blog y que al poco se marchan “decepcionados”, pero yo prefiero imaginarme a personas reales, estudiantes de español, hijos o nietos de los niños de la guerra buscando sus orígenes… Mi fantasía no se sostiene porque no tiene sentido que esta gente se ponga de acuerdo para visitarnos a la vez, pero… En fin, venga, no perdamos la esperanza ahora justamente que la NASA ha descubierto un nuevo sistema solar con posibilidades de albergar vida. Si estáis ahí, sois humanos y venís en son de paz, comunicaros con nosotras: no tenemos muchos secretos, y escandalosos menos, pero somos mujeres de paz, no tanto por falta de genio, sino por hartura de guerras.

Firmado: Las locas de quién sabe qué día.

jueves, 16 de febrero de 2017

Judas

Judas. Amos Oz.

Siruela: Madrid, 2015. 304 pp. 19,95 euros.



“Y Judas, ante cuyos ojos conmocionados acababan de derrumbarse el sentido y la finalidad de su vida, Judas, que comprendió que había causado con sus propias manos la muerte del hombre al que amaba y admiraba, se marchó de allí y se ahorcó. Así, escribió Shmuel en su cuaderno, así murió el primer cristiano. El último cristiano. El único cristiano”.


 Por J. Teresa Padilla

“Esta es una historia del invierno de finales del año cincuenta y nueve y principios del sesenta. En esta historia hay error y pasión, hay amor no correspondido y cierta cuestión religiosa que queda aquí sin resolver”. Así empieza Judas, como un cuento de los que dan ganas de leer en voz alta, de los que, si no te oye nadie, te lees efectivamente a ti mismo aunque sea en un murmullo. Yo encuentro verdadero consuelo en hacerlo, consigo acallar todo el ruido que se me acumula a veces en la cabeza y en el corazón y los embota. Seguramente es un consuelo muy parecido al que encuentran los que balbucean sus plegarias en sus respectivos lugares santos. No pasa con todos los libros, y resulta en realidad superfluo añadir que aquellos que lo consiguen pasan a engrosar, sin más requisitos, mi lista de predilectos, esa larga lista cuyos miembros más recientes son Brodsky y Métter. Bueno, y a partir de ahora Amos Oz.

Todo empieza como un cuento, pura ficción, pero el narrador está tan concentrado en ver sólo por los ojos de Shmuel y narrárnoslo que no nos vuelve a interpelar más y, claro, se nos olvida. Nos olvidamos de nosotros mismos (bendita catarsis) y seguimos (gracias a que el autor abandona momentáneamente la perspectiva de Shmuel para describírnoslo a él mismo) los torpes y característicos andares de Shmuel Ash por Jerusalén como si los estuviéramos viendo; pero sobre todo seguimos sus pensamientos y sentimientos. Sólo a ellos tenemos acceso y sólo a través de ellos, y de lo que expresamente llegan a contarle a Shmuel, conocemos a los otros dos protagonistas: Atalia Abravanel y Gershom Wald, nuera y suegro que viven en una misma casa, aunque a la sombra de los ausentes (el padre de Atalia y el hijo de Gershom) y del silencio que impone el dolor (o la ira) de su ausencia.

Shmuel, un joven universitario que se oculta tras un pelo indomable y una barba de neandertal, no tiene donde ir. Su aspecto, su cómica forma de andar, su incapacidad para escuchar y a la vez su inclinación al monólogo interminable, su manera repentina de pasar de la actividad más frenética a una pasividad casi letárgica, su tendencia a llorar de emoción a la mínima, todo estos rasgos hacen que la sucesión de desgracias que le han llevado a la situación en la que nos lo encontramos en ese invierno del cincuenta y nueve, nos resulten menos patéticas de lo que realmente son. Porque Shmuel se ha quedado solo: su novia se ha casado con otro novio anterior a él y la escisión en el grupúsculo socialista de 6 miembros del que formaba parte le ha dejado en el sector minoritario (y encima “entre los cuatro disidentes estaban las dos chicas del grupo, sin las cuales aquello no tenía sentido”). También sus padres se han arruinado y ya no pueden pagarle los estudios, aunque no es esto en realidad lo que le lleva a abandonarlos (su hermana se las apaña), sino que está atascado en el trabajo que le iba a abrir las puertas de la gloria académica: Jesús a ojos de los judíos. Sin idea de lo que hacer ni adónde ir, encuentra una peculiar oferta de trabajo: conversar con un anciano durante las tardes a cambio de techo y un modesto salario. Allí se esconde del mundo, traiciona las esperanzas de sus padres, y hasta sus propios sueños.

De la traición y su íntima santidad trata sobre todo esta novela que tiene por título el nombre propio del traidor por antonomasia. Se traiciona, como Judas, por amor, por una fe que va más allá de la que su objeto tiene en sí mismo. Se traiciona al propio pueblo, como Shaltiel Abravanel, el padre de Atalia, cuando se insiste en la posibilidad de un sueño en el que no cree la mayoría. Se traiciona a un hijo cuando se le empuja a una presunta muerte justa desde niño. Y luego está Atalia, incapaz de creer en nada, de soñar, de amar a nadie (“Es imposible amar a los hombres. Lleváis miles de años teniendo el mundo entero en vuestras manos y lo habéis convertido en una monstruosidad. En un matadero”). Si rompe “corazones ingenuos a su paso”, a causa sobre todo de ese olor suyo a violetas y al surco tan marcado que unía su nariz y el centro de su labio superior, no está nada claro que se pueda hablar de traición. Porque la traición implica fidelidad a lo que se traiciona y nada ni nadie merece la suya. Es la guardiana de los muertos, de los que guardan silencio (su padre, su marido) y de ese otro “muerto charlatán que no para de hablar” (su suegro). Los guarda, pero no por sentido del deber ni por amor, sino porque no parece haber para ella otro lugar en el mundo que no sea un mausoleo.

El ateo Shmuel nos presenta a un Jesús de Nazaret, más que desde los ojos de un judío, desde sus ojos, llenos de amor por el hombre y sus palabras. Y a Judas como el más fiel a los sueños del nazareno: el primer, único y último cristiano auténtico. Traidor tanto para el judaísmo como para el cristianismo oficiales. Porque estaba solo en su fe sin límites, porque no pudo soportar el dolor de un sueño roto ni la culpa.

Amos Oz (2005). Foto: Michiel Hendryckx

Los soñadores: ésa es la verdadera estirpe de los acusados de traición. Es a la realidad tozuda, bárbara y desesperante a la que desafían. Y pierden siempre. Esos son los traidores. Los otros, los que vencen, ya no sueñan. No tienen necesidad, poseen todas las respuestas. Y el poder.

“Tú eres un valiente soldado del ejército de los que quieren arreglar el mundo y yo sólo soy parte del miasma del mundo [dice Gershom]. Cuando prevalezca el nuevo mundo, cuando todas las personas sean honestas, sencillas, productivas, fuertes, iguales y rectas, se derogará por ley el derecho a existir de seres deformes como yo, que comen y no hacen nada y encima lo afean todo con sus ocurrencias y chanzas sin fin. Incluso ella, Atalia, será prescindible en el mundo que surja tras la revolución, un mundo que no tendrá ningún interés en viudas solitarias que no se movilizan para arreglar el mundo sino que deambulan por ahí haciendo cosas buenas y cosas malas, rompiendo corazones ingenuos a su paso. (…) Ni siquiera de ti, querido, tendrán necesidad (…) Ellos mismos son la respuesta a todas las preguntas”

Atreveos a conocer a este muchacho conmovedor, tan parecido a los perros callejeros que le reconocen y siguen por las calles de Jerusalén. Él también sueña, pero, gracias a Gershom, a ese feísimo anciano parlanchín al que no puede evitar terminar amando, sabe que sueña. “En nuestras conversaciones nocturnas he aprendido de usted a dudar un poco. Tal vez por eso yo ya no seré jamás un revolucionario de verdad”, confiesa Shmuel. Sí, él parecía que tenía las respuestas, como los revolucionarios del póster que dejó para siempre en su habitación en la buhardilla de la casa, como esos redentores del mundo que terminan provocando ríos de sangre. Y cuando se marcha, como al principio, sin saber qué hacer o adónde ir, sólo tiene preguntas. No parece nada, pero es un gran botín: un bastón con cabeza de zorro y el "se preguntó" que pone fin a la novela.

jueves, 9 de febrero de 2017

Némesis

Némesis. Philip Roth.

Mondadori: Barcelona, 2011. 224 pp. 21,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Me ha costado y me cuesta esta reseña. Philip Roth no es como mis otros Roth: Joseph, el europeo sin hogar capaz de escribir prodigios aun con los ojos nublados por el alcohol, las lágrimas, o ambas cosas a la vez, y Henry, el tránsfuga de la literatura, el fracasado que, a diferencia de Joseph, encontró en la huida, la soledad y la desaparición, primero supongo que sólo un poco de paz y consuelo, y después amor. La razón por la que todavía no existe en este blog una reseña de su Llámalo sueño, ese libro que, durante un tiempo, regalé y presté a todos los que me importaban (hasta que me cansé de sus tibias o inexistentes reacciones) es mi penosa memoria y mi manía de tener lo que comento íntegro en mi cabeza. Queda tanto por leer, tantas maravillas por descubrir, que me resulta casi enfermizo releer por enésima vez esta novela. Sin embargo, lo haré, qué narices, aunque me temo que tendré que controlarme mucho para no terminar escribiendo, cuando llegue el caso, más sobre mí misma, sobre mi infancia, que sobre la que para mí es la gran novela de la infancia.

Durante un tiempo mis libros viajan por mi casa, más allá del movimiento obvio de seguir mis pasos mientras los leo. En cuanto llegan van a la pila. La pila es a veces ridícula por lo escuálida (dos o tres volúmenes), otras no tanto, y entonces pierdo mucho tiempo contemplándola y decidiendo el lugar de los libros en la misma según el probable orden de lectura. Para nada, porque no hago más que cambiarlo, yo creo que más por el placer de andarlos toqueteando que por auténtica indecisión. Además, normalmente, algo pasa en el último momento (que llega otro libro, nuevo o prestado) que relega al primero de la lista, bien sea por la necesidad de leer antes lo que tienes que devolver (pocas cosas peores encuentro en las personas que obligarte a pedirles los libros que les prestaste), bien porque la novedad se te antoje irresistible. El caso es que mi pila actual incluye dos Philip Roth más aparte de Némesis, que ya está leído y la ha abandonado para ocupar la segunda residencia temporal de mis libros (mi “despacho”, a saber: el rincón de la cocina donde escribo estas joyas de la digresión). He ido relegando estos dos a causa precisamente de Némesis. Quería leerla a ella primero por ser la última novela de Philip Roth y empezar así por el final (un placer infantil que me concedo de vez en cuando). La última para siempre, pues con ella declaró que se jubilaba, que lo dejaba, que se acabó. No soy quien para ponerlo en duda, y a un hombre de 83 años no se le puede exigir nada, ni siquiera que siga vivo mucho tiempo, aunque tampoco me imagino a Roth mano sobre mano viendo la tele o contemplando la evolución de las zanjas de su querido Newark. O puede que los ancianos estadounidenses no sean como los nuestros…

Pero, volviendo al tema: al igual que sus hermanos andan atascados en la pila por su culpa (he descubierto que necesito un descanso de dos o tres lecturas distintas entre un Philip Roth y otro), Némesis se quedó atascada más de lo habitual en la segunda base, o sea, mi mesita de la cocina. Por encima de ella habéis visto pasar a Ozick y Brodsky, y hasta podría hacerlo el Judas de Oz, que terminé ayer mismo y sobre el que estoy deseando escribir, si no fuera porque tengo que enfrentarme ya al desafío personal que desde su tapa amarilla chillona (qué libro mas feo) me plantea Némesis. ¿Cuál? La de una novela a la que no puedo reprochar nada, ni en la elección del tema ni en su desarrollo formal, que es impecable. Pero que me ha costado leer, y la culpa no la tiene esta vez el traductor, invisible como debe ser.

Némesis es el nombre de la diosa griega del castigo y la venganza “justos” que debían aplicarse a aquellos que sobrepasaran los límites impuestos por su condición: los hijos que desobedecieran a sus padres o los hombres que desafiaran a los dioses usurpando sus funciones o queriendo ser como ellos. Esta trasgresión es la hibris, lo más parecido que los griegos tenían al concepto de pecado.

Al principio a mí me resultó extraño que un autor judío titulara así una novela en la que se narra cómo, en plena guerra mundial, una epidemia de polio se ceba especialmente en los niños del barrio judío de la ciudad de Newark. Porque resulta una réplica a una diminuta escala doméstica de la plaga que estaba aniquilando a todos los judíos, incluyendo a los niños, en Europa, y muchos lectores, al menos yo, creo que esperaban mientras recorrían su primera parte que la novela optara por desarrollar esta analogía evidente. Sin embargo, a pesar de que a veces casi parece que va a suceder (“aquella era también una guerra de verdad, una guerra de matanza, ruina, desolación y perdición, una guerra con los estragos de la guerra: una guerra contra los niños de Newark”), al final tenemos que reconocer que no, que no se trata, como en La peste de Camus, tanto de las formas posibles de resistencia al mal como de algo mucho más concreto: de la manera en que su protagonista, Bucky Cantor, termina por interpretar la epidemia y su papel en ella.

Bucky es monitor en un campamento municipal de verano. Aunque al principio Bucky parece destinado a ser el héroe que impide que, junto al virus de la polomielitis, se extienda también entre sus niños el de la ira y el miedo (que “castra” y “degrada”), resulta ser sólo “un buen chico”; judío, sí, pero cien por cien norteamericano: seguro de su vida y de su derecho a ella, la suya y la de los demás; un muchacho que, por otra parte, ha asimilado completamente ese ideal tan americano (y protestante) del ciudadano ejemplar, siempre dispuesto al sacrificio heroico en nombre del deber. Por si no resultaba suficientemente vergonzoso que el ejército le hubiera rechazado por su deficiente visión, teniendo así que permanecer en la seguridad del hogar mientras sus amigos de la infancia morían en Europa, cuando se le presenta la oportunidad de luchar en esta otra guerra desatada en su mismo barrio por la enfermedad, decide irreflexivamente aceptar la propuesta de su novia y marcharse a trabajar con ella a un campamento infantil en plena naturaleza, lejos de la epidemia.

Se marcha porque es la opción más apetecible, como el melocotón que se está comiendo en ese momento, la objetivamente más sensata. En realidad no hay ninguna guerra en Newark ni nada especialmente heroico que él pueda hacer. Ésa es la verdad, metáforas aparte. Y él tampoco se va por miedo a la enfermedad, sino, en todo caso, al sufrimiento, por lo absurdo que le parece en ese momento tener que asistir impotente al dolor ajeno y compartirlo. Claro está que este buen chico americano de inteligencia media no se ha planteado nada de esto. Lo hizo, sin más. Y cuando la enfermedad termina alcanzando también aquel supuesto refugio natural, matando a un niño y lisiándole a él mismo, se considera responsable y la culpa le corroe hasta decidir castigarse de por vida.

Lo que parecía iba a ser una reflexión sobre la naturaleza humana y su capacidad para lo mejor y para lo peor en las situaciones críticas, termina siendo la descripción del infantilismo religioso de Bucky, que, incapaz de aceptar la tragedia como lo que es, un sinsentido, tiene que buscar un culpable. Primero Dios y luego él o, mejor dicho, los dos a la vez. “No era más que un estúpido orgullo desmedido”, nos dice el narrador (uno de los primeros niños afectados), el que le llevó a condenarse para siempre a la soledad. He aquí la hibris y su correspondiente némesis. Conceptos paganos, pues lo de Bucky tiene que ver menos con la religión o la fe que con el puro racionalismo de las causas eficientes.

Visto así, es una suerte que no se plantee una analogía entre la epidemia y la shoá. Resultaría escandaloso que se nos invitara a verla, no tanto como lo hace Bucky, sino el razonable y laico narrador: una contingencia inevitable.

Al fin puede ocupar Némesis su lugar más o menos definitivo: en la estantería, en el lugar alfabéticamente destinado a los Roth. Allí, junto a Joseph y Henry, a los que tan poco se parece. Bueno, cada uno es como es. Philip, tan realista, tan sobrio, tan correcto (literariamente hablando) es, de momento, mi particular patito feo. Veremos si me sorprende en los otros dos “Roths”. Veremos.

jueves, 2 de febrero de 2017

Del dolor y la razón

Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Destino: Barcelona, 2000. 465 pp. 21,25 euros.


“Y mirando estas postales me prometí que, si alguna vez conseguía salir de mi país natal, iría a Venecia en invierno, alquilaría una habitación en una planta baja, junto al agua, me sentaría allí, escribiría dos o tres elegías, apagaría mis cigarrillos en el suelo húmedo para oír su leve siseo, y, cuando estuviera a punto de quedarme sin dinero, no compraría un billete de vuelta sino una pistola barata, y, acto seguido, me volaría los sesos. Una fantasía decadente, por supuesto... pero si a los veinte años uno no es decadente, ¿cuándo va a serlo?".


Por J. Teresa Padilla

Joseph Brodsky murió en 1996. Ni se pegó un tiro (¿demasiado viejo?, ¿demasiado cuerdo?) ni fue en Venecia donde le falló ese corazón enfermo que tanto tiempo le llevaba amenazando con pararse. Sucedió en Nueva York, la capital oficiosa del país en que se había exiliado hacía más de veinte años. Sin embargo, sus cenizas no descansan allí, ni en su ciudad natal (San Petersburgo), sino en la Venecia invernal a la que se prometió viajar cuando todo viaje era imposible. Aunque fuera sólo para morir o, como en realidad sucedió, para yacer después de muerto.

Tumba de J. Brodsky en Venecia
Nos gustan los círculos que se cierran. “Te ha quedado redondo”, se dice de un trabajo bien hecho. Será que nos consuela ese encuentro de los principios y los finales que nos permite engañarnos sobre la sabiduría de la naturaleza o el equilibrio del universo. Dan la impresión de que en el fondo hay una ley que rige todo este caos, aunque en realidad no creemos en la ley. Ni siquiera en el azar. Sabemos que esos círculos nos los imaginamos, los soñamos. Qué más da. “En definitiva, comparado con la muerte, el sueño es realidad”. Yo encontré un círculo así cuando, después de leer los ensayos recogidos en Del dolor y la razón, me enteré navegando por la red de que Brodsky estaba enterrado allí donde fabuló de joven, todavía en la Unión Soviética, quitarse la vida como un poeta maldito. Al igual que todos estos círculos cerrados, también éste es sólo una visión subjetiva, mía en este caso. La que necesitaba para enfocar la reseña de un libro (ya os lo adelanto por si no necesitáis saber más ni seguir leyendo) extraordinario que no tiene ningún desperdicio. ¡Qué queréis que os diga! Sin este tipo de muletas, sin estas ideas típicas de mentes dispersas como la mía, terminaría escribiendo resúmenes escolares. Venecia (convertida para Brodsky en el contenido concreto del abstracto Occidente) y la muerte, la muerte en Venecia, la soñada y la real o cómo la soñada, la literaria, se termina imponiendo a la real. He aquí el principio. A ver si en torno suyo soy capaz de ordenar en poco más de mil palabras las mil y más maravillas de este libro.

“De un hombre que nos va a decir algo sobre nuestra vida no nos importa en qué época vivió”. Pues nada de referencias biográficas, faltaría más. Porque Brodsky es uno de esos hombres. Enseñarnos algo nuevo sobre nosotros y nuestro mundo es la condición mínima que ha de cumplir un libro para ser leído, hoy o dentro de cien años, por miles de lectores o por uno, porque la literatura “es un diccionario de la lengua en que la vida le habla al ser humano. Su función consiste en evitar que otro hombre, un recién llegado, caiga en una vieja trampa, o en ayudarle a darse cuenta, si de todas formas ha caído en ella, de que ha tropezado con una redundancia. De este modo se sentirá menos afectado y, en cualquier caso, más libre. Porque entender el significado de las expresiones que utiliza la vida, de lo que nos sucede, resulta liberador”. Vale, es cierto, hay libros que se leen masivamente y no enseñan nada, libros que no se dirigen a nosotros, a cada uno de nosotros, sino a un más o menos determinado público. Es verdad, pero nosotros hablábamos de literatura.

La literatura, como el arte, “despierta en el ser humano, consciente o inconscientemente, un sentido de unicidad, de individualidad, de separación, que lo convierte, de animal social, en un “yo” independiente”. E insiste: “Una novela o un poema no constituyen un monólogo, sino una conversación entre el escritor y el lector, una conversación, repito, íntima, al margen de los demás: por así decirlo, mutuamente misantrópica. (…) Una novela o un poema son el fruto de una doble soledad: la del escritor, la del lector”. Brodsky fue un escritor exiliado y esto no es un mero accidente biográfico: su exilio y la necesidad del mismo le revelaron la esencia de la literatura y le brindaron la posibilidad de una libertad que va más allá de la liberación evidente de pasar de una tiranía a una democracia (“ese punto medio entre la pesadilla y la utopía”). El escritor y el lector están inevitablemente solos, al menos cuando escriben o leen. Y esa soledad es un valor, un preciado tesoro. Debemos luchar por alcanzar la condición de nómadas. Esto repite Brodsky de diferentes y simpáticas formas en muchos ensayos de este libro, sobre todo en los diversos discursos de graduación que incluye y que son una auténtica gozada.

Ser un nómada (al menos mental) es no pertenecer a ningún club, grupo, célula. Ni, por extensión, país o nación. Es negarse (cuántas veces hemos hablado de esto mismo aquí) a dar credibilidad a la Historia o a “los heraldos de su inevitabilidad”. No significa sin más ser libre (esto es un duro trabajo), pero sí estar liberado de lo que nos lo impediría. Ser un nómada es ser un rostro humano, aunque no siempre sea hermoso ni bueno, y no un átomo de la masa.

Muy en relación con esta posible libertad y más que real liberación está la literatura y su abominación de la repetición, el cliché y las obviedades:

“El discurso poético es continuo, y evita el cliché y la repetición. La ausencia de estos rasgos hace avanzar el arte y lo distingue de la vida, cuyos principales recursos estilísticos, por así decirlo, son precisamente el cliché y la repetición. (…) Es nuestro objetivo antropológico, genético, nuestro faro lingüístico, evolucionista”. “Lo malo de los discursos sobre obviedades es que corrompen la conciencia por la facilidad y la rapidez con que nos proporcionan la tranquilidad moral de hallarnos en lo cierto”.

A la rutina segura e inmovilista de la frase hecha, el cliché y lo obvio se oponen la duda, la incertidumbre y el riesgo de la literatura, sobre todo de la poesía, al dejarse el poeta poseer por la lengua (en un sentido más erótico del que imaginamos) y su necesidad de evolucionar y crecer: “Quien escribe un poema lo escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. (…) Hay ocasiones en que, mediante una simple palabra, una simple rima, el que escribe un poema se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba. Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo. Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la experiencia. (…) A quien establece esta especie de dependencia con la lengua es, supongo, a quien llamamos poeta”.

Eso fue Brodsky por encima de todo, un poeta, y para los que, como yo, no sabemos leer poesía, los ensayos en que él nos lee y desnuda los poemas de Rilke (“Noventa años después”), Thomas Hardy (“Cortejar lo inanimado”) o el espectacular e hipnótico análisis del “Home Burial” de Robert Frost (“Del dolor y la razón”) son, simplemente, milagrosos: hacen ver al ciego, a la ciega en este caso. Y la enamoran, de lo que el maestro les enseña y del propio maestro.

A pesar de su individualismo irrenunciable, Brodsky ponía el poema por encima del poeta, convirtiendo a éste en un simple médium en la historia de amor en que consiste la relación entre la lengua y la realidad. Creo que exagera. Por amor, claro; por amor a su lengua y a todas las lenguas, un amor que se le transparenta en estos ensayos a la menor ocasión. Y el amor ciega y deslumbra, pero, ¿qué seríamos sin él?

“Había leído casi toda mi obra. (…) Cuando conozco a gente como él, me siento como un impostor, porque lo que creen que soy no existe (desde el momento en que acabé de escribir lo que acababan de leer). Lo que existe es un lunático perseguido por sus recuerdos, que se esfuerza por no herir a nadie, pues lo más importante no es la literatura sino la habilidad de no causar daño a nadie. Pero en vez de confesarlo sin rodeos, balbuceo algo sobre Kantemir, Derzhavin, etcétera, mientras él me escucha con la boca abierta, como si en el mundo hubiera algo más que la desesperación, la neurosis y el miedo de convertirse en humo en cualquier momento”.

Foto: Julia Schmalz
Sí, aquí estamos, hablando de literatura, que ni siquiera es lo más importante, como si no fuéramos a morir en cualquier momento, como si la literatura fuera algo más que una ficción caprichosa o la realidad otra cosa que la que nos ofrece la física. Éste fue Joseph Brodsky, no sé si os lo he presentado bien (gran parte del trabajo se lo he dejado a él, a sus palabras). Doy gracias a quien o a lo que corresponda por haberle conocido.