viernes, 27 de enero de 2017

27 de enero

“En un ataque de locura, Celan se abalanzó sobre su vecino en París, convencido de que éste había hecho daño a su hijo. Cuando lo llevaron a la policía, gritaba “¡Soy francés! ¡Soy francés!”. Pero sólo era un judío. Aun así, no le hicieron nada. Lo ingresaron en una clínica psiquiátrica.

¿Cómo es posible que hasta ahora no me haya vuelto loco? ¿O estoy loco?” (I. Kertész. La última posada).


En la plataforma de llegada a Birkenau. Foto: Yad Vashem


Por J. Teresa Padilla

Hoy es el Día Internacional de las Víctimas del Holocausto (creo que oficialmente el nombre es más largo). Lo es porque fue un 27 de enero de 1945 cuando los rusos llegaron a Auschwitz y lo “liberaron”. En realidad lo liberaron de su abandono, pues allí sólo quedaban menos de tres mil personas que, por su debilidad extrema, no pudieron engrosar las “marchas de la muerte” que sus captores organizaron en su huida. Los nazis dejaron sólo a los que dieron por muertos y a unos pocos que optaron, en ese juego de ruleta rusa que era cualquier elección allí, por burlarles y quedarse. Aquellos judíos eran suyos. Ellos, los nazis, y nadie más eran los dueños de sus destinos. Tal es el mensaje que dejaron bien claro para la posteridad cuando decidieron, al margen del más evidente sentido común, llevarse a todos aquellos que no habían tenido tiempo de asesinar. Perderían la guerra, pero habían conseguido suplantar al Dios de los judíos, que no es otro que el de los cristianos y, por tanto, el de Occidente hasta ese momento. Todavía no está claro a día de hoy si se salieron con la suya. De ahí el esfuerzo por recordar, comprender y conseguir reconducir la civilización que hizo posible aquel horror.

En ese esfuerzo se encuentran escritores, poetas, intelectuales o simples testigos que sobrevivieron. También están los que, como Itsjok Katzenelson o Zalmen Gradowski, por ejemplo, fueron capaces de legarnos su testimonio aunque ellos mismos desaparecieran convertidos en cenizas y humo. Los hay que sobrevivieron hasta el fin natural de sus días (Imre Kertész, Elie Wiesel…) y también los hay, muchos, demasiados, que terminaron sucumbiendo más o menos años después (Primo Levi, Paul Celan, Jean Améry o Tadeusz Borowski). Y, por supuesto, hay mujeres (Seweryna Szmagklewska, Odette Elina, Charlotte Delbo, Liana Milu...).

“Tras examinar a los 2819 internos de Auschwitz que fueron salvados por la llegada del Ejército Rojo, la Comisión de medicina legal estableció que 2189 de ellos, es decir, el 91%, padecían de severa inanición. Por añadidura, 223 de ellos estaba enfermos de tuberculosis. Los peritos pudieron establecer también que los alemanes sometían a tormentos a los prisioneros, lo que resultaba en la presencia de numerosas fracturas de costillas, huesos de las extremidades, vértebras, huesos maxilofaciales y diversas heridas, ulceraciones y miembros gangrenosos entre las personas examinadas por los miembros de la Comisión. Muchas de las personas liberadas padecen también de severas enfermedades nerviosas y psicológicas.

La Comisión de medicina legal practicó autopsias a 526 cadáveres de prisioneros encontrados en diversos puntos de los campos. Las autopsias permitieron establecer que 474 de las muertes (el 88,3%) se produjeron por inanición” (Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg. El libro negro, p. 1079).

Como en este fragmento de El libro negro, esa monumental recopilación de documentos y testimonios realizada en plena guerra por dos hombres tan distintos como Ehrenburg y Grossman, también la frialdad, tan dolorosa, de los números y porcentajes, intenta dar testimonio, aunque lejos de explicar o hacernos comprender nada, pueda cegarnos aún más. Por si acaso, este “informe” fue vetado por Stalin y no se publicó hasta 1980 en Israel. Otro libro con su propia y triste historia, como tantos escritos en la antigua Unión Soviética.

No iba a subir nada esta semana, que ha sido complicada y rara. Pero el periódico me ha recordado la fecha de hoy y necesitaba contribuir a mi manera en la lucha contra el olvido. Y se me han ocurrido dos cosas. La primera compartir una lista de libros de mi biblioteca que, bien narrando, reflexionando e incluso fabulando, luchan sin cuartel por no dar “victorias póstumas a Hitler” (como decía Fackenheim). No os los recomiendo de oídas. Con mejor o peor calidad literaria, todos son imprescindibles. Todos enseñan algo. Habrá muchos más, y puede que mejores. Estos son los que conozco de primera mano.

Pero antes de ese listado, un poema. No sé dónde lo escribió, pero recuerdo que Kertész lo llamó el poema perfecto sobre el holocausto. O puede que perfecto, sin más. Yo no entiendo mucho de poesía, pero le creo. Es la traducción de José Luis Reina Palazón de Todesfuge y un audio del propio Paul Celan recitándolo que no hace falta saber alemán para disfrutar.


Fuga de la muerte

Negra leche del alba la bebemos de tarde
la bebemos a mediodía de mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus mastines
silba ante él a sus judíos hace cavar una fosas en la tierra
nos ordena tocad a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana a mediodía te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
Tu pelo de ceniza Sulamit cavamos una fosa en los aires allí no se yace allí estrecho

Grita hincad los unos más hondo en la tierra los otros cantad y tocad
agarra el hierro del cinto lo blande son sus ojos azules
hincad los unos más hondo las palas los otros seguid tocando a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos a mediodía de mañana te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamit juega con las serpientes

Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán
grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire
así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán
te bebemos de tarde y mañana bebemos y bebemos
la muerte es un Maestro Alemán su ojo es azul
él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú

vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire
juega con serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán

tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamit

(Paul Celan. Obras completas –ed. Bilingüe-. Trotta, Madrid, 2007)



Listado (sin orden alguno):

-Imre Kertész al completo (o casi), aunque Sin destino es el principio de todo.
-Primo Levi: Si esto es un hombre, Los hundidos y los salvados, La tregua.
-Stanislaw Lem: Provocación (un ensayo literario, que se presenta casi como un juego, pero que resulta clarificador como pocos).
-Zalmen Gradowski: En el corazón del infierno (el testimonio milagrosamente conservado de un prisionero destinado a trabajar en las cámaras de gas de Auschwitz. Él no sobrevivió).
-Itsjok Katzenelson: El canto el pueblo judío asesinado (este poeta yiddish tampoco sobrevivió. Sí sus poemas, que evocan el camino de destrucción desde la invasión de Polonia hasta los campos).
-Elie Wiesel: Trilogía de la noche (La noche, El alba, El día).
-Tadeusz Borowski: Nuestro hogar es Auschwitz (“No puedes imaginar qué feliz soy”. Una narración epistolar maravillosa y única).
-Seweryna Szmaglewska: Una mujer en Birkenau (uno de los primeros testimonios de supervivientes publicados).
-Odette Elina: Sin flores ni coronas (un conjunto de anotaciones breves, sencillas y dolorosamente expresivas).
-Charlotte Delbo: Auschwitz y después (trilogía que incluye Ninguno de nosotros volverá, Un conocimiento inútil y La medida de nuestros días).
-Liliana Millu: El humo de Birkenau (testimonio contemporáneo del de Primo Levi e igual de recomendable).
-Jean Améry: Más allá de la culpa y la expiación (en esta obra “se describe cómo se sufre la violencia, eso es todo”. Y es mucho).
-Robert Antelme: La especie humana (un testimonio novelado que se esfuerza por seguir viendo al verdugo como un hombre).
-Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg: El libro negro.

Alguno me dejo incluso de mi modesta biblioteca. Seguro que conocéis otros muchos. Os agradecería que los compartierais conmigo. Ayudadme a ampliar esta lista.

miércoles, 18 de enero de 2017

Metáfora y memoria. Ensayos reunidos

Metáfora y memoria. Ensayos reunidos. Cynthia Ozick.

Mardulce: s.l., 2016. 423 pp. 22 euros.


“Hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra labor. El resto es la locura del arte”, dijo [Henry James]. ¿Qué lector, al encontrarse con estas palabras reverberantes, ya sea por primera, por décima o por centésima vez, no se las tomaría a pecho?".

Por J. Teresa Padilla

Cuesta abajo me ha parecido que terminaban yendo los ensayos recogidos aquí. Quizá porque no son tantas las ideas originales de Ozick ni tan variadas las formas en que las sostiene. No son muchas, pero son claras para la autora y objeto de una defensa en ocasiones numantina. Ahora las veremos. Yo suscribiría al cien por ciento muchas de ellas y, a lo mejor por eso mismo, se me ha hecho más cuesta arriba asistir a esa cuesta abajo, al decaimiento del interés de los últimos ensayos (últimos del libro y más recientes en el tiempo).

Por si fuera poco, en la traducción de Ernesto Montequín hay errores gramaticales (un dequeísmo en la página 400 o un “concurso de cuyo premio” que espanta en la 391) y otras opciones estilísticas probablemente legítimas (me dio pereza anotarlas), pero que complican sin necesidad la lectura de unos textos escritos con una encomiable sencillez. Vaya, que había frases muy raras. Que se use “retardado” por “retrasado” o “impiadosa” por “impía”… Bueno, me incomoda, pero ése es mi problema: un pecado inconfesable que me ha alejado de mucha y seguramente muy buena literatura hispanoamericana.

El libro comienza con un ensayo a ratos deslumbrante (“Ella: retrato del ensayo como cuerpo tibio”) en el que describe el movimiento reflexivo típico del ensayo, que a veces es puramente racional y otras sentimental y casi siempre memorístico, oponiéndolo a la urgencia frívola y superficial del artículo. Oponiéndolo y defendiéndolo de ella. El ensayo se mueve en territorios íntimos y su deambular nunca es callejero. Considerémoslo femenino, llamémosle “ella” en lugar de “él” para dar la razón al estereotipo, aunque deberíamos saber que es falso. Porque ésta es otra de las ideas que, sin constituir nunca un tema principal, aparece en varias ocasiones y diferentes ensayos. Ozick defiende el feminismo ilustrado, el de la igualdad. El mismo, por ejemplo, que yo aprendí en la Universidad, a finales de los ochenta, de la mano de Celia Amorós. El que dice que hay cosas hechas por mujeres (muchas más de las que una historia escrita por ellos nos ha mostrado), pero no una forma específicamente femenina (ni masculina) de hacer las cosas. El feminismo clásico (así lo llama Ozick, ilustrado o moderno lo llamábamos nosotras) defiende la individualidad y mayoría de edad de cada una de las mujeres. Nada que ver con la hermandad (“sororidad” la denominan hoy para dejar bien claro el género de la fraternidad, aunque, puesto que el diccionario incluye el adjetivo “sororal”, debería decirse “sororalidad”) y el activismo epatante tan en boga. Me temo que nos faltaban lemas y consignas ofensivos. Nunca se nos ocurrió usar nuestros pechos desnudos como armas reivindicativas. No veíamos mal piropear a nuestros compañeros de vez en cuando para reírnos de su sonrojo tan poco “masculino”. Pero no porque quisiéramos ser como ellos. Ni como ellos ni como ellas. El enemigo era justo ése: el modelo impuesto. El que se nos imponía a nosotras era más opresor, pero tampoco el masculino era liberador, así que podíamos y debíamos ir juntos en esto. Queríamos ser nosotras mismas, descubrir lo que éramos. Y, en realidad, pedíamos lo mismo para nuestros compañeros. Ahora te asomas a las redes sociales y todo parece reducido a un partido de fútbol entre dos equipos igual de poco atractivos que sólo interesa a hooligans.

Cynthia Ozick (1986). Foto: Ricki Rosen
Un excurso un poco largo que simplemente da testimonio de lo que me ha alegrado reencontrarme con este feminismo de mi juventud en varios momentos de esta obra. Aunque sus temas principales sean otros, literarios, claro está. Con ironía se desentrañan, por ejemplo, las diferencias entre los escritores-chamanes y los escritores-ciudadanos (“Sobre el permiso para escribir”). Con dureza se crítica el arte y la literatura narcisistas, autorreferenciales y amorales: la vida y la literatura, la realidad y la ficción, guardan una relación muy compleja, pero no son nada realmente fuera de la misma. En “Metáfora y memoria” se nos describe de un modo pedagógicamente impecable el contraste entre el modelo griego y el judío de metáfora, así como la superioridad del segundo, que se apoya en la memoria y es, en el fondo, el que más y mejor se ha practicado.

En la segunda parte, en la que los ensayos giran en torno a diversos autores, los textos se vuelven más irregulares y reiterativos. Es dura la crítica a Susan Sontang como la ensayista que favoreció el todo vale postmoderno que tanto repele a la autora (con razón, añadiría si mi opinión importara). Lo que dice en este texto (“De la discordia y el deseo”) sobre Patti Smith y la nivelación entre “baja” y “alta” cultura ha sido refrendado este mismo año que acaba de concluir por los académicos suecos, así que la victoria sobre Sontag que Ozick
reclama (según ella, El amante del volcán constituye una rectificación en toda regla) resulta algo pírrica.

Mucho más cruel es el artículo dedicado a Truman Capote (narcisismo de principio a fin), que le sirve también para distinguir, de paso, el periodismo de la literatura sin separar la literatura de la vida. A Emmanuel Carrère (y a la legión de escritores que lo intentan emular en España) lo pondría fino.

Desmitificadora y reivindicativa a la vez es Ozick cuando habla de Sylvia Plath: el misterio estaría en su vida (sus diarios), no en su muerte (en la leyenda popular que su suicidio creó), pero el verdadero fuego que convierte todo lo demás en insignificante humo reside sólo en su poesía, la que la leyenda amenaza con ocultar.

Me niego a resumir la relación, hilarante en ocasiones, de amor-odio entre Ozick y Henry James. Porque es muy personal y está muy alejada de la mía con el señor James, que para resumir podríamos calificar de sencillamente inexistente. Por su parte, el texto dedicado a Virginia Woolf es decepcionante, seguramente por ser casi una crítica de la biografía de su sobrino, Quentin Bell. Sólo al final brilla algo ella y su contribución literaria.

Algo parecido sucede en el primero de los ensayos dedicados a Kafka, que constituye en realidad una presentación de los primeros tomos de la monumental biografía de Reiner Stach que, casualmente, hace nada ha publicado íntegra entre nosotros Acantilado. La crítica es buena, por si hay alguien interesado en enfrentarse a ella. El segundo artículo (“La imposibilidad de ser Kafka”) aborda una de las muchas posibles acepciones de esta expresión. En este caso la dificultad de traducir bien y la imposibilidad de no traducir (a Kafka y a cualquier otro).

Qué más… Ah, también encontramos a Tolstói y Dostoyevski. De lo más flojito en mi opinión. O a lo mejor no. Puede que sea yo, que les tengo especial querencia y todo lo que se diga me parece poco o muy superficial.

En resumen: ensayos muy amenos sobre la pasión por la literatura y su íntima conexión con la vida. Guerra al esteticismo, al arte por el arte, al narcisismo, a la metaliteratura, a la filosofía débil del "gusto"… Esta simpática mujer es más antigua que yo, ya os lo advierto. Tengo que hacerme con alguna de sus novelas. Tengo que verla en acción.

martes, 10 de enero de 2017

Esther, su mundo y el mío

Por Marisa Díez

Mi amiga invisible me ha regalado este año un libro que estoy leyendo con ansia de chiquilla. Cualquier tipo de lectura que caiga en mis manos es capaz de aportarme algo positivo. En este caso me ha trasladado a mi mundo mágico de la adolescencia y he retrocedido sin ningún esfuerzo a mis catorce o quince años, edad en la que me empapaba de las aventuras de Esther y su mundo. Una amiga se ha reído de mí sin ningún recato y yo la he espetado, con toda la mala inquina de la que soy capaz, “qué culpa tengo yo de que tú no hayas tenido infancia…”. Porque me da mucha pena que no disfrutara nunca de las aventuras de mi heroína preferida. De pequeña devoraba sus historias, que se publicaban por entregas, semana a semana, en una especie de tebeo que se llamaba Lily. Más tarde, Esther adquirió la importancia suficiente como para ser merecedora de un cómic enterito para ella sola, que salía a la venta aproximadamente una vez al mes, creo recordar. Aún tengo guardados en casa de mi madre, como uno de mis tesoros más preciados, toda la colección de fascículos que logré reunir. Confieso que de vez en cuando todavía los releo, aunque me los sé poco menos que de memoria, porque es de todos conocido el hecho de que cuanto mayores nos hacemos, conseguimos retener los recuerdos lejanos de forma mucho más precisa que los cercanos en el tiempo. Así que soy prácticamente incapaz de esbozar más allá de una idea general del último libro que ha caído en mis manos y he terminado, pongamos por caso, hace quince días. Y sin embargo, podría relatar las historias de Esther como si ayer mismo hubiese acabado de leerlas. Definitivamente, sí. Me estoy haciendo mayor.

Por eso no me da la gana renegar de nada ni nadie que haya sido importante en mi pasado. Total, es lo que me viene a la mente con más claridad. Nunca he entendido a esas personas que quieren olvidar a toda costa de dónde vienen si eso no les aporta un plus de glamour añadido a su aburrida vida actual. Esa gente que,  por decirlo de algún modo, creyendo haber triunfado en la vida, se olvidan de que se criaron, un suponer, en el barrio de la Ventilla, en Vallecas o en Vicálvaro. Me da verdadera lástima escucharles renegar de lo que han sido sus orígenes, sólo porque su casa es ahora mucho más grande o el barrio que habitan es infinitamente más chic que aquel del que provienen y en el que pasaron, sin ninguna duda, los mejores años de su vida. Esos mismos años que hoy se empeñan en olvidar y de los que abominan sin ningún recato. Pobrecillos.

Y por eso confieso mi nula vergüenza al admitir que leo a Esther hoy con la misma avidez con la que lo hacía a mis catorce años. Salvando las distancias y admitiendo que no es un modelo de literatura para recomendar, pongamos por caso, a los alumnos de cuarto de la ESO, no veo qué hay de malo en compaginarlo con, por ejemplo, Patria, de Fernando Aramburu, el siguiente ejemplar que tengo en lista de espera para cuando termine con Esther. Me reconforta dedicar horas a un tipo de lectura extremadamente simple, pero que me deja tan satisfecha como si me estuviese leyendo el mismísimo Quijote. Ya sé que algunos considerarán esta comparación poco menos que ofensiva, cuando no una auténtica aberración, entre ellas mi amiga, que no concibe cómo es posible que una mente más o menos equilibrada, como supone que es la mía, pueda ser capaz de admitir que a los quince años se volvía loca con las canciones de Camilo Sesto y, lo que es peor, aún siga escuchándolas de vez en cuando, sin sentir ningún tipo de vergüenza al reconocerlo. Hombre, al Mola mazo ya no llegué, pero no me digas que Amor amar o Algo de mí no han sobrevivido con mucha dignidad al paso del tiempo. Quizá no despierte, será por el bien de los dos, mataré este momento en silencio romperé unos años de amooooor. ¿Quieeeeén, quieeeeén, quieeeén me robó tu alma de entre mis manos? ¡Esta sí que era una de mis favoritas! Este Camilo era un genio del desgarro y del dolor.

Bueno, quizá estoy empezando a desbarrar. Voy a continuar con la lectura del capítulo que he dejado a medias esta mañana al salir del metro. Ya no puedo aguantar más con la intriga de saber si, por fin, Juanito se dará cuenta de que Esther es el amor de su vida y de que su mundo era ciego hasta encontrar su luz. ¿O esto lo decía Camilo? Yo qué sé, lo mismo me estoy volviendo loca y al final mi amiga tenía razón…