jueves, 28 de diciembre de 2017

Aleluya

Foto: Pixabay
“Primero nos enteramos de la enfermedad mortal de nuestro ser querido, luego aceptamos la idea, nos resignamos a ella y dejamos a la persona en manos de los expertos. En cierto sentido nos convertimos en asesinos…” (Imre Kertész, Yo, otro).

Por J. Teresa Padilla

Advierto que no sé si es un texto este que os presento hoy muy adecuado al periodo festivo en el que nos encontramos. En realidad, sí lo sé: no lo es, pero todavía menos lo era el que tenía previsto, el cual, para colmo, necesitaba, y así me lo ha hecho ver mi despiadado y, sin embargo, querido equipo corrector, alguna que otra vuelta más (y a ser posible un buen corte de tijera).

Lo inicio con la cita en la que Kertész recuerda la culpabilidad que sintió al dejar en una habitación de hospital a su madre fatalmente enferma. La relación del escritor con ella nunca fue muy estrecha. Con el humor que le caracterizaba, Kertész la describía como una mujer hermosa, algo frívola y egoísta, que en su infancia se desentendió un tanto de él y, cuando alcanzó la madurez, no aprobaba en absoluto casi nada de lo que hacía, aunque tampoco esperara demasiado, de manera que sólo se lo recordaba muy de pasada. Así, aunque no pudiera calificarse de enriquecedora o estimulante, su relación terminó siendo bastante civilizada y poco opresiva.

Pero da igual. En el fondo da lo mismo. Puede que tu madre o tu padre hayan sido tu refugio de amor y tu modelo de vida. Puede que no lo fueran, pero hayas conseguido con el tiempo, la buena educación y cierto sentido irónico de la vida, quererles y aceptar su manera de amarte sin pagar el precio de tener que cargar sobre tus hombros el peso de sus desdichas, de tener que hacer propias sus preocupaciones, angustias o sufrimientos. Es posible, por último, que te haya faltado la fortaleza para evitar esto último y la valentía de huir cuando aún estabas a tiempo. Entonces terminas prisionera en una cárcel de afectos que no comprendes por alguien que sospechas no te ha conocido ni entendido nunca en el fondo. Alguien que algunas veces parece tener asuntos pendientes contigo, a la que te da la sensación de que no terminas de caer bien, mientras que en otras ocasiones se aferra a ti como su tabla de salvación, su única interlocutora posible.

No se puede negar nunca el amor de una madre por su hijos, aunque ese amor te haya hecho más mal que bien y haya habido momentos en que, con esa crueldad analítica de la que eres muy capaz, hayas visto en él una especie de mero imperativo biológico o social. Y, por eso, siempre eres culpable ante ella. Siempre, pero especialmente cuando la abandonas, le das la espalda; cuando delegas en otros sus cuidados. Sabes que si pudiera todavía pensarlo o decirlo, preferiría que lo hicieras tú, aunque tantas veces te haya repetido a lo largo de tu vida la lista interminable de nimiedades que haces mal. Sabes, también, que no podrías soportarlo si lo hicieras.

Desde el día en que la vi entrar en aquel comedor lleno de ancianos de aquella primera residencia mastodóntica hasta cada sábado a las 20 horas que la dejo en la más pequeña y casera que ahora ocupa, me siento como ese asesino cobarde que prefiere no ver el dolor que su abandono provoca y dejarlo en manos de los profesionales de la enfermedad y la muerte.

Mi madre tiene Alzheimer. No entiende nada de lo que le dices (apenas puede prestar la mínima atención que requiere escuchar) y no puede expresarte ya lo que tanto la angustia. No para quieta y la única manera que he encontrado de poder estar las dos un rato sentadas tranquilas es ir con ella a misa en la capilla de su residencia. Así lo hice en Nochebuena, en su peculiar misa del gallo a las seis de la tarde. Entonces me deja que la coja de la mano e impida así que se levante y se vaya a no sabe ni ella dónde. Mi mano aliada con la rutina del musical murmullo litúrgico logra el pequeño milagro de la paz. Y entonces te llega una frase que te acaricia y consuela, a ti, la asesina siempre arrepentida, siempre reincidente. Era un canto del Aleluya: “Mañana quedará borrada la maldad de la tierra”.

No se sabe el mañana de qué día será, pero será un día, no en el final de los tiempos, ni en un futuro siempre diferido hasta el fin de la historia. No, será un día que vendrá tras otro y al que seguirán más, pero ese día no simplemente triunfará la bondad, dejando la injusticia, el dolor y la muerte en el pasado. La maldad quedará borrada, toda, la pasada, presente y futura. Una esperanza absurda, una fe (credo quia absurdum) que se articula luego en diferentes cuerpos de creencias, algo que, como deseo, podría ser universalizable. Y de esa escéptica que soy, salió esa tarde un frío, roto y solitario Aleluya.



Well I’ve heard there was a secret chord / Escuché que había un acorde secreto
That David played and it pleased the Lord /que David tocaba y agradó al Señor.
But you don’t really care for music, do you? / Pero a ti la música no te interesa, ¿verdad?
Well it goes like this: / Bueno, es algo así:
The fourth, the fifth, the minor fall and the major lift / la cuarta, la quinta, el menor cae y el mayor sube.
The baffled king composing Hallelujah / El desconcertado rey componiendo un Aleluya

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya.
Hallelujah , Hallelujah /Aleluya, Aleluya.

Well your faith was strong but you needed proof /Sí, tu fe era fuerte, pero necesitabas probarla.
You saw her bathing on the roof /La viste bañarse en el techo.
Her beauty and the moonlight overthrew you /Su belleza y la luz de la luna te derribaron.
She tied you to her kitchen chair /Ella te ató a su silla de la cocina,
And she broke your throne and she cut your hair / rompió tu trono y cortó tu pelo;
And from your lips she drew the Hallelujah / y de tus labios extrajo el Aleluya.

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya.
Hallelujah , Hallelujah /Aleluya, Aleluya

Now, maybe there's a God above / Ya, tal vez haya un Dios arriba.
As for me, all I have ever learned from love / Por mi parte, todo lo que he aprendido del amor
Is how to shoot someone /ha sido cómo disparar a alguien
Who outdrew you / que desenfunda antes.
But it's not a cry that you hear tonight / Pero no es un llanto lo que escuchas esta noche.
It's not some pilgrim who claims to have seen the light /No es un peregrino que dice haber visto la luz.
No, it's a cold and a very broken Hallelujah / No, es un frío y muy roto Aleluya.

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya

Oh, people, I've been here before / ¡Oh, pueblo!, yo he estado aquí antes.
I've seen this room and I've walked this floor / He visto esta habitación y caminado por este suelo.
You see, I used to live alone before I knew you /Solía vivir solo antes de conocerte, ¿sabes?
And I've seen your flag on the marble arch / Y he visto tu bandera en el arco de mármol.
But listen love /Pero escucha, amor:
Love is not some kind of a victory march / el amor no es una especie de marcha victoriosa.
It's a cold and it's a very lonely Hallelujah / Es un frío y muy solitario Aleluya.

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya

There was a time you'd let me know / Hubo un tiempo en que me dejabas saber
What's really going on below / lo que pasaba de verdad abajo.
But now, now you don't even show it to me, do you? / Pero ahora, ahora ni siquiera me lo muestras, ¿verdad?
I remember when I moved in you / Recuerdo cuando me instalé dentro de ti.
And the Holy Dove, she was moving too / Y la Paloma Sagrada, ella también se movía
And every single breath that we drew was Hallelujah / y cada aliento que exhalamos era un Aleluya.

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya

I've done my best, I know it wasn't much /Hice lo mejor que pude, sé que no fue mucho.
I couldn't feel, so I learned to touch / No podía sentir, así que aprendí a tocar.
I've told the truth / He dicho la verdad.
I didn't come here to London just to fool you / No vine aquí, a Londres, sólo a engañarte.
And even though it all went wrong / Y aunque todo salió mal,
I'll stand right here before the Lord of Song / me presentaré aquí, ante el Señor del Canto,
With nothing, nothing on my tongue but Hallelujah / con nada, nada en mi lengua salvo un Aleluya.

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya

Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya
Hallelujah, Hallelujah /Aleluya, Aleluya.
 Feliz año a todos, y que podamos seguir concibiendo y esperando lo imposible, como, por ejemplo, la redención.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

"Diegotown"

Foto: Beglib (Morguefile)

Por Esperanza Goiri

El título es un “palabro” que me he sacado de la manga para describir el “territorio” en que vive mi adolescente favorito. “Diegotown” está ocupado en su totalidad por un fortín lleno de troneras y torres que se comunica con el resto del mundo por un pesado e imponente puente levadizo. Lo rodea, como a todo castillo que se precie, un foso que su propietario se ha asegurado de poblar con temibles especies acuáticas para disuadir a los visitantes no deseados. Una tarde se me ocurrió meter un dedo en sus aguas y algo con dientes por poco me lo arranca de cuajo.

Normalmente el puente se encuentra izado. Pero de vez en cuando, sólo de vez en cuando, desciende con un metálico sonido y su entrada queda accesible. En esas ocasiones, antes de que vuelva a subir, me apresuro a cruzarlo con alegre trotecillo y el ánimo expectante, preparada para cualquier eventualidad. Lo habitual es que me toque dar largos paseos alrededor de la alcazaba, como quien no quiere la cosa, mientras finjo ejecutar las más diversas tareas, atenta a cualquier señal que pueda vislumbrar. Pendiente, sin atosigar, de los seres numerosos y bulliciosos que frecuentan el castillo y absorben en progresión imparable más y más tiempo de su morador. No estoy segura, no me hagáis mucho caso, porque en la distancia los sonidos se confunden con facilidad, pero creo haber oído alguna que otra risa femenina.

He aprendido a manejarme con soltura en el dialecto que se habla en “Diegotown”. Sé interpretar, casi en traducción simultánea, toda una gama de sonidos guturales y gruñidos que manifiestan aprobación, disgusto, hartazgo, indiferencia… Mi oído se ha adaptado a la vertiginosa rapidez con que se emiten ciertos mensajes en momentos de “subidón” y efervescencia. También puedo completar, con un porcentaje bastante elevado de aciertos, las frases inconexas e imprecisas que glosan ese peculiar idioma.

Foto: Warren Wong (Morguefile)

Hay días que suenan clarines y trompetas y me invitan formalmente a visitar el recinto. Aprovecho para intentar enterarme de qué se cuece en sus cocinas, pero sin traspasar los límites; no vaya a ser que no me vuelvan a recibir. Es inevitable que nos toque, de tanto en tanto, batirnos en duelo en el patio de armas. Nunca a muerte, como mucho a primera sangre. Después cada uno se retira a lamerse las heridas. Una ofrenda de paz, en forma de pizza margherita o tarta de limón, suele reanudar las relaciones diplomáticas.

Me consta que el señor de este singular castillo, aunque se oculte tras las almenas o a la sombra de algún torreón, observa con atención el poblado adyacente y a sus habitantes. Es decir, a mi costilla y una servidora. Le tranquiliza constatar (eso sí, antes de reconocerlo se sometería a cualquier tipo de tortura) que ahí está su campamento base para lo que haga falta. Como también sabe, y si lo ignoraba le quedará claro al leer estas líneas, que existe un ariete macizo y potente, listo para ser utilizado y tumbar la puerta de su fortaleza, sin contemplaciones, al menor indicio de alarma.

Llegará un día que el alcázar será abandonado y su dueño partirá en busca de nuevos horizontes. Se procurará que vaya bien pertrechado y se le dejará marchar. Es de esperar que quiera seguir frecuentando el campamento base.

Probablemente, en una de esas futuras estadías contemplará con cierta nostalgia los restos de esa ciudadela que un día le sirvió de refugio. Ese refugio que, como él, todos hemos ocupado en esa turbulenta etapa de la vida que luego añoramos, conscientes de que nunca regresará. Woodsworth  lo supo expresar magistralmente: "Aunque ya nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo".






miércoles, 13 de diciembre de 2017

Necesito un héroe


Por Marisa Díez

Hace unos días fui consciente de la cantidad de mitos que se me han caído en los últimos tiempos. Hasta podría asegurar que ya no me queda ninguno en pie, excepción hecha de mi madre, claro está, que sigue imbatible en el primer puesto del pódium desde que asumí que soy absolutamente incapaz de parecerme siquiera un poquito a ella en lo que se refiere a valores tales como valentía, tesón e integridad.

Pero una madre es una madre y adorarla no tiene nada de insólito ni de particular. Más extraño es profesar una admiración sin límites por otras personas que, la mayoría de las veces, desconocen el entusiasmo que provocan en ti. Si le preguntaran a cualquiera de mi círculo familiar más cercano, probablemente contestarían que el primer ser que despertó en mí este sentimiento fue mi tío, uno de los hermanos de mi madre. Cada vez que se presentaba en casa, sin previo aviso, era una fiesta. Jugaba con nosotras, nos disfrazaba, nos llevaba de paseo en su inolvidable seiscientos o pasábamos tardes enteras en su casa, atiborrándonos de caramelos y correteando por ese apartamento que a mí siempre me pareció el hogar perfecto. Llegué a tener una foto enorme suya que coloqué al lado de mi cama, como si pretendiera de esta manera ahuyentar los fantasmas que cada noche me acechaban en forma de pesadillas. Sí, mi tío fue mi primer ídolo, sin duda, por el cariño sincero que nos profesaba y por su amor incondicional hacia los niños.

Después de él, y sin llegar a desterrarle del todo de mi personal escalafón, disfruté de algún otro héroe. Mi primera compañera de colegio, o quizá aquella profesora de infantil que se convirtió en objeto de adoración por sus muestras continuas de afecto hacia sus pequeños alumnos. Y mi amiga Elena, que aun siendo dos años mayor que yo, nunca dejó de jugar conmigo ni de prestarme sus muñecas.

Pero según va pasando el tiempo, me resulta cada vez más difícil encontrar algún personaje merecedor de integrar con dignidad mi particular limbo mitológico, por lo que, a menudo, lo descubro vacío de héroes. No sé bien si será mi culpa o que mi nivel de exigencia raya en lo inalcanzable; lo cierto es que, a día de hoy, no consigo añadir ningún elemento nuevo a mi grupo de escogidos. Menos mal que aún conservo un apartado dedicado íntegramente a mis ídolos profanos. A veces me agarro a ellos como una lapa y por eso sigo venerando, por ejemplo, a ese cantautor que todavía no ha conseguido defraudarme y ante el que continúo quitándome el sombrero cada vez que leo o escucho alguna de sus declaraciones. Y aunque él no pertenece a lo que llamaríamos, de manera estricta, mi esfera personal, es lo más parecido que encuentro a uno de esos ídolos que todavía no ha llegado a manchar sus pies de barro.

Y yo necesito alguien a quien admirar. Soy muy simple y me hace falta descubrir en los demás aquellos valores de los que carezco, para así intentar parecerme un poquito a ellos. Pero reitero mi incapacidad para encontrar nuevas deidades que integren mi particular universo fetiche. Y como ya os he informado de que en los últimos meses se me han caído alguna de mis estatuíllas favoritas, ahora no encuentro ningún campeón idóneo para cubrir los huecos que me han quedado vacantes. Asumo que el nivel materno es imposible de alcanzar, pero, yo qué sé, ¿tan difícil está la competición para que nadie se acerque, ni siquiera un poquito, a mi personal e intransferible Olimpo de los dioses? Al final, no me va a quedar otra que seguir en mi búsqueda para reponer las piezas perdidas de mi estantería. Si no tengo más remedio, rebajaré mi nivel de exigencia, porque yo, sin mis héroes, es que no soy nada.

Hay ídolos que, después de desplomarse, jamás vuelven a ocupar su primitivo lugar en el ranking. Otros, por el contrario, a fuerza de superar las pruebas a las que se les somete, consiguen situarse en un espacio más o menos cercano al que un día ocuparon. De ellos, y sobre todo, de mi capacidad para asumir la certeza de que cualquiera puede, en un momento de descuido, sumergirse en el lodo, dependerá que en mi altar vuelvan a reinar mis héroes caídos.




miércoles, 29 de noviembre de 2017

Agustín


Foto: Pixabay

"Pero la vida es corta: viviendo, todo falta; muriendo, todo sobra" (Lope de Vega).


Por Esperanza Goiri

Hace unos días fue noticia el descubrimiento del cadáver momificado de un hombre en su domicilio. Habían pasado cuatro años desde el fallecimiento. En ese periodo de tiempo nadie se percató ni le echó de menos. Un ser invisible, excepto para las compañías del agua, la luz y el teléfono, que ya habían procedido a cortar sus respectivos suministros ante el impago de los correspondientes recibos. El banco también había tomado nota de que Agustín, así se llamaba el finado, no pagaba las letras de la hipoteca y no atendía a sus apremiantes requerimientos para subsanar tal descuido. Paradojas de la vida, gracias a la orden de desahucio cursada por la entidad bancaria fueron hallados sus restos mortales.

No es la primera vez y me temo, por desgracia, que tampoco la última, que se producen hechos como éste. Normalmente, suele tratarse de ancianos que viven solos, ya sin familiares ni amigos vivos. Los vecinos son los que dan la voz de alarma cuando el hedor empieza a resultar molesto y ya no se puede achacar, por ejemplo, a la del tercero, que siempre baja la basura a deshora. No, no estoy tratando de hacer humor negro. Es la cruel realidad.

Pero Agustín tenía solo 56 años, estaba prejubilado por enfermedad, separado y con una hija. Los vecinos alegaron que pensaban que había muerto en el hospital, ya que la última vez que lo vieron fue en la ambulancia que se lo llevó para ingresarlo.

Foto: Pixabay
No ha trascendido nada sobre su personalidad. Si su soledad era elegida o impuesta. Si era amable y cariñoso o un déspota intratable. En qué circunstancias pasó a ser un muerto en vida. Nunca sabremos cómo fueron sus últimas horas. Si estaba convencido de que alguien le echaría de menos y esperó infructuosamente esa ayuda o, por el contrario, fue consciente de que su final sería solitario y casi le resultó un alivio. No hay testigos.

El primer sorprendido de que su muerte pudiera ser noticia sería el propio Agustín, teniendo en cuenta que mientras estuvo vivo pasó desapercibido para todo el mundo. Cuatro años, pueden ser muchos o pocos, según se mire. Personalmente, se me hacen una eternidad si estamos hablando de no echar en falta a los que quiero. Incluso a los que ya no están los añoro todos los días.

Me gustaría pensar que el caso de Agustín es una singularidad desafortunada, una desgracia inusual. No lo digo, evidentemente, por la muerte en sí, que nos va a llegar a todos, sino por la terrible constatación de que a nadie le importe si vives o mueres.

Ignoramos cuándo y en qué circunstancias vamos a cruzar el umbral hacia el más allá. Nos gustaría que fuese de una manera plácida y rodeados de nuestros seres queridos. Eso sería lo ideal. Pero si no puede ser así, al menos que a nadie le falte en ese último momento un poco de calor humano, una mano que reconforte y acompañe. Agustín no la tuvo. Por eso le he dedicado estas líneas en un intento, infructuoso y a destiempo, de ayudarle a partir.


jueves, 23 de noviembre de 2017

Apariencias

Foto: AP

Por J. Teresa Padilla
 
El otro día un contacto mío de Facebook subía esta foto de las “chicas Manson”. Lo hacía con motivo de la muerte natural del propio Manson, a una edad en que lo lógico es morirse y en un lugar al que casi todos, como los elefantes a sus cementerios, solemos ir para morir. Creo que aprendí en Canetti que la muerte nunca, ni cuando alcanza a los peores, es motivo de celebración porque es ella, sin discusión, la mayor asesina, pero que eso no significaba tampoco que tuviéramos que lamentarlas todas o empatizar con cada una de sus víctimas. Menos aún si éstas han tenido una muerte más amable que la que se atrevieron a dar a otros.

Comentaba él, al hilo de la foto, lo terrorífico que resultaba, aparte del horror propio de sus crímenes, el hecho de que sus autoras tuvieran semejante aspecto. En la foto aparecen unas mujeres jóvenes, atractivas y sonrientes, que parecen a punto de darse las manos o de acabar de soltárselas, y a las que el uniforme carcelario sienta como un babi escolar. Sí, parecen alumnas de un colegio de monjas trotando hacia la capilla para cantar ante la imagen de la Virgen el “Venid y vamos todos con flores a María”. Tan ingenuas e infantiles que resultaba estremecedor imaginar a estos seres angelicales apuñalando hasta la muerte a inocentes. Lo comentaba el autor de la publicación y lo corroboraban prácticamente todos los demás hombres que dieron su opinión personal sobre el tema.

Muchos (no diré todos para no ofender a nadie), hombres y mujeres, nos dejamos llevar por las apariencias y juzgamos, mejor dicho, prejuzgamos a los demás, independientemente de su sexo, basándonos en ellas. Ni mucho menos son sólo los varones los que juzgan a las mujeres por su apariencia, pero puede que sí sean sólo ellos los que inevitablemente parecen dejarse engañar por las mismas. Y no por una diabólica astucia connatural a nuestro sexo (quien tenga ese poder, por Dios, que lo comparta). Se dejan engañar porque, aunque no lo puedan decir con claridad, ni siquiera a sí mismos, las reducen a su apariencia. Si no, no se explica que sabiendo lo que ya saben de ellas (que fueron unas asesinas despiadadas), todavía les parezcan ángeles de luz de los que quién en su sano juicio va a esperar maldad alguna. Porque eso somos: ángeles o demonios, vírgenes o putas, santas o pecadoras irredentas. Sin términos medios. Y según nuestras pintas.

Lo que en el caso de otros hombres no es más que una primera impresión que sin dificultad puede modificarse una vez se haya profundizado en su conocimiento, en el caso de las mujeres es un retrato casi definitivo. Un retrato no muy personal, eso sí: puro estereotipo. Un rostro femenino serio y poco agraciado, por ejemplo, da muy mala espina: no es bello, luego no es bueno ni de fiar. Por el contrario, un rostro masculino serio y poco agraciado puede ocultar a un gran filósofo (célebre era la fealdad de Sócrates y algo menos, pero evidente, la de Hegel, por ejemplo). Una mujer entrada en años con los pelos de punta y que saca la lengua a la cámara sólo puede ser una demente. El hombre, sin embargo, puede ser un genio de la física. O un loco también. Hasta un asesino. Casi cualquier cosa. La mujer lo más que llega a alcanzar es la categoría de excéntrica si, a pesar de comportarse como una loca, es brillante intelectual o artísticamente; pero genio, no. No me consta, al menos, semejante caso. Resumiendo la infraestructura ideológica del asunto: el ser de la mujer reside en su parecer mientras que, en el caso del hombre, es el parecer el que se debe a su ser. O dicho en román paladino: en el caso del varón es muy posible que las apariencias engañen; en el de la mujer, una excepción estadística.

Es por eso que las “chicas Manson”, aparte de un supuesto enigma terrorífico, sean únicamente las “chicas Manson”, mientras el ya difunto Manson, ese Rasputín psicodélico que al parecer no cogió un cuchillo ni se manchó de sangre, sea el Lucifer que lo desencadenó todo: el autor intelectual, la cabeza pensante (cualquiera lo diría cuando lo ve en los vídeos mover los ojos a lo Marujita Díaz). El hombre, vaya. Con nombre propio. Y no como “sus chicas”, que al parecer no lo merecen porque eran simples marionetas en su poder por más que fueran condenadas, muy justamente, como autoras responsables. La ley siempre nos ha reconocido esa responsabilidad que la sociedad y los medios de comunicación nos niegan más a menudo de lo que ellos creen. Hubo un tiempo en que las mujeres no podían votar, pero sí ser ejecutadas. Será que la ley, al menos la penal, siempre ha sido ciega y no entendía de apariencias. O eso dice.

Pero lo cierto es que todas tenemos un nombre propio y somos dueñas de nuestras vidas, en lo bueno y lo malo, como víctimas y como verdugos. Tan distintas entre nosotras e impredecibles como ellos. Quizá si todos los hombres tuvieran esto claro, se evitaría mucho dolor. De izquierda a derecha: Susan Atkins, Patricia Krenwinkle y Leslie von Houten. Así se llaman las asesinas de la foto (otro día habrá que recoger aquí los nombres de esas mujeres geniales que no se enseñan en las escuelas). ¿No lo parecen? Pero, ¿a quién se tienen que parecer? ¿A la bruja mala del cuento? Creced, chicos, creced.

jueves, 16 de noviembre de 2017

El cristal con que se mira



Por J. Teresa Padilla


No veo un pimiento. Así, de lejos, todavía me apaño sin gafas, aunque a mucha gente la reconozco ya más por sus andares que por su rostro. Pero de cerca, y por más que alargue el brazo, es imposible. En un alto porcentaje de ocasiones, la respuesta a las solicitudes filiales de ayuda, atención, socorro y similares es: “Espera que me ponga las gafas” o variaciones del tipo: “Sabes que sin gafas no veo nada” o “¿alguien ha visto mis gafas?

De momento tiro con unas de oferta, metálicas y horrorosamente similares a las que mis padres en tiempos remotos plantaron en mi cara adolescente (total, para nada, pues me las quitaba en cuanto cruzaba la puerta). Tiro, pero por simple pereza y tacañería. Hace año y medio se me cayeron mis bienamadas gafas de pasta y la montura se partió exactamente por la mitad. Avergonzada fui a la óptica donde cada quince días o así tenía que pedirles que me atornillaran alguna de las patillas. Explicación (tanto de la vergüenza como de que las gafas se cayeran): que no me cobren absolutamente nada por algo, el tornillito y los segundos de mano de obra en este caso, me resulta incómodo, me hace sentir en deuda y me crea mala conciencia si me planteo cambiar de óptica. Resumiendo: un chantaje emocional en toda regla. Era por ello que, a pesar de que se me hubiera caído una patilla, siguiera haciendo equilibrios con las gafas sobre la nariz, manteniéndome bien recta y estirando el cuello (lo que físicamente me favorecía mucho, la verdad), pero sin olvidar que no podía bajar la cabeza sin sujetarlas. Depilarse las piernas, cortarse las uñas de los pies, comprobar la etiqueta de la ropa en venta o el precio de cualquier otro producto que estuviera expuesto a menos de un metro sesenta del suelo se convirtieron en procesos complejos que a menudo acababan con las gafas en el suelo. Eran buenas, las jodidas: resistieron heroicamente a la ruptura hasta que, en una caída como tantas otras, la resistencia del material dijo basta.

Llevé el cuerpo moribundo a la mencionada óptica, no sin haber elucubrado antes con la posibilidad de volver a unir sus partes con un esparadrapo, opción que mi entorno unánimemente declaró cómica y vergonzosa, a la vez que se me advirtió de la negación por su parte de cualquier tipo de relación genética o social conmigo en el caso de que insistiera en llevar adelante semejante cutrez.

Como esperaba, las declararon siniestro total. Había que hacerse otras y, dado el tiempo pasado, revisar la graduación, la cual, para mayor desgracia, ya no podría ser, como hasta entonces, sólo para cerca. La amenaza económica de las progresivas agudizó mi ingenio y aduje que no era el momento para semejante revolución visual porque estaba con un tratamiento médico que podía afectar a mis ojos y modificar en breve cualquier estimación sobre su agudeza, de manera que tenía que apañarme con lo que fuera mientras no lo acabara y se comprobara el alcance de los efectos oftalmológicos secundarios. Eso es lo que dije, aunque lo que pensaba de verdad era que para lo que muy probablemente me quedaba en el convento no compensaba el gasto. Así que elegí una montura barata en la que cupieran mis antiguos cristales et voilá: tuve unas gafas presentables por 40 euritos. Al menos un mes. A partir de ese momento los tornillos empezaron a tomar holgura (¡otra vez!) y terminó saliéndose cada dos por tres el cristal izquierdo, ese que aparece ahora sujeto a su armazón con papel celo, el mismo que, aparte de desbordar con su grosor cualquier montura razonable, no sirve para nada porque supuestamente asiste a un ojo cerebralmente vago, o sea, con el que mi cerebro ya no sabe ver. Como me dijo una oftalmóloga, eres virtualmente tuerta. Exageraba, aunque lo cierto es que, salvo para no cerrar a la luz y las formas, aun difusas, la zona izquierda de mi campo visual y permitirme probablemente esquivar algún golpe proveniente de dicha zona (funcionalidad en absoluto desdeñable), mi ojo izquierdo no me sirve de gran cosa, lo que puedo comprobar cuando paseando en las tardes de verano se me mete algún bichito en el ojo bueno: el momento de pánico es notable.

Hace ya tiempo que dejé por su total ineficacia el tratamiento en cuestión, pero no me decidía a pedir cita con el oftalmólogo. Por hartazgo de médicos. Por miedo: la profesión médica ha pasado en un tiempo récord de no encontrarme nunca nada y recomendarme la visita al psiquiatra a sólo descubrirme trastornos espeluznantes. Y, cómo no, por tacañería: en el mejor de los casos no me libro de dar el sablazo a mis menguantes ahorros para sufragar las nuevas gafas.

Pero es que no puedo seguir así, viendo grosso modo lo que está lejos, decidiendo si saludar o no a esa persona que viene, decidida, en mi dirección. El espacio lejano pierde sus contornos, aunque lo grave es que el tiempo futuro también, y creo firmemente que se debe a esa falta de nitidez visual. Negaré haber dicho o escrito esto ante cualquier tribunal médico o judicial, porque, como se atreva alguien a volverme a derivar a un psiquiatra, no respondo de mis actos. Veo sin la definición de antaño lo lejano, y me invade el pesimismo ante un futuro tan oscuro e impredecible. Y lo cercano… Por la gracia de estos cristales reutilizados, mil veces arrastrados por mesas y suelos, imposibles de limpiar con firmeza sin sacarlos de sus goznes, todo lo que podría aún ver con detalle, lo que leo o escribo, esas minucias tan bellas que nos salvan cotidianamente de la desesperación (ese lunar en el cuello de un niño o los increíbles cambios de color del iris) aparecen veladas por estas lentes sobrexplotadas. De modo que, sí, cuesten lo que cuesten, y a falta de un poeta que vea por mí*, necesito otras gafas.




*Veré por ti

«Me desconozco», dices; mas mira, ten por cierto
que a conocerse empieza el hombre cuando clama
«me desconozco», y llora;
entonces a sus ojos el corazón abierto
descubre de su vida la verdadera trama;
entonces es su aurora.

No, nadie se conoce, hasta que no le toca
la luz de un alma hermana que de lo eterno llega
y el fondo le ilumina;
tus íntimos sentires florecen en mi boca,
tu vista está en mis ojos, mira por mí, mi ciega,
mira por mí y camina.

«Estoy ciega», me dices; apóyate en mi brazo
y alumbra con tus ojos nuestra escabrosa senda
perdida en lo futuro;
veré por ti, confía; tu vista es este lazo
que a ti me ató, mis ojos son para ti la prenda
de un caminar seguro.

¿Qué importa que los tuyos no vean el camino,
si dan luz a los míos y me lo alumbran todo
con su tranquila lumbre?
Apóyate en mis hombros, confíate al Destino,
veré por ti, mi ciega, te apartaré del lodo,
te llevaré a la cumbre.

Y allí, en la luz envuelta, se te abrirán los ojos,
verás cómo esta senda tras de nosotros lejos,
se pierde en lontananza
y en ella de esta vida los míseros despojos,
y abrírsenos radiante del cielo a los reflejos
lo que es hoy esperanza.

Miguel de Unamuno, "Incidentes afectivos" (1906).

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Lección de alemán

Lección de alemán. Siegfried Lenz.

Impedimenta: Madrid, 2016. 496 pp. 24,95 euros.


“Marginado por mi gente, cercado por los recuerdos, borracho de acontecimientos provenientes de mi lugar de origen, consciente de que el tiempo no cura nada, pero nada en absoluto, sé ya lo que tengo que hacer, y lo haré mañana temprano. ¿Fracasar por culpa de Rugbüll? Quizá pueda llamarse así”.

Por J. Teresa Padilla

Tras Lección de anatomía, le toca ahora al alemán: dos lecciones sobre la arrogancia de las ideologías que se creen poseedoras de todas las respuestas, sobre la ignorancia y la estrechez de miras. Nada que ver más allá de esto entre sí. Nada menos.

Lección de alemán es el resultado de un castigo. Nuestro narrador, un joven que llega a su mayoría de edad a mediados de los cincuenta en un reformatorio ubicado en una isla del río Esla, es confinado en su habitación-celda hasta que cumpla con la tarea que su profesor de alemán le ha impuesto y él no ha sido capaz de entregar “en tiempo y forma”: una redacción sobre “Las alegrías del deber”. Sin embargo, el castigo se convierte en un refugio y quién sabe si en la única esperanza de sanación. O puede que en una trampa, en una tarea imposible: la de lograr revivir el pasado, volver a ser aquel niño de diez u once años y animarle a buscar en su entorno las respuestas que necesita y no fue entonces capaz de encontrar o, sencillamente, olvidó.

Volver al pasado literalmente. Sumergirse en él. A pesar de que es un pozo lleno del fango del miedo y la miseria espiritual. Encarnarse de nuevo en el niño de once años y dejar que sea él quien nos cuente lo que pasó. Al fin y al cabo, de saberlo alguien, es él, el testigo infiltrado a cuya mirada nada escapa. Él, mejor que el más avezado crítico de arte, era capaz de ver en la realidad, en los jardines, a la mesa, en los camastros, a aquellos personajes misteriosos y mágicos de los lienzos de su vecino, el pintor Max Ludwig Nansen. Los veía porque reconocía en ellos a sus modelos, ésos que el artista trasladaba al cuadro para transformarlos, convertirlos en otra cosa o, más bien, destilar lo que encerraban en su interior, invisible más que oculto; lo que vivía en ellos, lo esencial.

A Siggi Jepsen (o Witt-Witt como le llama cariñosamente el pintor, personaje claramente inspirado en Emil Nolde, cuyo apellido real era Hansen) escribir sobre el deber le exige volver a principios de los años cuarenta y al puesto de policía de Rugbüll, donde se crió. Le obliga a acercarse a su padre, policía del puesto, y buscar en ese hombre silencioso y débil, a cuya vida únicamente daba sentido el sometimiento propio y ajeno a las órdenes, el cumplimiento de un deber dictado por otro, esas "alegrías" sobre las que su profesor de alemán le pide escribir. Para Siggi es vital identificarlas, pues es por ellas que su padre lo sacrificó todo: amigos, hijos... hasta a sí mismo, reducido a mero ejecutor de lo que debe ser hecho. Porque así está escrito en la orden. Sin preguntas. Resulta escalofriante y esclarecedor leer como el pequeño Jepsen se refiere casi siempre a su padre como el "jefe de policía de Rugbüll". Eso es, en el fondo, lo que de verdad es.

Máscaras. Naturaleza muerta, III. Emil Nolde (1911)
Atrapado entre el deber, convertido cada vez más claramente en obsesión destructora, del jefe de policía de Rugbüll y el también ineludible impulso creador del artista, que le fuerza a desafiar abiertamente la prohibición aun con lienzos invisibles, Siggi lucha por impedir la destrucción de lo que ama, de esa belleza de la verdad recreada con las formas y los colores, sobre todo los colores, por el pintor. Reconstruye, acapara y esconde. Contra la voluntad del pintor y, por supuesto, de su padre. Ambos están dispuestos a asumir las pérdidas. A aceptar que el deber, junto a las supuestas alegrías, tiene sus víctimas, de las que nadie habla. Siggi, no. Sabe que nada está a salvo, pero ¡hay tanto que merece salvarse! Los niños, esos Diógenes que no buscan apropiarse de lo que atesoran con avaricia, sino preservarlo del tiempo y de la caducidad que éste impone a todo lo que vive. Una crueldad, la del tiempo, que sienten con tan dolorosa nitidez que crecer, madurar, termina significando para algunos lo mismo que olvidarlo o someterse. Sólo para algunos. Para otros crecer supone exclusivamente aceptar el fracaso y rebelarse contra él, sin rendirse.
“Un día descubrirás que lo que hemos creado y conservado juntos no desaparece tan rápido del mundo. Nuestras huellas durarán más de lo que pensamos. (…) Para que algo permanezca uno debe perderlo de vista (…). Has de acostumbrarte a que a veces también se produzcan pérdidas, Witt-Witt. Tal vez sea mejor así… Uno no puede permanecer siempre de pie contemplando todo lo que tiene. Hay que volver al comienzo una y otra vez. Si lo hacemos así, siempre se esperarán nuevas cosas de nosotros. Nunca me he sentido satisfecho, Siggi. Y te aconsejo también a ti: si es posible, nunca te des por satisfecho”.
Tropensonne (1914). Emil Nolde
Lección de alemán es una obra narrada a dos manos por el Siggi de veinte años y el de diez. Un relato en el que se describe de una manera fascinante el mecanismo del recuerdo, que es el que conduce de un narrador al otro y permite al joven recluso recuperarse a sí mismo en el niño, abandonar trabajosamente un presente sombrío y deliberadamente ignorante para retornar a los orígenes de su desgracia y apurar toda la hez de aquel pasado al que resulta imposible dejar atrás.

Que siento una íntima predilección por la literatura que es capaz de devolvernos la mirada de la infancia, lo sabéis quienes me conocéis. Esta novela lo consigue y sólo por eso, por permitirme a mí también ver esos paisajes a orillas del mar del Norte, fríos, húmedos y ventosos, a través de los ojos del niño que nos los describe, tanto cuando los recorre como cuando los contempla en las pinceladas de Max Nansen, tengo que recomendarla con entusiasmo. A pesar de lo que a mí me han parecido explicaciones innecesarias conforme se acercaba el final (las transcripciones de la tesina que Mackenroth está escribiendo sobre Siggi y le da a leer, por ejemplo). A pesar de la decepción por que una edición tan cuidada por fuera como la de Impedimenta no haya puesto el mismo mimo en evitar las erratas.
“¿Sabes qué es mirar? Mirar es ampliar, acrecentar. Mirar es penetrar y expandir. O también inventar. Para parecerte a ti mismo, debes inventarte, una y otra vez, con cada mirada. Lo que se inventa se hace posible y real. (…) Ver no es sólo levantar acta. Uno debe estar preparado para la réplica. Te marchas y cuando regresas algo se ha transformado. (…) La forma debe oscilar, todo debe oscilar y dudar, la luz no es tan mansa… (…) Mirar es algo así como un trueque recíproco. Lo que surge de ahí supone una transformación recíproca. Atrapa el canal, atrapa el horizonte, el foso de agua, la espuela del caballero. Tan pronto como hayas conseguido captarlos y atraparlos, ellos te habrán atrapado también a ti. Os reconocéis mutuamente. Ver significa también salir al encuentro del otro, acortar una distancia. (…) Balthasar (…) insiste en que ver y mirar son también revelar y desenmascarar. Algo se descubre y se destapa de tal modo que a nadie en el mundo le pillará desprevenido. No sé… Tengo algo contra el juego de las revelaciones. Si le quitamos todas las capas a la cebolla, no queda nada. Te lo explicaré: uno empieza a ver cuando deja de jugar a ser el observador. Sólo así se inventa lo que se necesita o lo que se busca. Ese árbol, esa ola, esa playa”.
Pero Siggi ya lo sabe. Los juegos de los niños son siempre algo muy serio: no son meros entretenimientos, sino la puesta en marcha de una realidad alternativa. Y él nunca "juega a observar", es siempre el protagonista de su vida, el observador discreto y minucioso que encuentra los hilos con los que tejer la historia, el héroe enfrentado a la destrucción, la víctima de un mundo que es pura "brujería fantasmagórica".

La mirada del artista busca ser la del niño, no la del científico y su relato lineal que atraviesa los hechos con “la aguja de su ciencia” disecándolo todo, matándolo. Los niños ven donde los adultos no sabemos. No sabemos, porque simplemente lo hemos olvidado. Por ello, aprender a mirar es en gran parte recordar cómo mirábamos entonces, cuando veíamos todo por primera vez y lo recreábamos haciendo indistinguibles la realidad de la invención. No sé, pero puede que hubiera algo tan sencillo y emocional, una evidencia tan familiar como injustificable, detrás de la teoría platónica de la reminiscencia, y que el filósofo, lejos del científico, no sea sino la autoconciencia del artista (y del niño).
“Ya no tengo más que decir. Sólo me quedan preguntas que nadie me responde”.

lunes, 30 de octubre de 2017

Sonata de otoño


 Imagen de Petrard (Unsplash)

Por Esperanza Goiri

Todos los que me conocen saben que el verano no es mi estación favorita. Por eso, cuando arranco del calendario la hoja del mes de agosto, empiezo a ver la luz al final del túnel. Pero el ansiado otoño, como un amante esquivo, se ha hecho esperar. Mandaba alguna tibia señal, en forma de leve lluvia o de ligera brisa, para desaparecer sin dar más noticias. Mientras tanto yo, fiel a su recuerdo a pesar de sus desaires, me contentaba en recorrer con ojos “golosones” las bolsas y fundas que guardan los gorros, jerseys, bufandas y otras prendas de abrigo. Miraba con nostalgia en la despensa las legumbres, el cacao y las botellas de Rioja haciéndome guiños de complicidad. Ignoraba en el súper, por puro aburrimiento, los melones, sandías y demás frutos del estío.

Al acostarme,cual remilgada señorita del ayer que añora a su amor destinado en ultramar, me reconfortaba pensar que tal vez a la mañana siguiente volvería a ver a mi querido otoño. Al igual que en los folletines baratos, se ha hecho esperar, pero hay final feliz. Sí, nos disponemos a disfrutar juntos de los próximos meses.

Un fruto otoñal: la castaña

Ha sido llegar él y me he esponjado como una novia orgullosa. Me recreo pensando en los largos paseos que voy a dar con Vito entre hojas crujientes y doradas. No veo el momento de resguardarme debajo de la manta del sofá acompañada de un libro. Experimentar, por la noche, la inigualable sensación de bienestar que se siente en la calidez de la cama al oír en la ventana el repiqueteo de la lluvia. Recibir, feliz, todos los abrazos que me quieran dar, sin pensar: ¡Qué agobio, qué calor! Respirar con deleite el olor de las castañas y los boniatos asados de los puestos callejeros. Meter la cuchara en platos sabrosos y humeantes. Perderme en los mil y un matices del gris del cielo. Podría rellenar varios folios más con las excelencias de la temporada, pero no os quiero aburrir.

Es verdad que este otoño se presenta caldeado, meteorológica y metafóricamente, que el mundo está patas arriba, como dice mi amiga Netucha,  y el futuro se vislumbra incierto (esto último, lo afirmo yo). Sin embargo, esta mañana de finales de octubre, sentada con una aromática taza de té en mi mano y Vito dormitando en mi regazo, mientras echo un ojo al puchero con el primer cocido de la temporada, llamarme frívola o insensata pero me permito proclamar con solemnidad: “De mi cocina, al cielo”.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Preguntas en la noche

Por Marisa Díez


Cada noche, antes de acostarse, dedica unos minutos a contemplar desde su ventana ese cielo vacío de estrellas que cubre Madrid. Acostumbra a realizar así una especie de balance de cada jornada, intentando dejar la mente en blanco para no pensar que, de forma habitual, sus días transcurren sin un ápice de emoción y con bastantes dosis de rutina. Tampoco es que se sienta en este punto demasiado diferente al resto de los mortales que pululan a su alrededor, cada uno sobrellevando como puede sus peculiares e intransferibles historias. Después se esfuerza en buscar la estrella que brilla sobre las demás, la misma que unas noches se empeña en esconderse y otras, inexplicablemente, luce con un destello especial. Y entonces supone que tras de ella se esconden personas diferentes con las que conversa, según y cómo le haya ido el día, más o menos resignada, más o menos satisfecha, más o menos feliz. Le gusta pensar que le escuchan aquellos que ya no están y desde ese hipotético lugar donde se encuentran le ofrecen las respuestas que a ella siempre se le escapan. Sí, piensa en los que se han marchado pero también en los que están lejos y a los que no puede tocar ni abrazar. Cada vez necesita más abrazos y menos palabras huecas. En un abrazo, suele pensar, lo intuyes todo. Nadie te puede engañar con un abrazo sincero. Y te da tanta fuerza o, por el contrario, te proporciona tal desazón…

A menudo divaga pensando si en algún momento la vida le regalará un giro sorprendente, inesperado, para sacarla de ese agujero en el que se encuentra perdida. Ha escuchado historias, conoce casos concretos y puede asegurar que a veces ocurre. Un día te levantas y ya nada es igual que ayer. Y sin embargo, cuando tuvo la extraña sensación de que algo estaba a punto de estallar, se encogió y sintió miedo. Un miedo irracional a lo desconocido que no está segura de saber enfrentar. Como si el mundo fuera a desaparecer bajo sus pies y después no quedara nada más que un inmenso vacío. Se vio perdida, caminando de un sitio a otro sin llegar a ningún lugar concreto. No podría asegurar si fue un sueño o si realmente una especie de cataclismo estaba a punto de poner patas arriba los cimientos en los que sustentaba su existencia. Se vio sola, alejada de sus seres más queridos, abandonada a su suerte y enfrentada a un mundo que le resultaba hostil y desconocido. No estaba segura de estar soñando cuando descubrió que debía empezar de cero e inventarse una nueva vida en la que no cabían todas las personas que habían sido indispensables para ella hasta ese momento. Tuvo ganas de gritar pero sólo acertó a permanecer callada. Ningún sonido salió de su garganta y sólo cuando la angustia estaba a punto de ahogarla, despertó.

Se levantó inquieta. No recordaba el momento en el que se había ido a la cama. Hubiera jurado que seguía contemplando esa estrella que brilla sobre las demás. La noche anterior había sido especialmente despejada en Madrid y la conversación resultó más larga de lo habitual. Pero, como casi siempre, no había encontrado respuestas. Desde el mundo en el que están instalados aquellos con los que habla, las cosas no se ven de la misma manera. Lo difícil se vuelve sencillo o, al contrario, todo lo que a priori parece imposible, se llega a convertir en realidad. Cuando esa mañana abrió los ojos, lo que vio a su alrededor le resultó extraño. Se descubrió de repente instalada en una vida que no le pertenecía. Su pequeño castillo de naipes se estaba desmoronando al retirar la última carta que lo mantenía en pie. Desde aquel día anda buscando la salida y se afana en descubrir el momento exacto en el que sintió esa especie de chasquido que tiró por tierra su frágil equilibrio.

La luna llena tiñó de una luz blanquecina el turbio firmamento de Madrid y esa noche le fue imposible divisar su estrella más brillante. Quizá mañana tenga más suerte, se dijo como para sí misma, mientras le rondaba por la cabeza una de esas frases del maestro Benedetti que había leído en su ordenador aquella misma mañana: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas”.