jueves, 8 de diciembre de 2016

Sobre "Crimen y castigo"

Por J. Teresa Padilla

Peter Lorre como Raskolnikov en Crimen y castigo (1935) de J. von Sternberg
 “En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X”. Así empezó todo. Bueno, no exactamente. Así empieza la edición de Crimen y castigo, traducida en los ochenta por Augusto Vidal, que poseo actualmente. La que yo leí por primera vez, calculo que muy a finales de los setenta, a los trece o catorce años, era una de esas ediciones que se pretendían de lujo, descuidadas por dentro (papel áspero y amarillento, tipografía vulgar) y ostentosas por fuera, con su simil de piel y los dorados purpurina del lomo. Ni qué decir tiene que por más que lo buscaras no encontrabas ningún nombre en el interior que se responsabilizara de la traducción o te indicara siquiera el idioma del que se había hecho. En fin, era una edición pésima, destinada más a la decoración que a la lectura, que mi padre había encontrado donde suelen encontrarse este tipo de libros: en un saldo.

Mi padre no podía resistirse a los precios miserables de este tipo de libros “clásicos” y los adquiría aunque no tuviera la más mínima intención de leerlos. Pensaba, supongo, que debían estar en casa, que no podían faltar en la “biblioteca familiar”, aunque el único que entonces leía algo era él y ese algo no era, desde luego, literatura extranjera, por clásica que fuera. Lo suyo era la poesía social (que era lo que había intentado escribir en una época), el teatro (fue actor y director de una compañía de aficionados en su tierra natal) y alguna novela (Cela, Ferlosio, Laforet…). Y con eso ya se consideraba un gran lector y, lo que resulta más curioso, puede que lo fuera realmente comparado con su entorno. Mi padre era autodidacta y algo narcisista, una combinación poco recomendable pues detiene antes de tiempo el proceso de autoformación. Ese narcisismo le ponía muy cuesta arriba reconocer según qué cosas. Años después, cuando le adelanté claramente como lectora, y como lectora, sobre todo, de narrativa extranjera, me explicó la razón por la que no leía a extranjeros y, ya de paso, por la que, a pesar de todo, él seguía siendo mejor lector cualitativamente hablando que yo (que conste que adoraba a mi padre y él a mí, pero tenía estas cosas que ahora, más vieja y espero que sabia, me hacen sonreír y me gusta hasta recordar, aunque parezca que no favorecen en nada su retrato).

El argumento era poco más o menos el siguiente. No conocía salvo su propio idioma, como casi todos, y nadie le enseñó, ni a él se le ocurrió pensar, que una traducción pudiera no desmerecer un original y, en cualquier caso, compensar sus desventajas al hacer accesible lo que de otra manera nunca hubiéramos podido leer. Para él el mundo se dividía en dos: los verdaderos escritores y todos los demás. Obviamente un traductor no podía sino cargarse lo que de literario tuviera el texto. Los que leían literatura extranjera eran unos ignorantes a los que sólo les interesaba la trama. Y esto si se hablaba de novela. La poesía traducida era, sin discusión, un completo sinsentido, un sacrilegio, una aberración.

Es, pues, difícil de explicar por qué adquiría, aunque fuera en saldos o, más tarde, en colecciones de quiosco, algunos clásicos de la literatura universal. Me parece que no estaba muy seguro de lo que me contaba. Tampoco sé por qué me dio a mí por abrir y empezar a leer aquel Crimen y castigo encuadernado en un horripilante verde con letras doradas que no invitaba en absoluto a ser abierto por nadie y menos por una niña. La traducción debía ser espantosa, pero me dio igual. Lo único que consiguió fue que la sustituyera a la primera ocasión en la “biblioteca familiar” por la de Augusto Vidal en dos tomos; una edición de quiosco, sí, pero mucho más digna, que supliqué a mi padre que comprara. Y volví a leer la novela. Y la disfruté todavía más que la primera vez. La traducción, desde luego, era mejor, y ayudó mucho, pero supongo que la verdadera razón de que mi fascinación por esta novela aumentara estaba en ese par de años que había cumplido entre una y otra lectura. Y así fui madurando para ella y las relecturas que, cada vez más espaciadas en el tiempo, se repitieron.

A mis amigas y vecinas, incluso a mis hermanos, les gustaban Los cinco, los cómics de Astérix... Qué sé yo. A mi me aburría todo eso. No conseguí leer ni una página y estoy segura de que me perdí algo, pues treinta años después mi hijo sigue disfrutando de estos libros que ha heredado, claro está, de su padre. Hasta que Raskolnikov no salió ante mis ojos de su cuchitril realquilado, la única letra impresa que me había alcanzado con éxito era la de los cuentos y poemas para niños de Gloria Fuertes, a la que, por eso, me moriré adorando. A ella y a Dostoyevski, del que devoré todo lo que pude a continuación, de la misma forma que mis amigas devoraban las novelas de Enid Blyton o mi hijo las de Rick Riordan (o, en realidad, casi todo aquello que se pone en su camino siempre y cuando en las historias no mueran perros).

Luego descubrí a muchos otros que le sustituyeron en mis preferencias e incluso tuve que reconocer que su obra estaba infinitamente por encima de su persona; que era un hombre egoísta, algo mezquino. Un eslavófilo antisemita (qué dolor lo poco que logré leer del Diario de un escritor). Pero nada pudo cambiar que fue él quien escribió la historia de un joven en el que cualquier adolescente rebelde se puede ver reflejado, quien convirtió en tema de una novela el derecho o no a matar en nombre de mundos mejores. O qué nos hace realmente superiores: ejercer sin remordimientos supuestos derechos o humillarnos ante los más humillados. Y luego hizo su versión de El Quijote, en El idiota. Y creó al blasfemo más justo y atormentado que pueda imaginarse en la figura de Iván Karamazov. Y se retrató en El jugador

Dostoyevski despertó mi curiosidad por las historias. Me enseñó que no se trataba de tramas, sino de personajes de carne y hueso (así me parecían y parecen los suyos) que dudaban, cometían los peores pecados, se peleaban con los demás y con ellos mismos y, con suerte, encontraban en lo más humilde y pequeño la redención. Por muy mal traducido que estuviera, el mensaje era demasiado potente.
 
150 años se han cumplido este 2016 de la primera publicación de Crimen y castigo, en 1866. Desde luego no había envejecido la última vez que la leí. Ahora se me ocurre que debería invitar a mi hijo, que tiene la misma edad que yo cuando descubrí esta novela, a leerla, a ver qué le parece. La verdad es que me da un poco de miedo. Miedo a que no vea lo que yo vi. ¿Y qué vi yo? Suena fuerte, lo sé, pero no sé de qué otra forma decirlo: luz, mucha luz.

5 comentarios:

  1. Bien por tu padre. Dostoyevski es potente por mal traducido que esté. Un lujo entrar en la edad adulta como lectora de la mano del genial ruso. Bonito homenaje, me gusta la combinación de recuerdos literarios y personales. Besos Netucha.

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  2. Muy potente y muy realista a pesar de que sus persanajes son casi caricaturas, estereotipos. Y sin embargo hace algo (¿magia?) y cobran vida ante tus ojos, se vuelven más reales que tus vecinos. Un espectáculo fascinante. Una vez abierto el libro y comenzado a leer, no tenía la más mínima posibilidad de escapar del hechizo. Ni ganas. Fue un golpe de suerte, no hay duda. Besos para ti, tocaya.

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  3. Tere, servidor se tragó toda la colección de Los Cinco y otras parecidas. Tranquila que no te perdiste nada. Salvo identificar para siempre Inglaterra con los pasteles de jengibre, y las vacaciones de primavera (ambos conceptos inexistentes en nuestro cosmos), y una cierta perspectiva de género, porque había una niña, llamada "Jorge" que era más audaz y aventurera que los niños.
    besos


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  4. Sí, la rebelde Georgina... Mi hijo también quedó fascinado por el personaje, pero no pude sonsacarle más y me dio mucha pereza conocerla directamente... Lo de la literatura juvenil puede conmigo. Es una de mis bestias negras, junto al Ulises de Joyce y La montaña mágica de Mann.

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  5. Que se me olvidaban los besos ( cuanto más vieja, más pelleja). Besos, señor Francés.

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