jueves, 29 de diciembre de 2016

La quinta esquina

La quinta esquina. Izraíl Métter.

Libros del Asteroide: Barcelona, 2014. 208 pp. 17,95 euros.


“De todas formas lo firmarás, perra. A ver, muchachos, mostradle a esta puta dónde está la quinta esquina en nuestra habitación"

Por J. Teresa Padilla

Hay quien necesita mil páginas para contar una historia que ha oído por ahí o se ha inventado, eso sí, sin la fe necesaria en el poder vivificador de la ficción; una historia que, por ello, no es de extrañar que resulte en el fondo incomprensible por inverosímil. Pero hay también quien en doscientas crea una realidad inédita, inédita y profundamente familiar a la vez. Y la crea (o recrea), aunque esa realidad no sea inventada.
Hay quien es capaz de narrarnos en doscientas páginas su historia, la de un hombre sin documentos fiables, totalmente prescindible, pero que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido. Física y sobre todo humanamente. Un hombre insignificante, pero que resulta tener el valor suficiente para saldar cuentas consigo mismo. Para avergonzarse, sí, pero también para reivindicarse en su trivialidad reconociendo y proclamando en voz alta lo que pese a todo le ha salvado: su madre, su infancia, su fe en el hombre y en el bien, su amor sin esperanza a Katia... Y a la vez que nos narra su vida, nos muestra en su crueldad, cotidiana y sinsentido, la historia de su país. Es, pues, una biografía (ficticia o no), una crítica del totalitarismo y una historia de amor. O dos. La del narrador por Katia y la de Zinaída Borísovna (la desconocida corresponsal que despierta el pasado y pone en marcha el mecanismo del recuerdo) por Sasha Beliavski, el desaparecido y casi olvidado compañero de juventud.

Como Vida y destino, esta novela se escribió contra la Historia. Primero, porque en la negación de su capacidad para explicar la vida del hombre se encuentra el único argumento verdaderamente eficaz contra el totalitarismo. Pero también porque se escribieron para un futuro que podía muy bien no haber llegado nunca. Grossman no llegó a ver publicada la suya; Métter tuvo que esperar más de veinte años. Las escribieron sin esperanza razonable alguna de que llegaran al lector y, sin embargo, pocas novelas como éstas claman tanto por tenerlo. Son un desahogo de sinceridad, un alarde de generosidad creativa, una contribución, sin duda sentida como un deber, a la victoria del bien sobre la tiranía de la historia.

Izraíl Métter (Jarkob, 1909-San Petersburgo, 1996)
Contemplo la foto del autor que aparece en esta edición y veo un hombre ya mayor y frágil, pero que mira a la cámara sin miedo, sin desconfianza. El miedo y la desconfianza, esos venenos que impregnaron todo. Es frágil, pero quizá no tanto como aparenta. O puede que la verdadera fortaleza no pueda prescindir de la fragilidad y hagamos mal en considerarlas antónimos. No lo sé, pero ésta es una de esas novelas que te llevan a buscar el rostro de quien la escribió y mirarle a los ojos. Eso para mí significa que son verdaderas. No sólo verdadera literatura, sino verdades sin más.

No voy a decir más de ella porque habla por sí misma mejor de lo que yo pueda hacerlo. Pero leedla, no os privéis de ese placer. Encontraréis a un hombre que vuelve sobre su pasado y se interrumpe para asaltar al joven que fue o discutir con el bribón que sigue siendo. O para escribirse con una desconocida tan ridículamente frágil y admirable como todos los que eludieron convertirse en verdugos. Supervivientes o desaparecidos; como ellos, como Sasha, como Katia… Supervivientes que vagan “entre tumbas imposibles de encontrar”.

Mi texto comenzaba con una cita terrible que aclara el título de la novela, unas frases que torturan a un protagonista que no pudo oírlas, pero que sabe que se dijeron. Se dijeron y él siguió respirando durante su pronunciación y mucho tiempo después. Esa es su culpa de superviviente. Mi texto comenzaba así, pero, como la propia novela, no puede dejar que el verdugo tenga la última palabra ni mucho menos la esencial. Nunca, pero menos cuando se trata de Katia y del gran, absurdo y hasta humillante amor que supo despertar. Los verdugos dicen “puta”, los hombres dicen maravillas como ésta:

“He olvidado el color de sus ojos y de sus cabellos. En mi memoria no se ha conservado ni siquiera un retrato oral. Si me describieran los rasgos de su rostro, yo no los reconocería. Para mí, ella era indivisible. Toda, tal como era. Tal, que yo estaba dispuesto a huir de ella al fin del mundo. Tal, que estaba dispuesto a arrastrarme detrás de ella hasta el fin del mundo”.

Feliz año nuevo a todos.

martes, 20 de diciembre de 2016

Tan poca vida

Tan poca vida. Hanya Yanagihara

Lumen: Barcelona, 2016, 1005 pp. 24,90 euros


Por J. Teresa Padilla

Ayer acabé esta novela y, aunque no ha planteado especial dificultad recorrer sus mil páginas, lo estaba deseando. Dicho así, no es una novedad: casi siempre estoy deseando acabar la novela que tengo entre manos (para poder leer otra, para rumiarla entera dentro de mi cabeza unos días….). Normalmente, es cierto, estoy deseando acabar, y a la vez me da pena que se termine. No ha sido éste el caso de Tan poca vida. La he leído hasta el final porque, a pesar de la pésima y vergonzante traducción y edición (¿es que los grandes grupos editoriales como el que incluye a Lumen no se pueden permitir correctores? ¿Es que críticos y blogueros controlan tanto inglés que no han leído la versión española? Es imposible hacerlo sin escandalizarse siquiera un poco), a pesar de que carezca de un argumento que realmente avance, a pesar de que lo que único que avanza sea lo inevitable, el tiempo, y no veas en él realmente crecer o envejecer a nadie, sino en todo caso prosperar económicamente… A pesar de todo, de lo que pesa la jodida, y de lo harta que acaba una de la vida pijo-artística neoyorquina, de sus cenas y de esa gente que salvo excepciones (J.B.) o es buenísima o malísima, a pesar de todo esto y de otras razones que olvido, la novela es tan lineal como una teleserie (de las de toda la vida) y te arrastra. Como avergonzada reconozco que me sucedía con aquellos culebrones, una no sólo la lee hasta el final sino que incluso derrama unas lágrimas, no sabe ya si por lo que se le cuenta o por la vida (demasiada sin lugar a dudas) que ha perdido en hacerlo.

Sí, vale. Me lo compré, me gasté mis buenos euros y mi castigo ha sido justo. A ver si puedo revenderlo a algún incauto que no vaya a leer esta reseña o reciclarlo como regalo navideño para alguien que no aprecie mucho. Lo malo del asunto es que lo veía venir y le manifesté mis dudas a mi librera, pero al parecer a los libreros les encanta. No sé si por lo que vende, porque da para mucho debate cafetero… Lo siento: he perdido la fe en ella. Pero empecemos, no sé si por el principio, por donde sea, que estoy deseando acabar.

Con la traductora (Aurora Echevarría) no quiero hacer demasiada sangre porque me da la impresión de que le lanzaron el tocho en inglés y le pusieron un plazo imposible de cumplir con dignidad. Después de las loas del New York Times, The Washington Post, y toda la retahíla de revistas y periódicos que se enumeran en la faja, supongo que les entraría el pánico de que saliera demasiado pronto la nueva mejor novela del año, lo que no es de extrañar. Tanta unanimidad huele a tongo. Una editorial seria se hubiera gastado unas perrillas en un corrector barato, pero de fiar, como una servidora sin ir más lejos, pero las editoriales serias no suelen tener para pagar los derechos de estos bestsellers y, afortunadamente, publican otras cosas.

Hay muchos detalles (adjetivación profusa y redundante; frases interminables) que hacen sospechar que el original no es para tirar cohetes. Algo me ha llegado sobre que las críticas americanas no han sido tan unánimemente favorables como la faja da a entender, pero no he logrado dar con el o los disidentes. Con todo hay otras cosas que sí son responsabilidad del traductor se miren por donde se miren: las pataletas me da a mí que se tienen, no se hacen (p. 18); las comas no son casi nunca potestativas en español y aquí faltan y sobran por doquier; por otro lado tenemos una amplia libertad para omitir pronombres y da miedo, del de verdad, leer cosas como ésta: “Uno de ellos se acercó a él y le dijo algo que él no alcanzó a oírlo debido al ruido y al pánico que se había apoderado de él” (p. 593). Es uno de los casos más llamativos, pero para nada desgraciadamente el único. En otros lugares se nota que la traductora ha cambiado su primera versión y olvidado repasar todo lo que dependía de lo modificado, de modo que resultan incongruencias del tipo: “Bajé las escaleras, sintiendo la rabia que produce descubrir que eres atrozmente inepto y estás convencido de que has actuado fatal” (p. 506), que digo yo que será más bien “la rabia que produce descubrir y estar convencido…”, porque no logro encontrar el sentido a “descubrir que se está convencido”.

Otras frases entre misteriosas a la par que graciosas son: “Está seguro de que son más frecuentes de lo que se teme” (p. 353) (en referencia a unas conversaciones entre dos personajes). Lo que se teme se sospecha o cree, no se sabe seguro; si está seguro no se teme (o cree) nada. O: “Los dos guardan un minuto de silencio [¡!] pensando en J.B. y preguntándose qué tal le va, sabiendo sin saber por qué no ha respondido a las llamadas telefónicas” (p. 365). Creo que todos imaginamos lo que se ha querido decir con ese sabiendo sin saber (que no sabían cómo, pero conocían la razón de que no contestara al teléfono), lo que no significa que sea lo que se lee, o sea, una tontería.

Y, por último, yo creo que la apoteosis, primero de la indecisión (qué parte de la oración hacemos adversativa, cuál dejamos como principal) y luego de atentado a la estética y los pulmones: “Aunque él siempre había tomado drogas –quién no lo hacía-, en la universidad, con veintitantos años, pero pensaba en ellas como en los postres, que también le encantaban, algo que le prohibían de niño y que ahora tenía a su alcance gratis”. Me limito a señalar ese aunque y ese pero difícilmente compatibles porque no me siento con fuerzas, la verdad, para pensar a fondo hasta dónde alcanza la comparación de drogas y postres, y el asunto de la gratuidad. Aunque la cosa sigue y empeora. “Drogarse, como tomar después de comer una ración de cereales de un dulce tan irritante para la garganta que el resto de leche en el cuenco que se bebía después como si fuera jugo de caña de azúcar, era un privilegio de la edad adulta del que disfrutaba intensamente” (p. 374). En cualquier idioma el párrafo es bastante ridículo, pero qué fácil hubiera sido pasar la comparación al final para no hacerlo tan vergonzante (eso y alguna modificacioncilla sin “importancia”): “Drogarse era un privilegio de la edad adulta del que disfrutaba intensamente. Como tomar después de comer una ración de cereales tan irritantemente dulce para la garganta que la leche que quedaba en el cuenco al final se bebía como si fuera jugo de caña de azúcar”. La mejora no es espectacular pero permite cruzar los dedos y esperar que la frase pase inadvertida.

Esto sobre el cómo. Ahora falta el qué. Y entonces paso de la faja a la contraportada, no sin antes despedirme del hombre en pleno orgasmo de la portada, foto a la que la novela creo que debe un porcentaje considerable de su éxito. Por qué. Me da la impresión de que si el dolor físico y mental del protagonista no tuviera que ver, en su origen y en sus consecuencias, con el sexo, esta novela no interesaría a tanta gente. Así de morbosos somos. Más apropiado me parece a mí que hubiera sido poner el rostro de un hombre autolesionándose, pues de ahí extrae nuestro protagonista el poco placer físico del que es capaz, siempre mezclado con el dolor. Pero supongo que esas cosas no se fotografían. No se fotografían aunque Yanagihara no las describe con una minuciosidad absolutamente innecesaria. Deberíamos sentir la angustia y la mezcla de dolor y liberación que llevan al personaje a cortarse una y otra vez, y nos las describe, seamos justos, pero sólo un par de veces: no encuentra más formas alternativas de hacerlo. No le da más de sí. No le ocurre lo mismo con el hecho físico en sí. Éste le fascina, hasta conseguir que nos repugne como la autopsia de un forense entusiasta y parlanchín.

La contraportada nos asegura que en este libro descubriremos, como poco, los secretos de la amistad masculina, el origen y el destino de la culpa, la verdadera importancia del sexo, quién es o no un amigo, y el precio que tiene la vida cuando ya no tiene valor. Después de leerlo no sé mucho más de lo que ya sabía de algunas cosas (lo del precio de la vida sin valor sigo sin tener ni idea de a qué se pueda referir). No sé si me devolverán la pasta por ello. Supongo que no, que dirán, con razón, que soy tonta. Con razón, porque mirad que es simplona la trama, pues ni por esas: hay cantidad de cosas que no entiendo.

La historia, de la que no he dicho nada todavía, es la de cuatro amigos que se conocen cuando comparten habitación en la universidad y siguen en contacto hasta la cincuentena. La novela los sigue en estas décadas retrocediendo puntualmente en el tiempo para desvelarnos el drama secreto oculto en el pasado de uno de ellos, Jude, que tiene unos evidentes problemas físicos que sus amigos, para su alivio, optan por ignorar en lo posible. Ignoran su minusvalía y también su silencio. Hasta aquí todo normal. Ya sabemos todos lo reservadas que pueden ser las amistades entre hombres. Lo sabíamos antes de leer el libro. ¿Por qué son así? No lo sé, podría bien ser el tema para un libro. Pero ese libro no es éste, no os dejéis engañar por la contraportada.

Fuente: rtve
Ese pasado que se nos va desvelando, a los lectores más que a los amigos, no da un respiro. En esa infancia no hay ni un resquicio de luz. Como si la autora tuviera que justificar a Jude así, como si no pudieran entenderse sus problemas psíquicos con una infancia menos negra. Sinceramente, la que me parece que no lo entiende es ella. De la infancia de Jude no queda ni un resto recuperable y eso sólo podría dar lugar a un adulto perverso, o a un zombi, pero no a ese adolescente torturado en busca de amor que en el fondo sigue siendo el protagonista hasta el final. Supongo que para compensar (o porque Yanahigara sólo ve en blanco y negro), los amigos, profesores y jefes de Jude son todos unos santos varones. Incluso J.B., que es el único de carne y hueso, un santo caprichoso, pero santo. Nadie tiene en la vida real esos amigos. Son tan perfectos que uno tiende a olvidarse de la horrible infancia de Jude y verle como un egoísta que no ofrece nada a cambio de lo que de ellos recibe. Qué queréis que os diga. No lo entiendo. Y de repente el amigo te desea. ¿O no? ¿Es el amor fraternal de siempre más el deseo? ¿Es otro amor que el fraternal había ocultado y sale a la luz? No me ha quedado claro. No tengo idea. Lo único que entiendo es que Jude odia su cuerpo, y lo mantiene a raya como un domador, le niega el deseo y lo maltrata si hace falta. Que en cierta forma se ha convertido en su propio pederasta torturador y que no encuentra redención en ninguna parte. Ni siquiera en quien lo ama sin pedir nada. A lo mejor porque nunca la ha querido (la redención), porque se sabe no culpable sin poder dejar de odiarse. Pero estoy elucubrando, poniendo lo que ya sabía, por experiencia propia o cercana, al servicio de una historia que sí, me ha dolido, pero por lo desaprovechada, vulgar y mal escrita que está.

No me hagáis caso. A todo el mundo parece encantarle. ¡Ay, Dios! Qué sola me siento a veces.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Hace dos meses que ya es Navidad

Por Marisa Díez Marín

No podría precisar el momento exacto en que ocurrió. En realidad es posible que sucediese de forma gradual. Todo comenzó cuando mi madre decidió explicarme, ante mi total incapacidad para descubrir el secreto, que los reyes no existían. Los magos, me refiero. Como todos los niños, supongo, sufrí un auténtico trauma, un shock emocional en toda regla, no sólo por la frustración que me supuso asimilar una noticia de tales dimensiones, sino porque admitir lo tonta que había sido al creer durante tantos años semejante patraña, tiene también su lado trágico. He llegado a pensar que, de no habérmelo contado mi madre aquel día que recuerdo como si fuese ayer –durante una comida, todos en la mesa, me lo soltó así, casi sin venir a cuento, como diciendo, ya está bien hija, a ver si te caes del guindo- como decía, si no se le hubiese ocurrido en ese momento sacarme de mi ignorancia, a día de hoy todavía seguiría creyendo que el próximo 5 de enero por la noche, si pusiera los zapatos en la ventana, algún regalo me dejarían Melchor, Gaspar o Baltasar.

Puede que fuera entonces, pero tampoco estoy segura. Quizá aquel año que entre mis regalos no descubrí el estuche de maquillar de la señorita Pepis, que durante tantos meses había deseado. Aquello ya me dejó descolocada. O mucho tiempo después, al escuchar uno de esos horribles villancicos, que antes me encantaban, fuera de tiempo y de lugar, porque ni siquiera había comenzado el mes de diciembre. Y es casi seguro que me rebelé definitivamente cuando descubrí las primeras lucecitas, a mediados del mes de octubre, en una tienda de cualquier centro comercial. Lo de comprar la lotería de navidad en verano ya es un clásico, aunque yo, a día de hoy, puedo asegurar que es un sacrilegio que todavía no he cometido.

Así que no puedo precisar con exactitud en qué momento comencé a odiar la Navidad, así, en general. Reconozco que me gusta exagerar un poco y en estos tiempos que corren, y en vista de que se ha puesto tan de moda renegar de las fechas navideñas, resulta que ya no me hace la misma gracia reivindicarme como una enemiga acérrima de las susodichas fiestas. Intento evadirme cuanto puedo, eso sí, pero me aburre escuchar a todo el mundo explicar lo poco que les gusta tanto follón, que si me quiero dormir el 22 de diciembre y despertarme el 7 de enero, que si es un sinvivir, que si esto, que si lo otro… Así que ya no me siento nada original y decido callarme. Tampoco es para tanto, pienso.

Entonces me resigno y me decido, por ejemplo, a no pisar el centro de Madrid mientras permanezca encendida una sola de esas mareantes bombillitas o quede en pie el último de esos indescriptibles arbolitos de navidad, que en nada se parecen a los abetos de mis recuerdos infantiles, con ramas de verdad y bolas de colores que se rompían una tras otra sin remedio cada año.

Me resigno a salir corriendo del hipermercado cuando por los altavoces me torturan con los mismos villancicos que se entonaban en mi casa a golpe de pandereta, en aquellos tiempos en los que todavía no faltaba nadie en la mesa.  Me parecen tan tristes, con unas letras tan absurdas, y entonados con unas voces tan desagradables al oído, que mi humor cambia sin remedio y huyo, escopetada, en busca de la primera salida de emergencia. No los soporto. Me entran tantas ganas de llorar…

Así que, ya os lo he dicho, me resigno y me marcho. Y salgo a la calle, aunque hace frío, porque en navidad es invierno y yo también odio el frío. No lo aguanto. Me cambia hasta el carácter. Todo el día con los pies y las manos heladas. Es una auténtica confabulación. Y menos mal que en Madrid no suele nevar, porque tampoco me gusta la nieve…

Que si cenamos aquí y comemos allá, que si yo compro esto y tú te encargas de aquello. Los langostinos, las gambas, las gulas, el gambón, el pulpo, los entremeses, la sopa de marisco y los canapés. Para mí, desde luego, no compres carne; no llego seguro, ya estoy empachada sólo de pensarlo, cómo pretendes que encima me coma un chuletón… Lo único el cava, eso sí. Catalán, por supuesto, que yo soy muy clásica para estas cosas. Un par de copitas, o tres, o cuatro, no vienen mal para pasar tanto mal trago.

Porque sigo intentando dilucidar el momento exacto en que empecé a odiar las fechas entrañables y no tengo una idea clara. Mi amiga Sonsoles le decía a su hijo, cuando todavía era un niño: "No hagas caso a Marisa, Carlos, hijo; ella siempre fue el espíritu malo de la Navidad".

Y desde entonces deambulo por estas fechas como un alma en pena, con ciertas ganas de fastidiar al prójimo y reventarle sus ganas de fiesta. No encuentro ningún motivo extraordinario para celebrar. Si no fuera porque el mismo día 24 mi sobrina Raquel regresa por unos días de su exilio forzoso/voluntario en el recién conquistado territorio Trump, me montaría en mi escoba y me largaría a territorios lejanos, dirección Caribe, por poner un ejemplo. Pero bueno, me quedaré por aquí un año más, qué remedio. A ver si esta vez los reyes me consiguen por fin el estuche de maquillar de la señorita Pepis. Que desde entonces no he podido levantar cabeza.








jueves, 8 de diciembre de 2016

Sobre "Crimen y castigo"

Por J. Teresa Padilla

Peter Lorre como Raskolnikov en Crimen y castigo (1935) de J. von Sternberg
 “En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X”. Así empezó todo. Bueno, no exactamente. Así empieza la edición de Crimen y castigo, traducida en los ochenta por Augusto Vidal, que poseo actualmente. La que yo leí por primera vez, calculo que muy a finales de los setenta, a los trece o catorce años, era una de esas ediciones que se pretendían de lujo, descuidadas por dentro (papel áspero y amarillento, tipografía vulgar) y ostentosas por fuera, con su simil de piel y los dorados purpurina del lomo. Ni qué decir tiene que por más que lo buscaras no encontrabas ningún nombre en el interior que se responsabilizara de la traducción o te indicara siquiera el idioma del que se había hecho. En fin, era una edición pésima, destinada más a la decoración que a la lectura, que mi padre había encontrado donde suelen encontrarse este tipo de libros: en un saldo.

Mi padre no podía resistirse a los precios miserables de este tipo de libros “clásicos” y los adquiría aunque no tuviera la más mínima intención de leerlos. Pensaba, supongo, que debían estar en casa, que no podían faltar en la “biblioteca familiar”, aunque el único que entonces leía algo era él y ese algo no era, desde luego, literatura extranjera, por clásica que fuera. Lo suyo era la poesía social (que era lo que había intentado escribir en una época), el teatro (fue actor y director de una compañía de aficionados en su tierra natal) y alguna novela (Cela, Ferlosio, Laforet…). Y con eso ya se consideraba un gran lector y, lo que resulta más curioso, puede que lo fuera realmente comparado con su entorno. Mi padre era autodidacta y algo narcisista, una combinación poco recomendable pues detiene antes de tiempo el proceso de autoformación. Ese narcisismo le ponía muy cuesta arriba reconocer según qué cosas. Años después, cuando le adelanté claramente como lectora, y como lectora, sobre todo, de narrativa extranjera, me explicó la razón por la que no leía a extranjeros y, ya de paso, por la que, a pesar de todo, él seguía siendo mejor lector cualitativamente hablando que yo (que conste que adoraba a mi padre y él a mí, pero tenía estas cosas que ahora, más vieja y espero que sabia, me hacen sonreír y me gusta hasta recordar, aunque parezca que no favorecen en nada su retrato).

El argumento era poco más o menos el siguiente. No conocía salvo su propio idioma, como casi todos, y nadie le enseñó, ni a él se le ocurrió pensar, que una traducción pudiera no desmerecer un original y, en cualquier caso, compensar sus desventajas al hacer accesible lo que de otra manera nunca hubiéramos podido leer. Para él el mundo se dividía en dos: los verdaderos escritores y todos los demás. Obviamente un traductor no podía sino cargarse lo que de literario tuviera el texto. Los que leían literatura extranjera eran unos ignorantes a los que sólo les interesaba la trama. Y esto si se hablaba de novela. La poesía traducida era, sin discusión, un completo sinsentido, un sacrilegio, una aberración.

Es, pues, difícil de explicar por qué adquiría, aunque fuera en saldos o, más tarde, en colecciones de quiosco, algunos clásicos de la literatura universal. Me parece que no estaba muy seguro de lo que me contaba. Tampoco sé por qué me dio a mí por abrir y empezar a leer aquel Crimen y castigo encuadernado en un horripilante verde con letras doradas que no invitaba en absoluto a ser abierto por nadie y menos por una niña. La traducción debía ser espantosa, pero me dio igual. Lo único que consiguió fue que la sustituyera a la primera ocasión en la “biblioteca familiar” por la de Augusto Vidal en dos tomos; una edición de quiosco, sí, pero mucho más digna, que supliqué a mi padre que comprara. Y volví a leer la novela. Y la disfruté todavía más que la primera vez. La traducción, desde luego, era mejor, y ayudó mucho, pero supongo que la verdadera razón de que mi fascinación por esta novela aumentara estaba en ese par de años que había cumplido entre una y otra lectura. Y así fui madurando para ella y las relecturas que, cada vez más espaciadas en el tiempo, se repitieron.

A mis amigas y vecinas, incluso a mis hermanos, les gustaban Los cinco, los cómics de Astérix... Qué sé yo. A mi me aburría todo eso. No conseguí leer ni una página y estoy segura de que me perdí algo, pues treinta años después mi hijo sigue disfrutando de estos libros que ha heredado, claro está, de su padre. Hasta que Raskolnikov no salió ante mis ojos de su cuchitril realquilado, la única letra impresa que me había alcanzado con éxito era la de los cuentos y poemas para niños de Gloria Fuertes, a la que, por eso, me moriré adorando. A ella y a Dostoyevski, del que devoré todo lo que pude a continuación, de la misma forma que mis amigas devoraban las novelas de Enid Blyton o mi hijo las de Rick Riordan (o, en realidad, casi todo aquello que se pone en su camino siempre y cuando en las historias no mueran perros).

Luego descubrí a muchos otros que le sustituyeron en mis preferencias e incluso tuve que reconocer que su obra estaba infinitamente por encima de su persona; que era un hombre egoísta, algo mezquino. Un eslavófilo antisemita (qué dolor lo poco que logré leer del Diario de un escritor). Pero nada pudo cambiar que fue él quien escribió la historia de un joven en el que cualquier adolescente rebelde se puede ver reflejado, quien convirtió en tema de una novela el derecho o no a matar en nombre de mundos mejores. O qué nos hace realmente superiores: ejercer sin remordimientos supuestos derechos o humillarnos ante los más humillados. Y luego hizo su versión de El Quijote, en El idiota. Y creó al blasfemo más justo y atormentado que pueda imaginarse en la figura de Iván Karamazov. Y se retrató en El jugador

Dostoyevski despertó mi curiosidad por las historias. Me enseñó que no se trataba de tramas, sino de personajes de carne y hueso (así me parecían y parecen los suyos) que dudaban, cometían los peores pecados, se peleaban con los demás y con ellos mismos y, con suerte, encontraban en lo más humilde y pequeño la redención. Por muy mal traducido que estuviera, el mensaje era demasiado potente.
 
150 años se han cumplido este 2016 de la primera publicación de Crimen y castigo, en 1866. Desde luego no había envejecido la última vez que la leí. Ahora se me ocurre que debería invitar a mi hijo, que tiene la misma edad que yo cuando descubrí esta novela, a leerla, a ver qué le parece. La verdad es que me da un poco de miedo. Miedo a que no vea lo que yo vi. ¿Y qué vi yo? Suena fuerte, lo sé, pero no sé de qué otra forma decirlo: luz, mucha luz.

jueves, 1 de diciembre de 2016

La culpa fue del chachachá



Por Esperanza Goiri


La verdad es que sería injusto achacar toda la responsabilidad a un baile, pero sin duda contribuyó a que odiara mi nombre durante gran parte de mi infancia. Os explico. Tal y como consta en la firma, me llamo Esperanza. A mí de pequeña me parecía un nombre antiguo, de persona mayor, posiblemente porque lo asociaba a mi abuela materna en cuyo honor fui bautizada, con gran orgullo de mi madre. Me comentaba emocionada que, de los cuatro hijos (yo soy la pequeña), fue el único nombre que eligió personalmente. Yo la escuchaba con resignación, sin comprender su entusiasmo, y envidiaba a las Evas, Olgas, Saras y Anas de mi alrededor. ¡Esos sí que eran nombres bonitos, cortos y sonoros! Tampoco me hubiera importado llamarme como alguna de mis heroínas infantiles: Celia, Pauline, Lilith, Esther o con alguno de los exóticos y anglosajones nombres de las protagonistas de Enid Blyton. Todos me parecían preciosos, y ya que en mi caso no podía ser, me desquitaba poniéndoselos a mis muñecas.

El asunto es que uno de los mejores amigos de mi padre, que nos visitaba con frecuencia, en cuanto me veía, antes de darme un beso entonaba repetidas veces con tono zumbón: “Esperanza, Esperanza, solo sabes bailar chachachá” (popular canción del cubano Ramón Cabrera que interpretaron entre otros Antonio Machín y Enrique Montoya en los años sesenta). A mi me daba una rabia espantosa, hasta el punto de esconderme, cuando me enteraba de que el susodicho venía a casa, para evitar el encuentro y su guasón saludo. No sabe, el pobre, lo mucho que le odié, siendo por lo demás un hombre estupendo. Tampoco salió bien parado el citado género musical, y tendrían que pasar bastantes años para que me reconciliase con él gracias a Gabinete Caligari y a su genial La culpa fue del chachachá, a cuyos animados sones asocio uno de mis mejores recuerdos de juventud.

Como ocurre con los nombres largos, pronto se impuso el diminutivo de rigor. En mi caso, Espe o Espetxu (el txu es una terminación diminutiva vasca de tono cariñoso). Curiosamente, solo una prima chilena de mi padre me llamaba Esperancita. El Espetxu fue degenerando por el uso y se convertía en Chukis, Chukitas o Chukitonas según la intención, más o menos mimosa, de quien lo pronunciara. Cuando me requerían por estas versiones cortas y zalameras sabía que todo iba bien. Por el contrario, cuando se te convocaba en la modalidad larga: “¡Esperanza Inmaculada Goiri Pueyo, ven aquí inmediatamente!” Nada bueno se podía esperar. Acudías remoloneando a la llamada, mientras repasabas mentalmente que fechorías se te podían imputar, dispuesta a negarlo todo; fuera cual fuese la acusación y por muchas pruebas incriminatorias que hubiese en tu contra.

Ya en la etapa de los “ligoteos” y escarceos amorosos era inevitable encontrarte con graciosos y ocurrentes de toda ralea: “Esperanza, por favor, dame esperanzas”, “Si tu primer nombre es Esperanza, seguro que los siguientes son Fe y Caridad”, “Esperanza, no me hagas esperar por favor”. También estaban los cursis: “La Esperanza tiene muchos nombres pero los locos la llamamos amor” (sí, lo sé, sin palabras). La ventaja era que ya en la misma presentación, según la respuesta obtenida, esta te servía para quitarte de encima a pesados y plúmbeos varios.

Fue a partir de los 20 años cuando empecé a sentirme a gusto con mi nombre. Era original y no había muchas chicas con él, por lo menos en Madrid y Vizcaya, que eran los dos principales escenarios de mi vida. Además empezaba a apreciar el hecho de que fuera un nombre familiar: la alegría que se llevó mi abuela, ya que de siete nietas era la única con la que compartía nombre, y la satisfacción de mi madre por haber elegido e impuesto el que había querido. Dejando aparte afectadas y grandilocuentes explicaciones, lo cierto es que es un nombre bonito, asociado a un significado simbólico que evoca un deseo positivo universal. Lo que no es poco, teniendo en cuenta que hoy en día padres desaprensivos, en busca de ser los más originales o por seguir modas absurdas, endilgan a su progenie nombres imposibles y ridículos, con los que estos tendrán que lidiar hasta que tengan el suficiente uso de razón para rebelarse y decidir que se va a llamar así su padre o su madre, pero ellos no.