martes, 29 de noviembre de 2016

Epílogo

"Se impone que hablemos (...). Sobre todo por la antigua y quizá hasta ahora infundada creencia de que, si los maestros de este mundo fueran mejor leídos, podría reducirse la incuria y la desdicha que obligan a liar los bártulos a millones de personas. Como no nos queda mucho en qué confiar, y casi todo parece condenado al fracaso, debe insistirse en que la literatura constituye el único seguro moral posible para una sociedad; en que es el antídoto permanente del principio según el cual el hombre es un lobo para el hombre; en que aporta el mejor argumento contra cualquier teoría política que sólo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo, aunque sólo sea por el hecho de que la diversidad humana constituye el material básico de la literatura y su raison d'être. Se impone que hablemos (....). Si todo ello significa que vamos a hablar tan sólo entre nosotros, tanto mejor (no para nosotros pero quizá sí para la literatura)". De: "La condición a la que llamamos exilio (o levando chanclas)", Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Por Anna Ajmátova

Anna Ajmatóva. Nathan Altman (1914)
II


Se acerca el aniversario, día del recuerdo.

Os veo, os oigo, os siento:


a la que apenas pudo llegar a la ventana,

a la que no volvió a pisar la tierra en que nació,


a la que moviendo su hermosa cabeza

musitaba: “Ya vengo aquí como si fuera mi casa”.


Querría llamar a cada una por su nombre

pero requisaron la lista y no puedo hacerlo.


Para ellas he tejido este vasto sudario

con las tristes palabras que de ellas oí.


A ellas siempre tendré presentes, y en todo lugar,

no las olvidaré en desgracias futuras.


Y si un día sellaran mi atormentada boca,

la boca con que gritan cien millones de almas,


que ellas piensen en mí, como pienso yo en ellas,

que por mí rueguen cuando llegue mi día.


Y si alguna vez quisiera la ciudad

erigir un monumento en mi memoria,


podría ese honor aceptar complacida,

con tal de que no lo alzaran nunca


ni a la orilla misma del mar donde nací

-mis lazos con ese mar ya los he roto-,


ni junto a mi árbol sagrado, en el jardín de los zares,

donde una sombra yerra y me busca desolada,


sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas

ante rejas que para mí no se abrieron.


Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,

las ruedas del siniestro furgón negro,


los golpes de la puerta que hemos odiado tanto

y el aullido de la anciana, como animal herido.


Que desde los yertos párpados de bronce

fluya –y sean ésas sus lágrimas- la nieve derretida,


que arrullen a lo lejos palomas del presidio

y bajen silenciosos los barcos por el Neva.


(1940. Réquiem)


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