martes, 29 de noviembre de 2016

Epílogo

"Se impone que hablemos (...). Sobre todo por la antigua y quizá hasta ahora infundada creencia de que, si los maestros de este mundo fueran mejor leídos, podría reducirse la incuria y la desdicha que obligan a liar los bártulos a millones de personas. Como no nos queda mucho en qué confiar, y casi todo parece condenado al fracaso, debe insistirse en que la literatura constituye el único seguro moral posible para una sociedad; en que es el antídoto permanente del principio según el cual el hombre es un lobo para el hombre; en que aporta el mejor argumento contra cualquier teoría política que sólo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo, aunque sólo sea por el hecho de que la diversidad humana constituye el material básico de la literatura y su raison d'être. Se impone que hablemos (....). Si todo ello significa que vamos a hablar tan sólo entre nosotros, tanto mejor (no para nosotros pero quizá sí para la literatura)". De: "La condición a la que llamamos exilio (o levando chanclas)", Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Por Anna Ajmátova

Anna Ajmatóva. Nathan Altman (1914)
II


Se acerca el aniversario, día del recuerdo.

Os veo, os oigo, os siento:


a la que apenas pudo llegar a la ventana,

a la que no volvió a pisar la tierra en que nació,


a la que moviendo su hermosa cabeza

musitaba: “Ya vengo aquí como si fuera mi casa”.


Querría llamar a cada una por su nombre

pero requisaron la lista y no puedo hacerlo.


Para ellas he tejido este vasto sudario

con las tristes palabras que de ellas oí.


A ellas siempre tendré presentes, y en todo lugar,

no las olvidaré en desgracias futuras.


Y si un día sellaran mi atormentada boca,

la boca con que gritan cien millones de almas,


que ellas piensen en mí, como pienso yo en ellas,

que por mí rueguen cuando llegue mi día.


Y si alguna vez quisiera la ciudad

erigir un monumento en mi memoria,


podría ese honor aceptar complacida,

con tal de que no lo alzaran nunca


ni a la orilla misma del mar donde nací

-mis lazos con ese mar ya los he roto-,


ni junto a mi árbol sagrado, en el jardín de los zares,

donde una sombra yerra y me busca desolada,


sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas

ante rejas que para mí no se abrieron.


Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,

las ruedas del siniestro furgón negro,


los golpes de la puerta que hemos odiado tanto

y el aullido de la anciana, como animal herido.


Que desde los yertos párpados de bronce

fluya –y sean ésas sus lágrimas- la nieve derretida,


que arrullen a lo lejos palomas del presidio

y bajen silenciosos los barcos por el Neva.


(1940. Réquiem)


miércoles, 23 de noviembre de 2016

Jakob von Gunten

Jakob von Gunten. Robert Walser

Siruela: Madrid, 2007, 128 pp. 16 euros. 

“Hablo y pienso a veces muy por encima de mi propio entendimiento” (Robert Walser. Jakob von Hunten).

Por J. Teresa Padilla

Antes no lo hacía, así que no sé si me habré hecho mayor de repente, pero el caso es que ahora tengo que poner todo lo que se me ocurre por escrito en el preciso instante en que se me ocurre, o adiós. A veces ni me da tiempo: de camino al lugar donde está el papel y el lápiz, el móvil o lo que sea que me permita anotarlo, ya se me ha olvidado. No debía de ser muy buena (la idea, digo), me consuelo. Pero jode (¡perdón!, que no soy Pérez-Reverte y seguro que no me lo puedo permitir), porque si sólo pudiera escribir sobre mis ideas cuando fueran buenas estaría lista. Menos mal que las de otros suelen inspirarme alguna propia, más o menos presentable, para hablar de las suyas. Es lo que tienen los buenos escritores: a la mínima te preñan. Poca cosa soy, y casi todo se lo debo a las reseñas, ésa es la verdad. Por eso no puedo hacerlas de lo que me aburre, aunque… Perdón, que se me acaba de ocurrir una cosa y tengo que apuntarla. Pensaréis que lo digo para acabar bien el párrafo, por sentido del ritmo y eso. ¡Qué buenos sois!

¿A qué viene esto? Pues a que ahora tengo un fichero con el nombre “Ideas” (no son muchas todavía, ni muy brillantes, pero me sirven de seguro mental para previsibles periodos en blanco) y exactamente la número 4 procede de esta obra, Jakob von Hunten. A decir verdad, de esta obra y de la historia de una pintora japonesa que conocí por Facebook. Iba sobre la locura: la buena (que te lleva a ser quien realmente eres o quieres ser, tipo don Quijote) y la mala (en la que te pierdes sin remedio). Estas locuras unas veces son distintas y otras, desgraciadamente, fases de la misma. No sé si terminaré desarrollando la idea número 4 porque hay cosas que no se pueden entender desde fuera y, aunque esto no constituye en mi caso inconveniente alguno, no sé si estoy preparada para exponer públicamente mis vergüenzas mentales.

Pero bueno, al grano, que se supone que esto que escribo iba a ser mi lectura del Jakob von Gunten de Robert Walser. Aunque, por otro lado, qué mejor forma de transmitir la “música”, el “aire” de esta obra, que la digresión: “Realmente, el circunloquio es para Walser una cuestión de supervivencia”, escribe W.G. Sebald en una obrita sobre este “paseante solitario” que recomiendo a todos porque se lee en un momento y es iluminadora (y no sólo sobre Walser, quizás mucho más sobre el propio Sebald). Esencial para Walser es el circunloquio y también el paso de una cosa a otra, de la seriedad a la risa, de lo lírico a lo prosaico, de un mundo poblado de sueños (y hasta pesadillas) a otro que pesa tanto que no deja respirar, así que es mejor mantenerse a una distancia prudencial de él. En el Instituto Benjamenta, por ejemplo.

Las biografías de Walser (1878-1956) cuentan que desde joven tuvo un comportamiento errático o, si se quiere evitar dar la impresión de que se interpreta toda su vida desde su última parte y final, errabundo. De una ciudad a otra; de un modesto empleo a otro. La escritura es la única constante incluso cuando una clínica mental pone fin a su nomadismo. Durante un tiempo al menos. Luego llegó la reclusión forzosa y el silencio.

Robert Walser (1890)
Hace un par de días leía en Brodsky algo así (maldita memoria) como que las biografías de escritores no tienen utilidad ni interés para iluminar su obra literaria porque sucede más bien al revés, que es la obra la que nos da a conocer a su autor, es ella la que le sirve de espejo. No porque sea autobiográfica, sino porque constituye un autorretrato del propio autor. Y desde luego que gracias a Jakob von Hunten podemos entender muy bien al casi adolescente Walser y, de paso, lo que nos cuentan las biografías de esa primera etapa de su vida. Supongo que el resto de su obra nos mostrará el resto, con la excepción, claro, de lo que nadie puede llegar a contar (la muerte y, lo que no es muy diferente, la rendición a la locura).

Jakob se va de casa, de una casa en la que es amado y estaría bien situado en la futura carrera por el éxito social, para ingresar voluntariamente en el Instituto Benjamenta, centro en el que espera, precisamente, conseguir lo contrario de lo que se supone habría que desear: “ser un encantador cero a la izquierda”. En el Instituto Benjamenta no se enseñan contenidos (¿de qué me suena esto?), sino formas: las que convienen a un buen muchacho, esto es, paciencia y obediencia. Disciplina. Lo importante, en realidad, no es lo que se enseña en este Instituto. Estoy segura de que en la época de Walser, como en la mía –no pondría ya la mano en el fuego por lo que sucede hoy-, todos los centros escolares enseñaban a obedecer (la paciencia se supone) y, si no te quedaba claro esto, te lo recordaban muy a gusto en casa aunque fuera a zapatillazo limpio. Lo importante es que es lo único que se enseña. El Instituto Benjamenta es una escuela para la vida real, que resulta ser “una vida abominable", de ahí que su enseñanza se reduzca a la de un esencial ejercicio de supervivencia que promete una transformación interior completa.

No voy a discutir a quienes ven en este aprendizaje de la obediencia y la disciplina el intento de eludir la responsabilidad de existir, de tener que ser alguien en sentido literal, es decir, el intento de llegar a ser nadie o, más brevemente, de conseguir no ser (aun siendo, pues el suicidio es pura rebelión, y además inútil, y queda completamente descartado). No se lo discuto porque tienen razón. También Sebald habla de la obra de Walser como un ejercicio de despersonalización. Desde luego Schopenhauer intervendría de inmediato para recordar que ya nos advirtió él que la única forma de salvarse en y de este pérfido mundo era esta autoaniquilación pasiva que los budistas llaman nirvana y que tanto se parece a lo que se aprende con los hermanos Benjamenta. No lo voy a discutir, repito, pero me parece sólo la mitad de una verdad, y la mitad de una verdad es como la mitad de un billete. Que no sirve para nada.

“Siento cuán poco me concierne aquello que se denomina mundo, y qué grande y fascinante me parece lo que yo, en mi fuero interno, llamo mundo”, nos dice Jakob. En realidad no hay dos mundos, Jakob no es tan ingenuo o tan loco. Está el mundo y la visión que cada uno tiene de él. Y de ahí procede la tensión irresoluble entre ser y ver: la visión, para ser verídica, exige distancia y por tanto salir del mundo, quedarse fuera. Sobre todo porque hablamos de un mundo cruel, duro y feroz que te arrolla como se te ocurra detenerte un momento. Pero no hay otro, no hay un afuera. El instituto Benjamenta no es, por más que Jakob lo presente así, un refugio; aunque continuamente lo contraponga al mundo real, a la vida, forma parte de él. Hasta tal punto está integrado en el mundo "real" que su peculiar enseñanza sirve igual para adaptarse e incluso medrar en su seno que para resistírsele. Y ésta es la disyuntiva última de Jakob, la que se expresa en la relación con su alter ego, su compañero Kraus, el de los ojos “aterradoramente bondadosos” (¡uff!).

Kraus es el alumno perfecto, honrado, fiel, bueno, con principios. Por eso no está destinado al triunfo: son los tontos (no hay tonto fiable ergo tampoco bueno) los que “están hechos para llegar lejos, para escalar, vivir bien y mandar”. No está destinado al triunfo, pero sí a cumplir a la perfección el papel subordinado, modesto pero digno, del hombre corriente. Jakob lo admira y parece decidido a llegar a ser como él, pero no puede: la risa está siempre a punto de escapársele. “En mi interior mora una extraña energía que me impulsa a conocer la vida a fondo, y un deseo indomable de aguijonear a la gente y a las cosas para que se me revelen”. Jakob siente curiosidad, una curiosidad que dibuja una sonrisa condescendiente en Kraus. Su “dejar de ser”, su “aprender a no ser nadie”, lo que le ha llevado al Instituto Benjamenta, es, en realidad, una necesaria preparación para poder saber y sentir de verdad, es una negación que oculta y hace posible una afirmación: “Tampoco siento el menor respeto por mi Yo, me limito a mirarlo y él me deja totalmente frío. ¡Oh, entrar en calor! ¡Qué maravilla! Siempre seré capaz de entrar en calor, pues nada personal ni egoísta me impedirá jamás interesarme, apasionarme o ser partícipe”. No sentir para sentir más y mejor, no distinguirse ni destacar, ser un cero a la izquierda, para pasar inadvertido y poder seguir siendo el observador invisible y libre (“si yo me estrellase y perdiese, ¿qué se rompería y perdería? Un cero”) de eso tan fascinante que se llama hombre: “¡Hombres, sí, nada más que hombres y más hombres! Lo siento intensamente: amo a los seres humanos. Sus locuras y enojos súbitos me son más queridos y preciosos que los más grandes prodigios de la naturaleza".

Me ha encantado seguir el a veces atolondrado, otras risueño, siempre lúcido aunque al filo de la locura, monólogo de Jakob. Creo que cualquier lector sonreirá con él y comprenderá que a veces hay que reírse como él hace de uno mismo para no resultar ridículo. O para no llorar. Y si la obra literaria es, como decía Brodsky, un autorretrato, en ésta puede verse a un joven valiente que se atreve a exponerse al peligro de desaparecer y perderse para siempre en lo “insignificante y pequeño” con tal de poder “permanecer a la escucha de eso que se niega a ser oído”.

En Herisau (1949)
“He estado en las alturas, Jakob; es decir, he sido simplemente joven y muy prometedor, y también en este sentido me he visto desposeído de mi trono y de mi reino. Caí. Y empecé a dudar de mí y de todo. Cuando nos desesperamos y afligimos, mi querido Jakob, nos volvemos penosamente pequeños y las pequeñeces se nos van echando encima en número cada vez mayor, como rápidas y voraces sabandijas que nos devorasen lenta, muy lentamente, y lentamente también supieran asfixiarnos y deshumanizarnos”. Sí, por si no tenía yo bastante, encuentro descrito mi propio fracaso en el de Herr Benjamenta. Lo mismo las obras literarias no son sólo el autorretrato de su autor. Lo mismo también lo son de nosotros, sus lectores. Tengo que buscar lo de Brodsky. Y “basta de escribir por hoy. Me pone demasiado eufórico. Y salvaje”.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Las recetas de Ana

Por J. Teresa Padilla



"No sabía qué decir. Tampoco sé qué decirte ahora".

Ana no sabía qué decirme, ni entonces ni ahora, y por eso se puso a hacer croquetas. A quién se le ocurre, ¿no? Y luego sopa de pescado con unos tropezones en forma de langostinos para matarse del traspié. Un par de días después apareció también con un arroz con leche. Más adelante llegaron unos pimientos asados de acuerdo con la ancestral receta familiar. Y al poco, estando yo presente ya en mi casa, llegó la tortilla de patatas cuyo recuerdo todavía me hace llorar de nostalgia. Nunca antes habían catado mis hijos (huérfanos de abuelas aficionadas a la cocina e hijos de una madre desmotivada para estos quehaceres) semejantes manjares, doy fe. Sentiría lástima por ellos si no los conociera, pero los conozco y son de los que quitan a cualquiera las ganas de cocinar. Mira que te he dicho veces que no se merecían estas delicatesen, Ana: si por algo quieren crecer e irse de casa es para poder alimentarse de por vida a base de pizza y macarrones.

Ana no es una abuela, ni siquiera es cocinera. Es una mujer de mi edad que de lunes a viernes trabaja muchas horas fuera de su casa y dedica gran parte del fin de semana a cocinar. Así se ahorra algo, y los suyos y ella misma pueden alimentarse los días laborables con comida casera, aunque sea, como es su caso, en un triste táper. Acostumbrada a cocinar grandes cantidades, aumentarlas para abastecer a mi familia no le suponía ningún esfuerzo. Eso decía ella, pero yo no lo veo tan claro; no me terminan de salir las cuentas.

Entre los suyos para los que cocina habitualmente se cuenta un niño de la edad del mío, y de ahí viene nuestra relación. Porque Ana y yo no somos familia ni amigas de toda la vida. Hasta hace bien poco carecíamos casi de nombre propio: éramos sobre todo las madres de nuestros respectivos (fenómeno de sobra conocido por cualquier padre o madre que me esté leyendo). Nos caemos bien y nos gusta charlar, a eso se reduce todo entre nosotras, cosa que normalmente sólo hacíamos mientras nuestros hijos “nadaban” (son célebres en el polideportivo municipal por no haber conseguido subir de nivel en un lustro) o entrenaban para hacernos ricas en un futuro con sus goles (esto lo hacen con más ganas aunque no mucho mayor provecho). En eso consiste nuestra amistad. Poca cosa en apariencia, pero resulta que estamos tan cómodas que a veces nos contamos sin querer cosas que se supone deberíamos callarnos o decir con mucha más delicadeza. Eso me pasó a mí un buen día (¿sería un sábado y de ahí lo de las croquetas?) que Ana me llamó para preguntarme qué tal estaba, pregunta que todos sabemos que debe, en primera instancia, contestarse con un “bien” (para abreviar, pues habría que añadir “gracias. ¿Y tú?”).

Aparte de que, a saber por qué, nos tenemos confianza y, por ello, la respuesta al uso no termina de proceder a no ser que la matice una especie de suspiro irónico, la verdad es que creí que ya sabía lo que le estaba contando y por eso me llamaba. Pero no (ésa soy yo: la que se pasa de lista). Así que, tras prácticamente colgarme y mandarme a continuación un mensaje para explicarme su repentino autismo, se puso con las croquetas.

No sé si hacer croquetas le ayuda a pensar o precisamente a no hacerlo. Según ella la relajan. Las croquetas, la sopa de pescado, la tortilla de patata, (¡ay, la tortilla!)… El caso es que un buen día le tuve que decir que ya llevaba un tiempo en casa y nada me impedía cocinar para los desagradecidos, culinariamente hablando, de mis hijos. Vamos, que me sentía una abusona y, con todo el dolor de mi corazón (pocas veces he dicho esto tan de verdad), debía renunciar a su tortilla. Que no lo hacía por mí ni por los niños, sino por ella, me contestó. Que así se sentía mejor y tenía la impresión de que hacía algo. En resumen, era puro egoísmo, según ella. A mí, por el contrario, me parecía que seguía intentando expiar la falta de palabras de aquella conversación telefónica, como si aquel silencio no hubiera sido mucho más elocuente y consolador que cualquier palabra. Para lo inteligente que eres, Ana, mira que puedes llegar a ser tonta.

Resulta asombroso el bien que pueden llegar a hacerte personas con las que aparentemente no te unen grandes lazos. Ana no es la única, pero las representa muy bien a todas. Espero haber sido capaz de expresar con este texto, repleto de palabras, un agradecimiento que seguramente expresaría mejor un simple beso. Y Ana, sí, necesito que me digas muchas cosas: necesito las recetas, tus recetas. Las recetas de Ana.

martes, 8 de noviembre de 2016

La última posada

La última posada. Imre Kertész.

Acantilado: Barcelona, 2016, 296 pp. 24 euros.

“Leyendo a Kafka uno sólo puede sentir vergüenza de atreverse a escribir” (I. Kertész. La última posada).
“Sin embargo, las manos de uno de los señores estaban ya en su garganta, mientras el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, haciéndolo girar allí dos veces. Con ojos que se quebraban, K. vio aún cómo, cerca de su rostro, aquellos señores, mejilla contra mejilla, observaban la decisión. “¡Como un perro!, dijo; fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo” (F. Kafka. El proceso).

Por J. Teresa Padilla

 Venga. Allá voy. A ver si me acuerdo de cómo se hacía (o cómo lo hacía). Lo siento por La última posada, a la que no podré hacer justicia (o al menos la justicia que me gustaría y de la que en otro tiempo hasta me sentí capaz). Podía haber escogido volver con una reseña de un libro que hubiera despertado mi faceta de crítica feroz y sarcástica, que la tengo, conste. Eso es más fácil de escribir, a saber por qué (la bruja que en el fondo o en la superficie eres, que la justicia en estos casos te impota un bledo…), pero hay un problema (en realidad, dos): he decidido no obligarme a leer nada que no me guste (ventajas del amateurismo), y tengo que confesar que soy, siempre he sido, una moralista (no comento lo que no he leído).

Kertész (1944). Fuente: Bz-Berlin
¿Por qué entonces Kertész? ¿Es que no he leído otra cosa interesante durante este medio año de ausencia? Pues no. Ésa es la verdad. Apenas he leído. Apenas he logrado terminar un libro, sería más exacto. Unos eran, o me parecían, malos. Otros, simplemente, no fueron capaces de mantener la atención de una persona que, como yo, siempre ha tenido dificultades para concentrarse y a la que de pronto se le acumularon urgencias sobre las que decidir si había que pensar o más bien ignorar o… Yo qué sé. No, no soy de esas mujeres multitarea perfectas. La metáfora del pollo sin cabeza se creó sin duda pensando en gente como yo. Por supuesto, no llegué a terminar de pensar o ignorar nada hasta el final. Y claro, tampoco a leer casi nada hasta el final. Casi nada, porque La última posada sí; y esto merece una explicación, porque resulta casi un milagro y se supone que tales cosas no existen.

La leí, es verdad, aunque apenas me enteré de nada. Soy de las que se pierden y constantemente tienen que leer de nuevo una frase, un párrafo. Una página entera si me descuido. Una, dos veces; puede que más. Eso en estado normal (lo sé, no soy nada lista, lo que tiene sus ventajas: me exime de la obligación de entender gran parte de lo que sucede a mi alrededor). Cuando me hallo en el estado de gallinácea descabezada antes descrito, el fenómeno adquiere proporciones alarmantes. ¿Y por qué seguir leyendo lo que sabes que no estás entendiendo (o no del todo), lo que sabes que vas a tener que leer desde el principio más adelante?

Yo creía que sólo era por necesidad afectiva. Ya comenté cuando murió, la última vez que escribí aquí, que Kertész era uno de esos autores que, más que leer, siento que me hablan. Alguien que conoces, cuya charla te acompaña aunque no siempre le prestes atención. Te consuela el runrún de su voz. Y cuando no es así cierras el libro. Sin rencor ni dolor. Pero luego, en la segunda lectura, ya en mi casa, ya pasado lo peor (sólo de momento, como casi siempre en la vida), le escucho decirme: “No hay que entender los libros, basta la inspiración que despiertan en nosotros, a menudo por el mero hecho de tenerlos en las manos y leerlos. No importa el libro, sino su lector”. Los libros nos ayudan a pensar, a entendernos a nosotros mismos, incluso a vivir más allá de como también lo hace un vegetal. Eso me dice este texto, que no sé si de verdad he entendido. Y además no importa, porque me siento autorizada por el autor para quedarme con la impresión gozosa (bendita sea mi estupidez) de que me queda mucho por comprender. Casi todo. Así que volveré a leerla y a entender muchas frases por primera vez o a entenderlas de otra forma. De eso se trata. Por eso amo a Kertész. Porque escribe para tontos como yo, pero tontos deseosos de aprender; porque él mismo escribe para saber, y no cualquier cosa, sino lo esencial (“la novela es indagar en el ser con los medios de la novela”); porque, resumiendo, hace de la literatura un ejercicio socrático y conjuga mis dos pasiones: las literatura y la filosofía. No era, pues, sólo la necesidad de compañía, sino de un maestro, un guía, un poco de luz.

“Considero [este libro] la culminación de mi obra”, el “opus magnum ultimum”. Como a otros tampoco me lo pareció a mí la primera vez que lo leí, ni mucho menos. En realidad me sorprendió la afirmación, me chirriaba: un hombre que baraja como título alternativo de esta obra Fin de partida en el club nocturno “El seguro perdedor” no puede cantar este tipo de victorias. A la segunda creo que empecé a encontrarle sentido. Es (o pretende ser) el libro-diario de la muerte y ¿no es ella la culminación de la vida? Aunque ésa es la cuestión: ¿lo es?, ¿qué es la muerte, más allá del camino de decadencia y enfermedad que conduce a ella?

La novela hace metafísica (sic), pregunta por el ser (sic) con sus medios, decía Kertész y citaba yo arriba. Unos medios a la vez precarios (“el escritor, si es honesto, está siempre al margen de la propiedad. Sabe que no tiene nada y que no sabe nada”) y ambiciosos hasta la más vergonzante locura, pues trata de llenar el hueco dejado nada menos que por el dios ausente y recrear su creación, que es la creación del sentido moral que falta. O que a algunos les falta (el científico se ríe de las zozobras del escritor y “ataca el filete”) haciendo de la vida un absurdo, “un error que la muerte tampoco arregla”, un fracaso, una chapuza. Tal indagación puede muy bien ser superflua a día de hoy, seguro que lo es, pero “resulta secundario que la metafísica tenga o no razón de ser (en nuestro pensamiento). El hecho es que “el hombre” ha sido metafísicamente abandonado” (Dios ha muerto); que “tal es ahora su estado de ánimo, y éste es un estado de ánimo peligroso”. ¿Necesitas pruebas? Echa un vistazo a la prensa o a los informativos. Así que habrá que retomar esa creación imperfecta, considerarla sólo un experimento, un camino hacia “la verdadera imagen y semejanza” todavía por recorrer, un proceso en el que el escritor se pregunta si no es su deber participar. Porque en el fondo de esto se trata: o se aferra a esta esperanza ingenua y probablemente falsa o hace por fin acopio del valor para tirarse por la ventana: “Quitarse la vida o seguir viviendo es solamente cuestión de carácter, de temperamento o de oportunidad”.

Fuente: Tumblr
Una locura brutal. Algo que pocos escritores se atreverían a plantear siquiera sin sonrojarse. Pero qué sino esta locura puede hacer pese a todo de la vida “una enorme maravilla en la enorme miseria del mundo”. La escritura como deber ético, como refugio contra “el orden natural del mundo: la maldad”, como esa esperanza insensata que “domina mi vida y la convierte en vida bendecida”, como “justificación de la existencia” -“¿Merece la pena “levantarse de un salto de la cama” por una buena frase, por un pensamiento? Todavía sí. (Y mientras merezca la pena durará mi vida…)”-, como vanidad de vanidades y plenitud de plenitudes, como metabolización del dolor… Todo esto se dice en La última posada. Una locura, sí, pero “mientras me aferre a mi locura seguiré cuerdo… No debo permitir que a mí, un niño de setenta y cinco años, me introduzcan por la fuerza en el mundo de los ‘adultos’”. Agarrarse a la locura de la niñez, ésa que nos permite hablar de los grandes asuntos como ellos exigen: a lo grande, “es decir, con cinismo y con inocencia”. Brutal, grandioso, digna tarea del opus magnum ultimum.

Fuente: El español
De esto habla La última posada. De esto y de la enfermedad (qué casualidad), propia y ajena, de la decadencia no sólo física ("todas las enfermedades son enfermedades del alma o se convierten en enfermedades del alma"), de todo aquello que nos hace perder la ya escasa confianza que tenemos en la vida y en nuestros cuerpos y nos hace conscientes de los huérfanos que hemos sido siempre. Y de la muerte, por supuesto, de la que no sabemos nada, ni siquiera si la deseamos o no. Sólo que duele y entristece, y provoca en el hombre un miedo que “gime y lloriquea a sus pies como un perrito abandonado” (y sólo por esta descripción del miedo inconcreto y constante que dejan las pesadillas y acompaña a la muerte ya vale la pena para mí esta novela en cierto sentido frustrada, quizás necesariamente). También de trivialidades como el Nobel, las idas y venidas de Budapest a Berlín, las fatigas informáticas, las caídas, los insomnios, los dolores… Y de música, de amor, de soledad, de cómo se gestan o frustran las obras literarias, de la inutilidad de la pasión y del pavor a perderla... De lo que hablan, en suma,  los diarios, porque un diario de la muerte no se diferencia mucho de uno de la vida. Al fin y al cabo, lo que parece indudable es que, llegados a la vejez o a cualquier otra enfermedad incurable, la muerte debería ser una mera cuestión práctica que exige sus preparativos y, sin embargo, la mayoría no hacemos ninguna de estas cosas tan razonables incapaces de dominar nuestro “cínico amor por la vida”. ¿Cínico? Sí, de perro, porque nuestra muerte es nuestra sólo mientras nos agarramos, vivos, a ella como “nuestra última tarea”, pero al final nos alcanza como a Joseph K. avergonzándonos y dejándonos en rídículo: “’Como un perro’, citó Sonderberg, como un perro”.