jueves, 30 de junio de 2016

Cerrado por vacaciones


 Por Marisa Díez Marín

Hace años, al llegar el mes de agosto, Madrid cerraba por vacaciones. Así, literalmente. No hace falta hacer un ejercicio muy profundo de memoria para recordar que las tiendas de tu barrio colgaban el consabido cartel durante treinta días: los ultramarinos, el estanco, el kiosko de los periódicos, la pescadería o incluso el puesto de las chuches. En cualquier sitio al que te dirigieras habitualmente podías encontrar el temible recordatorio durante varias semanas y no te quedaba otra que buscar una alternativa, la cual podía encontrarse varias calles más allá y, desde luego, fuera de tus límites cotidianos.

Ahora es distinto. Aunque agosto sigue siendo el mes de veraneo por excelencia, es difícil que la vida de la ciudad se paralice; ni siquiera la de tu barrio se ve seriamente afectada. Las grandes superficies han cambiado nuestras costumbres y hábitos de compra y se mantienen abiertas sin pausa los 365 días del año. Además, resulta difícil para el pequeño comerciante, por no decir imposible, echar el cierre durante treinta largas jornadas. Si me apuras, y dando gracias, un autónomo puede permitirse el lujo de disfrutar de unas vacaciones de diez o quince días, a lo sumo. Incluso una sola semana puede ser lo más común.

En mi familia disfrutábamos de nuestro mes de agosto año tras año. Unos días antes asomaban las primeras señales de que el verano estaba aquí. Mi madre sacaba a la ventana (sí, he dicho bien, a la ventana) un botijo, con el que inauguraba oficialmente la llegada de la temida canícula. El sabor del agua en aquel recipiente, durante los primeros días, mezclado con anís para mitigar el sabor del barro, es uno de esos recuerdos que quedan intactos en la memoria. Y, aunque nos encontrábamos en la más tierna infancia, nadie nos ponía el más mínimo problema para echarnos unos tragos de aquel agua con algún grado de alcohol añadido. Al fin y al cabo, ya teníamos el estómago acostumbrado después de nuestras buenas copas de quina Santa Catalina, que resultaba estupenda para abrir el apetito, según la publicidad de la época y que actualmente sería acusada, cuando menos, de maltrato infantil.

La segunda señal irrefutable de que las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina, en mi caso particular, era el día en que mi vecino Alejandro sacaba su remolque a la calle y aparecía, bajo su ventana, enganchado a su Seat 124 blanco. Desde ese instante ya sabías que en muy poco tiempo partiría junto con su familia al camping de Alicante donde pasaba sus treinta días de rigor, razón por la cual se le hacía completamente necesario transportar todos sus enseres en aquel vehículo. Entonces sí, ya estaba claro que había llegado el momento de disfrutar de nuestro destino de cada verano: nos íbamos a Candeleda.

Pero lo cierto es que los días pasaban tan deprisa que cuando querías darte cuenta ya estabas de vuelta en los madriles. Y para el ocaso del verano, en aquella época dorada de adolescencia y juventud, también contábamos en nuestro pueblo de adopción con una particular señal, aquélla que cuando se producía nos obligaba a aceptar que el regreso era inevitable: mi amigo Fernando, que trabajaba en uno de los pubs que frecuentábamos, se dedicaba durante días a preguntarnos la fecha de nuestra partida, y la noche anterior a ella, todos los años nos castigaba con esa infame melodía del Dúo Dinámico, “el final del verano llegó y tú partiraaaaaaaás…” según atravesábamos la puerta del local, lo que nos provocaba alguna lágrima furtiva o ataques de llanto inconsolables, dependiendo de cada caso particular. Desde entonces me declaré enemiga acérrima de semejante réquiem musical y, si alguna vez he vuelto a escuchar la dichosa cancioncita, puedo asegurar que ha sido por puro accidente.

El caso es que regresabas a Madrid y después de unos días de aclimatarte a tu condición de residente habitual, enseguida le cogías el pulso a la ciudad y volvías a la vida cotidiana sin apenas esfuerzo. Y, cuando querías darte cuenta, de nuevo encontrabas el remolque de tu vecino aparcado en la puerta. Y vuelta a empezar.

En Diarios de resistencia hemos decidido echar el cierre por vacaciones durante un par de meses. Somos conscientes de ser unas privilegiadas, porque nadie en su sano juicio se atreve a disfrutar de algo más que un puñadito de días de asueto al año. Pero estamos dispuestas (y supongo que también lo estará nuestro representante masculino, aunque nos ha abandonado desde tiempo inmemorial) a regresar en septiembre con nuevos bríos, mucha fuerza, coraje a raudales e infinidad de historias positivas que contar. Hasta entonces, ¡felices vacaciones! Continuará…



miércoles, 1 de junio de 2016

El noble arte de insultar

Por Esperanza Goiri

Al poco de aprobar el carnet de conducir, transitando por una céntrica calle madrileña, debí de cometer alguna infracción y un taxista me recriminó mi torpeza con un comentario despectivo relativo al género femenino en general y a mi persona en particular. Rojo de ira me increpaba sin parar, de coche a coche, hasta que me harté y le espeté con claridad y contundencia: ¡Cállate ya “caraculo”! En mala hora. Fue como si le hubieran metido un rejón en salva sea la parte. Gracias a un semáforo que cambió oportunamente de color, propiciando mi huida, la sangre no llegó al río. Lo que para mí era un insulto inocente, casi infantil, produjo un efecto devastador. Claro que si lo piensas bien, que te digan que tu cara es como un culo puede ser muy ofensivo. Sí, ya sé que hay traseros esculturales, pero imaginaos uno peludo, flácido o caído…

Esta anécdota me vino a la cabeza porque para nuestra desgracia el insulto gratuito, soez y vulgar nos invade por doquier. Entre “viceversos”, realitys, tertulianos que sólo saben argumentar descalificando al contrario y políticos que emplean, cada vez con más frecuencia, un lenguaje atrabiliario, se puede afirmar que se ha degradado el noble arte de insultar. Por si fuera poco, las redes sociales se encargan de esparcir la porquería y la zafiedad hasta el último rincón del planeta.

El insulto es un desahogo, es la verbalización del hartazgo ante una situación o una persona por las que nos sentimos agredidos. Cumple por tanto una función social de extraordinario valor, ya que si no existiera, me temo que El Caso volvería a sus tiempos de esplendor y su edición sería diaria en vez de semanal. Pero no todo vale. Llamar a alguien como si fuera el marido grande de la cabra, o la mujer del zorro, o uniendo en una sola palabra las dos primeras sílabas del nombre del tío Gilito y de las esposas del pollo, no tiene ningún mérito e interés. Son insultos groseros, tópicos y manidos, que de tanto usarlos han perdido su función ofensiva. Hay gente que hasta los utiliza en tono cariñoso y cómplice: ¡Qué gili… eres, cuánto te quiero!

Injuriar a alguien por sus defectos físicos o su apariencia es vil, cruel y sobre todo muy fácil. Hay insultos machistas, misóginos, clasistas, xenófobos… que son muestra del odio y los prejuicios de quienes los emiten. Los verdaderos insultos son los que dejan a su destinatario descolocado, preguntándose si realmente lo que se le ha dicho es un agravio o no, porque su sutileza e ingenio confunden y necesitan de una segunda lectura para comprender su verdadero significado. Un buen insulto es como una bomba de efecto retardado: se lanza al objetivo y aparentemente no pasa nada, pero un poco más tarde explota y aniquila.

Hay muchos ejemplos de magníficos insultos. Aquí cito algunos. Groucho Marx tenía claro cómo llamar sutilmente fea a una señorita: “Ha sacado toda la belleza de su padre, que es cirujano plástico”. El político liberal y radical inglés del siglo XIX, John Bright, fue uno de los más grandes oradores de su época y sabía calificar de narcisista a un opositor sin que resultara evidente: “Es un hombre hecho a sí mismo y que adora a su creador”. El historiador inglés Thomas Babington “justificó” racionalmente el asesinato de Sócrates: “Cuanto más lo leo menos me sorprende que lo envenenaran”.

El político americano Barney Frank, del partido demócrata, llamó tonto al presidente republicano de los Estados Unidos, George Bush, sin que se notara mucho: “La gente podría citar a George Bush como prueba de que se puede ser totalmente inmune a los efectos de haber estudiado en Harvard y Yale”.

Especialmente ingeniosas son las palabras dedicadas por el escritor inglés Alfred Tennyson al crítico literario Churton Collins: “Es un piojo en los rizos de la literatura”.

El ensayista y poeta argentino Leopoldo Lugones tenía mala relación con su único hijo. Estando juntos una tarde, el escritor le dijo a su vástago que había dos cosas de las que se arrepentía en su vida: haber escrito Lunario sentimental y haber tenido un hijo. Éste, sin alterarse, le respondió: “Puede quedarse tranquilo. La gente sabe que usted no es autor de ninguno de los dos”.

Un día Winston Churchill se encontraba en el baño y fue requerido con impaciencia y apremio por el Lord del Sello Privado (oficial responsable del sello personal del monarca inglés). Ante su insistencia, Churchill le pidió a su asistente que le transmitiera este mensaje: “Dígale al Lord del Sello Privado que estoy sellado en el privado y que sólo puedo tratar con una mierda a la vez”.

Cuado Gandhi estudiaba Derecho en Londres, un profesor apellidado Peters la tenía tomada con él y no perdía ocasión de humillarlo. Un día coincidieron en el comedor de la universidad y Gandhi, al ver un hueco libre en la mesa del docente, se sentó a su lado con intención de almorzar; pero Peters en tono altanero le dijo: “Señor Gandhi, usted no entiende… un puerco y un pájaro no se sientan nunca juntos a comer”. El alumno le contestó: “Quédese tranquilo profesor… yo me voy volando”, mientras cogía su bandeja y se cambiaba de mesa.

Si os queréis adentrar en el fascinante mundo del insulto os recomiendo que os perdáis entre las páginas de dos obras de Pancracio Celdrán: Inventario general de insultos y El gran libro de los insultos. Os encontraréis con insultos ocurrentes, raros, divertidos, y la próxima vez que tengáis que insultar lo haréis con propiedad.

Para terminar no puedo dejar de transcribir un pequeño diálogo de la película Casablanca, entre su protagonista Rick Blaine y Ugarte (un buscavidas de poca monta), que no pierdo la esperanza de poder utilizar alguna vez si surge la ocasión:

- Ugarte: Tú me desprecias, ¿verdad?
- Rick: Si pensara en ti alguna vez, te despreciaría.