domingo, 15 de mayo de 2016

Quita el agua y pon el sol

Por Marisa Díez

La gran paradoja en lo que se refiere al patrón de Madrid es que se trata de un campesino: san Isidro Labrador. Supongo que es sólo una más de las múltiples contradicciones a las que se enfrenta a diario esta villa. Una ciudad a la que sientes, en ocasiones, absolutamente provinciana y, sin embargo, a menudo la encuentras convertida en una urbe inabarcable e impersonal. Hablar de Madrid es hablar de extremos, de la misma manera que la quieres y la odias a partes iguales, según el día, el momento o el lugar. Al fin y al cabo ya sabemos que sólo se odia lo que se quiere y ésta es una afirmación tan manida como incontestable.

Cuando me propuse escribir en este blog una entrada sobre Madrid, aprovechando la celebración de sus fiestas patronales, pensé que no se me ocurriría nada nuevo que decir; al fin y al cabo, ya todo está escrito sobre esta ciudad "invivible e insustituible", en palabras de Sabina. Lo primero que te viene a la cabeza al intentar definirla es esa supuesta hospitalidad de sus gentes, algo que se ha descrito como una característica de la ciudad desde tiempo inmemorial. Y aquí surge mi primera discrepancia ante una afirmación que no considero rigurosamente cierta. Yo soy madrileña, por suerte o por desgracia, porque no tuve en ello ninguna capacidad de decisión. Y a poco que hayas viajado por cualquier lugar de la península, te darás cuenta de que, hospitalarios, en el más amplio sentido del término lo son, por ejemplo, los asturianos; en general, toda la gente del norte. A nosotros lo que nos pasa en realidad es que nos da igual de dónde provenga cada uno, no nos afecta lo más mínimo para tratarlos de un modo u otro. A lo sumo puede ser un tema de conversación cuando no sabes de qué hablar, pero poco más. Nadie es mejor ni peor por haber nacido aquí o allá y además, estamos acostumbrados a la mezcla, que es lo único que verdaderamente nos confiere cierta identidad, aunque parezca contradictorio. Y la supuesta rivalidad con Cataluña –que existe, no lo voy a negar, sobre todo alimentada por el fútbol- es algo que nos han impuesto, últimamente en dosis exageradas, los políticos de turno, del centro geográfico y de la periferia, bombardeándonos con centralismos y nacionalismos que ni nos van ni nos vienen. Eso sí, el Barça y el Madrid… eso ya son palabras mayores. Pero éste es otro tema que, a decir verdad, no me interesa lo más mínimo.

Madrid no es feo y tampoco bonito. Es verdad que no resiste la comparación con otras grandes ciudades europeas. Aquí no tenemos mar; sólo disfrutamos de un aprendiz de río al que en los últimos años se le ha hecho un lavado de cara que nos lo ha dejado bastante apañadito. Tampoco tenemos grandes monumentos, a excepción del Palacio Real y un par de ellos más entre los que no incluyo, por supuesto, la catedral de la Almudena, ese engendro que, por fuera, y debido a su privilegiada situación, tiene un pase, pero es adentrarte en ella y descubrir unas vidrieras que parecen diseñadas por un niño de primaria. Un buen día, alguien decidió que una ciudad como Madrid debía tener su catedral. Dedicaron años y años a construirla y el resultado es el que es. No hay más. Pero ahí está y tenemos nuestra catedral. Eso sí, a cambio disponemos de una de las pinacotecas más importantes del mundo, le pese a quien le pese: el Museo del Prado, nuestra verdadera joya. El mismo que un auténtico madrileño sólo visita muy de tarde en tarde.

Y es que, lo que realmente atrae de Madrid es su oferta cultural y de ocio. O al menos, así era hasta hace unos años. Recuerdo con nitidez las fiestas de san Isidro de los míticos ochenta. Una plaza Mayor abarrotada para escuchar el pregón; o aquellos conciertos en el paseo de Camoens y en el defenestrado Rockódromo de la Casa de Campo. Supongo que sería una consecuencia de mis veinte años, pero yo sentía a la gente por aquel entonces mucho más contenta, más abierta y participativa que en la actualidad. En aquellos tiempos del viejo profesor empezó a asomar, de forma tímida, una especie de madrileñidad que hasta entonces jamás había existido, porque a nadie se le había ocurrido nunca presumir de ser oriundo del foro. Siempre pensé que don Enrique, nacido en tierras sorianas, fue el artífice del milagro.

Pero no quiero dar pie a ninguna confusión; a pesar de mi aparente desapego hay muchas cosas que me gustan de Madrid, sobre todo esa posibilidad que te ofrece de hacerte invisible y que te proporciona una independencia difícil de conseguir en lugares más pequeños. Y esa capacidad que tenemos los propios madrileños para criticar nuestra ciudad sin que nadie se sienta especialmente ofendido, una característica impensable en otros territorios que se consideran, a sí mismos, históricos. No nos sentimos obligados a defenderla porque, en realidad, sabemos que vivimos en la mejor ciudad posible y obviamos por ello las comparaciones, que siempre nos han resultado odiosas.

Y aunque, a menudo, "necesites serle infiel"- en palabras de Marwan- para recargar las pilas, terminamos siempre por volver a nuestro particular kilómetro cero. Cualquiera no lo hace, convencidos como estamos de que Madrid es el único lugar del mundo desde el que se accede directamente al cielo.







3 comentarios:

  1. Pues tú tienes otros dos gatos en casa, espero que no se les cure la chulería del todo, a pesar de los kilómetros y del océano. Gracias, Sonsoliñas.

    ResponderEliminar