jueves, 26 de mayo de 2016

Cantemos, cantemos

Por Marisa Díez

 Hace unos días leí en un blog una entrada de Fermín Zabalegui referida a un famoso disco de José Luis Perales que, en su momento, hacia 1979, se convirtió en un éxito masivo de ventas. Se trataba de Tiempo de otoño, un LP -como se denominaba en aquel tiempo a los vinilos de larga duración- en el que se incluyeron varios singles que fueron verdaderos hits en España y en Latinoamérica. Al autor del artículo se le ocurrió explicar la historia de esas canciones, a base de enlazar la trama de una con la temática de la siguiente, dando lugar a jocosos e hilarantes comentarios que me hicieron recordar con nitidez la letra de cada uno de los temas. Y entonces fui consciente de que todos aquellos éxitos que tarareábamos sin parar, escondían tras de sí historias tan desdichadas, que de repente se me pusieron los pelos de punta con sólo recordarlas.

A veces pienso que hemos crecido escuchando verdaderos dramas musicados, capaces por sí mismos de habernos creado un auténtico trauma generacional, y que sin embargo, no nos produjeron efectos colaterales dignos de mención. Desde la primera vez que oímos a Marco gritar desesperado “no te vayas mamá, no te alejes de mí, adiós mamá, pensaré mucho en ti…”, la lista de despropósitos no dejó de crecer y crecer. Una amiga me ha recordado hace poco aquel inclasificable Llora el teléfono de Domenico Modugno, un melodrama de magnitudes desproporcionadas, protagonizado por una niña y su supuesto padre, al que ni siquiera conoce, pero con el que mantiene una inenarrable conversación telefónica del tipo “¿tú nos quieres?, ¡pero si yo nunca te he visto a ti!, ¿qué te pasa?, ¿por qué has cambiado de voz?, ¿estás llorando?, ¿por qué? Llora el teléfono…”. Tremebundo. Menos mal que yo, en mi caso particular, crecí tarareando las melodías azucaradas de La Pandilla, con su Capitán de madera y similares. Incluso mis hermanas y yo nos atrevimos a grabar en el magnetófono de la época, una versión de uno de sus temas más famosos, que todavía andará por ahí guardada como la reliquia familiar más valorada: "cantemos, cantemos, vamos a cantar, con la estudiantina bonito cantar..." La rima convertida en verdadero objeto de estudio.

Así que, cuando llegamos a la adolescencia y acostumbrados como estábamos a este sinvivir, no nos producía el más mínimo pudor entonar la letra de las tiernas canciones de Perales, que nos repetían frases tan dulces como “el amor es llorar cuando nos dice adiós, el amor es soñar oyendo una canción, el amor es besar poniendo el corazón, es perdonarme tú y comprenderte yo”. Y cuando los Pecos nos explicaban sin recato aquello de “pero hoy te he dejar pues los mayores me lo piden, y esos señores me lo exigen” existían muchachas capaces de sentirse identificadas con semejante sentencia, y derramaban lágrimas inútiles escuchando una y otra vez las canciones que componían el no menos exitoso Concierto para adolescentes.

Quizá por este influjo o por mi propia naturaleza, que tiende un poco al extremismo, todavía conservo una cinta de casette que yo misma grabé y a la que castigué con un título tan significativo como Canciones sangrantes, por el dolor que destilaban cada una de ellas, y que me dedicaba a reproducir una y otra en mi radiocasete cada vez que tenía ganas de regodearme en mis desgracias personales, del tipo “aquel chico que te gusta con locura pero se ennovia con otra” o “te quise a rabiar pero ahora se me ha pasado de repente”. Y por eso aquella colección de canciones contiene joyas como Todo tiene su fin (“pudo quererme y no comprendo por qué no ha sido así”), Si te vas (“te prometo que sigo viva, sufriré pero así es la vida, no me verás como una esclava pegada a ti por donde vayas”) o una mala traducción de Todo aquello que escribí (“tanto mirarte que no pude verte y me olvidé de tus cadenas y mi propia muerte”). Simplemente, espeluznante.

En fin, que el tema musical nos da mucho juego, y no sólo en lo que se refiere a los amores pasionales o prohibidos. Existen letras que en la actualidad producen, como mínimo, vergüenza ajena, por no decir que no podrían ser escuchadas sin llevar directamente a los juzgados a sus autores tras la correspondiente demanda. Porque aquel “tendría que matarte y desnudarte, atarte y luego violarte” de Los Ronaldos, que en su día pudo sonar incluso transgresor, hoy no resiste ni la más mínima escucha sin caer en la indignación, cuando no en el vómito. Había quien quería “bailar sobre tu tumba” o cantaba sin pudor “no me beses en los labios, no ves que me haces daño, tengo un calenturón que me duele un montón.”

Ni qué decir tiene que esto es sólo un pequeño esbozo de lo que pueden dar de sí los recuerdos musicales que cada uno es capaz de guardar en su subconsciente y el efecto que desde niños nos produjo asimilar aquellas melodías que imperaban en la época. Sin embargo, de justos es reconocer que también permanecen en el imaginario colectivo de toda una generación verdaderas joyas que resisten el paso de los años sin sufrir apenas desgaste. Pero tampoco quiero aburriros, porque para hablar, por ejemplo, de los míticos Triana o, ¡qué sorpresa!, de Serrat, yo necesito un poco más de tiempo. Y por supuesto, muchísimo más espacio. Continuará…




domingo, 15 de mayo de 2016

Quita el agua y pon el sol

Por Marisa Díez

La gran paradoja en lo que se refiere al patrón de Madrid es que se trata de un campesino: san Isidro Labrador. Supongo que es sólo una más de las múltiples contradicciones a las que se enfrenta a diario esta villa. Una ciudad a la que sientes, en ocasiones, absolutamente provinciana y, sin embargo, a menudo la encuentras convertida en una urbe inabarcable e impersonal. Hablar de Madrid es hablar de extremos, de la misma manera que la quieres y la odias a partes iguales, según el día, el momento o el lugar. Al fin y al cabo ya sabemos que sólo se odia lo que se quiere y ésta es una afirmación tan manida como incontestable.

Cuando me propuse escribir en este blog una entrada sobre Madrid, aprovechando la celebración de sus fiestas patronales, pensé que no se me ocurriría nada nuevo que decir; al fin y al cabo, ya todo está escrito sobre esta ciudad "invivible e insustituible", en palabras de Sabina. Lo primero que te viene a la cabeza al intentar definirla es esa supuesta hospitalidad de sus gentes, algo que se ha descrito como una característica de la ciudad desde tiempo inmemorial. Y aquí surge mi primera discrepancia ante una afirmación que no considero rigurosamente cierta. Yo soy madrileña, por suerte o por desgracia, porque no tuve en ello ninguna capacidad de decisión. Y a poco que hayas viajado por cualquier lugar de la península, te darás cuenta de que, hospitalarios, en el más amplio sentido del término lo son, por ejemplo, los asturianos; en general, toda la gente del norte. A nosotros lo que nos pasa en realidad es que nos da igual de dónde provenga cada uno, no nos afecta lo más mínimo para tratarlos de un modo u otro. A lo sumo puede ser un tema de conversación cuando no sabes de qué hablar, pero poco más. Nadie es mejor ni peor por haber nacido aquí o allá y además, estamos acostumbrados a la mezcla, que es lo único que verdaderamente nos confiere cierta identidad, aunque parezca contradictorio. Y la supuesta rivalidad con Cataluña –que existe, no lo voy a negar, sobre todo alimentada por el fútbol- es algo que nos han impuesto, últimamente en dosis exageradas, los políticos de turno, del centro geográfico y de la periferia, bombardeándonos con centralismos y nacionalismos que ni nos van ni nos vienen. Eso sí, el Barça y el Madrid… eso ya son palabras mayores. Pero éste es otro tema que, a decir verdad, no me interesa lo más mínimo.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Ya no somos los mismos

Por Marisa Díez
 
A veces las circunstancias más adversas son las que te hacen dar un giro definitivo a tu vida. El encontrarte, sin esperarlo, en el filo de la navaja, es lo que te obliga a reflexionar y ser consciente de todo lo que no funciona a tu alrededor. En ocasiones, es posible que seas culpable del desastre en un tanto por ciento bastante elevado, pero no siempre es así. Puede que te hayas dejado llevar y, sin darte apenas cuenta, te descubras en el centro de una espiral en la que no haces más que dar vueltas y vueltas sin encontrar la salida. Entonces notas esa especie de chasquido que te indica la necesidad del cambio. Y te pones a ello. Es posible que todo ocurra de manera espontánea, pero también puede ser que un suceso puntual te haga recapacitar en pocos minutos y te sientas con fuerzas para enfrentarte a todos tus miedos.

Algo de esto me contaba una amiga para explicarme lo que le había ocurrido hace unos días ante un diagnóstico médico, en principio, poco favorable al optimismo. No es que empezara a dar saltos de alegría cuando los doctores le explicaron, por fin, de dónde provenía realmente su extraña dolencia, pero tras el susto inicial, decidió ponerse el mundo por montera y arreglar todo el desaguisado que bullía en su entorno. Y en ésas anda, sin saber bien por dónde van a empezar los cambios, pero decidida a luchar y resurgir con más fuerza que nunca. Los que la conocemos bien tenemos claro que no es persona de rendirse, así que la única duda que nos queda es conocer el tiempo que tardará en hacer efectiva su metamorfosis.

Pensaba en todo esto mientras terminaba el último libro de Marta Rivera de la Cruz, Nosotros, los de entonces publicado por la editorial Planeta, una de esas lecturas que con un lenguaje sencillo, te hacen sentir a menudo protagonista de la propia historia, por lo cercano de su trama. El planteamiento es simple: un grupo de amigos, inseparables en su juventud, deciden reencontrarse para disfrutar de un fin de semana en una casa rural, después de diez años sin verse. A partir de ahí, un cúmulo de anécdotas y recuerdos del pasado; secretos inconfesables que salen a la luz y ese inevitable sentimiento de lo que pudo haber sido y no fue. La supuesta crisis de los cuarenta y tantos con el lastre de mucho sueño incumplido. Y la clara percepción de que la vida no resultó en absoluto como ellos la habían imaginado en sus sueños de mocedad. Nada, en fin, diferente de lo que hemos sentido el común de los mortales en algún momento determinado de nuestra existencia.