jueves, 3 de marzo de 2016

El Reino

El reino. Emmanuel Carrère.

Anagrama: Barcelona, 2015. 520 pp. 24,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Aparte de un bastón de senderismo para animarme a salir más a la calle y superar la inseguridad deambulatoria que me invade últimamente, Juana ha compartido parte de sus “reyes” conmigo: El reino, de Emmanuel Carrère. Menos mal, porque los míos están ya muy mayores y olvidadizos.

Al César lo que es del César: esta obra (que mezcla la autobiografía, el ensayo divulgativo sobre los orígenes del cristianismo y la reconstrucción, ocasionalmente ficcional, de la figura de Pablo o del proceso creador del evangelio de Lucas) se lee de un tirón. Y lo digo porque es un libro que me resultó decepcionante hasta bien avanzada su lectura, aunque al final terminara reconciliándome con él. Se está convirtiendo en una costumbre entre Carrère y yo que cuando estoy a punto de “tirarle a la piscina”, como hacía Umbral, termine cogiéndole cierto afecto.

Como ya sospechaba cuando reseñé Una novela rusa, la apuesta literaria de Carrère es justo la reducción de lo literario al mínimo: la realidad prima sobre la ficción y la forma de contarla debe ser la más natural y sencilla posible. Para consuelo de los lectores que, como yo, vemos en la ficción una de las mejores formas de acceso a una realidad que, sin ese artificio, nos aturde, queda la metaliteratura, que la hay y es lo mejor de esta obra. Ahí sí deja Carrère de lado por un momento los hechos, más o menos contrastados, y recrea libremente a Pablo y Lucas como autores de los escritos a ellos atribuidos. Y estos Pablo y Lucas imaginados resultan más creíbles que los históricos.


El Reino no sólo me ha confirmado esa escritura casi periodística de Carrère, sino también un egocentrismo que, si no fuera tan cómicamente neurótico a veces, resultaría insoportable. Pues esta obra comienza y encuentra su razón última de ser en una crisis personal del autor, el cual, al borde del suicidio y en plena crisis creadora, optó por abrazar la fe de sus mayores en busca de respuesta. Eso sí, sin abandonar la sesión semanal de psicoanálisis ni el yoga, la meditación y otras técnicas orientales. La fe cristiana no le duró mucho, no así la fe (no mucho más razonable desde mi humilde punto de vista) en el psicoanálisis y los remedios budistas. A pesar de alguna sonrisa irónica y de la desconfianza que supone mantener abiertas otras alternativas, Carrère se toma muy en serio este periodo suyo de creyente (como a sí mismo en general). Y por eso una no sabe como lectora si tiene derecho a bromear con él o simplemente echarse las manos a la cabeza ante lo que más que una conversión íntima parece una abducción, un intento desesperado por hacerse otro, como entiende que le pasó a Pablo en el camino de Damasco cuando dejó de ser Saúl. Claro que, a falta de milagros, él tiene que lograrlo a base de fuerza de voluntad y disciplina; y ahí se lanza a la participación convulsiva en los cultos, ritos, oraciones y lecturas, y se fuerza por creer todo lo que sea necesario y posible, sin preguntarse muy seriamente qué es esencial o qué raya la pura superstición. Llega a dar la sensación de que renuncia a aquella idea inicial del suicidio sólo para centrarse en otra forma menos definitiva de él: destruir al que era hasta entonces. A la vez, eso sí, que busca en el psicoanálisis razones en contra de su proyecto. Una auténtica locura, irritante muchas veces, que, sin embargo, es cierto, se lee de un tirón.

El regreso del hijo pródigo. B. E. Murillo (1666-70)
“Te abandono, Señor. Tú no me abandones”. Con esta frase atestiguó en su diario de juventud la pérdida de la “fe” que tanto se había esforzado en lograr, el fracaso de su conversión. Y una la lee con alivio porque el agnóstico que queda y escribe está frase parece haber dado por fin con el mejor camino hacia la comprensión de lo que en el fondo se trata: cómo acceder al Reino, a la salvación.

Tras la investigación, más histórica que teológica, de los Hechos y el Evangelio de Lucas, y la reconstrucción de la historia del cristianismo y de la figura de Pablo y el propio Lucas, casi al final de la obra, Carrère resume en la parábola del hijo pródigo (tal y como la trasmite Lucas) la perplejidad y el escándalo inherentes al mensaje cristiano. Ni él ni nadie de su entorno la comprenden, porque tras la alegría por la recuperación del hijo perdido resuena la injusta marginación y la tristeza del hijo fiel. El buen hijo recrimina al padre que nunca haya celebrado su fidelidad como ahora celebra la recuperación del hijo perdido, y su padre no le contesta. Se limita a animarle a unirse a la fiesta, al Reino. Y Carrère, que tan lejos se ve de este Reino, entre otras cosas, por su inteligencia, no entiende que la novedad que Jesús de Nazaret introdujo en el judaísmo farisaico fue precismante poner a Dios, como padre amoroso, por encima de la Ley y, por tanto, de la justicia. Un Dios que perdona, que no abandona ni a quien le abandona (como él le pidió en su día), no puede ser un Dios justo (o lo que entendemos por tal). Su Reino es el del amor y el amor (humano o divino) es siempre una gracia, no un mérito, algo que corresponda por derecho, como cree erróneamente el hijo fiel.

No todos se salvan, concluye Carrère: el Reino no es para todo el mundo. Pero la parábola no dice eso: el hijo fiel está invitado. Como todos.

5 comentarios:

  1. No he leído las novelas de no ficción de Carrère y hasta ahora a mí me ha dado más satisfaciones que otra cosa. Pero intuyo el mérito de que al final, cuando la piscina ya está con todo su cloro a tu disposición para que le lances un Carrère, sea salvado de la inmersión a última hora. Porque eso, coincidirás conmigo, tiene mucho mérito :)

    La fe cristiana y el psicoanálisis casan poco conmigo, con lo que me temo que no será este uno de los ensayos de Carrère a los que me arrime.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo que le salva de la piscina es que, a pesar de todo, intuyo que hay un hombre sincero que se esfuerza por serlo. No haces mal en no arrimarte a ella, aunque más dirigida la veo yo a los interesados en Carrère que a la religión.
      Un beso.

      Eliminar
  2. Excelente reseña. Dices bien, "un hombre sincero que se esfuerza por serlo" y transmite esa fuerza que le empuja a mirarse cara a cara con una prosa brillante.
    El Reino, a ratos me arrebataba y a ratos se me caía de las manos, pero al terminarlo no me pude resistir a otro más, "De vidas ajenas" (que ya he terminado), un libro sobre la dignidad humana que me llevó en volandas hasta el final.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡No me tientes, Juana, que también yo estoy convencida de reincidir con Carrère!
      Y, en otro orden de cosas. ¿Por qué no te animas a reseñar "De vidas ajenas"?
      Besos

      Eliminar
    2. Porque no tengo tu soltura con la pluma y el tiempo que invierto en redactar una reseña (aparte de la energía que derrocho en pelearme con la silla) puedo leerme doscientas páginas de un libro, y dónde va a parar...

      Eliminar