jueves, 31 de marzo de 2016

Imre Kertész ha muerto

Por J. Teresa Padilla

 Hace tiempo que decidí no escribir aquí por obligación, por mantener una sana regularidad. Desde que la salud, eso que damos por supuesto como nuestro estado natural, se me reveló como un regalo que hasta ese momento se me había concedido de forma gratuita e inmerecida, como un milagro, decidí que escribiría lo que pudiera y cuando pudiera, olvidándome de hábitos saludables.

Esta semana iba a “pasar”. Y eso que ayer oí en las noticias un dato sorprendente y sobrecogedor, un dato que se mencionó con ese automatismo aséptico de las locutoras profesionales que me convence de que no piensan en realidad lo que están diciendo cuando leen en sus “teleprompters”: la primera causa de muerte “no natural” en España, por encima de los accidentes de tráfico, era el suicidio. Se mencionó el número de suicidios diarios durante el 2014 (de ese año creo que era la estadística), un número que me resultó incomprensible e inimaginable. No sé, pensé que debía escribir algo sobre algo tan díficil (o quizás no) de entender, pero no me vi con fuerzas. Ni con palabras, en realidad. El hecho me dejó muda y no he logrado aún superar la estupefacción inicial y encontrar un camino hacia una relativa comprensión.

Imre Kertész (Foto: Csaba Segesvári)

miércoles, 23 de marzo de 2016

Nuestros ayeres

Nuestros ayeres. Natalia Ginzburg.

Círculo de lectores: Barcelona, 1996, 366 pp.


“La guerra no era como ellos se creían, seguían pasando las cosas de todos los días, sólo que con cortinas negras en las ventanas”.

Por J. Teresa Padilla

Una frase sencilla, como todas las de Natalia Ginzburg (1916-1991), que, sin embargo, dice mucho más de lo que aparenta. Porque ni la guerra ni la revolución son esas aventuras épicas que trastornan por completo la vida y vuelven el mundo del revés, ésas que tan a menudo el cine convierte en un espectáculo deslumbrante lleno de acción y heroísmo. Tras su ensordecedor ruido la vida sigue transcurriendo con su tozuda cotidianidad, y las personas siguen peleándose por fruslerías, iniciando lo que suponen que debería ser su primera experiencia amorosa. En mayor número que en épocas de paz, la gente continúa muriendo, de forma natural o quitándose la vida, pero también trae hijos al mundo y sigue amando a sus perros, puede que incluso más que antes. Como antes y después de la guerra, las personas hablan, más para sí mismas que para otros, y callan sin embargo lo esencial, lo que sólo tiene sentido dirigido al otro, favoreciendo así el crecimiento de un silencio íntimo y aniquilador que lo engulle todo.

jueves, 10 de marzo de 2016

El esperpento

Por Marisa Díez
Hace un tiempo que conté la historia de mi vecino del tercero, aquel que vivía su particular sueño de independencia en la comunidad. Es un buen hombre y lleva un tiempo que está más tranquilo, ahora que le ha tocado ser presidente. De vez en cuando suelta algún exabrupto, pero como ya nos hemos acostumbrado a sus excentricidades tampoco nos cuesta demasiado aguantarle. Mientras no se ponga guerrero, ahí está; es un tipo peculiar pero muy buena gente. En lo que a mí respecta, hace un tiempo que ha pasado a un segundo plano, metida como estoy ahora en la reforma de mi propia casa. Llevo ya casi tres meses en un sinvivir y no veo la salida. Cuando pienso que por fin lo tengo claro, me enseñan un nuevo plano de cómo podría quedar mi pisito con unos ligeros cambios por aquí y por allá. Y, ¡ale!, a dudar otra vez. Y vuelta a empezar.

jueves, 3 de marzo de 2016

El Reino

El reino. Emmanuel Carrère.

Anagrama: Barcelona, 2015. 520 pp. 24,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Aparte de un bastón de senderismo para animarme a salir más a la calle y superar la inseguridad deambulatoria que me invade últimamente, Juana ha compartido parte de sus “reyes” conmigo: El reino, de Emmanuel Carrère. Menos mal, porque los míos están ya muy mayores y olvidadizos.

Al César lo que es del César: esta obra (que mezcla la autobiografía, el ensayo divulgativo sobre los orígenes del cristianismo y la reconstrucción, ocasionalmente ficcional, de la figura de Pablo o del proceso creador del evangelio de Lucas) se lee de un tirón. Y lo digo porque es un libro que me resultó decepcionante hasta bien avanzada su lectura, aunque al final terminara reconciliándome con él. Se está convirtiendo en una costumbre entre Carrère y yo que cuando estoy a punto de “tirarle a la piscina”, como hacía Umbral, termine cogiéndole cierto afecto.

Como ya sospechaba cuando reseñé Una novela rusa, la apuesta literaria de Carrère es justo la reducción de lo literario al mínimo: la realidad prima sobre la ficción y la forma de contarla debe ser la más natural y sencilla posible. Para consuelo de los lectores que, como yo, vemos en la ficción una de las mejores formas de acceso a una realidad que, sin ese artificio, nos aturde, queda la metaliteratura, que la hay y es lo mejor de esta obra. Ahí sí deja Carrère de lado por un momento los hechos, más o menos contrastados, y recrea libremente a Pablo y Lucas como autores de los escritos a ellos atribuidos. Y estos Pablo y Lucas imaginados resultan más creíbles que los históricos.