jueves, 4 de febrero de 2016

Nunca confíes en tu compañía de seguros

















Por Marisa Díez

 Se llamaba José Luis y, para todos los que tuvieron la suerte de conocerle, siempre fue una persona especial. Y no sólo porque su enfermedad le hiciera diferente; era de ese tipo de personas a las que conquistabas apenas con un simple abrazo sincero. Desde ese momento lo habías ganado para siempre y podías sentir su lealtad y un cariño sin dobleces. Todo el mundo le quería. Y puedo dar fe de que no se trata de una simple frase hecha. Una mente de niño encerrada durante años en un cuerpo de hombre. Es posible que su cabeza se negase a avanzar más allá de los ocho o nueve años, porque entonces ya fue consciente de que era mucho mejor quedarse anclado en la infancia y así no tener que formar parte de este mundo insolidario y definitivamente loco. José Luis siempre tuvo mucho miedo a la muerte y por eso decidió una mañana irse sin avisar, para no tener que enfrentarse con ella cara a cara. Se quedó literalmente dormido y ya no se despertó. Es el único consuelo que nos quedó a los que continuamos aquí y lo que verdaderamente nos dio fuerzas para superar el infierno en el que se convirtieron las horas que siguieron a su partida.

José Luis murió hace unos días en casa de su hermana. Desde que falleció su madre, iba alternándose y vivía por temporadas con cada uno de sus hermanos. Este mes me toca allí, el próximo aquí… A veces se le veía cansado de tanto ir y venir, pero se resignaba porque sabía que no podía vivir solo. Se cansó de respirar mientras dormía, durante la mañana del día 27 de enero, a una hora incierta, entre las ocho y las diez. A partir de ese momento, horas frenéticas convertidas en puro surrealismo. La llamada al 112, conversaciones telefónicas intentando superar el shock, la llegada por fin del médico del centro de salud que te explica, de muy malos modos, que no puede certificar la defunción porque no dispones del impreso necesario para una situación que no tenías en absoluto prevista. Carreras aquí y allá, entre lágrimas y llanto desbordado. Y cuando por fin consigues tener en tus manos el puñetero certificado, debidamente cumplimentado y firmado por el facultativo competente, te enfrentas a la llamada a la compañía de seguros, la que, supones, va a solucionar el mal trago en un plazo breve de tiempo. La aseguradora encargada de llevar a cabo el doloroso trámite se llama Mapfre, una empresa líder en su sector a la que consideras con el prestigio suficiente para facilitarte en lo posible esos difíciles momentos. Pero no fue así. De hecho, hicieron efectivamente lo contrario: dificultarlo hasta límites insospechados.

Voy a tratar de ser breve. La pesadilla comenzó por un nombre equivocado en la póliza del seguro de defunción. En dicha póliza, la de Mapfre, constaba en lugar del nombre de José Luis, el de una señora de Gijón. Circunstancia que, por otro lado, en ningún momento y durante 67 años se convirtió en un impedimento para cobrar religiosamente cada mes el dinero que correspondía a la cuota. Es casi seguro que, con este dinero, recibido durante décadas, la compañía tenía cubiertos los gastos que conllevan, al menos, un par de entierros. Pero sin embargo, aquel fatídico miércoles no podía empezar un solo trámite porque no era la señora de Gijón la que había fallecido, sino José Luis, y a él no le conocían. De nada sirvieron las explicaciones desesperadas de su hermano y su sobrino, ni que éstos les mostraran recibos abonados durante años, incluso la cartilla de ahorros en la que figuraba estar al corriente del pago. Hasta que no se demostrara que José Luis era realmente José Luis y no la señora de Gijón, no se podía empezar ni un solo trámite. Y mientras tanto ahí seguía él en su cama, arropado y en posición fetal, durmiendo el sueño de los justos y, afortunadamente, ajeno a la situación surrealista que se desarrollaba a su alrededor.

Mapfre se negó a acelerar el duro proceso, no nos ofreció ninguna ayuda y, de hecho, cuando a las nueve de la noche vinieron por fin a recoger el cuerpo, todavía no estoy segura de si la funeraria que se ocupó de la situación fue avisada por ellos, lo que pongo en duda, o por alguno de los infinitos palos que se vieron obligados a tocar los acongojados familiares.

Yo no voy a entrar en cuestiones legales, en las que, probablemente, la familia tendría todas las de ganar, ya que en todo momento se demostró que estaba al corriente del pago de todos los recibos de Mapfre. Pero la nula empatía, el mal proceder de tan ineficaces gestores y sobre todo, la crueldad que demostraron en el momento más doloroso que puede sufrir una familia, me lleva a afirmaros que en ningún momento, de forma consciente, tendré a partir de ahora ningún trato comercial con semejante empresa. De Mapfre no quiero saber nada, ni ahora ni nunca, aun a sabiendas de que la persona que nos atendió en la sucursal de Daganzo, y de quien no conozco el nombre pero deseo agradecer su esfuerzo, hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarnos a superar el trance. Pero no consiguió nada de sus superiores.

A José Luis le hubiera gustado que a su despedida acudiera mucha más gente, toda esa gente que de verdad le quería, que era legión, pero le robaron su último momento de gloria, porque cuando por fin conseguimos trasladarle al tanatorio eran ya pasadas las nueve de la noche. Casi diez horas para olvidar; una situación similar a otra que yo ya había vivido hacía años y que pensé que jamás se repetiría.

Al día siguiente le dimos sepultura en su querida ciudad, en Ávila, de la que nunca le hubiera gustado salir. Éramos muy pocos, porque no tuvimos tiempo material de avisar a todos aquellos que no fueran los más allegados. Por eso nunca le vamos a perdonar a Mapfre que le robara a José Luis su último y gran homenaje, del que le hubiera encantado disfrutar desde ese lugar desconocido en el que ahora se encuentra. Imagino su cara de felicidad al verse convertido en el protagonista absoluto de la función, rodeado de su familia, amigos y paisanos, algo que, estoy segura, le hubiera hecho sentirse el hombre más feliz de la tierra.


*Este texto está redactado en colaboración con Francisco Caballero Sánchez, sobrino de José Luis. Nos hubiese gustado que fuese un sencillo homenaje a una persona especial. La denuncia a la compañía de seguros forma parte de nuestro derecho al pataleo, que sirve de poco, pero al menos, desahoga.


3 comentarios:

  1. Pues sí, muy triste. Sólo espero que no tener que pasar de nuevo por una situación parecida. Ya sé que este tipo de escritos sirven de poco más allá de un simple desahogo, pero me encantaría escuchar las explicaciones de Mapfre para justificar una actuación así, la verdad. En fin, es lo que hay...

    ResponderEliminar