lunes, 15 de febrero de 2016

Gran Cabaret

Gran Cabaret. David Grossman.

Lumen: Barcelona, 2015. 240 pp. 17,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

“Lo principal es que me veas”. Ésta es la petición que un cómico próximo a la sesentena dirige telefónicamente al que, durante un breve periodo, fue su único amigo de la infancia y no volvió a ver desde entonces. Aunque con alguna dificultad inicial, la de la resistencia de la memoria a recuperar momentos dolorosos, su interlocutor (un juez retirado) termina por recordarle: él le descubrió entonces una faceta de sí mismo que no sabía que existía y que, en los últimos tiempos, ha perdido. También para él aquella breve relación fue relevante, mucho más de lo que en un primer momento puede o quiere rememorar.

“Lo principal es que me veas”. Éste es el deseo expreso y recurrente del cómico cuando ruega al juez que asista a su espectáculo. Un espectáculo que sabremos luego que es el último, de ahí su, a veces, desesperada insistencia. El cómico no pide al juez un veredicto ni una opinión. Le pide que vea eso que antes de cualquier sentencia y como requisito de su justicia los buenos jueces (y él lo ha sido) ven en el acusado: “eso que seguramente sólo una persona tenga en el mundo”. Y, por fin, el juez lo entiende: “El secreto, el temblor de lo que es único. Todo lo que va más allá de las palabras que describen a una persona, más allá de todas las vicisitudes por las que haya pasado, más allá de las cosas que se vieron truncadas y que lo distorsionan”. Eso, en suma, que todos buscamos en la mirada de los demás cuando no huimos, precisamente, de ella (y de nosotros mismos).

El juez rememora esta conversación telefónica sentado ya a una mesa del modesto local de Natanya en que Dóvaleh escenifica su “comedia en vivo”, pues la novela se ciñe estrictamente a la narración de esta comedia, en la que los chistes y gags de repertorio se ven interrumpidos, cada vez más a menudo y cruelmente, por la realidad: la persona que se oculta tras el personaje, un ser enfermo y torturado que no muestra piedad alguna por sí mismo. Alguien, al principio, completamente extraño para el juez, distinto por completo al niño que él conoció. Alguien por descubrir, que tiene que ver por primera vez.
Picasso. Au Lapin Agile: Arlequin tenant un verre (1904)
Y conforme el local se va vaciando de clientes incomodados por la progresiva conversión de la comedia en vivo en la narración de una tragedia vital (la historia de un peculiar “asesinato”, del “primer entierro” de Dóvaleh), el juez inicia ese descubrimiento en el que, tanto por medio de su mirada como la de otros espectadores, intenta desentrañar ese misterio, ese secreto que el cómico necesitaba desesperadamente que se le revelara. Y a la par vuelve sobre su insignificante papel en el inicio de aquella historia que desconocía para descubrir que también es la suya, la de su “primer entierro”, la de su primera muerte. Porque lo que el cómico relata en la narración del viaje desde el campamento militar juvenil, donde se encontraba, hasta el cementerio en que debía asistir al entierro de uno de sus progenitores (ignora cuál), es sobre todo la muerte de su infancia a manos de la culpa. Una culpa que, poco antes del inicio de aquel viaje, había hecho también al juez, presente en el campanento, prorrumpir en un llanto “que nunca había experimentado”: “un llanto de duelo”.

Da igual que esa culpa no hubiera sido el resultado de una acción o un pensamiento realmente libres, que respondiera a una omisión o a una ocurrencia involuntaria. Precisamente por ello puede que diga más sobre quién se es en el fondo, independientemente de aquello en lo que deliberadamente se haya convertido. Es por eso que es una culpa que, imposible de perdonarse a uno mismo, puede llegar a torturar de por vida como una pesadilla. Una pesadilla que su escenificación ante los pocos que finalmente han accedido a escucharla consigue traer a la memoria diurna y clara.

“Desde entonces hasta hoy, siempre, he sido un hijoputa, a los catorce años también, con un alma de mierda, allí sentado en la camioneta echando mis cuentas, el cálculo más espantoso y depravado que uno pueda hacer en la vida”. Esta es la confirmación o el desmentido que Dóvaleh espera del juez para morir condenado o poder perdonarse. Y el juez, que vuelve a ver al “niño de cincuenta y siete años reflejado en un viejo de catorce”, revive aquel momento crucial en que todo comenzó y se imagina realizando las sencillas acciones que podían haber evitado todo lo que vino después. Es su forma de expiar la culpa del cómico: asumiendo una culpa ignorada e involuntaria. Un gesto de ternura, de generosidad, que salva, en realidad, a ambos.

Grossman nunca me defrauda: en medio de los mayores horrores siempre encuentra la forma de defender el poder de la compasión, el amor, el perdón y la piedad. "Ah, es que yo soy muy old fashion", dice en una entrevista. Y me alegro.

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