sábado, 20 de febrero de 2016

Mi amigo Toni

Por Marisa Díez


Esta semana, un amigo se dispone a cruzar la frontera. El domingo 21 es el día en el que, si la memoria no me falla, cumple sus primeros cincuenta años de vida. O el medio siglo. O entra en la cincuentena. O como se quiera definir semejante hecho. El caso es que los cumple sin remedio, algo que no está nada mal, considerando la alternativa, que diría alguien por ahí.

Mi amigo Toni es el tercero de mi lista particular que, en lo que va de año, alcanza la cifra fatídica. Ya sé que, matemáticamente, se trata sólo de un cambio de dígito. Y que su rutina va a seguir más o menos igual un día antes, estando en la cuarentena, que un día después, estrenando la nueva década. Pero qué queréis que os diga, yo en su lugar estaría asustada. Y eso que a mí todavía me queda un montón de tiempo para llegar a tan escandalosa edad…

Hace ya cerca de dos años, a mi amigo Toni la vida le dio un vuelco inesperado. Tardó un poco en superar el shock, pero ahora, aunque sigue en el intento de recomponer las piezas del puzzle que se le descolocaron, ahí está, hecho un chaval y recuperando parte del tiempo que había dejado atrás sin enterarse. Durante bastantes años le perdí la pista, aunque nunca dejé de tenerle en mi pensamiento. Es de esas personas a las que no olvidas una vez has tenido la suerte de conocer. Además, mi amigo Toni y yo éramos dos compinches y llevábamos a rajatabla la consigna que nos impusimos en los años de nuestras aventuras adolescentes: reírnos, con la máxima fuerza posible, absolutamente de todo y de todos, con el descaro y la inconsciencia propias de aquella edad en la que no existían límites ni ataduras.


lunes, 15 de febrero de 2016

Gran Cabaret

Gran Cabaret. David Grossman.

Lumen: Barcelona, 2015. 240 pp. 17,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

“Lo principal es que me veas”. Ésta es la petición que un cómico próximo a la sesentena dirige telefónicamente al que, durante un breve periodo, fue su único amigo de la infancia y no volvió a ver desde entonces. Aunque con alguna dificultad inicial, la de la resistencia de la memoria a recuperar momentos dolorosos, su interlocutor (un juez retirado) termina por recordarle: él le descubrió entonces una faceta de sí mismo que no sabía que existía y que, en los últimos tiempos, ha perdido. También para él aquella breve relación fue relevante, mucho más de lo que en un primer momento puede o quiere rememorar.

“Lo principal es que me veas”. Éste es el deseo expreso y recurrente del cómico cuando ruega al juez que asista a su espectáculo. Un espectáculo que sabremos luego que es el último, de ahí su, a veces, desesperada insistencia. El cómico no pide al juez un veredicto ni una opinión. Le pide que vea eso que antes de cualquier sentencia y como requisito de su justicia los buenos jueces (y él lo ha sido) ven en el acusado: “eso que seguramente sólo una persona tenga en el mundo”. Y, por fin, el juez lo entiende: “El secreto, el temblor de lo que es único. Todo lo que va más allá de las palabras que describen a una persona, más allá de todas las vicisitudes por las que haya pasado, más allá de las cosas que se vieron truncadas y que lo distorsionan”. Eso, en suma, que todos buscamos en la mirada de los demás cuando no huimos, precisamente, de ella (y de nosotros mismos).

El juez rememora esta conversación telefónica sentado ya a una mesa del modesto local de Natanya en que Dóvaleh escenifica su “comedia en vivo”, pues la novela se ciñe estrictamente a la narración de esta comedia, en la que los chistes y gags de repertorio se ven interrumpidos, cada vez más a menudo y cruelmente, por la realidad: la persona que se oculta tras el personaje, un ser enfermo y torturado que no muestra piedad alguna por sí mismo. Alguien, al principio, completamente extraño para el juez, distinto por completo al niño que él conoció. Alguien por descubrir, que tiene que ver por primera vez.
Picasso. Au Lapin Agile: Arlequin tenant un verre (1904)
Y conforme el local se va vaciando de clientes incomodados por la progresiva conversión de la comedia en vivo en la narración de una tragedia vital (la historia de un peculiar “asesinato”, del “primer entierro” de Dóvaleh), el juez inicia ese descubrimiento en el que, tanto por medio de su mirada como la de otros espectadores, intenta desentrañar ese misterio, ese secreto que el cómico necesitaba desesperadamente que se le revelara. Y a la par vuelve sobre su insignificante papel en el inicio de aquella historia que desconocía para descubrir que también es la suya, la de su “primer entierro”, la de su primera muerte. Porque lo que el cómico relata en la narración del viaje desde el campamento militar juvenil, donde se encontraba, hasta el cementerio en que debía asistir al entierro de uno de sus progenitores (ignora cuál), es sobre todo la muerte de su infancia a manos de la culpa. Una culpa que, poco antes del inicio de aquel viaje, había hecho también al juez, presente en el campanento, prorrumpir en un llanto “que nunca había experimentado”: “un llanto de duelo”.

Da igual que esa culpa no hubiera sido el resultado de una acción o un pensamiento realmente libres, que respondiera a una omisión o a una ocurrencia involuntaria. Precisamente por ello puede que diga más sobre quién se es en el fondo, independientemente de aquello en lo que deliberadamente se haya convertido. Es por eso que es una culpa que, imposible de perdonarse a uno mismo, puede llegar a torturar de por vida como una pesadilla. Una pesadilla que su escenificación ante los pocos que finalmente han accedido a escucharla consigue traer a la memoria diurna y clara.

“Desde entonces hasta hoy, siempre, he sido un hijoputa, a los catorce años también, con un alma de mierda, allí sentado en la camioneta echando mis cuentas, el cálculo más espantoso y depravado que uno pueda hacer en la vida”. Esta es la confirmación o el desmentido que Dóvaleh espera del juez para morir condenado o poder perdonarse. Y el juez, que vuelve a ver al “niño de cincuenta y siete años reflejado en un viejo de catorce”, revive aquel momento crucial en que todo comenzó y se imagina realizando las sencillas acciones que podían haber evitado todo lo que vino después. Es su forma de expiar la culpa del cómico: asumiendo una culpa ignorada e involuntaria. Un gesto de ternura, de generosidad, que salva, en realidad, a ambos.

Grossman nunca me defrauda: en medio de los mayores horrores siempre encuentra la forma de defender el poder de la compasión, el amor, el perdón y la piedad. "Ah, es que yo soy muy old fashion", dice en una entrevista. Y me alegro.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Una tumba para Boris Davidovich

Una tumba para Boris Davidovich. Danilo Kiš.

Acantilado: Barcelona, 2010 (2006). 192 pp. 15 euros.


“Les dije que no los rompieran, pues muchos libros no eran peligrosos, que solamente escondía peligro uno de ellos; y que la lectura de muchos libros llevaba a la sabiduría y la lectura de uno solo llevaba a la ignorancia, armada de la demencia y del odio” ("Los perros y los libros" en Una tumba para Boris Davidovich).

Por J. Teresa Padilla

La Historia (con mayúscula porque se identifica con el devenir de la Idea, la Razón, el Sentido y, por ello, puede considerarse el esqueleto de cualquier ideología) aspira a la intemporalidad, que no debe entenderse como un estar fuera del tiempo, sino como un abarcarlo por entero. La Historia es pasado pero proyectado siempre utópicamente hacia un futuro siempre diferido. Por su parte, “el hombre no es más que una partícula de polvo” temporal, perecedera y prescindible “dentro de un océano de intemporalidad”. Esta es la gran mentira, en muchos aspectos todavía vigente, en nombre de la cual la Historia se siembra de dolor, locura y cadáveres.

Una tumba para Boris Davidovich (1976) se subtitula “Siete capítulos de una misma historia”. Una historia, pero siete vidas y siete relatos diferentes sobre lo que es siempre uno y lo mismo y sobre lo que nunca lo es. Ésta es la rebelión literaria contra la gran mentira: negarse a contarla a ella misma, y dirigir la mirada a las “partículas de polvo” que flotan en ella porque, ésta es la apuesta, sólo ellas pueden poner al alcance de nuestra comprensión la magnitud de la perversidad encerrada en esa gran mentira que se llama Historia.

jueves, 4 de febrero de 2016

Nunca confíes en tu compañía de seguros

















Por Marisa Díez

 Se llamaba José Luis y, para todos los que tuvieron la suerte de conocerle, siempre fue una persona especial. Y no sólo porque su enfermedad le hiciera diferente; era de ese tipo de personas a las que conquistabas apenas con un simple abrazo sincero. Desde ese momento lo habías ganado para siempre y podías sentir su lealtad y un cariño sin dobleces. Todo el mundo le quería. Y puedo dar fe de que no se trata de una simple frase hecha. Una mente de niño encerrada durante años en un cuerpo de hombre. Es posible que su cabeza se negase a avanzar más allá de los ocho o nueve años, porque entonces ya fue consciente de que era mucho mejor quedarse anclado en la infancia y así no tener que formar parte de este mundo insolidario y definitivamente loco. José Luis siempre tuvo mucho miedo a la muerte y por eso decidió una mañana irse sin avisar, para no tener que enfrentarse con ella cara a cara. Se quedó literalmente dormido y ya no se despertó. Es el único consuelo que nos quedó a los que continuamos aquí y lo que verdaderamente nos dio fuerzas para superar el infierno en el que se convirtieron las horas que siguieron a su partida.