martes, 26 de enero de 2016

Aquellos (supuestamente) maravillosos años

Foto: Pixabay
“He prolongado mi infancia a lo largo de toda la vida, he salvado mi sueño y por eso mi vida no se ha perdido ni se ha frustrado” (Francisco Umbral, Mortal y rosa).

Por J. Teresa Padilla

La adolescencia. Dícese de la etapa de la vida que transcurre entre la niñez y la edad adulta y que conviene no confundir con la pubertad, pues no se limita a designar el periodo de transformación física que culmina en la madurez sexual. Precisamente por esto no se sabe bien cuándo empieza, pero todavía menos a qué edad puede considerarse que ya se ha superado (si es que se supera), porque resulta imposible fijar cuándo se deja de ser un niño (en términos absolutos y no sólo físicamente) o se puede uno considerar un adulto hecho y derecho. Entre otras cosas porque tampoco se sabe determinar con claridad qué es un niño y qué un adulto.

Ésta es la pura verdad, pero vivimos en un mundo que no tolera bien las inexactitudes y hace tiempo que perdió el respeto a la verdad. En consecuencia la Organización Mundial de la Salud se sintió obligada a dar algo de precisión numérica a tan confuso concepto y estableció que este periodo transcurre entre los diez y los diecinueve años de edad. Y aunque la afirmación no pretende gozar de exactitud matemática, no puede evitar marcar los límites de la normalidad. O sea, que si, por ejemplo, a los trece años sigues disfrutando de tus muñecos y no terminas de entender las risitas cómplices de tus compañeros ante determinadas situaciones o frases cuya comicidad se te oculta, te tienes bien merecida la condescendencia burlona de los mismos. Y entonces, aunque sigas siendo una niña, la misma de siempre, y no hayas sentido contradicción alguna entre esto y la aparición de vello en partes de tu cuerpo donde antes no existía o el desarrollo de tus pechos, habrás entrado por la puerta grande en la adolescencia. Te habrán empujado, más bien.

Sí, los psicólogos y médicos hablan de la adolescencia como un periodo de cambios físicos, psíquicos y afectivos; de descubrimiento de la identidad personal. Pero, en mayor o menor medida, ¿qué periodo de la vida no lo es? La verdad es que, si lo piensas, su afán de compartimentación transmite una idea de la vida bastante ingenua (y falsa): al principio no eres nadie o, a lo sumo, un individuo sin definir cuya única ocupación consiste en ir aprendiendo destrezas manuales y sociales básicas; luego pasas por una época más o menos larga en la que, aparte de los cambios físicos y conductuales impuestos directamente por el desarrollo hormonal de la pubertad, empieza a delinearse el adulto responsable (aunque todavía joven) que deberías ser, aproximadamente, a los veinte años. Para entonces ya tendrás clara, aunque no del todo desarrollada, tu identidad y orientación sexual, social, laboral y personal. Sabrás con relativa precisión quién eres, qué quieres y cuál es tu lugar en el mundo.

Lo peor de todo es que en algunas personas las cosas ocurren grosso modo así. Más que ocurrirles, lo que sucede es que aceptan la convención impuesta de que así debe suceder. Los hay, pues, que tras la adolescencia tienen claro su destino, por decirlo así, sea éste el que sea: obrero manual, desenvuelto comercial, profesional liberal o líder de masas. Pero justamente son siempre aquellos a los que nadie empujó a la adolescencia (y que muy probablemente empujaran a otros), aquellos que pasaron “naturalmente” por ella. Tan naturalmente que dudo mucho que puedan distinguirla claramente de cualquier otra etapa supuestamente menos decisiva.

No, la auténtica adolescencia sólo la conocen aquellos que, llegado un momento de sus vidas, se descubren solos, distintos y, por lo general (desgraciadamente), inferiores a sus iguales. Aquellos que se percatan, algo espantados, de que ni siquiera los que hasta entonces eran sus más incondicionales protectores parecen estar dispuestos ya a aceptarlos tal y como son, o, en el mejor de los casos, ser capaces de defenderlos de un entorno que se ha vuelto hostil. Los que sufren esa peculiar crueldad anónima que da cohesión al grupo, esa unidad social (excluyente y discriminatoria por definición) en la que únicamente parece poder encontrar su identidad personal y su lugar el adolescente “normal”, el sano, el que ellos ya no podrán ser, sino, como mucho, fingir ser. Entonces puede que se rebelen contra su cuerpo, cuya transformación parece haber desencadenado toda esta tormenta. O contra sí mismos, buscando a toda costa ser como los demás o huir de ellos. O contra el entorno familiar, escolar o social, profundizando todavía más en el desarraigo al que se sienten condenados por él.

Si la adolescencia es un periodo decisivo para alguien es para ellos. Un periodo decisivo y muy peligroso en el que se juegan mucho más que “lo que quieren ser de mayores”. Algunos sucumben, ninguno sale indemne de ella y casi todos se esforzarán, sin mucho éxito, por olvidarla. Pero, a pesar de todo el dolor y la desorientación que ha provocado, también puede enseñarnos algo que, a quien no la haya pasado realmente, puede escapársele: a reconocer, respetar y hacer respetar al niño, a amarlo sobre todas las cosas (especialmente sobre ese monstruo que es el adulto que lo ha olvidado) y a dejarlo crecer, que para nada significa dejarlo desaparecer o morir, sino todo lo contrario.

*En recuerdo de Jokin, Alan, Diego…

4 comentarios:

  1. No sé tú, pero yo tengo grabados momentos clave de esa etapa tan convulsiva llamada adolescencia. Y es cierto que, con los años, he sido consciente de lo que me influyeron en etapas sucesivas de mi vida. Lo que pasa es que entonces nadie le daba demasiada importancia a esa edad tan conflictiva. En algo hemos avanzado. Aunque tengamos que seguir enfrentándonos todavía a todas estas noticias de acoso escolar, por ejemplo, que nos asaltan de vez en cuando. Nos queda mucho camino por recorrer.

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    1. La mía fue una adolescencia difícil, como luego el resto de mi vida (creo que soy de las que no superan esa época nunca). En realidad, no hay otra forma de evitar sus peores consecuencias que aprender (y que te enseñen) a lidiar constantemente con esos entornos hostiles.

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  2. Los niños juegan y es de noche. Me hacen pensar en mi infancia, en los colores de los juegos, en esa simpleza que es la perfección infantil de los deseos, de las emociones, de las esperanzas; divertidas conclusiones de una vida ya casi extinta en mí, en mi memoria.
    Y aún cuando lloro la pérdida de la inocencia, sonrío, y recuerdo esas viejas emociones sonrosadas por las lágrimas adultas de un niño grande, que despierta cada mañana con el sabor dulce del sueño eterno: volver a ser un crío.

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    1. Gracias, David, por pasarte por aquí y compartir tu maravilloso comentario. A mí, tu sueño me parece que es una realidad que, eso sí, debemos esforzarnos por mantener viva: más que volver a ser el niño que fuimos, se trata de seguir siéndolo siempre. Sólo entonces podrá hablarse de auténtica madurez.
      Un abrazo.

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