viernes, 29 de enero de 2016

Red Diamond, detective privado

 Red Diamond, detective privado. Mark Schorr.

Júcar, Madrid, 1989. 257 pp.


Por José María Ruiz del Álamo

Son novelas de género las que nutren mi biblioteca. Ya mis primeras compras se centraron en Agatha Christie. En el rastro de la calle Marqués de Viana, de Madrid, realizaba las adquisiciones. Éstas se enriquecieron luego con las de la colección Serie Negra, de la Editorial Planeta. Supuso un encuentro con el clasicismo de Raymond Chandler y Dashiel Hammett, además de títulos que habían sido llevados al cine (La jungla de asfalto o La ventana indiscreta). Tendencia anglosajona en cualquier caso.

Confieso, es verdad, que aquel puesto del rastro tenía una oferta de 3x2, así que arramblaba con dos novelas de género negro y una tercera de la colección Sonrisa Vertical. La propensión lectora hacia lo policiaco vino a ampliar horizontes con las obras que sacaba de las bibliotecas de la Comunidad de Madrid, en las que descubrí, gracias a la colección Etiqueta Negra de la editorial Júcar, a Stuart Kaminsky y Donald Westlake. No se enriqueció mi biblioteca con estos volúmenes, pero sí con la Serie Negra editada por El País en el año 2004. Todavía no me he dado al boom de la novela negra nórdica.

En un reciente paseo por la biblioteca Central, de Madrid, divisé el ejemplar protagonista de esta entrada. “Bien —me dije—, es el momento de retomar la Etiqueta Negra, de divertirse con la lectura; que el espíritu se alegre. La suerte está echada”. Y, cogido de la mano de Mark Schorr he pasado unas cuantas horas. Primero le di alojamiento en mi vivienda, lo mismo en el sofá que en la cama, luego fueron armónicos paseos en metro, también tomamos algún café juntos, y lo llevé a la Filmoteca, compartimos butaca… ¿Estamos, entonces, ante una lectura de calle? Viajero salió, es cierto, quizá por su ligereza podría decirse que sí. En todo caso, ya lo he devuelto al sedentarismo de la biblioteca.
Mark Schorr no disimula que ha bebido de los clásicos, pero su escritura no alcanza tan excelsos territorios aunque su trama venga a sustentarse sobre el aura del Caballero de la Triste Figura, aquí encarnado por un taxista de 110 kilos de peso que vive en el Nueva York de los primeros años ochenta: un perdedor, prisionero de una casa que es todo gastos y de una familia que, en cierto modo, le desprecia. Panorama tal le lleva a evadirse en la lectura, con su colección de varios miles de libros y revistas policiacas. La tormenta se desata en su interior cuando su mujer vende la tan preciada biblioteca. Entonces, vagando en la noche de whisky en whisky, termina por caer en manos de una prostituta y se ve involucrado en un tiroteo. El shock le lleva a creerse Red Diamond, el héroe de sus novelas favoritas. Y en ese “viaje” al mundo de la ficción lleva consigo a los personajes de estas obras: la cautivadora Fifí y el malvado Rocco. Simon, pues éste es el nombre real de nuestro Red, deja el asfalto de los años ochenta para sumergirse en la desnuda ficción de los cincuenta.

No se olvida Schorr de Dulcinea (Fifí), y rubia la dibuja sobre distintos rostros, los de las mujeres a las que Red ayudará en sus peligrosas cuitas. Como el caballero manchego, Schorr traza las diferentes salidas, ya sea en Nueva York, donde todo el ambiente es barriobajero y se plasma en tenebrosa oscuridad (el mundo de la droga); ya sea en Los Ángeles, que bulle en una soleada claridad totalmente corrompida (el robo de obras de arte).

Red Diamond tiene en la mente los años cuarenta-cincuenta, la época dorada donde reinan Mike Hammer, Marlowe, John Dalmas o Lew Archer: “Un mundo donde los hombres eran hombres y las mujeres estaban disponibles”. Hombres duros que ostentaban el título de detectives privados. Y en ese universo se adentra con la soledad a sus espaldas. Porque el soplo que alienta a Red es la búsqueda de Fifí, lo mismo para salvarla de los males que la acechan, lo mismo para declararle su amor; y aunque en lo primero logre alcanzar la meta, en lo segundo tropieza una y otra vez con la misma piedra. Más allá queda su archienemigo Rocco, autor de los apuros que padece Fifí; claro que la naturaleza puramente literaria de su antagonista impide a Red acabar con ese principio supremo de las añagazas que sufre.

Simon es un hombre de carne y hueso que libra una lucha sin cuartel en busca de los personajes, y aunque el encuentro resulta imposible, la búsqueda es desaforada, ya que si Fifí llega a tener una representación en las distintas mujeres con las que dialoga, aunque nieguen su identidad, será Rocco quien se dibuje espectralmente, porque resulta un ente invisible y desconocido para todo el mundo. Tapadera sublime esa inexistencia que Red necesita desentrañar. Vana epopeya. Todo ideal deviene en una quimera inaccesible: a lo sumo se puede robar una caricia, una caricia de Fifí.

El autor necesita la complicidad y el divertimiento con el lector y para ello sigue las directrices de la novela negra (véase el homenaje/copia de la trama de El sueño eterno), donde, más que encontrar al culpable, se viene a trazar esa descripción tan característica y propia del género humano y la sociedad: “Solo soy un tipo que se mueve por entre la ropa sucia de otra gente, encuentra aquello que más sucio está y lo saca a la luz”.

No faltan las peleas, no faltan los disparos. Falta un fiel escudero que acompañe al héroe. Éste cabalga en solitario hacia las celadas que depara el camino. Soledad que no nubla su sentido de la justicia: “Tienes derecho de permanecer callado. También tienes el derecho de sangrar profusamente cuando yo parta tu hermosa cara contra una pared. ¿Quieres oír algunos de tus otros derechos?”. Con métodos expeditivos investiga en un mundo que se rige por la mentira.

La serie Red Diamond constituye una trilogía que se completa con Red Diamond, as del juego y Red Diamond, ídolo del rock. Quizá prosiga su lectura, aunque este primer tomo no despierte grandes alharacas, sobre todo porque, al contrario del ejemplo cervantino, no deja espacio al humor. No resulta una novela ejemplar, aunque constituye un ejemplo menor de aquel inspirador clasicismo.

martes, 26 de enero de 2016

Aquellos (supuestamente) maravillosos años

Foto: Pixabay
“He prolongado mi infancia a lo largo de toda la vida, he salvado mi sueño y por eso mi vida no se ha perdido ni se ha frustrado” (Francisco Umbral, Mortal y rosa).

Por J. Teresa Padilla

La adolescencia. Dícese de la etapa de la vida que transcurre entre la niñez y la edad adulta y que conviene no confundir con la pubertad, pues no se limita a designar el periodo de transformación física que culmina en la madurez sexual. Precisamente por esto no se sabe bien cuándo empieza, pero todavía menos a qué edad puede considerarse que ya se ha superado (si es que se supera), porque resulta imposible fijar cuándo se deja de ser un niño (en términos absolutos y no sólo físicamente) o se puede uno considerar un adulto hecho y derecho. Entre otras cosas porque tampoco se sabe determinar con claridad qué es un niño y qué un adulto.

Ésta es la pura verdad, pero vivimos en un mundo que no tolera bien las inexactitudes y hace tiempo que perdió el respeto a la verdad. En consecuencia la Organización Mundial de la Salud se sintió obligada a dar algo de precisión numérica a tan confuso concepto y estableció que este periodo transcurre entre los diez y los diecinueve años de edad. Y aunque la afirmación no pretende gozar de exactitud matemática, no puede evitar marcar los límites de la normalidad. O sea, que si, por ejemplo, a los trece años sigues disfrutando de tus muñecos y no terminas de entender las risitas cómplices de tus compañeros ante determinadas situaciones o frases cuya comicidad se te oculta, te tienes bien merecida la condescendencia burlona de los mismos. Y entonces, aunque sigas siendo una niña, la misma de siempre, y no hayas sentido contradicción alguna entre esto y la aparición de vello en partes de tu cuerpo donde antes no existía o el desarrollo de tus pechos, habrás entrado por la puerta grande en la adolescencia. Te habrán empujado, más bien.

miércoles, 20 de enero de 2016

El malogrado

El malogrado. Thomas Bernhard.

Alfaguara: Madrid, 2011. 152 pp. 16,50 euros.




Por J. Teresa Padilla

Después de Sebald, animada por la asociación mental que su prosa me provocó y el comentario que a la reseña hizo Juana, la relectura de esta obra (mis problemas de movilidad me tienen desesperadamente alejada de la biblioteca últimamente) me ha resultado enormemente iluminadora sobre mí misma y mis preferencias literarias. Y es que, aunque no pude dejar de seguir fascinada en su deambular en busca de orientación al Austerlitz de Sebald, las vueltas y revueltas narrativas de Bernhard me entusiasman hasta la embriaguez, y casi lo había olvidado.

Su relato vuelve una y otra vez sobre sí mismo de forma obsesiva para corregirse, para intentar llegar a una claridad y precisión mayores, para conseguir saber y decir lo justo. El ideal nunca se alcanza. El malentendido o la injusticia -se nos dice en esta obra- y la mentira son inevitables, pero esto, lejos de recomendar el silencio, nos obliga a ese monodiálogo sin fin de la escritura reflexionante que no ceja en la búsqueda de la verdad y su mejor expresión posible, la más sincera. Es una lucha sin tregua con el lenguaje entendido siempre sobre todo como instrumento del pensamiento, más que como pura ficción narrativa. Una lucha en la que no son posibles los puntos finales. Ni siquiera los puntos y aparte. No lo he comprobado página por página, pero creo que no hay ni uno en esta novela (como, en general, no suele haberlos en ningún escrito narrativo de Bernhard). No puede haberlos cuando el narrador no se da tregua en su intento de aclararse y describirse con la mayor justicia posible a sí mismo, aunque sea a través de la descripción de otros, en este caso los dos únicos seres a los que ha estado realmente unido en su vida y que, sólo por ello, puede calificar de amigos. Amigo, más que un apoyo afectivo o una presencia constante, es aquel que ha jugado un papel determinante en la propia biografía, el que explica ciertas decisiones trascendentales y, por tanto, contribuye decisivamente a convertirnos en quienes nos hemos convertido. Un amigo, como aquí sucede, podría ser también un verdugo.

martes, 12 de enero de 2016

Austerlitz

Austerlitz. W. G. Sebald.

Anagrama: Barcelona, 2004. 298 pp. 9,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Winfried George Sebald (1944-2001) es un escritor alemán considerado por muchos uno de los grandes y convertido incluso, quizá por su prematura muerte y la brevedad de su bibliografía, en algo así como un escritor de culto. Su obra mezcla realidad (ensayo) y ficción, así como ilustra a menudo sus palabras con fotos, planos y otros documentos no necesariamente fidedignos (o sea, en los que lo auténtico y lo ficticio de nuevo se confunden). Su estilo es fluido y denso a la vez, amante de las frases interminables, de las enumeraciones minuciosas y muy reacio al uso de los puntos y aparte. Al leerle resulta difícil no recordar el de otro autor alemán: Thomas Bernhard.

Austerlitz fue su última obra y la más novelística de todas, aunque sólo fuera porque renuncia en ella al papel expreso de narrador, como había sido el caso en sus novelas anteriores Vértigo, Los emigrantes y Los anillos de Saturno. No conocemos, pues, el nombre del narrador que en esta novela nos transmite, usando el estilo directo pero integrándolo siempre en su propio relato, sin hacer uso nunca de la raya, las palabras con las que Jacques Austerlitz reconstruye, para sí y para su interlocutor, su vida. La reconstruye en la medida en que, corrigiendo la que ha sido hasta ese momento su involuntaria forma de vida (o de sustraerse a ella), se decide a recuperar su memoria perdida rastreándola por los lugares en los que transcurrió toda esa vida pasada con la esperanza de recuperar la historia muda unida a ellos.

lunes, 4 de enero de 2016

Sorpresa en Navidad



Por Marisa Díez

 A mi mesa de la Nochebuena, este año habían venido a sentarse quince personas. Salvando los huecos permanentes, esos que añoras cada Navidad, esta vez tuvimos que sumar uno más a la lista, porque mi sobrina Raquel había decidido quedarse al otro lado del charco en estos días de nostalgias varias y sensibilidades a flor de piel. Mal que bien, conseguimos aceptar que la niña ya era mayorcita para elegir dónde y con quién pasaba sus vacaciones, aunque llegado el momento, su silla vacía nos provocaba una mezcla de sentimientos difíciles de explicar sin resultar melodramáticos. En mi familia siempre hemos sido un poco moñas para estas cuestiones, y nos gusta estar juntos en las fechas especiales del año, así que esta vez no sabíamos bien a quién podíamos culpar de nuestra desgracia, aunque el gobierno en funciones de turno, y más después de haber transcurrido cuatro días escasos desde las elecciones, llevaba todas las papeletas.

Así que, entre discusiones sobre quién llega siempre el último, un siéntate tú aquí que yo me pongo allí o las consabidas voces para hacerse escuchar en semejante guirigay, apareció el móvil de mi hermana Isa con la imagen de Raquel en la pantalla, quien había suplicado a su madre estar presente en la mesa aunque fuese en modo virtual. La abuela miraba la pantalla asegurando que la niña estaba emocionada al sentirse tan lejos y por eso apenas podía hablar; la madre de la criatura mantenía el tipo con mucha dignidad y el padre intentaba no aparecer por el salón para que nadie fuera testigo de su carita de pena. Sospechosamente, a su hermano Diego se le veía tan tranquilo, pero nadie dio importancia a un hecho que consideramos propio de su carácter, siempre afable y relajado.