jueves, 29 de diciembre de 2016

La quinta esquina

La quinta esquina. Izraíl Métter.

Libros del Asteroide: Barcelona, 2014. 208 pp. 17,95 euros.


“De todas formas lo firmarás, perra. A ver, muchachos, mostradle a esta puta dónde está la quinta esquina en nuestra habitación"

Por J. Teresa Padilla

Hay quien necesita mil páginas para contar una historia que ha oído por ahí o se ha inventado, eso sí, sin la fe necesaria en el poder vivificador de la ficción; una historia que, por ello, no es de extrañar que resulte en el fondo incomprensible por inverosímil. Pero hay también quien en doscientas crea una realidad inédita, inédita y profundamente familiar a la vez. Y la crea (o recrea), aunque esa realidad no sea inventada.
Hay quien es capaz de narrarnos en doscientas páginas su historia, la de un hombre sin documentos fiables, totalmente prescindible, pero que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido. Física y sobre todo humanamente. Un hombre insignificante, pero que resulta tener el valor suficiente para saldar cuentas consigo mismo. Para avergonzarse, sí, pero también para reivindicarse en su trivialidad reconociendo y proclamando en voz alta lo que pese a todo le ha salvado: su madre, su infancia, su fe en el hombre y en el bien, su amor sin esperanza a Katia... Y a la vez que nos narra su vida, nos muestra en su crueldad, cotidiana y sinsentido, la historia de su país. Es, pues, una biografía (ficticia o no), una crítica del totalitarismo y una historia de amor. O dos. La del narrador por Katia y la de Zinaída Borísovna (la desconocida corresponsal que despierta el pasado y pone en marcha el mecanismo del recuerdo) por Sasha Beliavski, el desaparecido y casi olvidado compañero de juventud.

Como Vida y destino, esta novela se escribió contra la Historia. Primero, porque en la negación de su capacidad para explicar la vida del hombre se encuentra el único argumento verdaderamente eficaz contra el totalitarismo. Pero también porque se escribieron para un futuro que podía muy bien no haber llegado nunca. Grossman no llegó a ver publicada la suya; Métter tuvo que esperar más de veinte años. Las escribieron sin esperanza razonable alguna de que llegaran al lector y, sin embargo, pocas novelas como éstas claman tanto por tenerlo. Son un desahogo de sinceridad, un alarde de generosidad creativa, una contribución, sin duda sentida como un deber, a la victoria del bien sobre la tiranía de la historia.

Izraíl Métter (Jarkob, 1909-San Petersburgo, 1996)
Contemplo la foto del autor que aparece en esta edición y veo un hombre ya mayor y frágil, pero que mira a la cámara sin miedo, sin desconfianza. El miedo y la desconfianza, esos venenos que impregnaron todo. Es frágil, pero quizá no tanto como aparenta. O puede que la verdadera fortaleza no pueda prescindir de la fragilidad y hagamos mal en considerarlas antónimos. No lo sé, pero ésta es una de esas novelas que te llevan a buscar el rostro de quien la escribió y mirarle a los ojos. Eso para mí significa que son verdaderas. No sólo verdadera literatura, sino verdades sin más.

No voy a decir más de ella porque habla por sí misma mejor de lo que yo pueda hacerlo. Pero leedla, no os privéis de ese placer. Encontraréis a un hombre que vuelve sobre su pasado y se interrumpe para asaltar al joven que fue o discutir con el bribón que sigue siendo. O para escribirse con una desconocida tan ridículamente frágil y admirable como todos los que eludieron convertirse en verdugos. Supervivientes o desaparecidos; como ellos, como Sasha, como Katia… Supervivientes que vagan “entre tumbas imposibles de encontrar”.

Mi texto comenzaba con una cita terrible que aclara el título de la novela, unas frases que torturan a un protagonista que no pudo oírlas, pero que sabe que se dijeron. Se dijeron y él siguió respirando durante su pronunciación y mucho tiempo después. Esa es su culpa de superviviente. Mi texto comenzaba así, pero, como la propia novela, no puede dejar que el verdugo tenga la última palabra ni mucho menos la esencial. Nunca, pero menos cuando se trata de Katia y del gran, absurdo y hasta humillante amor que supo despertar. Los verdugos dicen “puta”, los hombres dicen maravillas como ésta:

“He olvidado el color de sus ojos y de sus cabellos. En mi memoria no se ha conservado ni siquiera un retrato oral. Si me describieran los rasgos de su rostro, yo no los reconocería. Para mí, ella era indivisible. Toda, tal como era. Tal, que yo estaba dispuesto a huir de ella al fin del mundo. Tal, que estaba dispuesto a arrastrarme detrás de ella hasta el fin del mundo”.

Feliz año nuevo a todos.

martes, 20 de diciembre de 2016

Tan poca vida

Tan poca vida. Hanya Yanagihara

Lumen: Barcelona, 2016, 1005 pp. 24,90 euros


Por J. Teresa Padilla

Ayer acabé esta novela y, aunque no ha planteado especial dificultad recorrer sus mil páginas, lo estaba deseando. Dicho así, no es una novedad: casi siempre estoy deseando acabar la novela que tengo entre manos (para poder leer otra, para rumiarla entera dentro de mi cabeza unos días….). Normalmente, es cierto, estoy deseando acabar, y a la vez me da pena que se termine. No ha sido éste el caso de Tan poca vida. La he leído hasta el final porque, a pesar de la pésima y vergonzante traducción y edición (¿es que los grandes grupos editoriales como el que incluye a Lumen no se pueden permitir correctores? ¿Es que críticos y blogueros controlan tanto inglés que no han leído la versión española? Es imposible hacerlo sin escandalizarse siquiera un poco), a pesar de que carezca de un argumento que realmente avance, a pesar de que lo que único que avanza sea lo inevitable, el tiempo, y no veas en él realmente crecer o envejecer a nadie, sino en todo caso prosperar económicamente… A pesar de todo, de lo que pesa la jodida, y de lo harta que acaba una de la vida pijo-artística neoyorquina, de sus cenas y de esa gente que salvo excepciones (J.B.) o es buenísima o malísima, a pesar de todo esto y de otras razones que olvido, la novela es tan lineal como una teleserie (de las de toda la vida) y te arrastra. Como avergonzada reconozco que me sucedía con aquellos culebrones, una no sólo la lee hasta el final sino que incluso derrama unas lágrimas, no sabe ya si por lo que se le cuenta o por la vida (demasiada sin lugar a dudas) que ha perdido en hacerlo.

Sí, vale. Me lo compré, me gasté mis buenos euros y mi castigo ha sido justo. A ver si puedo revenderlo a algún incauto que no vaya a leer esta reseña o reciclarlo como regalo navideño para alguien que no aprecie mucho. Lo malo del asunto es que lo veía venir y le manifesté mis dudas a mi librera, pero al parecer a los libreros les encanta. No sé si por lo que vende, porque da para mucho debate cafetero… Lo siento: he perdido la fe en ella. Pero empecemos, no sé si por el principio, por donde sea, que estoy deseando acabar.

Con la traductora (Aurora Echevarría) no quiero hacer demasiada sangre porque me da la impresión de que le lanzaron el tocho en inglés y le pusieron un plazo imposible de cumplir con dignidad. Después de las loas del New York Times, The Washington Post, y toda la retahíla de revistas y periódicos que se enumeran en la faja, supongo que les entraría el pánico de que saliera demasiado pronto la nueva mejor novela del año, lo que no es de extrañar. Tanta unanimidad huele a tongo. Una editorial seria se hubiera gastado unas perrillas en un corrector barato, pero de fiar, como una servidora sin ir más lejos, pero las editoriales serias no suelen tener para pagar los derechos de estos bestsellers y, afortunadamente, publican otras cosas.

Hay muchos detalles (adjetivación profusa y redundante; frases interminables) que hacen sospechar que el original no es para tirar cohetes. Algo me ha llegado sobre que las críticas americanas no han sido tan unánimemente favorables como la faja da a entender, pero no he logrado dar con el o los disidentes. Con todo hay otras cosas que sí son responsabilidad del traductor se miren por donde se miren: las pataletas me da a mí que se tienen, no se hacen (p. 18); las comas no son casi nunca potestativas en español y aquí faltan y sobran por doquier; por otro lado tenemos una amplia libertad para omitir pronombres y da miedo, del de verdad, leer cosas como ésta: “Uno de ellos se acercó a él y le dijo algo que él no alcanzó a oírlo debido al ruido y al pánico que se había apoderado de él” (p. 593). Es uno de los casos más llamativos, pero para nada desgraciadamente el único. En otros lugares se nota que la traductora ha cambiado su primera versión y olvidado repasar todo lo que dependía de lo modificado, de modo que resultan incongruencias del tipo: “Bajé las escaleras, sintiendo la rabia que produce descubrir que eres atrozmente inepto y estás convencido de que has actuado fatal” (p. 506), que digo yo que será más bien “la rabia que produce descubrir y estar convencido…”, porque no logro encontrar el sentido a “descubrir que se está convencido”.

Otras frases entre misteriosas a la par que graciosas son: “Está seguro de que son más frecuentes de lo que se teme” (p. 353) (en referencia a unas conversaciones entre dos personajes). Lo que se teme se sospecha o cree, no se sabe seguro; si está seguro no se teme (o cree) nada. O: “Los dos guardan un minuto de silencio [¡!] pensando en J.B. y preguntándose qué tal le va, sabiendo sin saber por qué no ha respondido a las llamadas telefónicas” (p. 365). Creo que todos imaginamos lo que se ha querido decir con ese sabiendo sin saber (que no sabían cómo, pero conocían la razón de que no contestara al teléfono), lo que no significa que sea lo que se lee, o sea, una tontería.

Y, por último, yo creo que la apoteosis, primero de la indecisión (qué parte de la oración hacemos adversativa, cuál dejamos como principal) y luego de atentado a la estética y los pulmones: “Aunque él siempre había tomado drogas –quién no lo hacía-, en la universidad, con veintitantos años, pero pensaba en ellas como en los postres, que también le encantaban, algo que le prohibían de niño y que ahora tenía a su alcance gratis”. Me limito a señalar ese aunque y ese pero difícilmente compatibles porque no me siento con fuerzas, la verdad, para pensar a fondo hasta dónde alcanza la comparación de drogas y postres, y el asunto de la gratuidad. Aunque la cosa sigue y empeora. “Drogarse, como tomar después de comer una ración de cereales de un dulce tan irritante para la garganta que el resto de leche en el cuenco que se bebía después como si fuera jugo de caña de azúcar, era un privilegio de la edad adulta del que disfrutaba intensamente” (p. 374). En cualquier idioma el párrafo es bastante ridículo, pero qué fácil hubiera sido pasar la comparación al final para no hacerlo tan vergonzante (eso y alguna modificacioncilla sin “importancia”): “Drogarse era un privilegio de la edad adulta del que disfrutaba intensamente. Como tomar después de comer una ración de cereales tan irritantemente dulce para la garganta que la leche que quedaba en el cuenco al final se bebía como si fuera jugo de caña de azúcar”. La mejora no es espectacular pero permite cruzar los dedos y esperar que la frase pase inadvertida.

Esto sobre el cómo. Ahora falta el qué. Y entonces paso de la faja a la contraportada, no sin antes despedirme del hombre en pleno orgasmo de la portada, foto a la que la novela creo que debe un porcentaje considerable de su éxito. Por qué. Me da la impresión de que si el dolor físico y mental del protagonista no tuviera que ver, en su origen y en sus consecuencias, con el sexo, esta novela no interesaría a tanta gente. Así de morbosos somos. Más apropiado me parece a mí que hubiera sido poner el rostro de un hombre autolesionándose, pues de ahí extrae nuestro protagonista el poco placer físico del que es capaz, siempre mezclado con el dolor. Pero supongo que esas cosas no se fotografían. No se fotografían aunque Yanagihara no las describe con una minuciosidad absolutamente innecesaria. Deberíamos sentir la angustia y la mezcla de dolor y liberación que llevan al personaje a cortarse una y otra vez, y nos las describe, seamos justos, pero sólo un par de veces: no encuentra más formas alternativas de hacerlo. No le da más de sí. No le ocurre lo mismo con el hecho físico en sí. Éste le fascina, hasta conseguir que nos repugne como la autopsia de un forense entusiasta y parlanchín.

La contraportada nos asegura que en este libro descubriremos, como poco, los secretos de la amistad masculina, el origen y el destino de la culpa, la verdadera importancia del sexo, quién es o no un amigo, y el precio que tiene la vida cuando ya no tiene valor. Después de leerlo no sé mucho más de lo que ya sabía de algunas cosas (lo del precio de la vida sin valor sigo sin tener ni idea de a qué se pueda referir). No sé si me devolverán la pasta por ello. Supongo que no, que dirán, con razón, que soy tonta. Con razón, porque mirad que es simplona la trama, pues ni por esas: hay cantidad de cosas que no entiendo.

La historia, de la que no he dicho nada todavía, es la de cuatro amigos que se conocen cuando comparten habitación en la universidad y siguen en contacto hasta la cincuentena. La novela los sigue en estas décadas retrocediendo puntualmente en el tiempo para desvelarnos el drama secreto oculto en el pasado de uno de ellos, Jude, que tiene unos evidentes problemas físicos que sus amigos, para su alivio, optan por ignorar en lo posible. Ignoran su minusvalía y también su silencio. Hasta aquí todo normal. Ya sabemos todos lo reservadas que pueden ser las amistades entre hombres. Lo sabíamos antes de leer el libro. ¿Por qué son así? No lo sé, podría bien ser el tema para un libro. Pero ese libro no es éste, no os dejéis engañar por la contraportada.

Fuente: rtve
Ese pasado que se nos va desvelando, a los lectores más que a los amigos, no da un respiro. En esa infancia no hay ni un resquicio de luz. Como si la autora tuviera que justificar a Jude así, como si no pudieran entenderse sus problemas psíquicos con una infancia menos negra. Sinceramente, la que me parece que no lo entiende es ella. De la infancia de Jude no queda ni un resto recuperable y eso sólo podría dar lugar a un adulto perverso, o a un zombi, pero no a ese adolescente torturado en busca de amor que en el fondo sigue siendo el protagonista hasta el final. Supongo que para compensar (o porque Yanahigara sólo ve en blanco y negro), los amigos, profesores y jefes de Jude son todos unos santos varones. Incluso J.B., que es el único de carne y hueso, un santo caprichoso, pero santo. Nadie tiene en la vida real esos amigos. Son tan perfectos que uno tiende a olvidarse de la horrible infancia de Jude y verle como un egoísta que no ofrece nada a cambio de lo que de ellos recibe. Qué queréis que os diga. No lo entiendo. Y de repente el amigo te desea. ¿O no? ¿Es el amor fraternal de siempre más el deseo? ¿Es otro amor que el fraternal había ocultado y sale a la luz? No me ha quedado claro. No tengo idea. Lo único que entiendo es que Jude odia su cuerpo, y lo mantiene a raya como un domador, le niega el deseo y lo maltrata si hace falta. Que en cierta forma se ha convertido en su propio pederasta torturador y que no encuentra redención en ninguna parte. Ni siquiera en quien lo ama sin pedir nada. A lo mejor porque nunca la ha querido (la redención), porque se sabe no culpable sin poder dejar de odiarse. Pero estoy elucubrando, poniendo lo que ya sabía, por experiencia propia o cercana, al servicio de una historia que sí, me ha dolido, pero por lo desaprovechada, vulgar y mal escrita que está.

No me hagáis caso. A todo el mundo parece encantarle. ¡Ay, Dios! Qué sola me siento a veces.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Hace dos meses que ya es Navidad

Por Marisa Díez Marín

No podría precisar el momento exacto en que ocurrió. En realidad es posible que sucediese de forma gradual. Todo comenzó cuando mi madre decidió explicarme, ante mi total incapacidad para descubrir el secreto, que los reyes no existían. Los magos, me refiero. Como todos los niños, supongo, sufrí un auténtico trauma, un shock emocional en toda regla, no sólo por la frustración que me supuso asimilar una noticia de tales dimensiones, sino porque admitir lo tonta que había sido al creer durante tantos años semejante patraña, tiene también su lado trágico. He llegado a pensar que, de no habérmelo contado mi madre aquel día que recuerdo como si fuese ayer –durante una comida, todos en la mesa, me lo soltó así, casi sin venir a cuento, como diciendo, ya está bien hija, a ver si te caes del guindo- como decía, si no se le hubiese ocurrido en ese momento sacarme de mi ignorancia, a día de hoy todavía seguiría creyendo que el próximo 5 de enero por la noche, si pusiera los zapatos en la ventana, algún regalo me dejarían Melchor, Gaspar o Baltasar.

Puede que fuera entonces, pero tampoco estoy segura. Quizá aquel año que entre mis regalos no descubrí el estuche de maquillar de la señorita Pepis, que durante tantos meses había deseado. Aquello ya me dejó descolocada. O mucho tiempo después, al escuchar uno de esos horribles villancicos, que antes me encantaban, fuera de tiempo y de lugar, porque ni siquiera había comenzado el mes de diciembre. Y es casi seguro que me rebelé definitivamente cuando descubrí las primeras lucecitas, a mediados del mes de octubre, en una tienda de cualquier centro comercial. Lo de comprar la lotería de navidad en verano ya es un clásico, aunque yo, a día de hoy, puedo asegurar que es un sacrilegio que todavía no he cometido.

Así que no puedo precisar con exactitud en qué momento comencé a odiar la Navidad, así, en general. Reconozco que me gusta exagerar un poco y en estos tiempos que corren, y en vista de que se ha puesto tan de moda renegar de las fechas navideñas, resulta que ya no me hace la misma gracia reivindicarme como una enemiga acérrima de las susodichas fiestas. Intento evadirme cuanto puedo, eso sí, pero me aburre escuchar a todo el mundo explicar lo poco que les gusta tanto follón, que si me quiero dormir el 22 de diciembre y despertarme el 7 de enero, que si es un sinvivir, que si esto, que si lo otro… Así que ya no me siento nada original y decido callarme. Tampoco es para tanto, pienso.

Entonces me resigno y me decido, por ejemplo, a no pisar el centro de Madrid mientras permanezca encendida una sola de esas mareantes bombillitas o quede en pie el último de esos indescriptibles arbolitos de navidad, que en nada se parecen a los abetos de mis recuerdos infantiles, con ramas de verdad y bolas de colores que se rompían una tras otra sin remedio cada año.

Me resigno a salir corriendo del hipermercado cuando por los altavoces me torturan con los mismos villancicos que se entonaban en mi casa a golpe de pandereta, en aquellos tiempos en los que todavía no faltaba nadie en la mesa.  Me parecen tan tristes, con unas letras tan absurdas, y entonados con unas voces tan desagradables al oído, que mi humor cambia sin remedio y huyo, escopetada, en busca de la primera salida de emergencia. No los soporto. Me entran tantas ganas de llorar…

Así que, ya os lo he dicho, me resigno y me marcho. Y salgo a la calle, aunque hace frío, porque en navidad es invierno y yo también odio el frío. No lo aguanto. Me cambia hasta el carácter. Todo el día con los pies y las manos heladas. Es una auténtica confabulación. Y menos mal que en Madrid no suele nevar, porque tampoco me gusta la nieve…

Que si cenamos aquí y comemos allá, que si yo compro esto y tú te encargas de aquello. Los langostinos, las gambas, las gulas, el gambón, el pulpo, los entremeses, la sopa de marisco y los canapés. Para mí, desde luego, no compres carne; no llego seguro, ya estoy empachada sólo de pensarlo, cómo pretendes que encima me coma un chuletón… Lo único el cava, eso sí. Catalán, por supuesto, que yo soy muy clásica para estas cosas. Un par de copitas, o tres, o cuatro, no vienen mal para pasar tanto mal trago.

Porque sigo intentando dilucidar el momento exacto en que empecé a odiar las fechas entrañables y no tengo una idea clara. Mi amiga Sonsoles le decía a su hijo, cuando todavía era un niño: "No hagas caso a Marisa, Carlos, hijo; ella siempre fue el espíritu malo de la Navidad".

Y desde entonces deambulo por estas fechas como un alma en pena, con ciertas ganas de fastidiar al prójimo y reventarle sus ganas de fiesta. No encuentro ningún motivo extraordinario para celebrar. Si no fuera porque el mismo día 24 mi sobrina Raquel regresa por unos días de su exilio forzoso/voluntario en el recién conquistado territorio Trump, me montaría en mi escoba y me largaría a territorios lejanos, dirección Caribe, por poner un ejemplo. Pero bueno, me quedaré por aquí un año más, qué remedio. A ver si esta vez los reyes me consiguen por fin el estuche de maquillar de la señorita Pepis. Que desde entonces no he podido levantar cabeza.








jueves, 8 de diciembre de 2016

Sobre "Crimen y castigo"

Por J. Teresa Padilla

Peter Lorre como Raskolnikov en Crimen y castigo (1935) de J. von Sternberg
 “En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X”. Así empezó todo. Bueno, no exactamente. Así empieza la edición de Crimen y castigo, traducida en los ochenta por Augusto Vidal, que poseo actualmente. La que yo leí por primera vez, calculo que muy a finales de los setenta, a los trece o catorce años, era una de esas ediciones que se pretendían de lujo, descuidadas por dentro (papel áspero y amarillento, tipografía vulgar) y ostentosas por fuera, con su simil de piel y los dorados purpurina del lomo. Ni qué decir tiene que por más que lo buscaras no encontrabas ningún nombre en el interior que se responsabilizara de la traducción o te indicara siquiera el idioma del que se había hecho. En fin, era una edición pésima, destinada más a la decoración que a la lectura, que mi padre había encontrado donde suelen encontrarse este tipo de libros: en un saldo.

Mi padre no podía resistirse a los precios miserables de este tipo de libros “clásicos” y los adquiría aunque no tuviera la más mínima intención de leerlos. Pensaba, supongo, que debían estar en casa, que no podían faltar en la “biblioteca familiar”, aunque el único que entonces leía algo era él y ese algo no era, desde luego, literatura extranjera, por clásica que fuera. Lo suyo era la poesía social (que era lo que había intentado escribir en una época), el teatro (fue actor y director de una compañía de aficionados en su tierra natal) y alguna novela (Cela, Ferlosio, Laforet…). Y con eso ya se consideraba un gran lector y, lo que resulta más curioso, puede que lo fuera realmente comparado con su entorno. Mi padre era autodidacta y algo narcisista, una combinación poco recomendable pues detiene antes de tiempo el proceso de autoformación. Ese narcisismo le ponía muy cuesta arriba reconocer según qué cosas. Años después, cuando le adelanté claramente como lectora, y como lectora, sobre todo, de narrativa extranjera, me explicó la razón por la que no leía a extranjeros y, ya de paso, por la que, a pesar de todo, él seguía siendo mejor lector cualitativamente hablando que yo (que conste que adoraba a mi padre y él a mí, pero tenía estas cosas que ahora, más vieja y espero que sabia, me hacen sonreír y me gusta hasta recordar, aunque parezca que no favorecen en nada su retrato).

El argumento era poco más o menos el siguiente. No conocía salvo su propio idioma, como casi todos, y nadie le enseñó, ni a él se le ocurrió pensar, que una traducción pudiera no desmerecer un original y, en cualquier caso, compensar sus desventajas al hacer accesible lo que de otra manera nunca hubiéramos podido leer. Para él el mundo se dividía en dos: los verdaderos escritores y todos los demás. Obviamente un traductor no podía sino cargarse lo que de literario tuviera el texto. Los que leían literatura extranjera eran unos ignorantes a los que sólo les interesaba la trama. Y esto si se hablaba de novela. La poesía traducida era, sin discusión, un completo sinsentido, un sacrilegio, una aberración.

Es, pues, difícil de explicar por qué adquiría, aunque fuera en saldos o, más tarde, en colecciones de quiosco, algunos clásicos de la literatura universal. Me parece que no estaba muy seguro de lo que me contaba. Tampoco sé por qué me dio a mí por abrir y empezar a leer aquel Crimen y castigo encuadernado en un horripilante verde con letras doradas que no invitaba en absoluto a ser abierto por nadie y menos por una niña. La traducción debía ser espantosa, pero me dio igual. Lo único que consiguió fue que la sustituyera a la primera ocasión en la “biblioteca familiar” por la de Augusto Vidal en dos tomos; una edición de quiosco, sí, pero mucho más digna, que supliqué a mi padre que comprara. Y volví a leer la novela. Y la disfruté todavía más que la primera vez. La traducción, desde luego, era mejor, y ayudó mucho, pero supongo que la verdadera razón de que mi fascinación por esta novela aumentara estaba en ese par de años que había cumplido entre una y otra lectura. Y así fui madurando para ella y las relecturas que, cada vez más espaciadas en el tiempo, se repitieron.

A mis amigas y vecinas, incluso a mis hermanos, les gustaban Los cinco, los cómics de Astérix... Qué sé yo. A mi me aburría todo eso. No conseguí leer ni una página y estoy segura de que me perdí algo, pues treinta años después mi hijo sigue disfrutando de estos libros que ha heredado, claro está, de su padre. Hasta que Raskolnikov no salió ante mis ojos de su cuchitril realquilado, la única letra impresa que me había alcanzado con éxito era la de los cuentos y poemas para niños de Gloria Fuertes, a la que, por eso, me moriré adorando. A ella y a Dostoyevski, del que devoré todo lo que pude a continuación, de la misma forma que mis amigas devoraban las novelas de Enid Blyton o mi hijo las de Rick Riordan (o, en realidad, casi todo aquello que se pone en su camino siempre y cuando en las historias no mueran perros).

Luego descubrí a muchos otros que le sustituyeron en mis preferencias e incluso tuve que reconocer que su obra estaba infinitamente por encima de su persona; que era un hombre egoísta, algo mezquino. Un eslavófilo antisemita (qué dolor lo poco que logré leer del Diario de un escritor). Pero nada pudo cambiar que fue él quien escribió la historia de un joven en el que cualquier adolescente rebelde se puede ver reflejado, quien convirtió en tema de una novela el derecho o no a matar en nombre de mundos mejores. O qué nos hace realmente superiores: ejercer sin remordimientos supuestos derechos o humillarnos ante los más humillados. Y luego hizo su versión de El Quijote, en El idiota. Y creó al blasfemo más justo y atormentado que pueda imaginarse en la figura de Iván Karamazov. Y se retrató en El jugador

Dostoyevski despertó mi curiosidad por las historias. Me enseñó que no se trataba de tramas, sino de personajes de carne y hueso (así me parecían y parecen los suyos) que dudaban, cometían los peores pecados, se peleaban con los demás y con ellos mismos y, con suerte, encontraban en lo más humilde y pequeño la redención. Por muy mal traducido que estuviera, el mensaje era demasiado potente.
 
150 años se han cumplido este 2016 de la primera publicación de Crimen y castigo, en 1866. Desde luego no había envejecido la última vez que la leí. Ahora se me ocurre que debería invitar a mi hijo, que tiene la misma edad que yo cuando descubrí esta novela, a leerla, a ver qué le parece. La verdad es que me da un poco de miedo. Miedo a que no vea lo que yo vi. ¿Y qué vi yo? Suena fuerte, lo sé, pero no sé de qué otra forma decirlo: luz, mucha luz.

jueves, 1 de diciembre de 2016

La culpa fue del chachachá



Por Esperanza Goiri


La verdad es que sería injusto achacar toda la responsabilidad a un baile, pero sin duda contribuyó a que odiara mi nombre durante gran parte de mi infancia. Os explico. Tal y como consta en la firma, me llamo Esperanza. A mí de pequeña me parecía un nombre antiguo, de persona mayor, posiblemente porque lo asociaba a mi abuela materna en cuyo honor fui bautizada, con gran orgullo de mi madre. Me comentaba emocionada que, de los cuatro hijos (yo soy la pequeña), fue el único nombre que eligió personalmente. Yo la escuchaba con resignación, sin comprender su entusiasmo, y envidiaba a las Evas, Olgas, Saras y Anas de mi alrededor. ¡Esos sí que eran nombres bonitos, cortos y sonoros! Tampoco me hubiera importado llamarme como alguna de mis heroínas infantiles: Celia, Pauline, Lilith, Esther o con alguno de los exóticos y anglosajones nombres de las protagonistas de Enid Blyton. Todos me parecían preciosos, y ya que en mi caso no podía ser, me desquitaba poniéndoselos a mis muñecas.

El asunto es que uno de los mejores amigos de mi padre, que nos visitaba con frecuencia, en cuanto me veía, antes de darme un beso entonaba repetidas veces con tono zumbón: “Esperanza, Esperanza, solo sabes bailar chachachá” (popular canción del cubano Ramón Cabrera que interpretaron entre otros Antonio Machín y Enrique Montoya en los años sesenta). A mi me daba una rabia espantosa, hasta el punto de esconderme, cuando me enteraba de que el susodicho venía a casa, para evitar el encuentro y su guasón saludo. No sabe, el pobre, lo mucho que le odié, siendo por lo demás un hombre estupendo. Tampoco salió bien parado el citado género musical, y tendrían que pasar bastantes años para que me reconciliase con él gracias a Gabinete Caligari y a su genial La culpa fue del chachachá, a cuyos animados sones asocio uno de mis mejores recuerdos de juventud.

Como ocurre con los nombres largos, pronto se impuso el diminutivo de rigor. En mi caso, Espe o Espetxu (el txu es una terminación diminutiva vasca de tono cariñoso). Curiosamente, solo una prima chilena de mi padre me llamaba Esperancita. El Espetxu fue degenerando por el uso y se convertía en Chukis, Chukitas o Chukitonas según la intención, más o menos mimosa, de quien lo pronunciara. Cuando me requerían por estas versiones cortas y zalameras sabía que todo iba bien. Por el contrario, cuando se te convocaba en la modalidad larga: “¡Esperanza Inmaculada Goiri Pueyo, ven aquí inmediatamente!” Nada bueno se podía esperar. Acudías remoloneando a la llamada, mientras repasabas mentalmente que fechorías se te podían imputar, dispuesta a negarlo todo; fuera cual fuese la acusación y por muchas pruebas incriminatorias que hubiese en tu contra.

Ya en la etapa de los “ligoteos” y escarceos amorosos era inevitable encontrarte con graciosos y ocurrentes de toda ralea: “Esperanza, por favor, dame esperanzas”, “Si tu primer nombre es Esperanza, seguro que los siguientes son Fe y Caridad”, “Esperanza, no me hagas esperar por favor”. También estaban los cursis: “La Esperanza tiene muchos nombres pero los locos la llamamos amor” (sí, lo sé, sin palabras). La ventaja era que ya en la misma presentación, según la respuesta obtenida, esta te servía para quitarte de encima a pesados y plúmbeos varios.

Fue a partir de los 20 años cuando empecé a sentirme a gusto con mi nombre. Era original y no había muchas chicas con él, por lo menos en Madrid y Vizcaya, que eran los dos principales escenarios de mi vida. Además empezaba a apreciar el hecho de que fuera un nombre familiar: la alegría que se llevó mi abuela, ya que de siete nietas era la única con la que compartía nombre, y la satisfacción de mi madre por haber elegido e impuesto el que había querido. Dejando aparte afectadas y grandilocuentes explicaciones, lo cierto es que es un nombre bonito, asociado a un significado simbólico que evoca un deseo positivo universal. Lo que no es poco, teniendo en cuenta que hoy en día padres desaprensivos, en busca de ser los más originales o por seguir modas absurdas, endilgan a su progenie nombres imposibles y ridículos, con los que estos tendrán que lidiar hasta que tengan el suficiente uso de razón para rebelarse y decidir que se va a llamar así su padre o su madre, pero ellos no.
 

martes, 29 de noviembre de 2016

Epílogo

"Se impone que hablemos (...). Sobre todo por la antigua y quizá hasta ahora infundada creencia de que, si los maestros de este mundo fueran mejor leídos, podría reducirse la incuria y la desdicha que obligan a liar los bártulos a millones de personas. Como no nos queda mucho en qué confiar, y casi todo parece condenado al fracaso, debe insistirse en que la literatura constituye el único seguro moral posible para una sociedad; en que es el antídoto permanente del principio según el cual el hombre es un lobo para el hombre; en que aporta el mejor argumento contra cualquier teoría política que sólo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo, aunque sólo sea por el hecho de que la diversidad humana constituye el material básico de la literatura y su raison d'être. Se impone que hablemos (....). Si todo ello significa que vamos a hablar tan sólo entre nosotros, tanto mejor (no para nosotros pero quizá sí para la literatura)". De: "La condición a la que llamamos exilio (o levando chanclas)", Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Por Anna Ajmátova

Anna Ajmatóva. Nathan Altman (1914)
II


Se acerca el aniversario, día del recuerdo.

Os veo, os oigo, os siento:


a la que apenas pudo llegar a la ventana,

a la que no volvió a pisar la tierra en que nació,


a la que moviendo su hermosa cabeza

musitaba: “Ya vengo aquí como si fuera mi casa”.


Querría llamar a cada una por su nombre

pero requisaron la lista y no puedo hacerlo.


Para ellas he tejido este vasto sudario

con las tristes palabras que de ellas oí.


A ellas siempre tendré presentes, y en todo lugar,

no las olvidaré en desgracias futuras.


Y si un día sellaran mi atormentada boca,

la boca con que gritan cien millones de almas,


que ellas piensen en mí, como pienso yo en ellas,

que por mí rueguen cuando llegue mi día.


Y si alguna vez quisiera la ciudad

erigir un monumento en mi memoria,


podría ese honor aceptar complacida,

con tal de que no lo alzaran nunca


ni a la orilla misma del mar donde nací

-mis lazos con ese mar ya los he roto-,


ni junto a mi árbol sagrado, en el jardín de los zares,

donde una sombra yerra y me busca desolada,


sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas

ante rejas que para mí no se abrieron.


Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,

las ruedas del siniestro furgón negro,


los golpes de la puerta que hemos odiado tanto

y el aullido de la anciana, como animal herido.


Que desde los yertos párpados de bronce

fluya –y sean ésas sus lágrimas- la nieve derretida,


que arrullen a lo lejos palomas del presidio

y bajen silenciosos los barcos por el Neva.


(1940. Réquiem)


miércoles, 23 de noviembre de 2016

Jakob von Gunten

Jakob von Gunten. Robert Walser

Siruela: Madrid, 2007, 128 pp. 16 euros. 

“Hablo y pienso a veces muy por encima de mi propio entendimiento” (Robert Walser. Jakob von Hunten).

Por J. Teresa Padilla

Antes no lo hacía, así que no sé si me habré hecho mayor de repente, pero el caso es que ahora tengo que poner todo lo que se me ocurre por escrito en el preciso instante en que se me ocurre, o adiós. A veces ni me da tiempo: de camino al lugar donde está el papel y el lápiz, el móvil o lo que sea que me permita anotarlo, ya se me ha olvidado. No debía de ser muy buena (la idea, digo), me consuelo. Pero jode (¡perdón!, que no soy Pérez-Reverte y seguro que no me lo puedo permitir), porque si sólo pudiera escribir sobre mis ideas cuando fueran buenas estaría lista. Menos mal que las de otros suelen inspirarme alguna propia, más o menos presentable, para hablar de las suyas. Es lo que tienen los buenos escritores: a la mínima te preñan. Poca cosa soy, y casi todo se lo debo a las reseñas, ésa es la verdad. Por eso no puedo hacerlas de lo que me aburre, aunque… Perdón, que se me acaba de ocurrir una cosa y tengo que apuntarla. Pensaréis que lo digo para acabar bien el párrafo, por sentido del ritmo y eso. ¡Qué buenos sois!

¿A qué viene esto? Pues a que ahora tengo un fichero con el nombre “Ideas” (no son muchas todavía, ni muy brillantes, pero me sirven de seguro mental para previsibles periodos en blanco) y exactamente la número 4 procede de esta obra, Jakob von Hunten. A decir verdad, de esta obra y de la historia de una pintora japonesa que conocí por Facebook. Iba sobre la locura: la buena (que te lleva a ser quien realmente eres o quieres ser, tipo don Quijote) y la mala (en la que te pierdes sin remedio). Estas locuras unas veces son distintas y otras, desgraciadamente, fases de la misma. No sé si terminaré desarrollando la idea número 4 porque hay cosas que no se pueden entender desde fuera y, aunque esto no constituye en mi caso inconveniente alguno, no sé si estoy preparada para exponer públicamente mis vergüenzas mentales.

Pero bueno, al grano, que se supone que esto que escribo iba a ser mi lectura del Jakob von Gunten de Robert Walser. Aunque, por otro lado, qué mejor forma de transmitir la “música”, el “aire” de esta obra, que la digresión: “Realmente, el circunloquio es para Walser una cuestión de supervivencia”, escribe W.G. Sebald en una obrita sobre este “paseante solitario” que recomiendo a todos porque se lee en un momento y es iluminadora (y no sólo sobre Walser, quizás mucho más sobre el propio Sebald). Esencial para Walser es el circunloquio y también el paso de una cosa a otra, de la seriedad a la risa, de lo lírico a lo prosaico, de un mundo poblado de sueños (y hasta pesadillas) a otro que pesa tanto que no deja respirar, así que es mejor mantenerse a una distancia prudencial de él. En el Instituto Benjamenta, por ejemplo.

Las biografías de Walser (1878-1956) cuentan que desde joven tuvo un comportamiento errático o, si se quiere evitar dar la impresión de que se interpreta toda su vida desde su última parte y final, errabundo. De una ciudad a otra; de un modesto empleo a otro. La escritura es la única constante incluso cuando una clínica mental pone fin a su nomadismo. Durante un tiempo al menos. Luego llegó la reclusión forzosa y el silencio.

Robert Walser (1890)
Hace un par de días leía en Brodsky algo así (maldita memoria) como que las biografías de escritores no tienen utilidad ni interés para iluminar su obra literaria porque sucede más bien al revés, que es la obra la que nos da a conocer a su autor, es ella la que le sirve de espejo. No porque sea autobiográfica, sino porque constituye un autorretrato del propio autor. Y desde luego que gracias a Jakob von Hunten podemos entender muy bien al casi adolescente Walser y, de paso, lo que nos cuentan las biografías de esa primera etapa de su vida. Supongo que el resto de su obra nos mostrará el resto, con la excepción, claro, de lo que nadie puede llegar a contar (la muerte y, lo que no es muy diferente, la rendición a la locura).

Jakob se va de casa, de una casa en la que es amado y estaría bien situado en la futura carrera por el éxito social, para ingresar voluntariamente en el Instituto Benjamenta, centro en el que espera, precisamente, conseguir lo contrario de lo que se supone habría que desear: “ser un encantador cero a la izquierda”. En el Instituto Benjamenta no se enseñan contenidos (¿de qué me suena esto?), sino formas: las que convienen a un buen muchacho, esto es, paciencia y obediencia. Disciplina. Lo importante, en realidad, no es lo que se enseña en este Instituto. Estoy segura de que en la época de Walser, como en la mía –no pondría ya la mano en el fuego por lo que sucede hoy-, todos los centros escolares enseñaban a obedecer (la paciencia se supone) y, si no te quedaba claro esto, te lo recordaban muy a gusto en casa aunque fuera a zapatillazo limpio. Lo importante es que es lo único que se enseña. El Instituto Benjamenta es una escuela para la vida real, que resulta ser “una vida abominable", de ahí que su enseñanza se reduzca a la de un esencial ejercicio de supervivencia que promete una transformación interior completa.

No voy a discutir a quienes ven en este aprendizaje de la obediencia y la disciplina el intento de eludir la responsabilidad de existir, de tener que ser alguien en sentido literal, es decir, el intento de llegar a ser nadie o, más brevemente, de conseguir no ser (aun siendo, pues el suicidio es pura rebelión, y además inútil, y queda completamente descartado). No se lo discuto porque tienen razón. También Sebald habla de la obra de Walser como un ejercicio de despersonalización. Desde luego Schopenhauer intervendría de inmediato para recordar que ya nos advirtió él que la única forma de salvarse en y de este pérfido mundo era esta autoaniquilación pasiva que los budistas llaman nirvana y que tanto se parece a lo que se aprende con los hermanos Benjamenta. No lo voy a discutir, repito, pero me parece sólo la mitad de una verdad, y la mitad de una verdad es como la mitad de un billete. Que no sirve para nada.

“Siento cuán poco me concierne aquello que se denomina mundo, y qué grande y fascinante me parece lo que yo, en mi fuero interno, llamo mundo”, nos dice Jakob. En realidad no hay dos mundos, Jakob no es tan ingenuo o tan loco. Está el mundo y la visión que cada uno tiene de él. Y de ahí procede la tensión irresoluble entre ser y ver: la visión, para ser verídica, exige distancia y por tanto salir del mundo, quedarse fuera. Sobre todo porque hablamos de un mundo cruel, duro y feroz que te arrolla como se te ocurra detenerte un momento. Pero no hay otro, no hay un afuera. El instituto Benjamenta no es, por más que Jakob lo presente así, un refugio; aunque continuamente lo contraponga al mundo real, a la vida, forma parte de él. Hasta tal punto está integrado en el mundo "real" que su peculiar enseñanza sirve igual para adaptarse e incluso medrar en su seno que para resistírsele. Y ésta es la disyuntiva última de Jakob, la que se expresa en la relación con su alter ego, su compañero Kraus, el de los ojos “aterradoramente bondadosos” (¡uff!).

Kraus es el alumno perfecto, honrado, fiel, bueno, con principios. Por eso no está destinado al triunfo: son los tontos (no hay tonto fiable ergo tampoco bueno) los que “están hechos para llegar lejos, para escalar, vivir bien y mandar”. No está destinado al triunfo, pero sí a cumplir a la perfección el papel subordinado, modesto pero digno, del hombre corriente. Jakob lo admira y parece decidido a llegar a ser como él, pero no puede: la risa está siempre a punto de escapársele. “En mi interior mora una extraña energía que me impulsa a conocer la vida a fondo, y un deseo indomable de aguijonear a la gente y a las cosas para que se me revelen”. Jakob siente curiosidad, una curiosidad que dibuja una sonrisa condescendiente en Kraus. Su “dejar de ser”, su “aprender a no ser nadie”, lo que le ha llevado al Instituto Benjamenta, es, en realidad, una necesaria preparación para poder saber y sentir de verdad, es una negación que oculta y hace posible una afirmación: “Tampoco siento el menor respeto por mi Yo, me limito a mirarlo y él me deja totalmente frío. ¡Oh, entrar en calor! ¡Qué maravilla! Siempre seré capaz de entrar en calor, pues nada personal ni egoísta me impedirá jamás interesarme, apasionarme o ser partícipe”. No sentir para sentir más y mejor, no distinguirse ni destacar, ser un cero a la izquierda, para pasar inadvertido y poder seguir siendo el observador invisible y libre (“si yo me estrellase y perdiese, ¿qué se rompería y perdería? Un cero”) de eso tan fascinante que se llama hombre: “¡Hombres, sí, nada más que hombres y más hombres! Lo siento intensamente: amo a los seres humanos. Sus locuras y enojos súbitos me son más queridos y preciosos que los más grandes prodigios de la naturaleza".

Me ha encantado seguir el a veces atolondrado, otras risueño, siempre lúcido aunque al filo de la locura, monólogo de Jakob. Creo que cualquier lector sonreirá con él y comprenderá que a veces hay que reírse como él hace de uno mismo para no resultar ridículo. O para no llorar. Y si la obra literaria es, como decía Brodsky, un autorretrato, en ésta puede verse a un joven valiente que se atreve a exponerse al peligro de desaparecer y perderse para siempre en lo “insignificante y pequeño” con tal de poder “permanecer a la escucha de eso que se niega a ser oído”.

En Herisau (1949)
“He estado en las alturas, Jakob; es decir, he sido simplemente joven y muy prometedor, y también en este sentido me he visto desposeído de mi trono y de mi reino. Caí. Y empecé a dudar de mí y de todo. Cuando nos desesperamos y afligimos, mi querido Jakob, nos volvemos penosamente pequeños y las pequeñeces se nos van echando encima en número cada vez mayor, como rápidas y voraces sabandijas que nos devorasen lenta, muy lentamente, y lentamente también supieran asfixiarnos y deshumanizarnos”. Sí, por si no tenía yo bastante, encuentro descrito mi propio fracaso en el de Herr Benjamenta. Lo mismo las obras literarias no son sólo el autorretrato de su autor. Lo mismo también lo son de nosotros, sus lectores. Tengo que buscar lo de Brodsky. Y “basta de escribir por hoy. Me pone demasiado eufórico. Y salvaje”.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Las recetas de Ana

Por J. Teresa Padilla



"No sabía qué decir. Tampoco sé qué decirte ahora".

Ana no sabía qué decirme, ni entonces ni ahora, y por eso se puso a hacer croquetas. A quién se le ocurre, ¿no? Y luego sopa de pescado con unos tropezones en forma de langostinos para matarse del traspié. Un par de días después apareció también con un arroz con leche. Más adelante llegaron unos pimientos asados de acuerdo con la ancestral receta familiar. Y al poco, estando yo presente ya en mi casa, llegó la tortilla de patatas cuyo recuerdo todavía me hace llorar de nostalgia. Nunca antes habían catado mis hijos (huérfanos de abuelas aficionadas a la cocina e hijos de una madre desmotivada para estos quehaceres) semejantes manjares, doy fe. Sentiría lástima por ellos si no los conociera, pero los conozco y son de los que quitan a cualquiera las ganas de cocinar. Mira que te he dicho veces que no se merecían estas delicatesen, Ana: si por algo quieren crecer e irse de casa es para poder alimentarse de por vida a base de pizza y macarrones.

Ana no es una abuela, ni siquiera es cocinera. Es una mujer de mi edad que de lunes a viernes trabaja muchas horas fuera de su casa y dedica gran parte del fin de semana a cocinar. Así se ahorra algo, y los suyos y ella misma pueden alimentarse los días laborables con comida casera, aunque sea, como es su caso, en un triste táper. Acostumbrada a cocinar grandes cantidades, aumentarlas para abastecer a mi familia no le suponía ningún esfuerzo. Eso decía ella, pero yo no lo veo tan claro; no me terminan de salir las cuentas.

Entre los suyos para los que cocina habitualmente se cuenta un niño de la edad del mío, y de ahí viene nuestra relación. Porque Ana y yo no somos familia ni amigas de toda la vida. Hasta hace bien poco carecíamos casi de nombre propio: éramos sobre todo las madres de nuestros respectivos (fenómeno de sobra conocido por cualquier padre o madre que me esté leyendo). Nos caemos bien y nos gusta charlar, a eso se reduce todo entre nosotras, cosa que normalmente sólo hacíamos mientras nuestros hijos “nadaban” (son célebres en el polideportivo municipal por no haber conseguido subir de nivel en un lustro) o entrenaban para hacernos ricas en un futuro con sus goles (esto lo hacen con más ganas aunque no mucho mayor provecho). En eso consiste nuestra amistad. Poca cosa en apariencia, pero resulta que estamos tan cómodas que a veces nos contamos sin querer cosas que se supone deberíamos callarnos o decir con mucha más delicadeza. Eso me pasó a mí un buen día (¿sería un sábado y de ahí lo de las croquetas?) que Ana me llamó para preguntarme qué tal estaba, pregunta que todos sabemos que debe, en primera instancia, contestarse con un “bien” (para abreviar, pues habría que añadir “gracias. ¿Y tú?”).

Aparte de que, a saber por qué, nos tenemos confianza y, por ello, la respuesta al uso no termina de proceder a no ser que la matice una especie de suspiro irónico, la verdad es que creí que ya sabía lo que le estaba contando y por eso me llamaba. Pero no (ésa soy yo: la que se pasa de lista). Así que, tras prácticamente colgarme y mandarme a continuación un mensaje para explicarme su repentino autismo, se puso con las croquetas.

No sé si hacer croquetas le ayuda a pensar o precisamente a no hacerlo. Según ella la relajan. Las croquetas, la sopa de pescado, la tortilla de patata, (¡ay, la tortilla!)… El caso es que un buen día le tuve que decir que ya llevaba un tiempo en casa y nada me impedía cocinar para los desagradecidos, culinariamente hablando, de mis hijos. Vamos, que me sentía una abusona y, con todo el dolor de mi corazón (pocas veces he dicho esto tan de verdad), debía renunciar a su tortilla. Que no lo hacía por mí ni por los niños, sino por ella, me contestó. Que así se sentía mejor y tenía la impresión de que hacía algo. En resumen, era puro egoísmo, según ella. A mí, por el contrario, me parecía que seguía intentando expiar la falta de palabras de aquella conversación telefónica, como si aquel silencio no hubiera sido mucho más elocuente y consolador que cualquier palabra. Para lo inteligente que eres, Ana, mira que puedes llegar a ser tonta.

Resulta asombroso el bien que pueden llegar a hacerte personas con las que aparentemente no te unen grandes lazos. Ana no es la única, pero las representa muy bien a todas. Espero haber sido capaz de expresar con este texto, repleto de palabras, un agradecimiento que seguramente expresaría mejor un simple beso. Y Ana, sí, necesito que me digas muchas cosas: necesito las recetas, tus recetas. Las recetas de Ana.

martes, 8 de noviembre de 2016

La última posada

La última posada. Imre Kertész.

Acantilado: Barcelona, 2016, 296 pp. 24 euros.

“Leyendo a Kafka uno sólo puede sentir vergüenza de atreverse a escribir” (I. Kertész. La última posada).
“Sin embargo, las manos de uno de los señores estaban ya en su garganta, mientras el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, haciéndolo girar allí dos veces. Con ojos que se quebraban, K. vio aún cómo, cerca de su rostro, aquellos señores, mejilla contra mejilla, observaban la decisión. “¡Como un perro!, dijo; fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo” (F. Kafka. El proceso).

Por J. Teresa Padilla

 Venga. Allá voy. A ver si me acuerdo de cómo se hacía (o cómo lo hacía). Lo siento por La última posada, a la que no podré hacer justicia (o al menos la justicia que me gustaría y de la que en otro tiempo hasta me sentí capaz). Podía haber escogido volver con una reseña de un libro que hubiera despertado mi faceta de crítica feroz y sarcástica, que la tengo, conste. Eso es más fácil de escribir, a saber por qué (la bruja que en el fondo o en la superficie eres, que la justicia en estos casos te impota un bledo…), pero hay un problema (en realidad, dos): he decidido no obligarme a leer nada que no me guste (ventajas del amateurismo), y tengo que confesar que soy, siempre he sido, una moralista (no comento lo que no he leído).

Kertész (1944). Fuente: Bz-Berlin
¿Por qué entonces Kertész? ¿Es que no he leído otra cosa interesante durante este medio año de ausencia? Pues no. Ésa es la verdad. Apenas he leído. Apenas he logrado terminar un libro, sería más exacto. Unos eran, o me parecían, malos. Otros, simplemente, no fueron capaces de mantener la atención de una persona que, como yo, siempre ha tenido dificultades para concentrarse y a la que de pronto se le acumularon urgencias sobre las que decidir si había que pensar o más bien ignorar o… Yo qué sé. No, no soy de esas mujeres multitarea perfectas. La metáfora del pollo sin cabeza se creó sin duda pensando en gente como yo. Por supuesto, no llegué a terminar de pensar o ignorar nada hasta el final. Y claro, tampoco a leer casi nada hasta el final. Casi nada, porque La última posada sí; y esto merece una explicación, porque resulta casi un milagro y se supone que tales cosas no existen.

La leí, es verdad, aunque apenas me enteré de nada. Soy de las que se pierden y constantemente tienen que leer de nuevo una frase, un párrafo. Una página entera si me descuido. Una, dos veces; puede que más. Eso en estado normal (lo sé, no soy nada lista, lo que tiene sus ventajas: me exime de la obligación de entender gran parte de lo que sucede a mi alrededor). Cuando me hallo en el estado de gallinácea descabezada antes descrito, el fenómeno adquiere proporciones alarmantes. ¿Y por qué seguir leyendo lo que sabes que no estás entendiendo (o no del todo), lo que sabes que vas a tener que leer desde el principio más adelante?

Yo creía que sólo era por necesidad afectiva. Ya comenté cuando murió, la última vez que escribí aquí, que Kertész era uno de esos autores que, más que leer, siento que me hablan. Alguien que conoces, cuya charla te acompaña aunque no siempre le prestes atención. Te consuela el runrún de su voz. Y cuando no es así cierras el libro. Sin rencor ni dolor. Pero luego, en la segunda lectura, ya en mi casa, ya pasado lo peor (sólo de momento, como casi siempre en la vida), le escucho decirme: “No hay que entender los libros, basta la inspiración que despiertan en nosotros, a menudo por el mero hecho de tenerlos en las manos y leerlos. No importa el libro, sino su lector”. Los libros nos ayudan a pensar, a entendernos a nosotros mismos, incluso a vivir más allá de como también lo hace un vegetal. Eso me dice este texto, que no sé si de verdad he entendido. Y además no importa, porque me siento autorizada por el autor para quedarme con la impresión gozosa (bendita sea mi estupidez) de que me queda mucho por comprender. Casi todo. Así que volveré a leerla y a entender muchas frases por primera vez o a entenderlas de otra forma. De eso se trata. Por eso amo a Kertész. Porque escribe para tontos como yo, pero tontos deseosos de aprender; porque él mismo escribe para saber, y no cualquier cosa, sino lo esencial (“la novela es indagar en el ser con los medios de la novela”); porque, resumiendo, hace de la literatura un ejercicio socrático y conjuga mis dos pasiones: las literatura y la filosofía. No era, pues, sólo la necesidad de compañía, sino de un maestro, un guía, un poco de luz.

“Considero [este libro] la culminación de mi obra”, el “opus magnum ultimum”. Como a otros tampoco me lo pareció a mí la primera vez que lo leí, ni mucho menos. En realidad me sorprendió la afirmación, me chirriaba: un hombre que baraja como título alternativo de esta obra Fin de partida en el club nocturno “El seguro perdedor” no puede cantar este tipo de victorias. A la segunda creo que empecé a encontrarle sentido. Es (o pretende ser) el libro-diario de la muerte y ¿no es ella la culminación de la vida? Aunque ésa es la cuestión: ¿lo es?, ¿qué es la muerte, más allá del camino de decadencia y enfermedad que conduce a ella?

La novela hace metafísica (sic), pregunta por el ser (sic) con sus medios, decía Kertész y citaba yo arriba. Unos medios a la vez precarios (“el escritor, si es honesto, está siempre al margen de la propiedad. Sabe que no tiene nada y que no sabe nada”) y ambiciosos hasta la más vergonzante locura, pues trata de llenar el hueco dejado nada menos que por el dios ausente y recrear su creación, que es la creación del sentido moral que falta. O que a algunos les falta (el científico se ríe de las zozobras del escritor y “ataca el filete”) haciendo de la vida un absurdo, “un error que la muerte tampoco arregla”, un fracaso, una chapuza. Tal indagación puede muy bien ser superflua a día de hoy, seguro que lo es, pero “resulta secundario que la metafísica tenga o no razón de ser (en nuestro pensamiento). El hecho es que “el hombre” ha sido metafísicamente abandonado” (Dios ha muerto); que “tal es ahora su estado de ánimo, y éste es un estado de ánimo peligroso”. ¿Necesitas pruebas? Echa un vistazo a la prensa o a los informativos. Así que habrá que retomar esa creación imperfecta, considerarla sólo un experimento, un camino hacia “la verdadera imagen y semejanza” todavía por recorrer, un proceso en el que el escritor se pregunta si no es su deber participar. Porque en el fondo de esto se trata: o se aferra a esta esperanza ingenua y probablemente falsa o hace por fin acopio del valor para tirarse por la ventana: “Quitarse la vida o seguir viviendo es solamente cuestión de carácter, de temperamento o de oportunidad”.

Fuente: Tumblr
Una locura brutal. Algo que pocos escritores se atreverían a plantear siquiera sin sonrojarse. Pero qué sino esta locura puede hacer pese a todo de la vida “una enorme maravilla en la enorme miseria del mundo”. La escritura como deber ético, como refugio contra “el orden natural del mundo: la maldad”, como esa esperanza insensata que “domina mi vida y la convierte en vida bendecida”, como “justificación de la existencia” -“¿Merece la pena “levantarse de un salto de la cama” por una buena frase, por un pensamiento? Todavía sí. (Y mientras merezca la pena durará mi vida…)”-, como vanidad de vanidades y plenitud de plenitudes, como metabolización del dolor… Todo esto se dice en La última posada. Una locura, sí, pero “mientras me aferre a mi locura seguiré cuerdo… No debo permitir que a mí, un niño de setenta y cinco años, me introduzcan por la fuerza en el mundo de los ‘adultos’”. Agarrarse a la locura de la niñez, ésa que nos permite hablar de los grandes asuntos como ellos exigen: a lo grande, “es decir, con cinismo y con inocencia”. Brutal, grandioso, digna tarea del opus magnum ultimum.

Fuente: El español
De esto habla La última posada. De esto y de la enfermedad (qué casualidad), propia y ajena, de la decadencia no sólo física ("todas las enfermedades son enfermedades del alma o se convierten en enfermedades del alma"), de todo aquello que nos hace perder la ya escasa confianza que tenemos en la vida y en nuestros cuerpos y nos hace conscientes de los huérfanos que hemos sido siempre. Y de la muerte, por supuesto, de la que no sabemos nada, ni siquiera si la deseamos o no. Sólo que duele y entristece, y provoca en el hombre un miedo que “gime y lloriquea a sus pies como un perrito abandonado” (y sólo por esta descripción del miedo inconcreto y constante que dejan las pesadillas y acompaña a la muerte ya vale la pena para mí esta novela en cierto sentido frustrada, quizás necesariamente). También de trivialidades como el Nobel, las idas y venidas de Budapest a Berlín, las fatigas informáticas, las caídas, los insomnios, los dolores… Y de música, de amor, de soledad, de cómo se gestan o frustran las obras literarias, de la inutilidad de la pasión y del pavor a perderla... De lo que hablan, en suma,  los diarios, porque un diario de la muerte no se diferencia mucho de uno de la vida. Al fin y al cabo, lo que parece indudable es que, llegados a la vejez o a cualquier otra enfermedad incurable, la muerte debería ser una mera cuestión práctica que exige sus preparativos y, sin embargo, la mayoría no hacemos ninguna de estas cosas tan razonables incapaces de dominar nuestro “cínico amor por la vida”. ¿Cínico? Sí, de perro, porque nuestra muerte es nuestra sólo mientras nos agarramos, vivos, a ella como “nuestra última tarea”, pero al final nos alcanza como a Joseph K. avergonzándonos y dejándonos en rídículo: “’Como un perro’, citó Sonderberg, como un perro”.

lunes, 3 de octubre de 2016

Lágrimas de cine


Por Esperanza Goiri


"Cada lágrima enseña a los mortales una verdad". (Platón)



Periódicamente aparecen en prensa o en la red, proyectos de investigación con curiosas tesis del tipo: ¿Las mujeres pelirrojas, por su llamativo color de pelo, están más capacitadas para bailar bien la conga que las morenas?¿Las personas consumidoras de regaliz tienen más propensión al sadismo? Estos ensayos suelen venir apadrinados por una universidad o institución extranjera de florido nombre, por ejemplo Brainburg Health and Technologic Institute (me lo acabo de inventar) y sus conclusiones suelen ser sorprendentes. Como profana en la materia, desconozco la validez de dichos estudios desde un punto de vista académico y científico. Pero me divierte ojearlos.

Todo esto viene a colación porque hace unos días tuve noticia por Facebook de una investigación, realizada en la Universidad de Oxford, que me ha producido enorme satisfacción al proporcionarme dos argumentos nuevos para esgrimir frente a los que me miran en el cine, con sorna y displicencia, cuando me ven llorar como una María Magdalena cualquiera. Sí, soy de las que no pueden evitar las lágrimas ante determinadas secuencias. Lo intento llevar con la máxima dignidad posible, pero es difícil mantener el tipo cuando se encienden las luces, tras la finalización del film, y te pillan cual cervatillo deslumbrado por los faros de un coche, con el apéndice nasal enrojecido, los ojos acuosos y estrujando en las manos húmedos pañuelos de papel. Disimulas, tosiendo y sonándote la nariz, como si estuvieras afectada por un pertinaz catarro, pero no cuela. En esas situaciones sólo te reconforta el detectar en el patio de butacas a otro/a llorica que presenta los mismos síntomas que tú. Una inmediata corriente de simpatía y afinidad se establece entre ambos, al identificarnos como miembros de un mismo club: el del “lagrimal sensible.”
 
Fotograma de Las normas de la casa de la sidra


El grupo de investigadores de Oxford, liderados por el psicólogo evolutivo Robin Dunbar, afirma que llorar en el visionado de películas dramáticas estimula la segregación de endorfinas en el cerebro, lo que eleva el umbral de tolerancia al dolor; además, se establecen unos vínculos más fuertes entre los componentes del grupo que han compartido la experiencia. ¡Que se chinchen los reyes del autocontrol y los marmóreos de corazón! Alguna ventaja teníamos que tener los plañideros.

Mira por dónde, ahí puede residir la explicación de mi alto umbral de dolor, tal y como me han confirmado los médicos que me han tratado de diversas dolencias. Porque llorar, he llorado copiosamente por culpa del cinematógrafo. Empecé con la cruel separación de Dumbo de su madre y ha sido un no parar. Son muchas las cintas que me han emocionado y conmovido hasta perder la compostura: Up, Million dollar baby, Brokeback Mountain, Cuentos de Tokio, La buena estrella, Doce años de esclavitud, Cowboy de medianoche, Solas, El Pianista, Carreteras secundarias, La lengua de las mariposas, Los santos inocentes, Siempre Alice, Hotel Rwuanda, Toy story 3…

Evidentemente hay muchos factores que influyen a la hora de que te conmueva una película, dejando aparte sus méritos técnicos y artísticos. La edad, la situación personal, la empatía e identificación que se sienta con los personajes… Hay films que te emocionan la primera vez y sin embargo, cuando los vuelves a ver te dejan indiferente. Otros, por muchas ocasiones que los veas, siguen impresionándote. En mi caso, hay dos películas en las que pese a conocer su trama y desenlace al dedillo soy incapaz de reprimir el llanto. Curiosamente, aunque por diferentes motivos, ambas están asociadas a mi padre.

Una, es Capitanes intrépidos. Narra la entrañable relación que se establece entre Manuel (Spencer Tracy), un sencillo pescador portugués, y un niño rico y malcriado interpretado por Freddie Bartholomew. La vi por primera vez con mi progenitor cuando yo tenía siete u ocho años. En la escena de despedida entre los dos protagonistas, mi padre se emocionó profundamente. Contemplarle llorar me podría haber inquietado, puesto que no le había visto antes en tal circunstancia. Sin embargo, le entendí perfectamente y me identifiqué con él y con los sentimientos de los personajes. A lo largo de los años volvimos a verla juntos en tres ocasiones más; los dos sabíamos que se nos escaparían las lágrimas, inexorablemente, en la misma escena. No hacíamos nada especial para provocar el llanto o para evitarlo, simplemente sucedía.

La otra, Las normas de la casa de la sidra. Mi padre había fallecido hacía poco y mi marido, por aquel entonces novio, pensó que podíamos ir con mi madre al cine para distraerla un rato. Dicho y hecho. El eligió la película y sacó las entradas. Ninguno de los dos nos informamos del argumento; estábamos a otras cosas. Cualquiera que haya leído la novela que inspira la película o haya visto ésta, sabe que de reír, precisamente, no es. Por si fuera poco, mi padre siempre había tenido un cierto aire a Michael Caine, acentuado en esta cinta por la personalidad del Doctor Larch. Total, que la panzada de llorar fue antológica. El “yerno” nos miraba consternado y deseando que se lo tragase la tierra. Puede que por todas esas circunstancias sea una de mis cintas preferidas.

En fin, “príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, de vosotros depende dejaos llevar o no por las emociones la próxima vez que veáis un dramón. Que ustedes lo lloren bien.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Bibliografía básica


Por Marisa Díez

En estos tiempos de política convulsa que atraviesa el país y sin grandes esperanzas de que la situación se resuelva en un plazo breve de tiempo, me asalta la duda de si el próximo gobierno de turno será capaz de promulgar una ley de educación mínimamente consensuada por una mayoría de partidos que la convierta en válida. Hace tiempo que la población tiene aceptado como norma no escrita que cada cambio de gobierno trae consigo una nueva reforma educativa, siempre discutida y jamás aceptada por todas las partes en juego.

Pensaba en ello mientras daba vueltas al tema de mi entrada de hoy. Intentaba recordar cuál fue el primer libro que leí de principio a fin de forma voluntaria y que me convirtió en adicta a tener siempre entre manos un ejemplar, hasta el punto de que si un día termino uno y no dispongo de relevo, entro en un estado parecido a la ansiedad. Me dedico entonces a mendigar algo de lectura entre amigos y familiares y en el caso de no obtener un resultado satisfactorio, no me queda otra que salir corriendo hacia la librería más cercana para superar esa especie de síndrome de abstinencia en el que me encuentro. Porque ya sabéis que el e-book es algo que todavía no ha entrado en mi vida. Ahí sigo, resistiéndome a ello con todas mis fuerzas.

Bromas aparte, es cierto que recuerdo haber pasado horas dedicada a la lectura casi desde que tengo uso de razón. En ello influyó, sin duda, la suerte de haber crecido en un hogar repleto de libros, debido a la profesión de mi padre, encuadernador y dorador de la antigua Espasa Calpe. Pero no menos importante me parece la influencia que sepan ejercer los buenos maestros en el proceso formativo del niño durante la etapa educativa. Tuve una profesora de literatura en el instituto, de la que no recuerdo con certeza el nombre, a la que debo el haber afianzado en mí esa costumbre que ya había adquirido desde la infancia. Una de las obras que debíamos trabajar durante el curso fue Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, libro que devoré después de haber seguido a rajatabla su recomendación: nos instó a continuar con su lectura sólo si éramos capaces de superar sus primeras treinta páginas. Me sentí orgullosa cuando pude explicar a mis compañeros que había logrado terminarlo y, lo que resultaba más increíble, me había encantado.

A partir de entonces, La busca, de Pío Baroja o La colmena de Cela, se turnaban como lecturas obligatorias con otro tipo de literatura más difícil de disfrutar en esas edades, pongamos por caso El conde Lucanor, que causaba auténticos estragos y abandonos incluso entre los amantes de la lectura.

Por mi parte, yo continuaba de forma paralela en mi búsqueda de las joyas literarias que contenía la particular biblioteca de la que disfrutábamos en casa. De ella rescaté las Poesías completas, de Antonio Machado, que se convirtió en uno de mis autores de referencia. No faltaron las inevitables Rimas y leyendas de Bécquer, ésas que todo adolescente que se precie ha leído en algún momento puntual de desamor. O el Romancero gitano de Lorca. Incluso la Historia de una escalera, de Buero Vallejo, que me introdujo de lleno en el teatro escrito.

En fin, podría seguir con mi enumeración y llenaría páginas enteras. Y sin embargo creo que todos tenemos un recuerdo claro de ese primer libro del que no fuimos capaces de desengancharnos hasta que alcanzamos su página final. El mío lo tengo grabado claramente en mi memoria. Fue un regalo que mi padre nos trajo de la editorial y que devoramos por etapas mis hermanas y yo. Se llamaba El diario de Mónica, no recuerdo su autor, y nunca más he vuelto a encontrarlo por más que he buscado y rebuscado en múltiples páginas de internet dedicadas a libros descatalogados. Era un ejemplar encuadernado en tapas duras de color verde y con el título dorado en el lomo. Todavía sería capaz de relatar con todo detalle su trama, supongo que por aquello de que los recuerdos, cuanto más antiguos, más sencillo nos resulta evocarlos. Probablemente hoy en día no resistiría el paso de los años. Su escritura estaba profundamente marcada por el momento social y político de la época, pero si alguien desea alguna vez convertirme en una persona realmente feliz, sólo tiene que conseguir ponerlo de nuevo en mis manos, si es que aún existe algún ejemplar escondido por alguna parte. Ahí os lo dejo…

Y sin embargo, a pesar de mi buena disposición desde niña, hay algo de lo que estoy más o menos segura, y es que de no haberse cruzado en mi camino aquella profesora que me empujó a leer Tiempo de silencio, quizá nunca me hubiese convertido en la lectora empedernida que soy. De ahí mi convencimiento absoluto de que es necesario crear el hábito de la lectura desde la infancia. Y de que haya docentes que, en su labor profesional, se vean apoyados por una ley que les ayude a mejorar, por fin, un sistema educativo que se tambalea.


jueves, 30 de junio de 2016

Cerrado por vacaciones


 Por Marisa Díez Marín

Hace años, al llegar el mes de agosto, Madrid cerraba por vacaciones. Así, literalmente. No hace falta hacer un ejercicio muy profundo de memoria para recordar que las tiendas de tu barrio colgaban el consabido cartel durante treinta días: los ultramarinos, el estanco, el kiosko de los periódicos, la pescadería o incluso el puesto de las chuches. En cualquier sitio al que te dirigieras habitualmente podías encontrar el temible recordatorio durante varias semanas y no te quedaba otra que buscar una alternativa, la cual podía encontrarse varias calles más allá y, desde luego, fuera de tus límites cotidianos.

Ahora es distinto. Aunque agosto sigue siendo el mes de veraneo por excelencia, es difícil que la vida de la ciudad se paralice; ni siquiera la de tu barrio se ve seriamente afectada. Las grandes superficies han cambiado nuestras costumbres y hábitos de compra y se mantienen abiertas sin pausa los 365 días del año. Además, resulta difícil para el pequeño comerciante, por no decir imposible, echar el cierre durante treinta largas jornadas. Si me apuras, y dando gracias, un autónomo puede permitirse el lujo de disfrutar de unas vacaciones de diez o quince días, a lo sumo. Incluso una sola semana puede ser lo más común.

En mi familia disfrutábamos de nuestro mes de agosto año tras año. Unos días antes asomaban las primeras señales de que el verano estaba aquí. Mi madre sacaba a la ventana (sí, he dicho bien, a la ventana) un botijo, con el que inauguraba oficialmente la llegada de la temida canícula. El sabor del agua en aquel recipiente, durante los primeros días, mezclado con anís para mitigar el sabor del barro, es uno de esos recuerdos que quedan intactos en la memoria. Y, aunque nos encontrábamos en la más tierna infancia, nadie nos ponía el más mínimo problema para echarnos unos tragos de aquel agua con algún grado de alcohol añadido. Al fin y al cabo, ya teníamos el estómago acostumbrado después de nuestras buenas copas de quina Santa Catalina, que resultaba estupenda para abrir el apetito, según la publicidad de la época y que actualmente sería acusada, cuando menos, de maltrato infantil.

La segunda señal irrefutable de que las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina, en mi caso particular, era el día en que mi vecino Alejandro sacaba su remolque a la calle y aparecía, bajo su ventana, enganchado a su Seat 124 blanco. Desde ese instante ya sabías que en muy poco tiempo partiría junto con su familia al camping de Alicante donde pasaba sus treinta días de rigor, razón por la cual se le hacía completamente necesario transportar todos sus enseres en aquel vehículo. Entonces sí, ya estaba claro que había llegado el momento de disfrutar de nuestro destino de cada verano: nos íbamos a Candeleda.

Pero lo cierto es que los días pasaban tan deprisa que cuando querías darte cuenta ya estabas de vuelta en los madriles. Y para el ocaso del verano, en aquella época dorada de adolescencia y juventud, también contábamos en nuestro pueblo de adopción con una particular señal, aquélla que cuando se producía nos obligaba a aceptar que el regreso era inevitable: mi amigo Fernando, que trabajaba en uno de los pubs que frecuentábamos, se dedicaba durante días a preguntarnos la fecha de nuestra partida, y la noche anterior a ella, todos los años nos castigaba con esa infame melodía del Dúo Dinámico, “el final del verano llegó y tú partiraaaaaaaás…” según atravesábamos la puerta del local, lo que nos provocaba alguna lágrima furtiva o ataques de llanto inconsolables, dependiendo de cada caso particular. Desde entonces me declaré enemiga acérrima de semejante réquiem musical y, si alguna vez he vuelto a escuchar la dichosa cancioncita, puedo asegurar que ha sido por puro accidente.

El caso es que regresabas a Madrid y después de unos días de aclimatarte a tu condición de residente habitual, enseguida le cogías el pulso a la ciudad y volvías a la vida cotidiana sin apenas esfuerzo. Y, cuando querías darte cuenta, de nuevo encontrabas el remolque de tu vecino aparcado en la puerta. Y vuelta a empezar.

En Diarios de resistencia hemos decidido echar el cierre por vacaciones durante un par de meses. Somos conscientes de ser unas privilegiadas, porque nadie en su sano juicio se atreve a disfrutar de algo más que un puñadito de días de asueto al año. Pero estamos dispuestas (y supongo que también lo estará nuestro representante masculino, aunque nos ha abandonado desde tiempo inmemorial) a regresar en septiembre con nuevos bríos, mucha fuerza, coraje a raudales e infinidad de historias positivas que contar. Hasta entonces, ¡felices vacaciones! Continuará…



miércoles, 1 de junio de 2016

El noble arte de insultar

Por Esperanza Goiri

Al poco de aprobar el carnet de conducir, transitando por una céntrica calle madrileña, debí de cometer alguna infracción y un taxista me recriminó mi torpeza con un comentario despectivo relativo al género femenino en general y a mi persona en particular. Rojo de ira me increpaba sin parar, de coche a coche, hasta que me harté y le espeté con claridad y contundencia: ¡Cállate ya “caraculo”! En mala hora. Fue como si le hubieran metido un rejón en salva sea la parte. Gracias a un semáforo que cambió oportunamente de color, propiciando mi huida, la sangre no llegó al río. Lo que para mí era un insulto inocente, casi infantil, produjo un efecto devastador. Claro que si lo piensas bien, que te digan que tu cara es como un culo puede ser muy ofensivo. Sí, ya sé que hay traseros esculturales, pero imaginaos uno peludo, flácido o caído…

Esta anécdota me vino a la cabeza porque para nuestra desgracia el insulto gratuito, soez y vulgar nos invade por doquier. Entre “viceversos”, realitys, tertulianos que sólo saben argumentar descalificando al contrario y políticos que emplean, cada vez con más frecuencia, un lenguaje atrabiliario, se puede afirmar que se ha degradado el noble arte de insultar. Por si fuera poco, las redes sociales se encargan de esparcir la porquería y la zafiedad hasta el último rincón del planeta.

El insulto es un desahogo, es la verbalización del hartazgo ante una situación o una persona por las que nos sentimos agredidos. Cumple por tanto una función social de extraordinario valor, ya que si no existiera, me temo que El Caso volvería a sus tiempos de esplendor y su edición sería diaria en vez de semanal. Pero no todo vale. Llamar a alguien como si fuera el marido grande de la cabra, o la mujer del zorro, o uniendo en una sola palabra las dos primeras sílabas del nombre del tío Gilito y de las esposas del pollo, no tiene ningún mérito e interés. Son insultos groseros, tópicos y manidos, que de tanto usarlos han perdido su función ofensiva. Hay gente que hasta los utiliza en tono cariñoso y cómplice: ¡Qué gili… eres, cuánto te quiero!

Injuriar a alguien por sus defectos físicos o su apariencia es vil, cruel y sobre todo muy fácil. Hay insultos machistas, misóginos, clasistas, xenófobos… que son muestra del odio y los prejuicios de quienes los emiten. Los verdaderos insultos son los que dejan a su destinatario descolocado, preguntándose si realmente lo que se le ha dicho es un agravio o no, porque su sutileza e ingenio confunden y necesitan de una segunda lectura para comprender su verdadero significado. Un buen insulto es como una bomba de efecto retardado: se lanza al objetivo y aparentemente no pasa nada, pero un poco más tarde explota y aniquila.

Hay muchos ejemplos de magníficos insultos. Aquí cito algunos. Groucho Marx tenía claro cómo llamar sutilmente fea a una señorita: “Ha sacado toda la belleza de su padre, que es cirujano plástico”. El político liberal y radical inglés del siglo XIX, John Bright, fue uno de los más grandes oradores de su época y sabía calificar de narcisista a un opositor sin que resultara evidente: “Es un hombre hecho a sí mismo y que adora a su creador”. El historiador inglés Thomas Babington “justificó” racionalmente el asesinato de Sócrates: “Cuanto más lo leo menos me sorprende que lo envenenaran”.

El político americano Barney Frank, del partido demócrata, llamó tonto al presidente republicano de los Estados Unidos, George Bush, sin que se notara mucho: “La gente podría citar a George Bush como prueba de que se puede ser totalmente inmune a los efectos de haber estudiado en Harvard y Yale”.

Especialmente ingeniosas son las palabras dedicadas por el escritor inglés Alfred Tennyson al crítico literario Churton Collins: “Es un piojo en los rizos de la literatura”.

El ensayista y poeta argentino Leopoldo Lugones tenía mala relación con su único hijo. Estando juntos una tarde, el escritor le dijo a su vástago que había dos cosas de las que se arrepentía en su vida: haber escrito Lunario sentimental y haber tenido un hijo. Éste, sin alterarse, le respondió: “Puede quedarse tranquilo. La gente sabe que usted no es autor de ninguno de los dos”.

Un día Winston Churchill se encontraba en el baño y fue requerido con impaciencia y apremio por el Lord del Sello Privado (oficial responsable del sello personal del monarca inglés). Ante su insistencia, Churchill le pidió a su asistente que le transmitiera este mensaje: “Dígale al Lord del Sello Privado que estoy sellado en el privado y que sólo puedo tratar con una mierda a la vez”.

Cuado Gandhi estudiaba Derecho en Londres, un profesor apellidado Peters la tenía tomada con él y no perdía ocasión de humillarlo. Un día coincidieron en el comedor de la universidad y Gandhi, al ver un hueco libre en la mesa del docente, se sentó a su lado con intención de almorzar; pero Peters en tono altanero le dijo: “Señor Gandhi, usted no entiende… un puerco y un pájaro no se sientan nunca juntos a comer”. El alumno le contestó: “Quédese tranquilo profesor… yo me voy volando”, mientras cogía su bandeja y se cambiaba de mesa.

Si os queréis adentrar en el fascinante mundo del insulto os recomiendo que os perdáis entre las páginas de dos obras de Pancracio Celdrán: Inventario general de insultos y El gran libro de los insultos. Os encontraréis con insultos ocurrentes, raros, divertidos, y la próxima vez que tengáis que insultar lo haréis con propiedad.

Para terminar no puedo dejar de transcribir un pequeño diálogo de la película Casablanca, entre su protagonista Rick Blaine y Ugarte (un buscavidas de poca monta), que no pierdo la esperanza de poder utilizar alguna vez si surge la ocasión:

- Ugarte: Tú me desprecias, ¿verdad?
- Rick: Si pensara en ti alguna vez, te despreciaría.