miércoles, 2 de diciembre de 2015

La vida ante sí

La vida ante sí. Émile Ajar.

Plataforma: Barcelona, 2007. 224 pp. 16 euros.




"-No hay que llorar, hijo. Es natural que los viejos mueran. Tú tienes toda la vida por delante.
¿Quería meterme miedo, el muy cerdo, o qué? Siempre he observado que los viejos dicen: “Eres joven, tienes toda la vida por delante”, con una sonrisa, como regodeándose.
Me levanté. Bueno, ya sé que tengo toda la vida por delante, pero no iba a darme mala sangre por eso".

Por J. Teresa Padilla

Con sesenta años, Romain Gary decidió reinventarse a sí mismo y creó a Émile Ajar. Reinventarse o quizá desdoblarse, pues nunca dejó de ser “el famoso Romain Gary”, ganador de un Goncourt en 1956 con Las raíces del cielo. No dejó de ser quien era (ni de publicar como tal), pero probó a ser también otro: un escritor que empieza de cero y está libre de todas esas expectativas que genera una carrera literaria previa de éxito. Y así, en un momento en que Romain Gary era considerado por la crítica de su país un autor previsible y que se estaba quedando anticuado, Émile Ajar, el supuesto seudónimo de un pariente lejano de Gary, Paul Pavlowitch, la deslumbra y vuelve a ganar en 1975 el Goncourt (premio que no puede concederse dos veces al mismo autor) justo con esta obra: La vida ante sí, la que era su segunda novela como Ajar. No fue hasta después de su muerte en 1980 que quedó confirmada la identidad última de ambos en Vida y muerte de Émile Ajar, confirmación que supondría, me imagino, una divertida venganza póstuma de los críticos que habían empezado a acusar a Gary de imitar a Ajar.

Por cierto, que Romain Gary también era un heterónimo. El de Roman Kacew, un judío de origen ruso nacido en Lituania que, tras fracasar en sus estudios de música, llega a Niza con trece años junto a su madre, decidida entonces a convertirle en una “gran escritor francés” y convencida de que, a diferencia de un violinista, esto era imposible con un nombre ruso. En La promesa del alba, Gary recuerda a esta madre a la que no sólo debe la vida como Roman Kacew, sino en el fondo también como Romain Gary. Una madre de esas que, según él, tan mal y tan temprano acostumbran a un amor irrepetible que condenan en lo sucesivo  “a comer frío hasta el final de nuestros días”.


La vida ante sí es una auténtica joya. Sencilla, real, tragicómica, lúcida… Apta para cualquier lector. E imprescindible. Todavía no entiendo por qué no la había reseñado mucho antes, pues lo cierto es que nadie debería privarse del placer de leerla. En ella Momo (Mohamed), un niño de unos diez años (luego descubriremos que son cuatro más), nos cuenta su vida junto a la señora Rosa y otros niños, que varían tanto en su número como en la duración de su estancia, en el sexto piso de un humilde edificio en Belleville, un barrio de París de población inmigrante (judía, árabe y africana). La señora Rosa es una antigua prostituta que en su vejez se gana la vida cuidando de los hijos que la ley prohíbe a las de su anterior oficio mantener junto a ellas. Para eludir esa amenaza constante de la Asistencia Pública cuenta con un amplio e indescifrable número de documentos falsos tanto de los niños como de sí misma, una judía de origen polaco que fue deportada a Auschwitz durante la guerra y vive desde entonces con el temor constante a que algo similar pueda repetirse en cualquier momento.

Obesa y casi calva, aparentemente interesada y egoísta, inestable y nada afectuosa, la señora Rosa era, pese a todo, “una mujer que merecía un ascensor”. Y es que la narración que Momo hace de su vida junto a ella, los otros niños y el resto del vecindario (el señor Hamil, la señora Lola, el doctor Katz o el señor Waloumba y sus hermanos) está hecha de sentencias sencillas como ésta que resumen muy bien lo que cada uno en el fondo es. Lo que son ellos y la vida (que “no es cosa para todo el mundo”), el tiempo (ese “ladrón” que “es lo más viejo que hay y va muy despacio”), la felicidad (eso que sólo se “conoce por sus estados de carencia”) o la muerte (“Al principio, creí que aquella judía tenía miedo a Dios y esperaba que si la enterraban sin religión iba a pasar inadvertida. Pero no era eso. Ella no tenía miedo de Dios, pero decía que ya era tarde, que lo hecho hecho está y que Él no tenía por qué ir ahora a pedirle perdón. A mí me parece que cuando tenía la cabeza en su sitio, la señora Rosa quería morirse del todo y no como si todavía quedara camino para andar después”). Y es que Momo es todo un filósofo, el más fiel: el que no necesita hablar otro lenguaje que el suyo, el de un chaval de extrarradio, ni renunciar, a pesar de la dureza de su entorno, a una clarividencia que sólo un niño de verdad (y no eso que los adultos consideran un niño) puede tener. Una que no se hace ilusiones ni alberga quiméricas esperanzas: “Yo a la vida no la maquillo, me cago en ella”.

Es una novela llena de momentos casi hilarantes, como las diversas visitas que la señora Rosa hace al doctor Katz preocupada por la salud mental de Momo y de las que es ella quien sale siempre con un tratamiento; o la inesperada aparición del presunto padre de Momo y su fatal reacción cuando, tras consultar su “archivo-trampa”, ella le ofrece como hijo a Moisés, otro de los niños, al que "por error" ha criado como judío. También momentos terribles de renuncia, de enfermedad o de miedo (a la soledad, a la demencia o a cualquier otra cosa, que "para tener miedo no hacen falta motivos"). Pero es, sobre todo, una historia de amor entre un niño y una anciana, porque aunque, como el señor Hamil tiene que reconocerle “bajando la cabeza como si le diera vergüenza”, es cierto que se puede vivir sin amor, también lo es (y con estas palabras Momo pone fin a su relato) que “hay que querer”.

6 comentarios:

  1. Muy interesante. No he leído nada de E. Ajar, tomo nota de la novela. Y de la película, Simon Signoret nada menos, a ver si la Filmoteca nos da una sorpresa.

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    1. Un César se llevó la Signoret por esta interpretación y un Óscar la película. Yo tampoco la he visto, y aunque suelen decepcionarme las versiones cinematográficas de las novelas que me gustan, no te diría yo que no esta vez, porque no creo que nadie pudiera encarnar a la señora Rosa mejor.

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  2. Siempre me fascino ese reinventarse de Romain Gary. Un ave Fénix nnostágico y a la vez vital vital. No me voy a privar del placer de leerla, de hecho ya tenía el libro "fichado".

    "Momo" además es un nombre que me trae buenos recuerdos :) Tomo noto de la película también, gracias.

    Un abrazo

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    1. Te aseguro que este Momo es todavía más difícil de olvidar que el de Ende. Bueno, él, el señor Hamil, la señora Rosa, el travesti Lola... Haz trampas y adelántalo lo que puedas en tu lista, porque te va a enamorar, seguro.
      Besos.

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  3. Descubrí este título a través de una cita leyendo a Guillermo Altares.Suscribo cada una de tus palabras. Uno sabe que está ante la excepcionalidad y el talento literario cuando se ve absorbido y secuestrado por el fluir de las páginas, páginas que despiertan emociones. Es imposible no compartir los miedos de Rosa o no desmoronarse ante las muestras de amor y solidaridad de las personas que conforman el universo de Momo.
    Gracias de corazón por tu reseña y por dar luz a una obra irrepetible.

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    1. Gracias a ti por tu comentario, por pasarte por aquí. Cuando uno escribe un blog público, lo hace para expresar el amor (por obras como ésta, pero no sólo) y compartirlo con los demás. Celebrar la belleza de lo pequeño.
      A veces recibo a cambio comentarios como el tuyo y me siento recompensada por encima de mis méritos. Y mucho menos sola. Así que soy yo la que te agradece de corazón tus palabras. Muchas gracias.

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