martes, 29 de diciembre de 2015

Nostalgia a la inversa

Marc Chagall. Artista sobre Vitebsk (1977)

“La nostalgia a la inversa, el anhelo de una nueva tierra extraña, se hace especialmente fuerte en primavera" (Vladimir Nabokov, Mary).

Por J. Teresa Padilla

Nostalgia a la inversa. Una expresión que usaba también Márai en el segundo volumen de sus memorias (¡Tierra, tierra!) para referirse a esa nuevo mundo en el que quizá todo sea aún posible, el “que vio el joven marinero desde el puesto de vigía de la carabela de Colón cuando, al alba, se puso a gritar, con voz ronca y excitada: ¡Tierra!, ¡tierra!”. Tierra de comienzos, de esperanza y de nueva vida que nos llena de una íntima y a veces secreta e inconfesada alegría en primavera, cuando el mundo parece renacer y renovarse por completo, y que se parece mucho al sentimiento que nos invade también al comienzo de un año nuevo.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Mierda, cagao, culo


Por J. Teresa Padilla

Vale, ya sé que no es un título muy navideño, pero tengo fe en él: yo, desde luego, entraría para ver de qué va algo con un título semejante y que, encima, incluye la palabra “culo”, que siempre es un reclamo. Claro que, bien pensado, tampoco una se considera últimamente muy representativa del “sentir común”, para qué vamos a engañarnos.

Tal era el grito de guerra y de protesta del príncipe destronado en La guerra de papá (Antonio Mercero, 1977). Protesta contra el mundo de los adultos que lo ignora, cuando no lo degrada, y que empieza a dar señales de no ser capaz de ofrecer nada de lo que realmente importa o que tenga el más mínimo interés.

Así se siente una de vez en cuando cada vez con más frecuencia (en realidad, casi constantemente), pero, como adulta bien educada (o eso debe aparentar), se aguanta las ganas de espetar la frase en cuestión a más de uno. Pero todo tiene un límite y me aproximo peligrosamente a él, así que no sé exactamente lo que tardaré en explotar en Facebook y empezar a comentar, nada educadamente (para qué fingir lo que puede que no se sea), todas esas publicaciones que me hacen sentir, como al protagonista de la película, una extraterrestre y para colmo idiota.

Los niños no son tontitos raros y es ofensivo tratarlos como tales. Puede que yo no sea ya una niña, pero tampoco, aunque la insistencia del mundo adulto que me rodea en tratarme como tal me haga a veces hasta ponerlo en duda. Y una no puede refugiarse indefinidamente en la literatura. Tarde o temprano tiene que poner la tele, leer el periódico, prestar oído a los comentarios de la gente en los lugares públicos u ojear las redes sociales para enterarse de lo que pasa a su alrededor y del estado de ánimo de sus conciudadanos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Para que no te pierdas en el barrio

Para que no te pierdas en el barrio. Patrick Modiano.

Anagrama: Barcelona, 2015. 150 pp. 14,90 euros.


Por J. Teresa Padilla

Me he propuesto hacer una reseña breve y sencilla. Como la novela, que también es breve, aunque me cuesta calificarla de sencilla. La sencillez es lo más complicado de conseguir cuando lo que se presenta así no es una pura trivialidad. Y esta novela, que se podría muy bien leer como un relato detectivesco, para nada tiene un tema banal. Habla de quiénes somos, de lo que supone llegar a saberlo, de cómo reconstruir esa identidad fragmentaria, de si, parafraseando al propio Modiano, debemos o queremos “bucear en esa masa espesa y viscosa” que somos nosotros mismos o los lugares (y tiempos) donde hemos de buscarnos. Habla, en suma, de lo que siempre hablan las novelas de Modiano y cómo lo hacen siempre, reproduciendo en la escritura el nada sistemático proceder de la memoria, que es, al fin y al cabo, la responsable de esa identidad que sólo se forja en el tiempo, que está hecha de recuerdos y olvidos, de presencias y ausencias. Una identidad que es tiempo, que se crea destruyéndose y se recrea reconstruyéndose. ¡Vaya! Creo que sencilla,  lo que se dice sencilla, no va a poder ser ya esta reseña.

He dicho que se puede y, quizá, hasta se deba leer como una novela de misterio, pero que nadie espere la resolución completa del mismo. Habida cuenta de cuál es éste aquí, difícilmente podía conseguirse tal cosa. En cualquier caso no nos invade por ello la decepción. Ya nos hemos ido dado cuenta, progresiva pero tempranamente, de que no cabía esperar la aclaración de ningún enigma: nuestro “detective” pasa de largo ante el crimen obvio (pues, aunque pasado, hay un crimen) porque lo único que le retiene en la investigación es que se siente objetivo de la misma. Es el investigador, el testigo principal y hasta la víctima, tal es la quemazón, no formulada siquiera como sospecha, que le impide desentenderse, que le obliga a recuperar del olvido de toda una vida a esos otros que se fue una vez y se abandonó.

Foto: Patrick Modiano
Este detective es Jean Daragane, un escritor al filo de la vejez, inmerso en la soledad propia de esa época de la vida en la que ya no queda nadie que nos haya importado. Nadie ni nada, y por eso sólo se espera ya, en una angustia más o menos manejable, la propia desaparición.

Una tarde recibe una llamada de un desconocido que pretende devolverle una agenda de teléfonos cuya pérdida apenas recordaba ni lamentaba. No obstante se cita con él para recuperarla. El hombre, que aparece acompañado por una mujer, le pide información sobre uno de los nombres que aparece en la libreta. Un nombre que aparece también en la primera novela de Daragane y que éste no recuerda en absoluto. Como tampoco la propia novela.

“Poca cosa”, así comienza y finaliza esta novela, “al principio es poca cosa”: detalles insignificantes que desdibujan el presente y convierten en fantasmas de los seres que se conocieron en el pasado a los que lo habitan. Y ese pasado que, como la maleta de cartón de la que nunca se decidió a desprenderse aunque celebre haber perdido la llave, permanecía cerrado, empieza a revivirse, a hacerse presente. En desorden, con la misma escritura apretada y confusa del dossier en que aparece aquel nombre olvidado, entre otros igualmente sepultados por el tiempo y más queridos, pero abriendo brechas a través de las cuales el dolor y la pena se propagan como una mecha. El dolor, la pena, y aquellos que un día se fue, que se sigue, pese a todo, siendo: esa muchedumbre que es uno mismo.

Recordar o “hacerse el muerto y quedarse flotando suavemente en la superficie de las aguas profundas, con los ojos cerrados”, ésa es la cuestión, el tema recurrente de Modiano. Resulta sorprendente cómo consigue ofrecernos siempre algo distinto a partir de lo mismo. Debe ser eso lo que se llama talento.

martes, 15 de diciembre de 2015

Tardes tontas de domingo

Foto: Pixabay
Por J. Teresa Padilla

Tontas, sí. Aunque la responsable última de su tontería sea nuestra indecisión: los domingos por la tarde no sabes muy bien qué hacer (siempre y cuando no seas aficionada al fútbol, suerte que no tengo y que facilita extraordinariamente la vida en muchísimos aspectos más allá de éste –pero mejor será dejar el tema para otra ocasión, que merece un desarrollo in extenso-). En principio el domingo por la tarde te reconoces el derecho al ocio y el esparcimiento aunque, por otro lado, te invade cierto sentimiento de culpabilidad, pues deberías ir adelantando tareas para no pasarte la semana que estás a punto de iniciar con la lengua fuera como sueles. Y, así, dudando entre el placer y el deber, se te pasa la tarde del domingo sin gozar ni sufrir (sufrir hoy para no hacerlo tanto el lunes). Tardes tontas donde las haya. Perdidas.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Mortal y rosa

Mortal y rosa. Francisco Umbral.

Cátedra: Madrid, 1995. 244 pp. 10,5 euros.


Por J. Teresa Padilla

Un artículo me recordó hace unos días que este año se cumplían cuarenta de la publicación de Mortal y rosa. Justo la excusa que necesitaba para releerlo, aunque no sé muy bien por qué necesita una a veces estos empujones bastante tontos para decidirse a hacer finalmente lo que ya lleva tiempo deseando. Qué importa. El caso es que saqué mi ejemplar de su sitio. Junio de 1995, compruebo que había anotado. O sea, que hace la friolera de veinte años que lo leí por primera vez. Me resulta algo inverosímil: para nada tenía un recuerdo lejano de esta lectura. Se ve que he llegado justo a la edad en que hace veinte años de casi todo. A veces me da vértigo, otras (ahora mismo) me parece un dato tan irrelevante (un año puede ser una eternidad y veinte, un instante) que hasta me avergüenza haber reparado en él.

Hace, pues, al parecer veinte años recuerdo (y compruebo, que el libro tiene alguna anotación y bastantes subrayados) que me interesaron, sobre todo, las reflexiones sobre la naturaleza del tiempo vivido, de la literatura, de la conciencia de nosotros mismos, los otros y el mundo… y sobre el misterio esencial de la infancia. Hoy me han vuelto a interesar, es cierto, sobre todo esto último, aunque de otra manera. No sé si mejor, aunque no puedo evitar tener la convicción de que sí, de que claro que lo es. Hace veinte años buscaba, lo recuerdo bien, una imagen del mundo. Buscaba la cohesión íntima de todas esas reflexiones. Una conclusión. O, por lo menos, elementos y pistas que me ayudaran a llegar a una por mi cuenta. Hoy, sin buscar nada (o sin saber muy bien qué busco cuando leo), he encontrado a un hombre que escribe deslumbrado por el descubrimiento, gracias al niño, al hijo, de quién es él mismo, de la verdad olvidada, pero viva a pesar de todo, que le hace ser el que es y hacer lo que hace. Empieza a escribir deslumbrado por esta luz que irradia el hijo (“un niño es una lámpara de vida”) y termina llorando en la oscuridad su ausencia: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido”. Llora al hijo y, tanto o más que a él (y no hay en ello ni rastro de egoísmo), a sí mismo, convertido de nuevo en un huérfano abandonado, dejado de la mano en un lugar desconocido (“nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae”; “qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano”). Ni rastro de egoísmo porque somos, en realidad, ésa es la verdad de cada cual, el niño que fuimos, el que sólo reconocemos en el otro, en el hijo, y ambos se confunden (haciéndonos padres de nosotros mismos), de la misma manera que todos los niños se confunden, porque son el mismo niño. Son y no son, éste es el misterio del “universal concreto”, tan irrepetible como común, tan personal y único como anónimo, de la infancia: “Sólo en la mirada de un niño me vienes un poco, de pronto, de abajo arriba, pero tiembla mi mano al tocar a ese niño, me ahogo de saber que eres y no eres, respiro con miedo su aroma montaraz, que es el aroma de la infancia, por terror de que seas y de que no seas”.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Los besos en el pan

Los besos en el pan. Almudena Grandes.

Tusquets: Barcelona, 2014. 336 pp. 19 euros.

 

Por Marisa Díez

 En ocasiones, la vida te da un vuelco inesperado. Pienso en ello mientras devoro el último libro de Almudena Grandes, Los besos en el pan, en el que se refleja el devenir de varias familias, de un barrio cualquiera de Madrid, durante los años de esta interminable crisis económica. Y sí, me doy cuenta de que a todos nos ha cambiado la vida desde que estalló aquella maldita burbuja inmobiliaria, la misma que nos hizo creernos lo que nunca fuimos y nos llevó a vivir “por encima de nuestras posibilidades”. Con esta falacia nos han intentado convencer durante años de que nosotros tuvimos nuestra parte de culpa en toda esta historia, esa que nos ha dejado exhaustos y casi sin fuerzas para responderles que no tienen razón, que nosotros vivimos como pudimos y consideramos oportuno, y que también teníamos derecho a disfrutar de lo que nos currábamos cada día. Se aprovechan de que estamos agotados para contestarles, a la vez que aniquilan nuestra capacidad de asombro ante el nivel de desvergüenza que han alcanzado nuestros gobernantes y sucedáneos.

Los besos en el pan nos cuenta lo que estamos hartos de ver a nuestro alrededor de unos años a esta parte. Ni siquiera tu vida misma tiene algo que ver con lo que era antes del crack. En mi caso particular, yo tenía un empleo estable, con un sueldo más que decente, si lo comparamos con el que me pagarían hoy por hacer el mismo trabajo, que probablemente se reduciría a la mitad, tirando por lo alto. Y como éramos dos, sin cargas familiares y cada uno con nuestro sueldecillo, pagábamos la hipoteca de nuestro pisito sin apenas esfuerzo e incluso, cada verano, nos permitíamos el lujo de hacer un buen viaje, a cualquier destino apetecible e interesante. Tuvimos además capacidad de ahorro y, gracias a ello, cuando llegaron las vacas flacas dispusimos de un colchón que nos permitió encarar el futuro sin sobresaltos importantes. Porque sí, nosotros también nos quedamos sin trabajo. Los dos. Más o menos a la vez. Y lo que pensabas que sólo le ocurría a tu vecino de enfrente, resulta que te explota en tu misma cara sin avisar. La cuestión se resolvió sin llegar a la tragedia y, aunque yo sigo nadando contracorriente y buceando entre currículums y ofertas de empleo cada mañana, hace tiempo que decidí no quejarme, ante mí ni ante nadie, en vista de los dramas de los que he podido ser testigo con solo echar un vistazo a mi alrededor.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La vida ante sí

La vida ante sí. Émile Ajar.

Plataforma: Barcelona, 2007. 224 pp. 16 euros.




"-No hay que llorar, hijo. Es natural que los viejos mueran. Tú tienes toda la vida por delante.
¿Quería meterme miedo, el muy cerdo, o qué? Siempre he observado que los viejos dicen: “Eres joven, tienes toda la vida por delante”, con una sonrisa, como regodeándose.
Me levanté. Bueno, ya sé que tengo toda la vida por delante, pero no iba a darme mala sangre por eso".

Por J. Teresa Padilla

Con sesenta años, Romain Gary decidió reinventarse a sí mismo y creó a Émile Ajar. Reinventarse o quizá desdoblarse, pues nunca dejó de ser “el famoso Romain Gary”, ganador de un Goncourt en 1956 con Las raíces del cielo. No dejó de ser quien era (ni de publicar como tal), pero probó a ser también otro: un escritor que empieza de cero y está libre de todas esas expectativas que genera una carrera literaria previa de éxito. Y así, en un momento en que Romain Gary era considerado por la crítica de su país un autor previsible y que se estaba quedando anticuado, Émile Ajar, el supuesto seudónimo de un pariente lejano de Gary, Paul Pavlowitch, la deslumbra y vuelve a ganar en 1975 el Goncourt (premio que no puede concederse dos veces al mismo autor) justo con esta obra: La vida ante sí, la que era su segunda novela como Ajar. No fue hasta después de su muerte en 1980 que quedó confirmada la identidad última de ambos en Vida y muerte de Émile Ajar, confirmación que supondría, me imagino, una divertida venganza póstuma de los críticos que habían empezado a acusar a Gary de imitar a Ajar.