martes, 3 de noviembre de 2015

El extranjero

El extranjero. Albert Camus.

Madrid: Alianza, 2015, 144 pp. 12,50 euros.



Por J. Teresa Padilla

Aprovechando que Alianza editorial ha sacado al mercado una edición especial de El extranjero (traducida por José Ángel Valente e ilustrada por José Muñoz), no he podido resistirme a escribir mi “informe de lectura” de esta obra, que leí hace tanto y acabo de releer en la traducción anterior más difundida, la de Bonifacio del Carril.

Albert Camus es un antiguo miembro de mi lista de autores predilectos, predilección ésta que depende menos de criterios estrictamente literarios o de afinidad intelectual que de la pura simpatía. Una lista subjetiva donde las haya, aunque, no por eso, arbitraria. Conozco con relativa precisión la razón de ese “pathos” compartido, de esa simpatía, y, por tanto, del rasgo común a todos sus miembros: una clara y preponderante sensibilidad, intuición o (por decirlo análogamente a la tan de moda ahora “inteligencia emocional”) inteligencia ética que les impide sucumbir al casi irresistible hechizo hegeliano de reducir el hombre a un concepto y su historia a la Historia. Por muy en general que hablemos del hombre y universales que puedan ser las descripciones que hagamos, siempre es y será necesariamente un hombre concreto, singular, de carne y hueso, tan semejante a los demás como único, porque, sobre todas las demás cosas, hombre es aquel ser que, dotado de un órgano de percepción para el mal y en el rechazo del mismo, tiene que enfrentarse a la decisión, por ejemplo, de matar o no, y asumir con toda la lucidez y honestidad posible las consecuencias de una u otra decisión.

Albert Camus (1957). Foto: Robert Edwards
Camus, al que las enciclopedias definen como escritor y filósofo, es ciertamente un pensador interesante, aunque menos original y teóricamente potente que sus contemporáneos Sastre o Merleau-Ponty. Al leer sus ensayos, El hombre rebelde (1951) o El mito de Sísifo (1942), se echa en falta ese trabajo paciente y desinteresado de la reflexión. Todo parece, por el contrario, construido para conducirnos a unas conclusiones de las que se dispone de antemano. Unas conclusiones que son el fruto de la intuición, más que de la propia reflexión, y en las que ésta no termina de profundizar hasta las últimas consecuencias. En gran parte porque se movió en un esquema y una metodología filosófica que, para hacer justicia a su evidencia, necesitaban ser modificados y desarrollados y él no lo hizo. Camus no es propiamente un filósofo. Es un intuitivo, un escritor que vio más y mejor, aunque no fuera capaz de hacer más clara racionalmente esta visión, que muchos filósofos.

Tras su muerte, y en un tono conciliador (aunque no exento de cierta condescendencia) tras el agrio distanciamiento que había provocado entre ambos la publicación de El hombre rebelde, Sastre recordó el “moralismo”, el “obstinado humanismo” de Camus como aquello que, aunque les había enfrentado, le engrandecía. Pero, como de costumbre, no lo entendió bien. Al fin y al cabo, ésos no son sino conceptos. Lo de Camus era una pasión: un obstinado y desesperado amor por la vida y el hombre.

“He elegido la justicia para permanecer fiel a la tierra. Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido y es el hombre, porque es el único ser que exige tener uno. Este mundo tiene al menos la verdad del hombre y es misión nuestra dotarle de razones contra el propio destino. Y no tiene otras razones que el hombre, y a quien hay que salvar es a éste. (…) Sí, resulta desesperante. Pero hemos de demostrar que no merecemos tanta injusticia”, escribe Camus en Cartas a un amigo alemán, y resulta evidente la íntima proximidad con aquella afirmación del Obermann de Sénancour que Unamuno reformuló y dio a conocer entre nosotros: “Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos”, continuaba ya él, “contra el Destino, y aun sin esperanza de victoria; peleemos contra él quijotescamente” (Del sentimiento trágico de la vida, cap. XI). Y es que Camus, ese pied-noir hijo de una limpiadora analfabeta de origen español, pertenece a esta misma estirpe, que se remonta quizá a Kierkegaard, de íntimo y profundo antihegelianismo que rechaza, con la razón y contra ella si es preciso, la inexorabilidad del nihilismo.

Para quien sepa todo esto de Camus, El extranjero puede resultar desconcertante, porque su “héroe”, Mersault, es un individuo completamente amoral. Bajo la influencia de la interpretación que Sartre dio en Explication de L’Étrange (a la luz del ensayo que Camus había publicado el mismo año, El mito de Sísifo), se ha entendido a Meursault, al extranjero, como la encarnación literaria del hombre absurdo: el hombre enfrentado al sinsentido del mundo en el que vive y víctima de un destino ininteligible sobre el que se niega a engañarse. Sin embargo no es hasta la parte final de su proceso, y de la propia novela, que Meursault empieza a sentirse (y, por tanto, ser) algo semejante.

En realidad, a lo que me parece que asistimos en la historia de Mersault es más a una reinterpretación del mito de buen salvaje rousseauniano en la que éste (el “hombre en estado de naturaleza”) es enfrentado al civilizado (el “hombre social”) y ambos, igual en el fondo de monstruosos y extraños al auténtico hombre, con éste último, el verdaderamente extranjero, el exiliado tanto de la naturaleza como de la civilización, consciente de que sólo en este destierro puede tener algo parecido al hogar. Ésta es la posibilidad que se anuncia en las últimas páginas y momentos de vida de Mersault.

Mersault nos cuenta su vida empezando por el momento en que recibe el telegrama que le anuncia la muerte de su madre. El hecho en sí le deja indiferente, pero pronto nos damos cuenta de que es incapaz de cualquier otro tipo de reacción. No alberga verdaderos sentimientos, sino sólo sensaciones puramente orgánicas e inmediatas. Sólo ellas están dotadas de realidad. El resto, en el que se incluyen los demás pero también su propia identidad personal, queda reducido a un puro espectáculo, algo exterior y ajeno, que se limita a constatar. De ahí la pobreza y desnudez extrema de la prosa de este relato en primera persona de alguien que apenas puede decir siquiera con sentido “yo”. Él es sólo (y por eso es lo único que puede contar) lo que hace, lo que dice, lo que le contestan y, en todo caso, la reacción fisiológica básica que ocasionalmente todos estos hechos puedan desencadenar en él (fastidio, placer…). Esta aparente distancia y “extranjería” respecto de un mundo habitado por otros hombres, que le resulta ininteligible y cuyo sentido se ve obligado a suponer o reconstruir sin demasiada seguridad, no se debe, sin embargo, tanto a su "otredad" como a su incapacidad, en realidad, para comprender (más bien, sólo sentir) nada que no sea esa respuesta instintiva de placer y dolor que lo exterior provoca. Ni siquiera él es algo más para sí mismo que el hambre, el deseo o la repulsión física que pueda llegar a sentir en cada momento. Es extraño, pues, al mundo que le rodea, porque éste es un mundo habitado por hombres y él apenas puede considerarse tal. Es un ser inmerso en su propia naturaleza, plenamente adaptado a ella e incapaz de tomar siquiera la distancia que requiere saber de sí como tal. Carece de empatía porque carece propiamente de conciencia del otro al igual que carece de la de sí mismo. Originalmente, Mersault es tan “nativo” que resulta “extraño” sólo para un mundo humano construido sobre una previa expulsión de ese estado puramente natural y la conciencia de sí específicamente humana que ha creado esa distancia.

Como en un animal o un niño muy pequeño, las acciones de Mersault carecen de relevancia moral. Actúa instintivamente, sin malicia (y sin bondad). Pero un día, en una reacción, como no podía ser menos totalmente irreflexiva, al malestar físico que le provoca una tórrida tarde estival mata a un hombre. Y, como en el relato bíblico, este pecado le expulsa del paraíso, de la naturaleza, y, por primera vez, hace posible esa mínima distancia con ella y consigo mismo que le permite cobrar conciencia de ambos: “El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. (…) Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces tiré aún cuatro veces (…) y eran como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia”.

Fotograma de Lo straniero (1967) de L. Visconti
Mersault intuye confusa y a la vez claramente que algo ha sucedido, un hecho irreversible, un paso del que no cabe marcha atrás. Y se enfrenta al proceso que se abre contra él con la ingenua confianza de que alcanzará a entenderlo a la vez que los que le van a juzgar. Pero ellos eluden el hecho en cuestión y lo juzgan, y finalmente condenan, por lo que él hasta el momento del crimen había sido, y no por este crimen, cuya perversidad no parece importar o entender nadie. El monstruo merece morir, no tanto por haber matado a otro, como por haber fumado en el velatorio de su madre o no haber reaccionado como es debido, es decir, como está social o convencionalmente establecido. Ni rastro tampoco en ese mundo humano (salvo en el afecto sincero y desinteresado de un par de personajes concretos) de nada que merezca el nombre de moralidad o de ética. Sólo son palabras sin contenido. Mentiras que disfrazan de solemnidad y trascendencia puros usos y costumbres.

Pero el mal existe. Algo pasó en la playa. Mersault lo sabe y, aquí se encuentra la esperanza de una posible redención, renuncia a las mentiras con las que pretenden disfrazarlo, renuncia a ese hogar fraudulento de la religión o la sanción social y se aferra a esa evidencia ininteligible que le condena a una extranjería radical, que le impide tanto volver a ser quien fue como repudiar a éste y convertirse en un actor más de esa comedia. En cierta forma, y sólo al final, a la luz de la muerte que le espera, Mersault se convierte en un mártir de la verdad, del sentido que falta, en un héroe absurdo, en el Sísifo que debíamos imaginarnos, según Camus, feliz. Feliz porque el auténtico amor a la vida y al hombre, ése que él no podía dejar de sentir, puede llegar a asumir la falta última de sentido, pero no tolera la mentira. Al final, muy al final, también El extranjero es Camus en estado puro.

8 comentarios:

  1. Hace muchísimo que leí "El extranjero", si no lo releeo ahora es porque es un libro que tiene múltiples lecturas y no sé si tengo cabeza ahora mismo para eso :)

    Una entrada muy completa, con ese perfil de Camus, que, es cierto, hace que sorprenda más la lectura de "El extranjero".

    Un abrazo

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    1. ¿Me creerás si te digo que no llegué a superar la extrañeza que esta obra me había provocado siempre hasta que he escrito esta reseña? La había ido aplazando porque seguía sin ver claro el texto y sólo al escribirlo se me ha hecho la luz. No sé en que bicho lector raro me estoy convertiendo que hasta que no escribo sobre lo que leo no logro, en realidad, entenderlo. Creo que, sólo por esto, no podré renunciar a este blog aunque bata todos los records negativos de visitas...
      Gracias, Ana, por pasarte.

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  4. Estupendo debut para la nueva temporada con este clásico, Teresa. La reseña tan cuidadosa y concienzuda, como de costumbre.
    'El extranjero' siempre me ha parecido una lectura hipnotizante por la forma de narrar el absurdo en el que vive su protagonista, sin la nauseabunda reflexión de Sartre, que marea dando vueltas y más vueltas a la existencia y al absurdo. También tomo partido por el vitalismo de Camus.
    Besos, hermosa.

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  5. Je, impulsiva y emocionada con tu reaparición en escena no me he percatado de que era un recuerdo. Incluso me he dicho: ¿pero no estaba liada con Jacob von Gunten? Mejor, creo que en su día me paso desapercibida tu estupenda reseña.

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