viernes, 13 de noviembre de 2015

Café Titanic (y otras historias)

Café Titanic (y otras historias). Ivo Andrić.

Barcelona: Acantilado, 2008. 120 pp. 15 euros.


Por J. Teresa Padilla

Reconozco que soy una ignorante. Hasta que un amigo, aficionado a los programas de radio en general, y a los literarios (que al parecer los hay) en particular, no me advirtió de su existencia (que él mismo descubrió al hilo de esta emisión), reconozco que su nombre me era totalmente desconocido. Y eso que estamos hablando de un escritor que fue galardonado con el premio Nobel, aunque fuera en el lejano 1961.

El fallo pretendía reconocer la “fuerza épica” con la que este autor había recreado esa mezcla de culturas y religiones que constituía la mayor riqueza y, también, amenaza de ese país que consideraba el suyo y en el que creía. Un país que ya no existe: Yugoslavia.

Ni existe Yugoslavia, ni tampoco su Bosnia-Hercegovina natal, al menos como él la conoció, como en el fondo deseaba que fuera posible: como esa Babel, nada idílica, recorrida por odios fraticidas subterráneos y, pese a todo, deslumbrante en su caótica belleza, de rezos musulmanes, cristianos (ortodoxos y católicos) y judíos sefardíes.

Ivo Andrić (1961). Foto: Stevan Kragujevic
Si en la novela que, sobre todo el resto de su obra, le valió el reconocimiento de la academia sueca, Un puente sobre el Drina, Ivo Andrić (1892-1975) recrea cuatro siglos de la historia de la ciudad bosnia de Visegrad desde la dominación otomona de la región, los relatos incluidos en Café Titanic pueden leerse como una historia sin ya posible continuidad, como una despedida. En ellos se da testimonio de una presencia desaparecida: la de la comunidad judía (sefardí) de Bosnia. Su aniquilación completa durante la Shoá interrumpe la historia de la propia Bosnia, irrecuperable también en su genuina identidad plural. Nostalgia de lo que ya no va a poder ser, de un sueño imposible, es lo que me han transmitido, por encima de cualquier otra cosa, estos relatos. Y tristeza porque el odio, el miedo o la inseguridad sean tan fuertes siempre que hagan imposible el amor a la diversidad, y hasta la belleza de cierto caos, e impongan una destrucción de lo otro que termina siendo una autodestrucción. Pues, digan lo que digan determinadas ideologías, nada humano es químicamente puro.

Soy mala lectora de relatos. Me cuesta siempre introducirme en las historias, adaptarme al discurso ajeno, y las narraciones breves se interrumpen siempre para mí demasiado pronto haciéndome dudar sobre si el esfuerzo ha valido la pena. Para una lectora algo bulímica como yo, estos relatos breves son una constante fuente de frustración. Sin embargo, tampoco puedo prescindir de ellos: como me ocurre con la poesía, los cuentos me sirven para sortear las crisis de apatía, unas veces, y de ansiedad, otras, que ocasionalmente me asaltan (en general, y como lectora). Y esta forma mía de leer relatos breves, que termina haciendo de ellos un recurso terapéutico para según qué males, determina que mi predilección por unos u otros pueda, en mayor medida que en otros casos, no coincidir demasiado con el criterio general. Hecha queda esta advertencia, pues si en el fragmento de su bello discurso de aceptación del Nobel que aparece en la contraportada de esta obra, Andrić se pregunta por el sentido de los relatos, entre las alternativas que presenta tengo que inclinarme a considerar que los de Café Titanic han sido para mí como esos cantos que los niños tararean en la oscuridad para disipar sus miedos. Por eso quizás mi preferido no sea, justamente, el que da título al libro (y el más extenso con diferencia), sino uno muy breve, “El vencedor”, una descripción de cómo vive David su victoria legendaria sobre Goliat, una victoria épica para la Historia y el pueblo que asiste a ella como mero espectador, pero agónica y difícilmente discernible de la propia derrota para el triunfador. O quizá “Niños”, otro modesto relato sobre lo que puede impedir la violencia contra el otro aun cuando esa violencia sea vista como debida y su omisión fuente de dolor y sufrimiento.

Si en “Niños” se explora lo que nos puede hacer incapaces de matar, en “Café Titanic”, por el contrario, se indaga sobre lo que lleva a hacerlo incluso cuando no es estrictamente necesario. Lo indaga desde esta perspectiva, la del verdugo, pero también explora la evolución psicológica de la víctima. En “Amor en la ciudad” la magia, la superstición y la leyenda aparecen plenamente integrados como excepciones pasajeras de la realidad más cotidiana y pertinaz, siempre la misma a pesar de estas fugaces apariciones de lo excepcional. De “Una carta de 1920” poco puedo decir. Me ha resultado el más flojo, por lo explícito o lo político que resulta esta exposición epistolar de la tensión fraticida que definía y atravesaba la realidad de Bosnia. “Palabras” reflexiona sobre la naturaleza ambigua de lo que su título nombra: su posible vacuidad y su íntima necesidad. Y, por último, “En el cementerio judío de Sarajevo”, el relato que abre el volumen y por ello quizás marca el tono con el que se leen todos los demás, la variedad de los diferentes cementerios de la ciudad se convierte en símbolo de la diversidad que la define y, en concreto el judío, en testimonio de la desaparición de toda una parte del pueblo que la constituyó, de un miembro para siempre amputado.

Tengo que aprender a leer más relatos cortos como éstos. No sé si en el fondo no hay más verdad en estas pinceladas breves y concretas que en las novelas más monumentales. No sé si nuestro mundo está ya tan fragmentado que sólo podemos reconstruir su sentido a través de relatos cortos. Lo que sí sé es que la lectura de éstos me ha consolado y acunado como ese canto infantil susurrado en las noches solitarias, pero también me ha enseñado cosas y me ha hecho sentir nostalgia de unas gentes que nunca conocí. En esto, supongo, debe consistir la magia de la literatura.

(Nota: Emir Kusturica realizó en 1979 una versión cinematográfica del cuento principal).


2 comentarios:

  1. Si siempre es bueno descubrir, mas si el descubrimiento ha sido venturoso. ¡Gracias por hacernos (a nosotros lectores de tu diario) descubrir tus lecturas!

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    1. Pues hablando de descubrimientos, me llamó la atención que Andric destacara el sonido gutural que el ladino (el judeoespañol sefardí) tenía para su oído serbio y me pregunté si sería cosa específica del ladino o más bien del español. Total, que me puse a buscar a alguien hablando en ladino (para ver si realmente suena de manera muy diferente o no al castellano nuestro) y encontré a un profesor universitario de ladino que, además de apellidarse igual que el protagonista de Café Titanic (Papo), es originario de Sarajavo. Es una entrevista larga, en judeoespañol, y, asombrosamente se entiende todo, todo. Por si tenéis curiosidad os dejo el enlace: https://www.youtube.com/watch?v=RLqIzWvi_4c
      Y gracias, Anónimo, por compartir tú conmigo tus hallazgos radiofónicos.

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