jueves, 26 de noviembre de 2015

Las partículas elementales

Las partículas elementales. Michel Houellebecq.

Anagrama: Barcelona, 2002. 328 pp. 10,90 euros.

 

Por J. Teresa Padilla

Como una es consciente de sus limitaciones y se sabe una mera aficionada en esto de las reseñas literarias, alguna vez he leído consejos de presuntos profesionales del ramo, de los cuales sólo recuerdo uno (así me va): cuidadito con los spoilers. Obviamente (está claro que me estoy haciendo mayor y mi mundo ya no debe ser del todo este que vivimos), tuve que buscar el significado de la palabra inglesa en cuestión para entenderlo: cuidadito con contar el final.

Me parece que sería ya una razón suficiente para desconfiar de la excelencia literaria de la fuente de estos consejos el que haya considerado oportuno utilizar el término inglés (que al parecer se emplea sobre todo para referirse a los que se dedican a destripar el final de las series televisivas de culto a sus congéneres) y no el román paladino, pero es que, además (y tras un sincero examen de conciencia que me obligó a reconocer que tiendo a contar los finales), lejos de autoflagelarme y entonar un sentido “mea culpa”, he terminado por albergar serias dudas sobre la gravedad de esta falta. Me parece que, salvo en la literatura de géneros bien concretos (no sé, de misterio o folletines) y puede, incluso, que no en toda ella, el final es lo de menos, que lo importante está en el camino hacia él. Eso si existe realmente un final susceptible de ser desvelado a destiempo, o sea, un final aparte del propio fin de la obra.

martes, 24 de noviembre de 2015

Tipitesa


Por Marisa Díez

 Las primeras relaciones de amistad aparecen en tu vida de manera, a menudo, involuntaria. En mi caso particular, recuerdo a mi primera amiga desde que tengo uso de razón: era mi vecina del tercero, y se mudó al mismo portal de mis padres justo en las fechas en las que yo vine a este mundo. No sé en qué momento comencé a jugar con ella ni cuándo decidí prestarle mis muñecas, pero desde entonces hasta el día de hoy hemos conseguido, con algún altibajo sin importancia, mantener intacta nuestra relación. Ya sé que no es muy frecuente, pero a mí me ha ocurrido más de una vez algo similar. En mi círculo de amistades actuales abundan las que incorporé desde la más tierna infancia. La segunda en mi lista apareció cuando sólo tenía ocho años, en el cole, y ahí sigue todavía, también con altibajos pero sin la más mínima duda de que puedo recurrir a ella en el momento más inoportuno. La tercera la incorporé bordeando la adolescencia, a los doce años, y de ella tengo grabado a fuego en la memoria el instante en el que la conocí: durante una capea en Candeleda nos presentó su hermana y ella, muy dignamente como correspondía a la educación francesa que había recibido, me dio la mano y me soltó un “mucho gusto” que me dejó petrificada. A pesar de mi sorpresa inicial, decidí que merecía la pena darle una oportunidad y la incorporé a mi vida diaria sin ningún esfuerzo. Hasta el día de hoy he conseguido que no me soltara de la mano.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El hombre rebelde

El hombre rebelde. Albert Camus.

Alianza: Madrid, 2013. 424 pp. 12,95 euros.

 

Por J. Teresa Padilla

Varias personas, jóvenes que apenas han comenzado a vivir, salen un viernes por la tarde a las calles de la que, en algunos casos, ha sido su ciudad dispuestas a matar a otras indiscriminadamente y a morir haciéndolo. No son una anomalía, unos enfermos mentales o unos descerebrados que a título individual decidan inmolarse ellos mismos en una orgía de destrucción que los libre del anonimato, que haga público su desprecio por la vida (propia y ajena) o arroje a la cara de los demás un sufrimiento individual. Ellos formaban (y forman) parte de algo; algo que los sobrevive y, al menos desde su perspectiva, da sentido a su acción. Leila Guerriero, una escritora argentina que regularmente escribe en El País con un gusto exquisito y una desgraciadamente rara lucidez y sensibilidad, se preguntaba hace unos días si los gestos y declaraciones que la masacre del pasado viernes desencadenó pueden tener auténtica utilidad cuando “no entendemos —y no veo que estemos haciendo ningún esfuerzo por entender— qué clase de cosa es la que está del otro lado”. Otro lado que tampoco es tan otro, tan ajeno, cuando es capaz de anidar entre nosotros. Por eso, quizá, los atentados de París nos duelan mucho más que los que sabemos (y podemos más fácilmente ignorar) que se producen en Tunez, en Irak, en Siria…

Entender no es justificar. Por mostrarse dispuesto a comprender, por no eludir esta necesidad y ampararse en la existencia de una perversidad monstruosa e ininteligible, no se acepta la posible existencia de ninguna legitimidad. No se traiciona a las víctimas, que, en cuanto tales, son siempre y por definición (sufren una acción, no la realizan) inocentes.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Café Titanic (y otras historias)

Café Titanic (y otras historias). Ivo Andrić.

Barcelona: Acantilado, 2008. 120 pp. 15 euros.


Por J. Teresa Padilla

Reconozco que soy una ignorante. Hasta que un amigo, aficionado a los programas de radio en general, y a los literarios (que al parecer los hay) en particular, no me advirtió de su existencia (que él mismo descubrió al hilo de esta emisión), reconozco que su nombre me era totalmente desconocido. Y eso que estamos hablando de un escritor que fue galardonado con el premio Nobel, aunque fuera en el lejano 1961.

El fallo pretendía reconocer la “fuerza épica” con la que este autor había recreado esa mezcla de culturas y religiones que constituía la mayor riqueza y, también, amenaza de ese país que consideraba el suyo y en el que creía. Un país que ya no existe: Yugoslavia.

Ni existe Yugoslavia, ni tampoco su Bosnia-Hercegovina natal, al menos como él la conoció, como en el fondo deseaba que fuera posible: como esa Babel, nada idílica, recorrida por odios fraticidas subterráneos y, pese a todo, deslumbrante en su caótica belleza, de rezos musulmanes, cristianos (ortodoxos y católicos) y judíos sefardíes.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Isla bonita

Por José María Ruiz del Álamo

Estamos, claro que sí, ante una película bonita, y nuestros ojos vienen a observarla con dulzura. Porque más allá de la belleza de la isla de Menorca, Fernando Colomo viene a otorgarle un brillo de paz y amor, quizá porque paz y amor fue lo que recibió de esta isla bonita.

Y desnuda se presenta la primera escena: un bautizo en el mar de la vida, un amanecer con beso en la playa. Una joven pareja se baña desnuda sonriendo a la felicidad. He aquí el gran reto al que nos predispone Colomo: sonreír a la naturaleza de la vida.

Pero qué es Isla bonita sino un reencuentro de Fernando Colomo consigo mismo, esa circunstancia de retroceder en el tiempo para salir más enriquecido y con un espíritu optimista; de ahí que retome el minimalismo de Tigres de papel (olvidando la montaña rusa de La banda Picasso) y venga a correr en paralelo con La línea del cielo.

El argumento de la película nos sitúa ante Fer (interpretado por el propio Fernando Colomo), un realizador publicitario venido a menos que llega a Menorca con la intención de llevar a cabo un documental, aunque realmente busca pasar unos días relajado en casa de su amigo Miguel Ángel (papel asignado a Miguel Ángel Furones, coguionista y productor ejecutivo). Sin embargo, la llegada de la suegra de Miguel con un tropel de sobrinos hará que Fer traslade su alojamiento a casa de la escultora Nuria (y Nuria Román, escultora menorquina, asume el rol), que vive junto a su hija Olivia (y es la coguionista Olivia Delcán, hija de Nuria Román, quien interpreta al personaje), la cual en ese momento se enfrenta a una crisis sentimental.

Para nada es casual esta coincidencia nominal actor-personaje: Colomo retrata a unos seres que le enamoraron cuando conoció la isla, y por ello rueda directamente con las personas que le han inspirado esta representación ante el espejo de la cámara cinematográfica, si bien con un guión abierto y fuera del dogmatismo de las marcas. Es decir, un guión como mera situación planteada: “No quiero trabajar con los actores por el sistema de memorización, sino por algo más de verdad, dando cabida a momentos de improvisación”, afirma Colomo, y esa búsqueda de “libertad”, que le otorgan tanto los paisajes (cala Mitjana, el puerto de Mahón, Sa Mesquida…) como los actores, la realiza con un mínimo equipo técnico, pero proyectando una multitud de sentimientos, porque estamos ante un ejercicio de amistad. Una película nacida de la necesidad de hacer cine, de la crisis y del corazón.

Un corazón que se abre tridimensionalmente desde la madurez femenina, pues ellas conocen bien su estrella, mientras que los hombres no parecen encontrar el norte que les guíe. Así se dibujan las historias de Silvia y Miguel Ángel, un matrimonio en el que, sobre la gran diferencia de edad, destaca la seguridad de ella frente a los vaivenes de él; de Nuria, con sus firmes pilares asentados sobre la tierra, y Fer, que no sabe dónde instalar la cámara; y de Olivia, que tan bien vive el amor, y Tim, perdido en los celos.

Colomo necesita la palabra “acción” para alcanzar el borde del abismo y mantenerse en equilibrio. Y aquí se deja llevar alegremente: la cámara muestra desenfado, juega con el paisaje y acaricia a los personajes, se desayuna con baños en el mar y dibuja sonrisas. Hay festividad a la hora de encarar el veneno del cine.

La crisis del arte viene a mostrarse en el diálogo entre la escultora y el publicista, que pone sobre la mesa la cuestión del mecenazgo, la venta y el mensaje de la obra. Una escena que cuestiona el “independentismo” del artista. ¿Se puede crear arte publicitario cuando el fin es vender un producto? ¿Se puede crear arte cinematográfico cuando el fin es la venta de entradas? ¿Se puede crear arte escultórico cuando se parte de un concurso? En mayor o menor medida, todo es objeto de venta.

Colomo busca en esta Isla bonita la mayor emancipación posible, narrar la historia en la que cree por medio del séptimo arte y que luego sea lo que haya de ser y diga el mercado cómo se acepta. Es, pues, una obra libre y personal que, una vez concluida, queda, como todo, expuesta a las reglas del juego de esta sociedad capitalista.

Y desde la independencia de esta escritura, sin peaje mercantilista, uno queda más que agradecido ante el visionado de esta propuesta que Colomo nos brinda. Todo un regalo libertario. Un cuadro muy agradable de contemplar.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Rufino cumple años

Por J. Teresa Padilla

Sí, señoras y señores: hoy estamos de cumpleaños. Cuarenta y nueve según la partida de nacimiento, aunque quién lo diría. Nadie, a decir verdad. Según qué considere ese “quien” en cuestión podrían ser tanto ochenta como sólo seis añitos. Lo que desde cualquier punto de vista no le pegan nada son los que oficialmente cumple. La madurez como que no va con él. No sé si ya la pasó en algún momento, como el sarampión, o está por llegar, aunque, sinceramente, no termino de vislumbrarla.

Si las mujeres que últimamente le rodeamos en sus labores redactoras fuéramos una buena influencia, le habríamos regalado una visita al peluquero y a la sección de ropa para hombres de Zara (por este orden), que mucho me temo que sin cambio de imagen no vamos a lograr colocarle en ningún sitio. Pero como somos unas malas pécoras (y estamos bastante tiesas, todo hay que decirlo), sólo le hemos concedido el honor de subir solito por primera vez su artículo al blog de La vida en su tinta, todo un desafío para él teniendo en cuenta que su hogar forma parte de ese 25% que, según el INE, no dispone de conexión a internet. Así que, en lugar de leer este sentido y emotivo homenaje que le escribo hoy aquí, el pobre deambulará por esos “parajes internaúticos”, como él los llama (sobre todo porque no puede evitar escribir “paraje” a la menor ocasión), todo nervioso ante la incertidumbre de que la hora de conexión que le está permitida en la biblioteca pública sea suficiente para tan complejo menester. Lo asumo y hasta me regocijo en la venganza que semejante coincidencia me permite: por una vez tendrá un motivo realmente justificado para no leerme, como acostumbra, en plazo y forma.

martes, 3 de noviembre de 2015

El extranjero

El extranjero. Albert Camus.

Madrid: Alianza, 2015, 144 pp. 12,50 euros.



Por J. Teresa Padilla

Aprovechando que Alianza editorial ha sacado al mercado una edición especial de El extranjero (traducida por José Ángel Valente e ilustrada por José Muñoz), no he podido resistirme a escribir mi “informe de lectura” de esta obra, que leí hace tanto y acabo de releer en la traducción anterior más difundida, la de Bonifacio del Carril.

Albert Camus es un antiguo miembro de mi lista de autores predilectos, predilección ésta que depende menos de criterios estrictamente literarios o de afinidad intelectual que de la pura simpatía. Una lista subjetiva donde las haya, aunque, no por eso, arbitraria. Conozco con relativa precisión la razón de ese “pathos” compartido, de esa simpatía, y, por tanto, del rasgo común a todos sus miembros: una clara y preponderante sensibilidad, intuición o (por decirlo análogamente a la tan de moda ahora “inteligencia emocional”) inteligencia ética que les impide sucumbir al casi irresistible hechizo hegeliano de reducir el hombre a un concepto y su historia a la Historia. Por muy en general que hablemos del hombre y universales que puedan ser las descripciones que hagamos, siempre es y será necesariamente un hombre concreto, singular, de carne y hueso, tan semejante a los demás como único, porque, sobre todas las demás cosas, hombre es aquel ser que, dotado de un órgano de percepción para el mal y en el rechazo del mismo, tiene que enfrentarse a la decisión, por ejemplo, de matar o no, y asumir con toda la lucidez y honestidad posible las consecuencias de una u otra decisión.

Albert Camus (1957). Foto: Robert Edwards
Camus, al que las enciclopedias definen como escritor y filósofo, es ciertamente un pensador interesante, aunque menos original y teóricamente potente que sus contemporáneos Sastre o Merleau-Ponty. Al leer sus ensayos, El hombre rebelde (1951) o El mito de Sísifo (1942), se echa en falta ese trabajo paciente y desinteresado de la reflexión. Todo parece, por el contrario, construido para conducirnos a unas conclusiones de las que se dispone de antemano. Unas conclusiones que son el fruto de la intuición, más que de la propia reflexión, y en las que ésta no termina de profundizar hasta las últimas consecuencias. En gran parte porque se movió en un esquema y una metodología filosófica que, para hacer justicia a su evidencia, necesitaban ser modificados y desarrollados y él no lo hizo. Camus no es propiamente un filósofo. Es un intuitivo, un escritor que vio más y mejor, aunque no fuera capaz de hacer más clara racionalmente esta visión, que muchos filósofos.