martes, 20 de octubre de 2015

Job

Job. Joseph Roth.

Acantilado: Barcelona, 2007, 224 pp. 16 euros.


“En mi vida hay milagros, pobres y pequeños milagros, pero hay milagros: está bien para un pobre pequeño creyente como yo” (Carta a Blanche Guidon, 27.12.34. En: Joseph Roth, Cartas (1911-1939). Acantilado, Barcelona, 2009).


Por J. Teresa Padilla

Tengo debilidad por Joseph Roth (Brody, 1894-París, 1939). Es uno de esos autores con los que desde el primer momento me siento bien, acompañada; de esos en los que, de una manera bastante confusa y extraña (qué puedo yo tener que ver con él o los protagonistas de sus relatos), me reconozco. Obviamente no a mí misma. Creo que es la manera en que él, y otros que como él figuran en esta nómina mía de “escritores especiales”, ven y sienten lo que les rodea, a los demás o su propia vida. Por el tipo de hombre (o mujer) que se adivina tras esa forma de mirar que expresan literariamente. En realidad me parece que estaría mejor dicho al revés. Que no es tanto que me reconozca en ellos (lo que presupondría que por mí parte ya me conozco previamente), sino que los reconozco como uno de los míos, de los que me ayudan a conocerme en la medida en que son capaces de expresar una forma de sentir y ver que me resulta familiar y a la vez indefinida e inconcreta, como casi todo lo que no se verbaliza. Porque no vemos ni sentimos nunca con claridad o fuerza hasta que no encontramos las palabras. Y ellos me dan algunas de esas palabras.

A Joseph Roth, el judío oriental convertido al catolicismo que pretendía salvar Austria del nazismo con la delirante idea de restaurar a los Habsburgo, que en su correspondencia con Stefan Zweig se ve obligado a aclararle cada dos por tres que le está escribiendo sobrio para que no dude de su cordura, a este absoluto y completo desastre, lo reconocí desde que leí, allá en la adolescencia, su Confesión de un asesino en una edición de bosillo de la editorial Bruguera que encontré y compré en la Cuesta de Moyano sin tener ni idea de quién era.

“Creo que he empleado mal mi propia vida. Pero creo también que puedo abarcar de una ojeada la vida del prójimo”, dice a Zweig en una carta de noviembre de 1933. “Sea fiel”, continúa, “a la imagen que tengo de usted. Yo lo retraté bien. Usted mismo lo sabe. (… ) Alcanzo a ver muy bien su corazón poético a través de su imagen mundana. ¡No reniegue de él! ¡Séale fiel!”. La correspondencia entre Zweig y Roth merece reseña propia, que no renuncio en absoluto a hacer en un futuro, pero el sentido de esta cita es que resume, exactamente, lo que Joseph Roth es, por lo menos para mí, como escritor: un retratista, alguien capaz de ver el corazón del otro y mostrárnoslo con una sencillez asombrosa, casi mágica. Y con él su mundo, tal como el personaje lo vive y lo ve. Éste es, para mí, el estilo de Roth, por lo demás un narrador, un contador de historias, absolutamente tradicional con un uso preciso y correctísimo del medio expresivo (un "calvinista de lenguaje", se llegó a autodenominar en alguna ocasión).

Joseph Roth (1926)
Así Job (o la historia de un hombre sencillo), escrita en 1930, empieza como cualquier cuento: “Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mendel Singer”. Hace muchos años, a principios del siglo XX, poco antes de la Primera Guerra Mundial. En Zuchnow, un shtetl (pueblo de mayoría judía), como los habituales en su Galitzia natal, de su propia invención que ubica en territorio ruso. Roth, uno de esos emigrantes que, como dice él mismo en sus Judíos errantes, “llegaron a olvidar lo que es ser judío y empiezan, lentamente, a aprender lo que es serlo” cuando esa ignorada judeidad se convierte en el cargo que los condena, en aquel momento, a la emigración y, poco después, a la muerte, vuelve con esta historia a sus orígenes. A parte de lo que él también es, además de ese “súbdito del imperio austro-húngaro” que siempre se consideró. Es difícil, si no imposible, ser ambas cosas. Lo deja bien claro la descripción que nos hace de este Job moderno, Mendel Singer, que, con ese miedo inscrito genéticamente en los animales amenazados por múltiples depredadores, teme casi todo: a los perros, los uniformes, la autoridad y a sus vecinos gentiles, que ocasionalmente pueden compadecerlo y llorar con él su desgracia, pero que en cualquier momento pueden terminar integrando la masa anónima de un pogromo. Y, sin embargo, Roth, al que ninguna cantidad de alcohol fue capaz de restar un ápice de clarividencia, se ve obligado a reivindicar como suyo también a ese judío oscuro al que ni siquiera la nieve llega a cubrir y ocultar a los demás. Roth es, a la vez, el súbdito de un imperio que ya no existe y el hijo de un pueblo sin patria. Es el exiliado, el extranjero en todas partes. El vagabundo incapaz de vivir en otro sitio que no fuera la habitación de un hotel. El que no encuentra su lugar en el mundo: “Sólo conozco el mundo, creo yo, cuando escribo, y cuando dejo la pluma estoy perdido” (Carta a S. Zweig, 17.2.36).

Job es lo que su título indica: una nueva versión del relato bíblico. Mendel Singer es un judío piadoso, un mediocre maestro. Tiene mujer, más supersticiosa que devota, y cuatro hijos, el menor de los cuales sufre una misteriosa enfermedad que le impide andar y comunicarse. Con su talento habitual, Roth retrata e insufla vida con un par de pinceladas a cada uno de estos personajes, así como describe el matrimonio de Mendel y Deborah (ese camino que va del amor o, por lo menos, el deseo del otro a la hostilidad hacia quien, sin embargo, forma parte ya de uno mismo) o la vida de los judíos en estos pueblos rusos. La de Singer es difícil, aunque, si exceptuamos la enfermedad de su hijo pequeño, no mucho más que la del resto de los judíos de Zuchnow. Pero hasta las bendiciones de Mendel se tornan desgracias: la belleza y vitalidad de su hija amenazan con descarriarla y la salud de hierro de sus hijos mayores les impide librarse del servicio en el ejército zarista. Sólo uno puede, con los escasos ahorros de su madre, permitirse desertar y emigrar. Termina en América, donde prospera lo suficiente para llevarse con él lo que queda de su familia. Lo que queda con excepción de su hermano tullido, incapaz de viajar. La segunda parte de Job se desarrolla en Nueva York. Se nos muestra tal como la ve y la siente este viejo maestro judío de pueblo a su llegada (vertiginosa y asfixiante), tal y como se la presentan todos (esa “nueva Palestina”, llena de esperanzas de progreso y bienestar). Esta última descripción contrasta inmediata e irónicamente con la de la miserable vivienda que ocupan Mendel y su familia en un barrio pobre y con la nostalgia, incomprensible y vergonzante en semejante tierra de las oportunidades, de la miseria, pese a sus peligros más humana, de Zuchnow.

Joseph Roth. Óleo de Anne Collet-Toty (2013)
Cuando parece que la fortuna llega por fin a su vida y hasta una repentina mejoría del hijo abandonado en Europa va a permitirle su recuperación, la guerra estalla y Mendel Singer pierde uno tras otro a todos. Reniega entonces de su piedad, de todo lo que ha sido y de Dios. Reniega de palabra, con la blasfemia, pero no termina de dar el último paso: destruir el Libro, las filacterias, el manto de oración… Los mantiene consigo, es lo único que le queda, pero como recuerdo constante del abandono de Dios e instrumento para su propia tortura.

Al igual que en el relato bíblico, hay un milagro y se concede a Mendel aquello por lo que siempre rezó. Y la luz de ese milagro le permite recuperar, en la esperanza o el recuerdo, todo lo demás, todo lo que ha perdido. “Mendel se durmió en paz y descansó del peso de la felicidad y de la grandeza de los milagros”, así acaba la novela, recordándonos ese peso de la bienaventuranza que el otro, el opresivo de la desgracia, nos impide tantas veces reconocer.

Un final feliz, ingenuo, inverosímil… Puede. Pero, como le escribió Stefan Zweig, a mí tampoco nada “puede arrancarme de Joseph Roth”.

4 comentarios:

  1. Me alegra tener noticias de Joseph Roth. En numerosas ocasiones he llegado a la literatura a través del cine y Joseph Roth es una de ellas. Le conocí de la mano de Ermanno Olmi y su película “La leyenda del santo bebedor”. Busqué más obras suyas y encontré “Hotel Savoy”, que devoré, y seguramente algún día volveré a leer para ver si me atrapa del mismo modo. “Job” también parece apetecible tras la lectura de la reseña.
    Joseph Roth en cierto modo fue afortunado al morir en aquella taberna de París pocos meses antes del estallido de la guerra, se ahorró el sufrimiento de su amigo Stefan Zweig.

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    1. Sin lugar a dudas morir en 1939 fue uno de esos pequeños y pobres milagros con que Roth fue bendecido. Al fin y al cabo, hacía tiempo que ya no quería seguir en este mundo: "El final, por desgracia, se estira. Reventar lleva más tiempo que vivir". Aunque no sé si se ahorró el dolor de Zweig. Me parece que, sencillamente, lo vivió mucho antes porque comprendió la magnitud de la barbarie que se avecinaba también antes. Es muy curioso observar en la correspondencia de ambos cómo Zweig camina de la confianza a la desesperación a la vez que Roth de la desesperación a la resignación.

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  2. Entiendo bien lo que cuentas de escritores en los que te reconoces. Que escriben de forma tal que clarifican, te clarifican. Es justo eso: te dan las palabras de lo que bulle por dentro de ti.

    Me bastaría ese primer párrafo para apuntarme directamente a este autor, pero en realidad es que lo tengo pendiente (tantos libros, tantos autores) desde hace tiempo, concretamente este libro Job y también Cartas. Renuevas mis ganas, eso sí, y si ya de paso me das un extra de cien años de vida para leerlo todo, hasta te beso los pies :)

    Un abrazo

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    1. Miraré por ahí por si tengo esos cien años más que necesitas, aunque lo dudo. Eso es lo malo de las listas (yo sigo sin decidirme a crear una), que dan vértigo. Yo confío más en el azar. Hay tantos autores y tantos libros que prefiero irlos descubriendo según me los voy encontrando. Y si entonces me suena que, por ejemplo, tú lo reseñaste y te encantó... Besos.

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