jueves, 29 de octubre de 2015

El vecino independiente

www.barcelonaholidays.es
Por Marisa Díez

 Mi vecino del tercero derecha dice que quiere abandonar nuestra comunidad. Que lo que le apetece es vivir independiente y no ser rehén de una asociación de vecinos a la que paga más de lo que le corresponde, según su parecer, y con la que no se siente plenamente identificado. Es decir, piensa que ahorrándose el dinero que abona en la actualidad en concepto de recibos varios, podría llevar una vida mejor y, sobre todo, más acorde con sus posibilidades. Mi vecino del tercero lleva años con la misma cantinela, pero nunca le hemos tomado demasiado en serio. La verdad es que ni siquiera nos hemos molestado en escuchar sus razones, que consideramos un pelín ridículas, absurdas, egoístas y fuera de lugar. Si quería vivir solo, que se hubiese comprado un chalet, con su parcelita y todo. Pero claro, económicamente no le fue posible en su día. Y ahora quiere conseguir, de forma un poco chapucera, lo que por los cauces habituales fue incapaz de tener.

lunes, 26 de octubre de 2015

Como perros y gatos

Por J. Teresa Padilla

Mi estimada colega y, sobre todo, amiga Juana acaba de publicar una semblanza en recuerdo del desaparecido Galo, uno de sus queridos mininos, en la que no sólo encomia la belleza, inteligencia, agilidad e independencia propias de este gato en particular, sino de la especie como tal y, de paso, de los humanos (que no estrictamente “dueños”) que aceptan con gusto convivir con ellos. A su entender, compartir sus hogares con estos felinos proporciona al hombre una necesaria cura de humildad que le recuerda que su poder no es omnímodo y que nunca podrá con ese espíritu libre que es siempre hasta el más casero de los gatos.

Nada se dice en el texto en detrimento de la otra especie de animal de compañía por antonomasia, el perro, ni de sus propietarios, pero, y aunque reconozco que puedo pecar de una excesiva susceptibilidad, el antagonismo entre canes y felinos, así como el contraste entre las relaciones que los seres humanos establecemos con unos y otros, es tan marcado que resulta difícil no percibir, cuando se encomia específicamente a unos, una velada censura a los otros. Porque cuando se habla del gato como un espíritu libre, ¿no se insinúa la condición servil y sumisa del perro?, o, cuando se habla de la tolerancia de su propietario, ¿no viene a la mente la imagen autoritaria y represora del adiestrador de canes? Un poco sí, y, en cualquier caso, sobradamente conocido es que los adictos a los perros, pues de una adicción se termina tratando, aprovechamos la menor ocasión para ponernos un poco en ridículo hablando de ellos. Ni elegantes ni majestuosos, los perros y sus dueños tiramos más bien a payasos sentimentales.

martes, 20 de octubre de 2015

Job

Job. Joseph Roth.

Acantilado: Barcelona, 2007, 224 pp. 16 euros.


“En mi vida hay milagros, pobres y pequeños milagros, pero hay milagros: está bien para un pobre pequeño creyente como yo” (Carta a Blanche Guidon, 27.12.34. En: Joseph Roth, Cartas (1911-1939). Acantilado, Barcelona, 2009).


Por J. Teresa Padilla

Tengo debilidad por Joseph Roth (Brody, 1894-París, 1939). Es uno de esos autores con los que desde el primer momento me siento bien, acompañada; de esos en los que, de una manera bastante confusa y extraña (qué puedo yo tener que ver con él o los protagonistas de sus relatos), me reconozco. Obviamente no a mí misma. Creo que es la manera en que él, y otros que como él figuran en esta nómina mía de “escritores especiales”, ven y sienten lo que les rodea, a los demás o su propia vida. Por el tipo de hombre (o mujer) que se adivina tras esa forma de mirar que expresan literariamente. En realidad me parece que estaría mejor dicho al revés. Que no es tanto que me reconozca en ellos (lo que presupondría que por mí parte ya me conozco previamente), sino que los reconozco como uno de los míos, de los que me ayudan a conocerme en la medida en que son capaces de expresar una forma de sentir y ver que me resulta familiar y a la vez indefinida e inconcreta, como casi todo lo que no se verbaliza. Porque no vemos ni sentimos nunca con claridad o fuerza hasta que no encontramos las palabras. Y ellos me dan algunas de esas palabras.

martes, 13 de octubre de 2015

Aguafiestas

El descubrimiento de América (Jacopo Zucchi, 1585)
Por J. Teresa Padilla

Ayer fue 12 de octubre, el día en que España celebra su fiesta nacional conmemorando aquel momento de su historia en que todavía era capaz de tomar iniciativas sin esperar a que lo hicieran otros más listos y ver cómo les iba antes de decidirse a imitarlos o no, un momento que, sólo por eso, merece la calificación de excepcional y hasta glorioso. La cosa salió bastante mal, en el sentido en que el resultado para nada se ajustó al previsto, y bastante bien, pues lo encontrado superó a lo buscado. A mí, personalmente, hacer coincidir la fiesta nacional, puesto que parece que hay que tener una para ser una nación como Dios manda y, ante todo, hay que ser una nación, sea esto lo que sea, con el descubrimiento (desde nuestra perspectiva, claro, pero para eso es “nuestra” fiesta) de América me parecía bien. Porque no sé muy bien qué es una nación, pero me siento identificada con ese triunfar fracasando que en realidad se recuerda aquí. Me resulta hasta quijotesco, que a saber si no es justamente lo único que nos puede dotar de alguna “identidad nacional” (otra cosa imprescindible por lo que parece y que, puestos a tener, más vale elegir libremente).

Grabado de Theodor de Bry (S. XVI).
Pues no. Múltiples voces, en los medios de comunicación y en las redes, nos recuerdan que no hay nada que celebrar. Más bien mucho de lo que avergonzarse. Y a mí, en concreto, me dejan sin argumentos, claro, porque soy de esos que tienen muy claro que, si algo no son, es inocente y que tienen siempre muchas cosas de las que avergonzarse, aunque no sepan exactamente qué cosas son esas o, más bien, sepan con exactitud que son muchas más de las que sí conoce. Al parecer, en lugar de celebrar nada tenemos que avergonzarnos porque cuando creemos festejar ese “Tierra, tierra” (expresión maravillosa y que siempre merece, en mi obviamente equivocada opinión, ser celebrada) lo que de verdad conmemoramos no es esto, sino sus consecuencias. Es decir, no el descubrimiento o el encuentro, sin más, de dos mundos que se desconocían, sino la conquista y la dominación de uno por el otro: guerra y matanza (no digo genocidio porque, aunque el resultado sea el mismo, y los muertos mueran siempre, no siempre la aniquilación de un grupo de personas se realiza con una motivación genocida y usar los términos así, sin atender a su significado preciso, lleva a ocultar diferencias esenciales y a oscurecer más la noche en que vivimos haciendo a los gatos todavía más pardos).

jueves, 8 de octubre de 2015

En memoria de la filosofía

La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David (1787)
Por J. Teresa Padilla

Lo que voy a contaros hoy es una vivencia íntima y personal, lo que no implica, ni mucho menos, que sea exclusiva. Estoy segura de que, en algún momento, todos los niños han vivido una experiencia similar, distinta en los detalles pero en lo esencial idéntica.

Cuando tuve noticia de que la filosofía iba camino de desaparecer de la enseñanza obligatoria pensé en escribir un alegato crítico y racional en su defensa y denunciar lo que, a todas luces, es una destrucción y negación de lo que somos. Esa tan cacareada, cuando se trata de bombardear aldeas afganas, civilización occidental no es otra cosa que el resultado de la reflexión filosófica que se inició en Grecia. Para bien y para mal, pues esta civilización y cultura europea es responsable, no sólo de la proclamación, como valores irrenunciables sobre los que constituir nuestras sociedades, de la igualdad, la libertad y la fraternidad, y de la necesidad de un pensamiento crítico que dé contenido a estos valores, sino también de la barbarie que asoló Europa el siglo pasado. Y por ello necesita una refundación, un cuestionamiento radical de sí misma. Necesita justo lo contrario del olvido y el ocultamiento. Justo lo contrario de aquello a lo que va a invitar la reforma educativa.

Pensé, efectivamente, en escribir algo así, pero me invadió un cansancio enorme. Por su inutilidad. Porque puede que no me corresponda a mí realizarlo, sino a aquellos que lograron hacer de su vocación y pasión por la filosofía su medio de vida. Ahora es cuando ellos, profesores titulares y catedráticos, deben demostrar que, pese a recibir un sueldo por su enseñanza, no son meros sofistas, impostores que sólo fingen saber lo que presuntamente estaban encargados de transmitir a sus alumnos. Me parece que a mí me toca, más bien, lamentarme de que mis hijos no lleguen probablemente a tener la ocasión de vivir lo que yo cuando la filosofía se cruzó en mi camino escolar. Me corresponde, creo, rememorar aquel momento puramente biográfico que, sin embargo, de una forma u otra, estoy segura de compartir con muchos otros.

lunes, 5 de octubre de 2015

El proceso

El proceso. Franz Kafka

En: Obras completas I: Novelas. Galaxia Gutenberg: Barcelona, 1999, pp. 461-687.


Por J. Teresa Padilla

No pensaba hacer una reseña de El proceso. Los clásicos intimidan, por sí mismos y porque ya hay sobre ellos infinidad de sesudos estudios y máximamente autorizadas opiniones que parecen haberlo dicho todo: o todo lo que merece ser dicho o lo más esencial de lo que cabe decir. Lo que pueda añadir yo, una mindundi, o no interesará absolutamente a nadie o, lo más probable, ya haya sido dicho mil veces. Pero hoy me he levantado rebelde y todo esto (en realidad, todo a secas) me da igual. No ser nadie no me priva, digo yo, del derecho, ejercido con tanta frecuencia como falta de brillantez por tantos sesudos estudiosos y autorizados críticos, a expresar las conclusiones de una lectura propia como si fuera la primera en llegar a ellas. De manera que sí, que me lanzo cual descubridora de una rareza literaria ignota a mostrársela al mundo.

Mi lectura de El proceso tuvo lugar el verano recién pasado, aprovechando el encierro obligado por el fuego que despedía el cielo y que, tras ser absorbido por el asfalto madrileño, amenazaba con hornearte de forma exquisitamente uniforme al menor conato de escapada. Ahí quedó, en reposo y maduración, mientras acompañaba a Carrère en sus melopeas de vodka por la Rusia profunda y me sumergía (y sumerjo) con Pessoa (o Soares) en la desasosegante condición de espectador irónico de uno mismo y del mundo. De ambos hechos ha quedado constancia en este blog. De lo que no he dado cuenta es de que por el camino también encontré una entrevista a Lobo Antunes en la que, entre otras cosas (básicamente boutades), afirmaba que le aburría mortalmente El libro del desasosiego y se preguntaba, generalizando a partir, suponemos, del caso Pessoa, si era posible que un buen escritor no hubiera follado nunca (sic). Sus palabras a punto estuvieron de lanzarme a una réplica destinada a aparecer, obviamente, en la sección “Diario de una bruja”, pero luego me acordé de su Tratado de las pasiones y tuve que reconocer que era (y supongo que sigue siendo) un buen escritor. De forma que, de la indignación por la intromisión en la intimidad sexual de Pessoa (con el que ahora mismo vivo un idilio en el que no admito de momento injerencias externas), pasé a la depresión por los estragos que pueden causar en los varones, hasta en los más brillantes, los años y las disfunciones prostáticas. Eso suponiendo que su cretinismo no fuera innato, hipótesis esta última que me llevaba a la reflexión igualmente deprimente de que, follador o no, se podía ser un buen escritor y un perfecto imbécil. En fin, que descarté la entrada en cuestión: ando últimamente bastante saturada de estupidez propia como para enfangarme en la ajena.

viernes, 2 de octubre de 2015

Un sueño en la red


Por Marisa Díez

 De ella apenas había conseguido mantener intacta en su memoria la mirada risueña de sus grandes ojos negros. Recordaba sólo su nombre y el frágil cuerpecillo que albergaban sus escasos dieciocho años. Durante demasiado tiempo había evocado con añoranza aquellos días, pero la vida, que fue atrapándole poco a poco en su propio laberinto, le hizo abandonar la idea de volver a cruzarse de nuevo en su camino. Sin embargo ahora, cuando comenzaba una nueva etapa llena de incertidumbre por su futuro, se habían avivado de nuevo los recuerdos en su mente. Y se dispuso a buscarla, sin saber bien lo que podría encontrarse. Dudaba de su capacidad para dar con ella y, sin demasiada convicción, había tecleado varias veces su nombre en aquella red social que le habían recomendado, y que prometía poner en contacto a personas que se habían perdido la pista durante años.

Y de repente, la noche anterior la había encontrado. Su fotografía inundó la pantalla del ordenador, como un fantasma que aparece de la nada. Los treinta años transcurridos no habían conseguido borrar de su rostro la mirada penetrante de sus ojos, los mismos que le habían hechizado cuando se cruzaron con los suyos por primera y única vez durante aquellas lejanas vacaciones. Su imagen se mostró ante él en un único clic y un cúmulo de sensaciones conocidas, aunque olvidadas en el tiempo, recorrió todo su cuerpo. Era ella, eran sus ojos y, sobre todo, su mirada. Jamás había conseguido olvidarla.