jueves, 3 de septiembre de 2015

Desde mi toalla

Por Marisa Díez

Si hay algo que me ha quedado claro durante mis días de asueto en la playa es lo que pueden cambiar el carácter de las personas unas simples jornadas de vacaciones. Acostumbrados al ajetreo y al malvivir de la ciudad, llegamos a nuestro destino estival dispuestos a dejar atrás los malos hábitos acumulados durante el año. De esta manera, es fácil observar cómo determinados comportamientos, impensables durante tu vida diaria en Madrid, se convierten en habituales cuando nos encontramos cerquita del litoral. Será por el influjo de las olas, o de las mareas,  o qué sé yo.

Por ejemplo, esa costumbre, tan incomprensible para mí por aquellos lares, de intentar conseguir el mejor sitio en primera línea de playa. Hordas de jubilados, parapetados tras sus enseres playeros, esperan pacientemente la orden de los policías locales para poder pisar la arena a primera hora de la mañana y conseguir el mejor sitio donde plantar su sombrilla. Hacen su cola educadamente y sin rechistar y son capaces de esperar con infinita paciencia sin que se les pueda escuchar la más mínima queja ni palabra malsonante. En una situación parecida me los imaginaba yo, mientras los observaba desde la ventana del apartamento, en una parada de autobús en Madrid si éste se retrasara, digamos, unos cinco minutos: la cantidad de improperios que serían capaces de soltar por sus bocas. Sin contar con la cantidad de adjetivos desagradables que regalarían al pobre conductor de turno que tuviera la mala fortuna de cruzarse en ese momento en su camino.

Otro ejemplo de esa buena disposición en vacaciones de la que carecemos el resto del año: el chiringuito de la playa. Te presentas dispuesto a saborear una buena tapa a la hora del aperitivo y, en el supuesto de que encuentres sitio donde sentarte, esperas pacientemente a que el camarero, después de transcurrida una media hora, se acerque a preguntarte lo que vas a tomar. Y tú no te quejas por la tardanza porque estás de vacaciones y tienes otro ánimo. En Madrid te hubieras levantado echando pestes, como máximo, a los cinco minutos. Y por supuesto, a ese garito no hubieras vuelto nunca más. En la playa no, en la playa te esperas y punto porque hay mucha gente y, pobres, no pueden dar más de sí.

Y la cerveza. Ese momento del zumo de cebada helado y refrescante que esperas con ansiedad después de haber sudado por litros mientras tomabas el sol para adquirir ese leve bronceado que, al llegar a la capital, conservas durante, más o menos, una semana, tirando por lo alto. Como decía, la cerveza. Raro es que te la sirvan fría, y, en el caso hipotético de que así sea, se calienta en cinco minutos, por la humedad, o por lo que carajo sea, el caso es que no te tomas una cerveza fría en todo el verano. Pero ni rechistas, porque, hay que comprenderlo, están desbordados y no dan abasto a cargar las cámaras para satisfacer el exceso de demanda. Si en Madrid te sirven una cerveza caliente, aunque sea al mismo precio que en tu actual destino vacacional, el pollo que montas es de tales proporciones que el camarero se ve obligado, como mínimo, a pedirte disculpas. Algo completamente fuera de lugar porque está claro que tú por allí no piensas volver después de semejante afrenta.

Por las noches, y después de sobrevivir un día más a la canícula atosigante que te ha obligado todo el día a secarte el sudor hasta llegar a la extenuación, te decides a tomar el “fresco” en el paseo marítimo y descubres, con horror, que exactamente el noventa por ciento de los turistas han tenido la misma idea. Y te encuentras con una procesión que se dirige, de forma pausada y en ordenada fila, más o menos al mismo sitio que tú. Un recorrido que puede englobar desde la visita a los puestos de artesanía y recuerdos varios para regalar, hasta las atracciones para los niños, pasando por las típicas heladerías con precios prohibitivos o el simple paseo repleto de bancos donde descansar y dedicarte al noble arte de observar al resto de la fauna que pulula por los alrededores. Y de toda esta liturgia tampoco te quejas, aunque para hacer un recorrido de cincuenta metros necesites, como mínimo, tres cuartos de hora. Estás de vacaciones y no tienes prisa. Bastante corres en Madrid el resto del año. ¿Que hay aglomeraciones? Cierto. Pero estás descansando de las mismas que sufres en tu ciudad. Y no rechistas. Estás de vacaciones. Y punto.

Un día, afortunadamente, todo termina. Alargas el momento de hacer las maletas todo lo que puedes, intentando no caer en la desesperación más absoluta al imaginar los atascos que, en breve, te tocará sufrir en Madrid, el hacinamiento en el metro o las carreras arriba y abajo de cada jornada arañando minutos al reloj. No quieres ni pensar en ello porque has estado tan relajada en la playa, que sólo con imaginar que, dentro de un año te espera, más o menos y con pequeñas variaciones, exactamente la misma rutina, te dan ganas de dejarlo todo y salir corriendo. Y entonces escuchas en la lejanía aquella cancioncita que marcó, machaconamente y durante años, toda tu adolescencia y juventud: El final del verano llegó y tú partiraaaaás… Y te parece vislumbrar la llegada de un grupo de niños, montados en bicicleta, silbando una melodía que te pone los pelos de punta sólo de recordarla.

En ese momento es cuando, definitivamente, piensas que te has vuelto loca y sales disparada al chiringuito más cercano a tomarte la última cerveza caliente de la temporada, que mira tú por dónde, esta vez, te sirven increíblemente fría. Con la tensión acumulada por tantos días de tranquilidad, decides que no puedes aguantarlo por más tiempo y sólo aciertas a gritar, ¡socorro!, mientras el camarero, imperturbable, te mira con desdén y relativa lástima, mascullando entre dientes: ¡Bah, forasteros! De Madrid tenías que ser…

Y lo que más rabia te da es que, encima, el camarero tiene toda la razón…


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