martes, 29 de septiembre de 2015

Una novela rusa

Una novela rusa. Emmanuel Carrère.

Anagrama: Barcelona, 2008. 296 pp. 17 euros.


Por J. Teresa Padilla

Aunque me sonaba su nombre, nada sabía de Carrère ni, por supuesto, lo había leído nunca. Pero acaba de publicarse en España su última obra, El reino, y me llegaron noticias de lectores y críticos entusiasmados. Lo cierto es que me quedé sólo con la idea del entusiasmo, que no busqué ni leí en aquel momento las críticas como tales. Ignoro si esta positiva acogida es general, porque estoy hablando de un par o tres de ellos que, además, se mueven en el mismo círculo, de modo que es presumible que compartan inclinaciones y gustos. Pero, bueno, me lo anoté mentalmente como un autor potencialmente interesante que valdría la pena leer cuando se presentara la ocasión.

Como, a diferencia de otras muchas personas más cabales y organizadas que yo, carezco de lista de libros pendientes y, en general, de cualquier tipo de lista (incluida la tan recomendada por la OCU lista de la compra), y deambulo por la biblioteca como por el supermercado (a saber, intentando recordar lo que necesito o quiero unas veces y, otras, la mayoría, buscando inspiración para decidir lo que necesito o quiero), las ocasiones se terminan por presentar. Así  que cuando llegué a la C de Carrère y lo vi, pues me dije: ¡anda!, el de El reino, ¿por qué no? Y entre los dos o tres títulos disponibles, que obviamente no incluían ni incluirán hasta dentro, me temo, de bastante tiempo El reino en cuestión, estaba éste: Una novela rusa. Con ese título no podía hacer otra cosa que elegirlo, que me inicié como lectora con las novelas rusas y siento debilidad por ellas. Teniendo en cuenta mi caótica forma de seleccionar lecturas, tengo que reconocer que, pese a lo que me parece a veces, soy una chica con suerte.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Sobre el Libro del desasosiego

"No hay desolación (...) para la que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría ésta. (...)
He asistido, de incógnito, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto quise ser. Puedo decir, con aquella verdad que no precisa de flores para que sepamos que está muerta, que no hay cosa que yo haya querido, o en la que yo haya puesto, aunque por un momento sólo, el sueño nada más de ese momento, que no se me haya deshecho bajo las ventanas como polvo con apariencia de piedra caído de un tiesto del piso de arriba. Parece incluso que el Destino ha procurado siempre hacerme amar primero aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente yo viera que ni lo tenía ni había de tenerlo.

Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, perdí las ganas de acudir a la vida. Y, puesto que hoy sé, en la anticipación de cada ligera esperanza, que ha de acabar en desilusión, sufro el goce especial de gozar ya la desilusión junto con la esperanza, como algo amargo con dulce que vuelve lo dulce dulce contra lo amargo. Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, sobre el papel de sus planes, disfrutando con su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada nueva batalla" (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, 140, 193. Trad. Perfecto E. Cuadrado).


Por J. Teresa Padilla

Hay libros que puedes sacar de una biblioteca, leer y devolver tras haber tomado, en el mejor de los casos, unas cuantas notas. Pero también hay libros que, nada más empezarlos, sabes que debes tener a tu lado siempre. Para leerlos poco a poco, para releerlos muchas veces; para buscar consuelo, para aprender a escribir, para buscar quién eres o para olvidarte por un momento de ti mismo. Éste es uno de ellos, aunque obviamente no para todo el mundo. Y, aunque en otras ocasiones esta distancia con mis semejantes me resulte dolorosa, en ésta es una bendición. Por fin lo tengo, en la edición tan cuidada, por dentro y por fuera, de Acantilado. De segunda mano, claro, y con una mancha como de café en su corte delantero, pero, por lo demás, intacto, con todo el aspecto de no haber sido leído por el inepto de su dueño original.

Lo abres y ya en el epígrafe 1 lees cosas como éstas: "Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado"; "el corazón, si pudiera pensar, se pararía"; "considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. (...) Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y los sonidos del paisaje, y canto lento, sólo para mí, vagos cantos que compongo mientras espero. Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Gozo de la brisa que me dan y del alma que me dieron para gozarla, y no pregunto más ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará bien también".

Y así sigues, sin parar, leyendo frases que te gustaría ser capaz un día de escribir, que te recuerdan lo importante que es aprender a saber decir las cosas. Otras en las que tienes que detenerte y coger aliento, porque te arrastran a abismos que percibes como erróneos, como callejones sin salida de los que, a veces, el propio autor, Pessoa-Soares, sale desdiciéndose más adelante.

Esto no es una reseña. Éste es un libro que quiero ir bebiendo a pequeños sorbos, avanzando pero también retrocediendo. Un libro que espero no terminar de leer nunca. Un libro del que no podré evitar compartir otros fragmentos porque me temo que encontraré en él muchas cosas que me gustaría escribir a mí, si supiera, claro, decirlas.

En fin, una maravilla de la que alguien, por suerte para mí, se desprendió por un par de euros. Podría ser triste, pero ya leímos en Alfanhuí que los verdaderos tesoros son los que no valen nada; así que llevemos, con Soares, "la conciencia de la derrota como un pendón de la victoria".

lunes, 21 de septiembre de 2015

Tworki (El manicomio)

Tworki (El manicomio). Marek Bienczyk.

Acantilado: Barcelona, 2010, 224 pp. 19 euros.


Querido Jurek:

Trata bien a Janka y no pienses mal de mí. Te he tomado mucho cariño. Eres un chico fantástico. ¡Qué extraño es el destino! ¡Será que así estaba escrito! Dales recuerdos a todos los que por ti conocí y aprecio, y sobre todo a tu madre. Dale otro beso de mi parte a aquel que lo fue todo para mí. Para ti, un fuerte apretón de manos.


S.
P.S. ¡Sé feliz!
S.


Por J. Teresa Padilla

 Lo primero que se lee de esta novela si, como suele ser tan habitual como a veces poco recomendable, se empieza el libro por el final (por el final del libro-objeto, no del libro-obra), vamos, si comenzamos con el texto de la contraportada, es una cita casi íntegra de una “Nota del autor” que en el libro (ahora sí, el libro-obra) va en realidad al final de la novela. Y con toda la razón, porque entonces resulta evidente el cambio radical de tono entre el cuerpo del texto como tal y esta nota. Un contraste tan grande como el que existe entre aquello de lo que uno y otra hablan: las historias personales que se reconstruyen a partir de una carta de despedida y la Historia que las enmarca, respectivamente. La seriedad de la nota aparece entonces teñida de decepción o, quizá más exactamente, de hastío. El de tener que dar respuesta a la pura curiosidad extraliteraria por la “realidad” de lo que se nos acaba de contar. O, peor aún, el de verse obligado a justificar la existencia y el valor de la ficción sobre los “hechos reales”. Con excepción de la propia carta, tan esencial como irrelevante históricamente (en lo que a los grandes hechos respecta), todo aquello cuya realidad se nos confirma en esta nota es sobradamente conocido de antemano. Para eso no hacía falta leer la obra que la antecede. De ahí que no pueda dejar de verla como un corolario final, en forma de resignada protesta contra la generalización y opacidad de la Historia, a lo que en la novela es una invocación, gozosa hasta en los peores momentos, para que todos dejemos en ella nuestros nombres y acusemos recibo del de los demás, para que nos resistamos al anonimato que impone de la única manera posible: escuchando o leyendo las palabras de los otros; diciendo o escribiendo las nuestras; manteniendo viva esa comunicación secreta y subterránea de la que nada dice el relato histórico y en la que únicamente se encuentra, aunque sólo a veces, cierto sentido a la vida.

Menos mal que este relato no es el único; que la imaginación, la ficción y la poesía pueden contar lo que hay detrás y oculta el escueto hecho histórico de que “hubo una guerra, millones de personas perecieron, otras sobrevivieron”. Y eso que cuentan es mucho más real que este hecho por la sencilla razón de que le da un significado más allá de la verdad de Perogrullo que por sí mismo es únicamente capaz de expresar.
Y así, el ritmo cansado y monótono de la nota deviene en la novela un juego de palabras e imágenes lleno de ternura, humor y esperanza. Una celebración de la vida, tan frágil como pertinaz, que transcurre incluso en medio de las mayores catástrofes. Una celebración y una invitación.

Marek Bienczyk (2012). Foto: Marie
Érase, pues, una vez un jovencísimo aprendiz de poeta miope llamado Jurek, futuro destinatario de una carta, también conocido como Jurek Listillo (Salchichón Pepino Ovillo o Capitán de los Grillos, según los casos), Jurek Tarambana Príncipe Rana y un largo etcétera. Un poeta, contador y, afortunadamente, también contable, lo que le convierte en un miembro lo suficientemente útil a la sociedad como para que ésta le permita ganarse su sustento. En su caso en un hospital psiquiátrico a las afueras de Varsovia, en Tworki. Érase una vez, habría que añadir aquí también, un manicomio que, contra todo pronóstico, a pesar del color y la suciedad del uniforme de los residentes, del exiguo rancho y de la nacionalidad del cuerpo directivo, termina convirtiéndose en un oasis, un paraíso en medio de la atronadora furia de la Historia. Allí, nuestro trovador, contador y contable conoce a Sonia, futura firmante de la carta, de la que, como no podía ser menos dada su condición de poeta casi adolescente, se enamora al instante. La bella Sonia, por su parte, se enamora, como también cabía esperar, de otro: Olek, miembro destacado de los Magníficos (el círculo de amigos de la infancia de Jurek) y legendario delantero del Varsovia Fútbol Club. El desengaño, sin embargo, no da lugar a interminables elegías. En primer lugar, porque era del todo comprensible que una pierna tan fuerte y hábil como la de Olek, coronada por una cabeza no menos hábil y rubia sobre cuya nariz no necesitaban reposar unas gafas, todo ello conformando una silueta indudablemente del tipo “americano”, eclipsara su indiscutiblemente mayor talento rapsódico. Y, en segundo y principal lugar, porque, como poeta, Jurek amaba a Sonia como amaba todo lo que ponía en verso y rima: los árboles, el cielo, el río, Olek mismo y, en suma, toda “esa extraña pero a veces también hermosa, aunque a veces la llamemos simplemente un largo sueño, o sencillamente c’est la vie”. Es decir, que amaba por el puro placer (y la necesidad) de hacerlo, sin pretensiones de exclusividad ni tan siquiera de estricta reciprocidad. Y cuando se ama así, de verdad, al final también se es amado y no hay lugar para la tristeza o la lamentación.

Érase también una madre adivina (¡vaya novedad!), un loco que nos recuerda el camino de la lucidez, y otros muchos seres que siguen siendo humanos a pesar de las circunstancias y de su nacionalidad. Y otros que adivinamos que no, aunque para qué hablar de ellos: no aparecen porque no importan, en su caso sí puede que sea cierto que los hechos de la Historia digan todo lo necesario.

Muchos seres humanos pasan por Tworki. Muchos perecen y otros sobreviven (de momento). Pero esto no es, ni mucho menos, lo esencial. Lo esencial es la carta, “lo mejor que se ha hecho por nosotros, lo mejor que se ha pensado de esta vida, de este lado, y el mejor de los caminos que se nos han señalado”, así que “confirmad, acusad el recibo, firmad alguna vez el recibí, adjuntad todos vosotros, hoy llamados, vuestro propio post scriptum”.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Sin acento

Por José María Ruiz del Álamo

Vio las cosas como eran y fue un instante para darse al pensamiento, solo era menester ubicar en orden las palabras. Pues estas comunican nuestras reflexiones, mas si formulamos mal los vocablos viene a surgir el desencuentro. Y todo suma en el guion de nuestra vida…

Así se manifiesta la escritura hoy, donde lo que ayer estaba bien, hoy se dibuja mal. En estos días estoy leyendo la tercera edición de ¡Si tú supieras!..., de José María Carretero, copyright de 1942, Ediciones E.C.A. Una novela de la biblioteca del abuelo. En ese mágico armario empotrado se hallaba, y es leer “fué, sin duda, el fruto del ambiente de confusión”, “y se dió a él, como la que da una limosna” o “sólo le estaba impuesto guardar silencio” para decirme: “ya no llevan acento”. ¿El ayer estaba mal? ¿El ayer estaba confundido?

La Real Academia Española de la Lengua (RAE) es la garante del buen uso (hablado y escrito) del español, por ello es la institución encargada de dictar las reglas ortográficas, pero sus últimas decisiones han venido a levantar polvareda, ya que, en lugar de enriquecer el idioma, lo han devaluado en opinión de algunos. Han querido hacer una escritura fácil quitando los acentos, algo sumamente útil para no cometer faltas ortográficas. Sin embargo sí puede llevar al equívoco. Ya no hace falta pensar si nos encontramos ante un adverbio o un pronombre demostrativo. Ya da igual: se quita el acento y todo está bien.

Claro que muchos escritores se han rebelado y siguen incluyendo en sus escritos las tildes. Buen ejemplo de ello tenemos en esta página de Diarios de Resistencia, pues J. Teresa Padilla no acepta ni acata la norma. No le quites los acentos a sus “sólos”, que se enfada y nos riñe. Ella no quiere desaprender. Su hecho cognitivo es lo que acentúa su personalidad. Personalidad tal que viene a acentuarnos a estos colaboradores que firmamos en su blog.
Y en verdad algo de razón tiene: hay que acentuar. Desde aquí ponemos el acento en la memoria, desde aquí vengo a demandar el valor del recuerdo, ya que sin él no seríamos quienes somos. Sobre esta página (que intentamos que no sea una página en blanco) palpitan los acentos sobre la literatura, la cinematografía, los sentimientos y las reflexiones varias. Un acento para mostrarnos tal cual vemos (y nos vemos), pues nuestra mirada es la que nos lleva a determinar el interés por subrayar los acentos que vamos acumulando en nuestra vida.


Sin acento veo hoy el fútbol, con acento busco esa calle de tierra donde jugueteaba en mi niñez; sin acento contemplo los programas televisivos del corazón, con acento me sumerjo en la biblioteca heredada de mi abuelo; sin acento me muestro ante las grandes superficies de ropa, con acento valoro la amistad; sin acento pervivo en la telefonía móvil, con acento siento los besos de amor; sin acento vivo el día de la lotería de Navidad, con acento rememoro los cines de barrio de sesión continua; sin acento miro los automóviles sin distinguir una marca de otra, con acento redacto los artículos que firmo; sin acento, una taladradora; con acento, una máquina de escribir; sin acento, un puñal; con acento, un bolígrafo.

El acento que pongo en la biblioteca heredada de mi abuelo bien puede ser el mismo que  J. Teresa Padilla hace recaer en su cuidada selección literaria. Sin embargo, si mi acento repercute sobre Pedro Mata o Harry Stephen Keeler su tilde sobrevuela a Danilo Kis o Fedor Dostoievski. Y cuando nuestra puntuación coincide sobre Georges Simenon, ella se decanta por su literatura magna y uno irrumpe con Maigret…, mas libros, no, más libros, más novelas. Y ellos con su acento.

Mala regla es la que viene a prohibirnos acentuar: “solo quiero ir solo”, “solo solo quiero ir”, “ir solo, solo quiero”, “quiero ir solo, solo”…

La existencia es toda una serie de innumerables acentos, esos acentos que vienen a diferenciarnos. Escribirlos sobre las palabras justas será el libro de nuestra vida. Sólo faltaba que nos quitaran el derecho de acentuar: ésta es nuestra rebelión, nuestra resistencia diaria.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Volver a empezar

Foto: Teresa Padilla
"(Ojo conmigo) Desconfíen siempre de un autor de ‘pecios’. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la ‘profundidad’, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo ‘profundo’ lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan discutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad significante”. (R. Sánchez Ferlosio, Campo de retamas).

Por J. Teresa Padilla

Volver a empezar, iniciar una nueva vida… Dicen que es posible. La red está llena de atractivas y estimulantes frases, por lo general ilustradas con imágenes tan supuestamente hermosas como ellas, que te lo recuerdan; como te recuerdan y te dicen muchas otras cosas, pero especialmente las que gusta en general que te recuerden y te digan. En algún momento habría que pensar qué dice de nosotros el indudable éxito de esta forma de pensamiento aforístico y amable, sobre todo amable, aunque no hace falta una profunda y detenida reflexión para concluir que estamos dispuestos a todo con tal de sentirnos mejor. A todo, especialmente a engañarnos a nosotros mismos (y, preferentemente, con el menor esfuerzo posible, o sea, vía sentencia breve). Eso de “la verdad, aunque duela” (lo que, por otra parte, suele ser el caso -¡menuda zorra está hecha!-) no va con nosotros. Y si encima nos exige pararnos a pensar… En el fondo, se trata de vivir o sobrevivir encantados de habernos conocido para poder, como algún jugador de fútbol ha hecho, cifrar la fidelidad a nosotros mismos en no tener que arrepentirnos de nada y proclamar a los cuatro vientos que haríamos todo exactamente igual una y mil veces. Y, si no, si tenemos la desgracia de no ser lo suficientemente tontos para creérnoslo, pues a empezar de nuevo, desde cero. Lo que no deja de ser una tontería igual, o mayor aún, que por lo menos la primera es mucho más cómoda.

Sí, una tontería. Porque volver a empezar es, se mire por donde se mire (aunque siempre y cuando se mire por algún lado), imposible. Desde cualquier punto de vista (biográfico, biológico, lógico, histórico, ético…). Exactamente tan imposible como cambiar o borrar nuestro pasado y, con él, nuestros errores y todo ese mal que hemos cometido de palabra u obra. Tan imposible como viajar en el tiempo (y no me habléis de su curvatura, de Einstein ni de física cuántica, porque no tengo ni idea de a qué se refieren, pero sí sé que eso de lo que hablan nada tiene que ver ni con mi tiempo ni con mi vida). Eso no quita que haya quien de verdad lo intente y aun crea que lo consigue. Que las personas somos capaces de ponernos en marcha con los fines más absurdos y de creernos las cosas más inverosímiles está demostrado de sobra (puedo dar fe en primera persona) y el hecho en sí demuestra, a su vez, que nuestra designación como animales racionales es, básicamente, un desideratum.
Las personas que un buen día deciden empezar una nueva vida son tan tontas o más que aquellas tan autocomplacientes que no cambiarían nada de la suya, pero mucho más valientes, dónde va parar. Y eso aunque en realidad no estén empezando nada, sino huyendo de sí mismos, de su vida anterior. Sí, esa extraña mezcla de valentía y cobardía de los suicidas. Y como el propio suicidio, muchas veces una tentación fascinante, en este caso la de convertirnos en otro o, cuando menos (porque visto así su absurdo resulta muy obvio), fingirlo con todas nuestras fuerzas con la esperanza de engañar a los demás y, quién sabe, hasta a nosotros mismos.

Vale, puede que no sea esto lo que se quiere decir generalmente con “volver a empezar”, que sólo se hable de un “cambio de rumbo”, más o menos radical, de la vida. Lo sé, soy muy literal, aunque nunca entenderé por qué cuando se pretende decir algo no se dice justamente ese algo en lugar de otra cosa (cansada estoy de decírselo a otro redactor de este blog al que dedico especialmente la cita que encabeza esta entrada). De todas maneras, la expresión tampoco es muy afortunada, que la vida tiene un rumbo o una dirección muy precisa que conduce directamente a su finalización y es imposible de cambiar. Al final, con esas sentencias aparentemente tan profundas, pero tan absurdas (véase: “siempre hay tiempo para volver a empezar”), se dice simplemente algo tan prosaico como que, si no te mueres antes (no siempre hay tiempo, no te dejes engañar), puedes intentar hacer algo diferente a lo que has hecho hasta ahora. Yo qué sé: mudar de profesión, emprender un nuevo negocio, cambiar radicalmente de aires, de religión, de peinado o de pareja. Esto sí que se puede (¡yuju!), en teoría al menos, que lo del cambio de profesión no he encontrado responsable de recursos humanos que lo crea (¡mierda!). Otra cosa es que sea realmente el cambio que buscas. O que eso que buscas sea un cambio y no otra cosa… ¡Menudo lío! Al final vamos a tener que envidiar al tonto autocomplaciente... No, eso sí que no.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Alfanhuí

Alfanhuí. Rafael Sánchez Ferlosio.

Destino: Barcelona, 2001, 250 pp. 18 euros; Austral: Barcelona, 2004, 208 pp. 6,95 euros. 

 



*Por J. Teresa Padilla y José María Ruiz del Álamo

Como en su dedicatoria se indica, ésta es una “historia castellana llena de mentiras verdaderas”, un sembrado de “locuras” que, como las del Quijote, encuentran en estas tierras “buen asiento”. Así no es de extrañar que empiecen a dibujarse las palabras con la tinta nutrida del polvillo obtenido a partir de un gallo de veleta. Una tinta resultado de la industria de un niño que experimenta con los materiales, liberados de su apariencia inerte, y, sobre todo, con los colores: todo un mundo de matices infinitos, perecederos y cambiantes. Como la vida. Un niño que escribe con un material y un alfabeto propios, que se resiste a ser expulsado del Paraíso, que se demora en la despedida (¿necesaria?) de la infancia. Un mal ejemplo, por ello, en la escuela, que obliga por norma a escribir “como los demás”. Suerte que los auténticos maestros, los que dan con el nombre que guarda "un eco cierto de aquel otro nombre que nadie puede decir" y dice quiénes somos, suelan encontrarse fuera. Alfanhuí, el sonido con el que los alcaravanes se llaman entre sí, será el nombre más verdadero de este niño de ojos amarillos, como ellos. El que tuviera antes no importa, como no importa si la novela es una alegoría autobiográfica sobre la propia infancia. No hay otra forma de narrar la niñez que contar la propia, pero lo más propio es siempre, aunque especialmente cuando se trata de la infancia, a la vez lo más común. Lo personal, lo más singular, es lo único verdaderamente universal.

Sánchez Ferlosio se desnuda en un ejercicio de temprana madurez literaria que, sin embargo, suena a despedida. Como si la magia de este relato, más verdadera que el más fiel realismo, constituyera un indebido refugio lírico en la España de los cincuenta. Eso sugiere Benet en el prólogo a la edición de Salvat, pero que la apuesta narrativa de Alfanhuí no tenga continuidad puede no tener nada que ver con esto. Ser fiel a uno mismo a veces exige la infidelidad a la propia obra, más cuando se es un niño industrioso y dado a los experimentos.

Alfanhuí mira “de corazón” y, por eso, ve lo que de otra forma sería invisible e incluso recuerda más allá de la memoria y del tiempo. Su mirada es libre, abierta, lúcida. Sólo la ira y la culpa le llegan a cegar; sólo el dolor por los que ama amenaza su vitalidad, ésa que contagia a todo lo que le rodea. Porque en su mundo todo está vivo, hasta la muerte, hasta el mal, ese odio que nace del miedo y la ignorancia y habita el fuego perverso de las inquisitoriales antorchas, tan castellanas también, que todo lo arrasan. Todo está vivo y habla, eso sí, mientras se lo mire realmente: “dejaba de mirar, y ya no oía”. Y así, mientras el fuego del mundo grita, ciega y mata, enmudeciendo al hombre, el del hogar alberga el eco de las voces, que sólo él logró hacer hablar, y mantiene vivas sus historias, defendiéndolas del azote del inclemente viento exterior.

Expulsado de continuo (por su singularidad, por el odio, por la culpa o la curiosidad), Alfanhuí recorre el mundo en busca de esos hogares que ya sabe siempre provisionales. Tal es el conocimiento que este camino, en cuyo transcurso no sólo cambian las estaciones y los paisajes, sino él mismo, condenado a crecer, cambiar de calzado y despedirse de una niñez a la que se aferra como a la vida, le depara. Cómo no iba a reconocerse en el gigante desterrado que sabe que el tesoro más valioso es el que no vale nada, el que no puede ser vendido ni comprar la propia vida, el que nos sobrevive.

Y así pasa en sus andanzas Alfanhuí de la rica soledad de la primera niñez, impenetrable para los adultos y sólo aliviada por una naturaleza animada hasta en lo inorgánico, al encuentro con su maestro, que amplía ese mundo absolutamente propio de la infancia y lo enriquece con lo humano. Y entonces la muerte irrumpe, y lo cambia todo, desengañándole de la esperanza de que el mundo adulto y el infantil no fueran absolutamente ajenos, de la ilusión de la continuidad. El camino conduce entonces a la ciudad, a un Madrid donde tanto lo que queda de natural como lo humano están degradados y enfermos. Si en su hogar y en la Guadalajara de su maestro convivían cocodrilos con gallos de veleta algo crueles, los árboles podían adquirir extravagantes y diversos colores y Alfanhuí calzaba alpargatas, en la ciudad sólo las cucarachas prosperan: el río de aguas negras no fecunda tierra alguna, el ciudadano de éxito es un Pinocho sin corazón (“no creí que don Zana tuviera sangre”) y la vida queda reducida a los patios interiores y los baños, en los que languidecen pálidas coles y cautivas cabras. Alfanhuí, por su parte, ha de encarcelar sus pies con calcetines blancos y zapatos de charol. Y de nuevo la muerte, sorprendentemente humana pese a todo, del ciudadano de madera marca el hiato y libera sus pies, que acabarán encontrando asilo en las botas del abuelo, hacia otras tierras y otras gentes, en una huida que busca el reencuentro con el pasado y la reparación. Una huida y un asilo a los que también otra muerte, en este caso nada sorprendentemente humana, la de un animal de labor, pone fin señalando la dirección inexorable de la vida y, a la vez, la posibilidad de recordar en ella ese nombre más propio de nuestra infancia: Alfanhuí.


 * Esta reseña es un experimento, porque también nosotros, como Alfanhuí, somos seres curiosos, y qué mejor elección que esta obra para comprobar el resultado de dos lecturas simultáneas y la mezcla de dos escrituras. Pero en este blog somos poco científicos y la elección de la obra y el propio experimento han sido producto del azar. En realidad se trata más bien de un ejercicio de nostalgia y de una celebración. Los dos autores de esta reseña descubrimos que poseíamos el mismo antiguo y barato ejemplar de esta novela. Nuestras bibliotecas (y preferencias literarias) son tan dispares que las coincidencias nos asombran y no pueden dejar de aparcérsenos como acontecimientos dignos de festejarse. Porque, últimamente (conforme vamos envejeciendo), cualquier cosa nos parece extraordinaria. Es raro. Para Alfanhuí lo más extraordinario y mágico es normal y para nosotros lo más normal, extraordinario y mágico: por un camino u otro nos encontramos. La vida debe ser realmente un círculo que tiende a cerrarse, porque al final vivimos en una realidad muy parecida a la de la infancia; una realidad que, en la parte media del viaje, se había perdido o casi olvidado. Bien vale la pena recordarla, y Alfanhuí nos lo ha recordado, vaya si lo ha hecho.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Scaramouche

Scaramouche. Rafael Sabatini.

El País: 2004, 405 pp.


Por José María Ruiz del Álamo

A duelo me la juego, y tiro de palabra para blandir la espada, pues me afrenta que me tachen de vago cuando haraganeo pensando junto al viento. Que si mi escritura no es dada a reseñas literarias hoy le hago una cinta para traer a colación la lectura que me ha acompañado estos días de verano. Una obra para lanzarse a la aventura buscando un halo de aquella niñez perdida.

Niñez que se encuentra en el primer párrafo de la obra de Rafael Sabatini: “Nació con el don de la risa y la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”. La ventana a la lectura se ha abierto de manera superlativa, un inicio que te llena de un plumazo para continuar los avatares, mas a la vez es un inicio a enmarcar, bien se puede comparar con las primeras palabras de Cien años de soledad, Moby Dick, La colmena y, por qué no, Don Quijote de la Mancha… Sí, la brillantez es tal que uno se siente embarcado en esa estela de libertad que conlleva la lectura y la imaginación, amén de teletransportar al adulto a su espíritu juvenil (“En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” San Mateo, XVIII, 3).

Mi encuentro con Scaramouche devino de la versión cinematográfica interpretada por Stewart Granger, y uno quedó fascinado por el ritmo y por el increíble duelo espadachín en el teatro (mejor envite no se ha llegado a rodar). Posteriormente, en la biblioteca de mi abuelo, vine a encontrar una obra de Sabatini titulada Scaramouche, creador de reyes (editorial Molino, colección Famosas Novelas), y a la lectura me di, pero vine a ver que poco (nada) concordaba con la película y por ello sentí desilusión; algo crío era en su lectura, claro que ahora, teniéndolo en mis manos, leo la primera línea (“se sospechaba de él que no tenía corazón”) y como que me entra el gusanillo de releerlo. Quizá caiga en la tentación (uno es mucho de caer en estas cosas), más cuando veo que es la continuación de este Scaramouche que venimos aquí a reseñar.

Prosiguieron nuevos visionados de la película y, finalmente, llegó el genuino libro a mis ojos. Una edición del año 2004 llevada a cabo por El País (colección Aventuras) y que vine a encontrar en una librería de segunda mano. Apenas un euro fue su coste y por ventura que he recibido favores más allá de esa moneda.

Porque su lectura fue apetitosa, no por ser devorada, sino por la dosis vitamínica de libertad que me aportó y el ejercicio de placer de leer en felicidad (¿se puede acuñar este término?). Ese ser feliz leyendo que no de tontos es, sino que irrumpe en una mirada inocente, aunque no exenta de crítica, ya que si su prosa es ligera y simple, buena razón es para buscar esa inocencia ligera y simple que hemos dejado por el camino. Mas a la par concuerda con el Victor Hugo de Los miserables al marcar/enmarcar a los personajes ante el hecho histórico.

La configuración del Tercer Estado como eje de la Revolución Francesa, así como las relaciones de la aristocracia (cohorte real) con el pueblo, la creación de la Asamblea Nacional, la aparición de personajes históricos (Danton), la huida de los reyes, el ataque de las Tullerías… Es en este periodo convulso de la historia donde transcurre nuestra lectura. Una clase de historia en pos de la justicia desde el alma de la amistad.

Y por pedir justicia ante el asesinato será declarado sedicioso nuestro protagonista, viéndose en el extremo de encarnar a Scaramouche en la comedia del arte junto a Colombina y Arlequín (el teatro de la legua). Pues a todos nos toca interpretar nuestro papel en esta escritura del mundo, y hay quienes llevan mejor la máscara, sin embargo la máscara bajo la que se esconde Scaramouche facilita la mordacidad y la intriga, pues viviendo en la irrealidad de la farsa bien se ve la farsa de la realidad. Porque nuestro héroe, cuyo nombre es André-Louis Moreau, se nos presenta como el hombre cínico que se mantiene al margen de los acontecimientos para acabar mostrando una vena egoísta donde sólo ve su profundo interés. Ni nuestro héroe es tan blanco ni tan negro, su ser va configurando transformación.

Novela de aventuras que se precie bien debe tener su antagonista, y el señor de La Tour d´Azyr es el contrapunto: un aristócrata no tan noble, pues pendenciero resulta, y se vale de su poder y de su arte con la espada para aniquilar aquello que puede desestabilizar su estatus. No concibe la igualdad del ser humano. Todo él es altivez. Aniquilador de la inocencia: ya de Philippe de Vilmorin, ya de Aline. Cercenando la voz del primero, un abate idealista que busca la reparación de la injusticia; queriendo contraer un matrimonio de conveniencia con la segunda.

Novela y película se desmarcan en su transcurrir y en su conclusión, pues mientras la película eclosiona hacia el sentido del humor y la espectacularidad del genial duelo; la novela viene a dormirse en una especie de culebrón conservador. Pese a ello, grandes son los momentos de narrativa que Sabatini plasma, véase el diálogo de la sinceridad de Philippe rebatido por la procaz lengua de André-Louis, la vertiente feminista de Aline en un momento dado, la creación de tensión en la huida del protagonista o la manifestación ambiental del clima revolucionario, así como ese viaje a ninguna parte de los cómicos.

¿”Scaramouche” tiene un sitio en la actualidad? “Es lamentable que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro más adecuado para mí. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagración y luego escapar antes de que me alcance el fuego (…). No me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de escurrir el bulto”. Quizá sí, porque en la novela se dibuja una buena capa de grises, mientras que en la película es casi todo brillantez. Quizá sí, porque se nos muestra sutil y peligroso, a la par que consigue sus propósitos tortuosamente.

La lectura nos desafía al mundo de la contradicción. Nuestro héroe puede resultar no tan nítido.

Scaramouche es una lectura a la que te has de acercar en grado de felicidad; no menospreciemos la prosa de Sabatini.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Desde mi toalla

Por Marisa Díez

Si hay algo que me ha quedado claro durante mis días de asueto en la playa es lo que pueden cambiar el carácter de las personas unas simples jornadas de vacaciones. Acostumbrados al ajetreo y al malvivir de la ciudad, llegamos a nuestro destino estival dispuestos a dejar atrás los malos hábitos acumulados durante el año. De esta manera, es fácil observar cómo determinados comportamientos, impensables durante tu vida diaria en Madrid, se convierten en habituales cuando nos encontramos cerquita del litoral. Será por el influjo de las olas, o de las mareas,  o qué sé yo.

Por ejemplo, esa costumbre, tan incomprensible para mí por aquellos lares, de intentar conseguir el mejor sitio en primera línea de playa. Hordas de jubilados, parapetados tras sus enseres playeros, esperan pacientemente la orden de los policías locales para poder pisar la arena a primera hora de la mañana y conseguir el mejor sitio donde plantar su sombrilla. Hacen su cola educadamente y sin rechistar y son capaces de esperar con infinita paciencia sin que se les pueda escuchar la más mínima queja ni palabra malsonante. En una situación parecida me los imaginaba yo, mientras los observaba desde la ventana del apartamento, en una parada de autobús en Madrid si éste se retrasara, digamos, unos cinco minutos: la cantidad de improperios que serían capaces de soltar por sus bocas. Sin contar con la cantidad de adjetivos desagradables que regalarían al pobre conductor de turno que tuviera la mala fortuna de cruzarse en ese momento en su camino.