martes, 18 de agosto de 2015

El cuarto de atrás

El cuarto de atrás. Carmen Martín Gaite.

Destino: Barcelona, 2002 (1978), 182 pp.


Por J. Teresa Padilla

Hay quien cree en la existencia de “libros para el verano”. Éstos deberían ser algo así como los equivalentes a las también llamadas “canciones del verano”: facilones, pegadizos y un poco de usar y tirar. Para no volver a recordar nunca o sólo, con mucha suerte, hasta el verano siguiente, o el otro, y únicamente porque han quedado asociados a aquellos días, que tanto nos complace rememorar, en que nos alejamos de la rutina en un lugar extraño al habitual.

Se supone que el verano es un momento para vivir y no para enfrentarse a retos literarios. Ni musicales, ni cinematográficos (también hay “pelis de verano”). Esta suposición es bastante falaz, pues entiende la vida y su disfrute como algo necesariamente superficial que exige evitar cualquier esfuerzo, reflexión o sentimiento que nos distraiga de un goce puramente inmediato y sensual: el del calor del sol sobre nuestra piel, el olor del mar o el sonido de las olas. En verano nuestro cuerpo tiene derecho a unas vacaciones, parece pensarse. Unas vacaciones de nosotros mismos. Para que luego se dude del poder de las ideas, pues en el origen de esta obligación estival de “quedarnos en blanco” y atontarnos deliberadamente no se encuentra otra cosa que el célebre dualismo antropológico de cuerpo y alma. Éste es el polvo del que vienen esos lodos.

Reconozco el engaño, pero también lo difícil que es sustraerse a él. Yo también he sucumbido muchas veces a la tentación de la evasión, pues es esto, y no la vida y su disfrute, lo que de verdad se nos oferta en estas fechas. Evadirse, fugarse, desentenderse. Huir. ¿A dónde? A ninguna parte, no importa. ¿De qué? De todo: de la realidad cotidiana, de sus problemas, de las prisas y obligaciones, pero también de nosotros mismos, de nuestra vida… y de la literatura.

“La literatura es un desafio (…) no un refugio”, dice el misterioso personaje masculino creado por Carmen Martín Gaite en esta obra (no me atrevo a llamarla novela) para que la ayude a aclararse a sí misma, y de paso a nosotros, su peculiar forma de padecer eso que Vila-Matas llamó “el mal de Montano”. Una forma nada peculiar, de hecho, pues reconocemos los síntomas y las motivaciones del mismo. De esto trata esta novela que es, más bien, una reflexión autobiográfica: de lo que nos lleva, por el camino correcto o por peligrosos desvíos, a la literatura y de los temores que nos pueden tentar a alejarnos de ella.

“Posiblemente mis trabajos posteriores de investigación histórica los considere una traición todavía más grave a la ambigüedad; yo misma, al emprenderlos, notaba que me estaba desviando, desertaba de los sueños para pactar con la historia, me esforzaba en ordenar las coas, en entenderlas una por una, por miedo a naufragar”, nos dice haciendo referencia, sobre todo, a su trabajo, por otra parte excelente, sobre los usos amorosos de la posguerra.

Huir o encontrarse, también así se podría entender el dilema que se plantea. Buscar refugio (en la investigación histórica, en sus datos, en la realidad más compartida y menos íntima) o enfrentarse a la soledad y la extrañeza a las que la literatura nos condena (“Pensé angustiosamente que no era yo. Lo mismo que aquel sitio no era aquel sitio. Y tuve una premonición: ‘Esto es la literatura. Me está habitando la literatura’”). A las que nos condena y de las que, a la vez, nos consuela, porque sólo en ellas podemos encontrar todo lo que hemos ido perdiendo y, especialmente, lo más importante entre lo perdido: a nosotros mismos. La literatura nos devuelve al “cuarto de atrás”, nuestro lugar en el mundo: esa “especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas” donde únicamente llegamos a vivir en primera persona.

A medio camino entre el Augusto Pérez de Niebla y el Tongoy de El mal de Montano, el misterioso Alejandro que visita de noche a Carmen Martín Gaite supuestamente para entrevistarla es un personaje que se enfrenta a la autora y la obliga a ponerse en cuestión. Un alter ego (la conoce demasiado bien), como Tongoy, o un personaje de ficción (su nombre coincide con el de un personaje de una fantasía infantil que ideó con su mejor amiga), como Augusto; en cualquier caso, tipos nada respetuosos, sino bastante críticos y respondones.

Su impertinente visita nos permite conocer nosotros también a Carmen, reconocerla en sus personajes (si estamos familiarizados con su obra), comprender por qué escribe y por qué a veces huye de la escritura, y de otras cosas, aunque sea escribiendo también. La conocemos mientras ella se busca a sí misma en el sentido de lo que hace yendo y viniendo del presente, algo onírico, al pasado, casi más real. Al final puede que el dolor sea la clave de todo. Atreverse a vivirlo o huir de él, ignorarlo, esconderlo bajo las alfombras.

“En los himnos de corte falangista (…), el dolor era una cucaracha despreciable y ridícula, bastaba con tener limpios todos los rincones de la casa para que huyera avergonzada de su banal existencia, no había que dignarse mirar los bultos inquietantes ni las sombras de la noche”.

Mirar esos bultos, enfrentarse a las sombras. Rechazar la negación socialmente impuesta. Vencer el miedo a la cucaracha que habita en nuestra propia cocina. Esto es la literatura, su razón de ser.

Fuente foto: Cúmulos y limbos
Hacía mucho tiempo que no leía a Carmen Martín Gaite, una escritora con la que siempre me he entendido tan bien que soy incapaz de tomar respecto a ella la distancia necesaria para valorar, más o menos objetivamente, su calidad literaria, para ubicarla en el lugar que le correspondería dentro de la narrativa castellana contemporánea. Otros lo harán, supongo. A mí no me hace falta. A pesar de que pertenece a la generación de mis padres y no a la mía, de que muchas de sus historias se desarrollan en su ciudad de provincias natal y yo no he vivido en otra que la capital, siento también como mía esa sensación de opresión y aislamiento social de sus personajes. Casi todos mujeres (que son las que más intesamente estaban condenadas a sentirla), aunque resulta imperdonable aquí no recordar al protagonista masculino de la maravillosa Ritmo lento. La literatura de Martín Gaite es aparentemente sencilla, clara, modesta. Pero no os dejéis engañar: está llena de descubrimientos, pequeños y esenciales; de imágenes deslumbrantes en su cotidianidad; de verdad y de humanidad. Es una literatura que no miente y que nos sonríe, como recuerdo hacía ella a los lectores en la Feria del Libro, como preguntándonos: ¿tú también lo sientes así?

En realidad, estos son los auténticos libros para el verano, para mis veranos. Libros, no para evadirse de nada, sino para reencontrarse con amistades antiguas y hace tiempo desatendidas, aunque no olvidadas del todo; para solventar pérdidas y descuidos.

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