viernes, 17 de julio de 2015

La nieve estaba sucia

La nieve estaba sucia. Georges Simenon. 

Acantilado: Barcelona, 2014, 272 pp. 20 euros. 


“Sé que nunca me he preparado para un “gran libro” en el que “contarlo todo”: el escritor sabe que nunca será capaz de “contarlo todo”. (…) Más bien creía que, entre tantos escritos superfluos cuya autoría sólo era capaz de asumir con remordimientos, (…) un día tendría la ocasión de decir, en una frase o un párrafo, lo que nadie podía decir por mí. Pensaba que tal vez el mensaje no sería ni muy inteligente ni muy original ni muy divertido, quizá se presentaría en forma de tópico, porque en la vida como en la literatura los mensajes importantes, las palabras y las frases que expresan algo de forma contundente, que expresan a alguien con todo su ser, suelen ser muy sencillas” (Sándor Márai, Confesiones de un burgués, pp. 464s.).

Por J. Teresa Padilla

Ser un escritor popular no es malo. De hecho, para el escritor es muy bueno, pues le permitirá vivir de lo que escribe y no como un ignoto Kafka. Me imagino que este privilegio tendrá, como todo, sus servidumbres, entre las que destacará la de tener que seguir escribiendo y publicando con una determinada regularidad completamente ajena e independiente de la necesidad real de escribir algo que sienta el autor. El escritor profesional, gracias a su popularidad, termina, como Márai, cargando con un montón de escritos que considerará superfluos sobre sus espaldas. Siempre que sea un auténtico escritor, claro, no un escribiente o un escribidor. En realidad, popular o no, me parece que el auténtico escritor nunca estará satisfecho y por eso sigue y sigue escribiendo.

Aunque no es malo, ser un escritor popular es sospechoso, y no sólo por esto, por la obligada prolificidad. La suspicacia es, además, directamente proporcional a la popularidad del escritor: cuánto más alto está en la lista de ventas, más prejuzgamos su falta de auténtico valor literario. Entre los que no podemos liberarnos de este prejuicio habrá de todo. Desde el elitista que precisa de esta distinción respecto de las masas populares para reafirmar su excepcionalidad, hasta el miembro anónimo de esa masa popular que un buen día se harta de lo que la industria editorial dicta que quiere o puede leer. Este último caso es quizá el más heroico de los posibles, pues presupone que ese miembro anónimo de la masa ha descubierto, a saber gracias a qué azar imprevisto por la industria, que leer es una actividad más parecida a la escalada o el senderismo (en la que el placer se obtiene, tanto o más que de lo que la naturaleza pone ante los ojos, del propio esfuerzo y la superación empleadas en su exploración) que al visionado de una serie televisiva. Una vez descubierto que la lectura es más un ejercicio que un entretenimiento pasivo, el malentendido sobre el que se erige la literatura de masas o de consumo queda patente: no quiere que se lo pongan tan fácil, que se limiten a contarle chismes. Necesita un reto y empieza a aburrirse mortalmente justo con lo que se supone que debería entretenerle sin esfuerzo.
“Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en la cara, ¿para qué leerlo? (…) Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior” (F. Kafka, "Carta a Oskar Pollak", 1904).

Díficil decir más claro qué distingue la literatura de lo meramente libresco. Tan complicado como explicar el camino por el que tantos anónimos llegan también a semejante descubrimiento, pero el caso es que, para desgracia del elitista, lo hacen con más frecuencia de la que imaginamos. La prueba no se encuentra tanto en las librerías como en las bibliotecas, donde hay miles de libros que nadie debería supuestamente querer leer repletos de fechas distintas y sucesivas de devolución.

El caso del lector anónimo es heroico, pero no menos heroico es el del escritor popular que se arriesga, que no renuncia, pese a todo, a la literatura. George Simenon es un ejemplo de estos dignos escritores de masas. Escritor de masas y, además, de género: el mejor ejemplo de escritor industrial. Y productivo como pocos. Cuando uno vende lo que él vendió con su comisario Maigret durante cuarenta años (que se dice pronto), sólo se escribe algo completamente distinto impelido por la esperanza apuntada por Márai de decir lo aún no dicho, de proyectar alguna luz, de aportar algo en ese intento típicamente literario de humanizar y hacer más habitable ese mundo que previamente la misma literatura nos ha mostrado despojado de su falsa familiaridad.

La nieve estaba sucia es una tentativa de esta clase. Se desarrolla en una ciudad ocupada (no se especifica cuál ni por quién) en la que el miedo y la penuria mantienen sometida a la población sin apenas necesidad de intervención directa por parte de las fuerzas de ocupación. Ese sometimiento se traduce principalmente en la deshumanización, en la muerte en vida, en la renuncia a toda esperanza que no sea la inmediata de sobrevivir. En este tipo de situaciones hay quien sólo sobrevive y quien, dando un paso más (qué más da en el fondo un paso más o menos en esta degradación general), intenta sacar provecho a la situación y lograr una situación privilegiada.

Frank, el protagonista, es un joven de 19 años hijo de una de estas expertas en medrar a costa de la necesidad ajena, una madame que surte a los ocupantes de mujeres que renueva continuamente, usando y abandonando después a su suerte; mujeres que el propio Frank tiene a su completa disposición. Su vida se desarrolla entre la casa de su madre y el bar de Timo, otro lugar al que los ocupantes permiten saltarse las reglas y prosperar sobre sus semejantes. Frank se sabe despreciado secreta y silenciosamente por sus vecinos, a los que, a su vez, se esfuerza por despreciar. Es en el fondo un extraño al que su madre teme, y se goza en ello.

Una noche, sin motivo aparente, decide matar a un ocupante que frecuenta el bar de Timo. Por probar un cuchillo prestado, por demostrarse que puede, a fin de cuentas porque puede y, si puede, por qué no hacerlo. Pero, mientras espera oculto la ocasión, la llegada de uno de sus vecinos, Holst (el padre de una adolescente, Sissy, a la que sabe que atrae), le revela el sentido de su inminente asesinato. Es un reto, un desafío que busca reafirmar su derecho a despreciar a Holst (ese infeliz andrajoso que sabrá y callará) y, en su nombre, despreciar todo y a todos.

Foto: Erling Mandelmann
Porque Holst es Dios mismo, el que sabe y calla. Es la personificación del destino de Frank, de esa vida propia que nadie, ni tan siquiera él mismo, parece tener; un destino al que no cesa de provocar con sus sucesivos crímenes en búsqueda de una respuesta que ignora hasta que finalmente, cuando ya ha renunciado a ella, se le ofrece gratuitamente.

Frank nos recuerda inevitablemente al Raskólnikov de Crimen y castigo, aunque su mundo, al que no importan en absoluto sus auténticos crímenes, se parezca mucho más al de Meursault, El extranjero de Camus. Ya lo dijo Márai: los mensajes importantes no tienen por qué ser muy originales. La mayoría no lo son en absoluto. Basta con que añadan algo, ese matiz propio y a lo mejor esencial. "Lo importante no es que esto dure, sino que exista”, quizá sea éste.

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